martes, 21 de septiembre de 2010

Esos hijos de puta que hacen huelgas

Viví con auténtico estupor las reacciones de los periódicos y de los ciudadanos ante la huelga de los trabajadores del Metro de Madrid, transporte público que utilizo a diario. Entre unos y otros, en los papeles y los bares, dejaron clara su disconformidad con la protesta, la antipatía que las personas que la llevaban a cabo les estaban provocando y la obviedad de que no se puede paralizar una ciudad por el capricho de unos pocos.

Hacer huelga, por lo que parece, ha dejado de ser un derecho visible, dado que ahora podemos hablar ya de "derechos visibles" y "derechos invisibles", incluso subterráneos en el caso de los trabajadores de Metro.

Los derechos visibles son aquellos que se ejercen sin molestar a nadie, y que permiten a los ciudadanos apreciar el buen funcionamiento de la sociedad: son derechos que se nos han concedido porque varios siglos de tiras y aflojas los han probado inanes. El más importante de nuestros días es: hablar, opinar, decir cosas.

Decir cosas no sirve para nada, salvo para que otras personas digan también cosas, otras cosas. Se pueden seguir diciendo cosas hasta que se pudran las estrellas, o parar en un momento dado, que lo mismo da.

Es un derecho visibilísimo, el verbal, que muestra cómo la sociedad ha progresado, pues todos podemos expresar opiniones inútiles durante el tiempo que nos parezca oportuno.

Sin embargo, el derecho a hacer huelga se ha situado ya en el polo opuesto: molesta, y además no se entiende. Las palabras de la huelga no fomentan otras palabras, sino otras nomenclaturas, que no es lo mismo, dado que la nomenclatura es un corralito del lenguaje, inaccesible para el ciudadano medio, que normalmente no conduce trenes ni pesca el atún ni sabe qué problemas aquejan a los cocineros, los carpinteros o los periodistas.

Lo único que sabe el ciudadano (aparte de que hay que Cambiar el mundo, así en general) es que si los cocineros hacen huelga se nota, y eso ya es un argumento en su contra.

Hace dos o tres años, hicieron huelga los transportistas, los camioneros. Se notó en que en el supermercado había menos tomates el primer día de la huelga; el segundo no había ninguno, dado que el ciudadano medio (término cada vez más cercano en significado al de "niño") arrambló acojonado con todos los tomates que tenía a mano, no fueran a acabar en las manos de otro ciudadano y no pudriéndose en su casa por exceso de tomates, como es lo lógico en una sociedad conformada con ciudadanos solidarios, sobre todo con los negritos del África tropical.

En la huelga de Metro, más reciente, sucedió que los ciudadanos no podían tomar ellos solos los trenes e ir a su trabajo, dado que los trenes no son tomates y no se dejan coger con disimulado egoísmo. Así las cosas, el ciudadano no pudo ir a trabajar, o tuvo que hacerlo después de desembolsar el precio de una carrera en taxi, o buscarse la vida con la ayuda de otros compañeros de curro, motorizados estos, en una aventura de un día de duración que a buen seguro competía en sordidez y espanto con las mayores desgracias de la Historia de la Humanidad.

Ante la cercanía de una nueva huelga, esta vez "general", han empezado ya las consideraciones previas sobre su incómoda visibilidad. Hay que estar prevenidos ante una huelga que se note, porque sería un problema, el problema de que algo no funciona. La huelga puede notarse, sobre todo, si la llevan a cabo las personas que cobran mil euros o menos al mes, o sea, el 60% de los trabajadores.

Se opina estos días que, en tiempos de crisis, las huelgas generales no son precisamente lo más adecuado, pues el país tiene ya suficientes problemas. Esto quiere decir que no hay que hacer huelga cuando el país va muy mal, ni cuando va mal, ni cuando va regular; ni nunca. A no ser que haya que hacer huelga cuando el país va bien, y sólo para darle una alegría al cuerpo y demostrar al gobierno de turno que los ciudadanos no le quitamos ojo de encima por muy estupendamente que nos esté gobernando.

Sin embargo, resulta que una huelga no es un "paro" para molestar, sino un paro para denotar una necesidad que está siendo cubierta. La huelga da a entender que diariamente se lleva a cabo una función imprescindible para la sociedad, y que no se recibe la retribución económica ni moral consecuente con dicha tarea. El "paro", en definitiva, es el derecho de ser echado en falta.

Sucede, esperpénticamente, que los trabajadores que más se echan en falta cuando no acuden a su lugar de trabajo son precisamente aquellos que, diariamente también, menos relieve social tienen. Toda la ridícula masa social "solidaria" que dedica horas y horas a pensar y compadecer a cualquier persona nominal al otro lado del planeta, y a lamentar condiciones de vida deplorables en paralelos alejadísimos y a pedir al gobierno acciones de altura para que en meridianos distantes cambie algo, no dedica ni un solo segundo de su vida a pensar en el conductor del tren que le lleva a casa en su propia ciudad.

Ni un solo segundo.

Ni al camarero que le sirve el café, ni al barrendero, ni a la cajera del supermercado, ni a nadie que gane menos de mil euros al mes. Todos los trabajadores menestrales y humildes son invisibles socialmente, disfrutan de la transparencia del fracaso, que evita que sean mirados a los ojos por miedo a un contagio decadente. Si tienen problemas, no importan; si sus condiciones laborales son penosas, no importa; si les bajan el sueldo o les llevan de contrato temporal en contrato temporal, no importa. Lo único que importa es que sigan trabajando para que no nos sustraigan a los demás de tareas mucho más importantes, como reclamar el carril bici, imponer las bolsas ecológicas en los supermercados o luchar porque la música y las películas sean gratis.

Vamos, por cosas realmente esenciales.

Se ha calificado por tanto de "huelga salvaje" a aquella huelga que se hace como dios manda. Parece ser que las huelgas deben cumplir "servicios mínimos" para que los ciudadanos no crean que esos servicios son siquiera relevantes. Cuando se hace una huelga en el servicio de recogida de basuras los ciudadanos miran las bolsas de detritus como si los huelguistas las hubieran amontonado a las puertas de sus casas. Los huelguistas no son gente que trabaja para putearte; son gente que no trabaja.

La huelga general es una llamada a todos los trabajadores para que piensen en todos los trabajadores, no para que piensen en los 50/100 euros que uno mismo va a perder ese día. La huelga general es una prueba de cuánto estás dispuesto a perder tú para que otros puedan quizá ganar algo. La huelga general es una cosa que simplemente se hace.

No hay nada que pensar.