jueves, 26 de abril de 2007

Una gorra que piensa

La librería, de nuevo, tiene muchos libros con el nombre de un país en la cubierta. A veces es sólo el nombre de un cacho del país. A veces, medio continente. Otras, países que no existen. Siempre un mapa. Siempre, restaurantes y estrellitas. Luego, por último, el precio.

La librería tiene, amén de libros, aforos. El aforo principal es una sala donde un señor miraba mucho su reloj, la otra vez que vine. Ahora está vacía. Somos pocos y no queremos humillar a una sala tan bien puesta, con sus hileras de sillas y su estrado, sus cuadros y un montón de esquinas donde rebota la voz.

Por eso estamos en el aforo al aire libre. Un patio. Con tiestos. Hay uno muy grande que me quita de ver. El tiesto tiene plantado bambú verde, erecto, altísimo, entreverado consigo mismo o con otra planta, que yo qué sé, una planta (otra o el mismo bambú) que está deshojandose por momentos, en afiladas hebras mortecinas, que caen al suelo de gravilla blanca, de donde yo las voy recogiendo, para retorcerlas con las yemas de los dedos y aburrirme de manera saludable.

Estamos sentados en sillas de tijera. Somos diez. Y las plantas. A mi izquierda tengo a un escritor con botas negras. El escritor pone las botas sobre el borde del tiesto y por eso es el escritor de las botas negras: por lucirlas. A mi derecha tengo a una chica italiana que lleva un bolso donde, bordado, dice: Soy feliz. Es morena, napolitana, feliz. Confio en su bolso.

Luego de la napolitana, la jefe de prensa. Luego, señoras a las que las plantas molestan sus cardados. Tengo una delante que no deja de meter el bambú dentro del bambú, en un acto de inconsciencia sublime: en cualquier momento, la rama doblada contra natura puede dispararse y romperle un pendiente.

Luego (estoy hablando del aforo), editores, correctores, lectores, traductores y un autor, con gorra azul marino, gorra de béisbol, con el símbolo de nike en blanco, tan sonriente como él mismo.

La traductora lee un fragmento de la novela a cuya presentación hemos venido. El fragmento es bien largo.

Yo he dejado de retorcer hojas secas. Ahora estoy alzando una botella de champán que dejé acomodada en la gravilla. Antes del comienzo, el gerente de la librería nos dio unos vasos de plástico y nos los llenó de champán. Romper el hielo. La botella pesa mucho, es negra y dice Freixenet. Miro a la napolitana pero la napolitana no bebe champán. Miro al escritor de las botas negras: no bebe champán. Entonces estoy bebiéndome la botella de champán amparado por el bambú. Es agradable.

Ahora, el autor de la gorra de Nike lee su novela en el idioma original, que suena como declararle tu amor a Leni Riefenstal.

Miro hacia el cielo. Oscurece. Hizo mucho calor y al cielo le brillan un poco los pómulos. Me gustan los patios interiores porque te convencen de que el cielo es inalcanzable. Son seis pisos de patio interior, con todo eso tan sórdido que tienen los patios interiores y las cosas por detrás. Ventanas raídas, cañerías oxidadas, resaltes y apliques y abrazaderas inútiles. Ropa tendida, fláccida.

Sobre una cañería, justo encima de nuestras cabezas, hay una prenda colgada. Hasta tiene una pinza absurda en un extremo. Es naranja, parece un calcetín, pero de tan larga la prenda se me hace misteriosa, casi obscena. No sé qué es.

Le digo a la napolitana, con el dedo, que mire la prenda misteriosa. La mira, pero luego no me pide una cita. Es rara.

El autor ya dejó de ligar con Leni. Ahora nos habla en inglés. Habla muy bien el inglés. Habla enfáticamente, ilusionado, dichoso de estar en España, convencido de convencernos, arengador. El autor me cae muy mal. Por la gorra. Ya está. Me cae fatal y le deseo lo peor. Es un tipo feliz, como los bolsos italianos, un tipo que haría bien de ejecutivo de una empresa de internet, google, por ejemplo, apple, por ejemplo, con su entusiasmo, con su desenfadada manera de vestir, con su fe en un sistema que te pone marcas comerciales en la frente, para que seas tú mismo un anuncio, carne de publicidad, defensa falsa.

Me da tanto asco el escritor de la gorra Nike que le escribo un sms a la jefe de prensa. Dice: "Dame el número de teléfono de la napolitana, que le voy a escribir un sms.”

Mando el mensaje.

El autor de la gorra, que realmente y en justicia debería estar en una sala en Chicago, muy vasta, ante 2.000 trabajadores ufanos de, no sé, Yahoo, diciéndoles lo maravillosa que es Yahoo y la cantidad de cursos de punto de cruz que la empresa va a proporcionarles como formación gratuita y espiritual (por la cruz), se ha puesto a cantar el cumpleaños feliz a una de las chicas que, desprevenida, le ha comentado semejante efeméride.

La jefe de prensa no me pasa el teléfono de la napolitana.

Está cantando en inglés. De pie. Yo miro bambú.

El autor, este autor, este tío, se ha sentado por fin para que no haya fin. La presentación se prolonga, sinuosa, dizque intrínseca, por pasillos de ternura literaria, velada memorable y con algunos flashes fotográficos. Me aburro con consistencia.

Recibo un sms. No molesto mucho porque siempre que mando un sms me quedo con el teléfono en la mano y el dedo en el botón de Yes. Tengo siempre muchas ganas de darle al Yes pero a veces pasan días enteros sin respuestas a mis sms: entonces me obnubilo y creo que podría aspirar a alcaldías deplorables.

Dice: “No.”

Pero no es de la jefe de prensa.