domingo, 11 de febrero de 2007

Yo ya estaba triste antes de que empezara a llover

La Casa del Libro está cerrada por inventario. Eso pone en un folio apaisado que pegaron al cristal de la puerta. En los escaparates de la Casa del Libro hay diccionarios muy gordos en los que caben todas las palabras del mundo. Inventario debe de andar por la página trescientos catorce.

La Fnac nunca cierra. La Fnac es un centro comercial que abrieron cuando vine a vivir a Madrid y, en cierto sentido, tengo ganas de que cierre. Cuando cierre la Fnac, cuando cambie de nombre, cuando la vuelen por los aires con todos sus chalecos verdes y sus escaleras mecánicas, creo que el mundo será un lugar más joven que yo: probablemente vomitaré.

De momento, la Fnac sigue ostentado su impronunciable nombre y sigue en pie, con discos por aquí, libros por allá y muchos chalecos verdes. Soy joven. Puedo escuchar los últimos cedés en las máquinas de escuchar cedés y alcanzar los libros del estante superior sin pedir ayuda. Puedo reírme de la compra del que está delante de mí en la caja y lucir mis adquisiciones ante el cliente que viene detrás. Puedo, sobre todo, encontrar caras las cosas, que es el placer más delicioso de la juventud.

Melody AM de Royksopp: 17 euros. ¡Ni de coña!

Al final me he comprado Hot Fuss, de The Killer, por seis euros.

Cuando he salido a la calle Preciados, con mi cedé nuevo en su bolsa de plástico, y el libro que estoy leyendo (Esferas III, de Peter Sloterditj) he mirado mi teléfono móvil. La hora. Las llamadas. No había llamadas. Horas había dos. Las de comer.

Ahora estoy caminando en busca de un lugar para comer. Me vienen a la cabeza imágenes de las cosas fascinantes y totalmente narrables que he hecho en los últimos días. Pienso en que debería escribir sobre mi charla ante setenta personas. Fue muy narrable. Estuve brillante y vendí dieciséis libros. Luego firmé siete. Una chica de 16 años estaba absolutamente encantada de conocerme. La entrevista que me hizo una reportera de melena rubia también fue jugosa. Era para un programa muy dinámico de un canal regional. La reportera traía una caja con un papel dentro. En el papel el entrevistado anterior había dejado una pregunta para el entrevistado de hoy, que a su vez, tras responderla, había de dejar una pregunta para el entrevistado subsiguiente. La pregunta que me dejó Alejandra Vallejo Nájera era: ¿Qué tiene que hacer un tipo para ser feliz? La respuesta que di fue: Qué pregunta tan sencilla. Me basta (sí, esto lo estoy diciendo yo al mundo) con citar a Jonathan Swift: La felicidad es la posesión perpetua de una agradable ilusión. Ya está. Luego (debería narrar esto, jo) escribí mi pregunta: ¿Dónde están todas esas personas que no hemos vuelto a ver?

Espero que no estén aquí cerca, pensé.

Sigo paseando por la Gran Vía buscando un sitio para comer. Vips, no. Restaurantes con menú, no. Sitios con gente, no.

Pienso en más cosas narrables. Follar siempre es narrable. Al menos yo nunca lo hago sin pensar que debe pasar a la historia de la literatura. Pero hablar de sexo me da pudor. Sobre todo si no voy a decir polla, coño, se corrió, me corrí, en su boca, etcétera. Si alguna vez escribo sobre sexo voy a tener un montón de problemas el día de Navidad.

Se ha acabado la Gran Vía. Se me han acabado los argumentos narrativos. Lo único que queda es una nube gris muy grande, sin esquinas. Me pongo debajo de la nube gris mientras cruzo Plaza de España. El edifio España está completamente abandonado. No hay ni una tiendita abierta. Me acuerdo de que cuando llegué a Madrid me quedé muy impresionado al ver a Jesús Hermida entrar en un restaurante italiano que había en el edificio España. Pobre Jesús Hermida: qué viejo es que le cerraron los restaurantes.

Me apetece comida rápida: un bocadillo, y estoy a punto de llegar al Pans and Company de Princesa. Está justo después de la sala Heineken. Llego y veo que está cerrado. Tienen todo el escaparate cegado con una enorme pegatina amarilla, y en ella han puesto: Nos estamos poniendo guapos. ¡Pero qué guays son las empresas del siglo XXI, joder!

En la plaza de los cubos está el Macdonalds, el Burger King, el Vips y el Starbucks. No me apetece ninguno. Miro las películas en el cine de la plaza de los cubos. No me apetece ninguna. Luego bajo las escaleras del pasaje y miro las películas en el cine del pasaje. Me apetece Juegos secretos porque su director hizo una película maravillosa, In the bedroom, y además en esta nueva película del cineasta salen personas desnudas en el poster. Salgo del pasaje y estoy en la calle Martín de los Heros. No hay nadie en la calle Martín de los Heros. Avanzo un poco hacia plaza de España y me paro a ver las películas del cine Alphaville. Ahora el cine Alphaville se llama Golem y no tiene nada que ver con el cine Alphaville porque las puertas son distintas y hay muchas y todo el cine Golem (antes Alphaville) son puertas. En cuatro de ellas pone “Salida”. En ninguna pone "entrada". El cine está cerrado. Veo que pasan Shortbus a las 16.30 horas. Luego miro las fotos de Shortbus y las críticas de Shortbus. Me apetece. Entonces me doy la vuelta y recorro con la vista la calle Martín de los Heros. No hay absolutamente nadie. Todos los bares están cerrados. La nube gris sigue sobre mi cabeza. Hay un andamio enorme pegado a un edificio y cubierto con una malla verde. El viento ha desprendido un extremo de la malla verde y lo mueve pausadamente sobre el cielo de la calle. Me quedo mirando cómo se mueve durante treinta segundos.

Camino, con mi libro y mi cedé nuevo, en busca de un lugar donde comer. Todo está cerrado o lleno de gente. Un lugar llamado Cáscaras me tienta porque tiene libros por todas partes. Luego decido ir a Conde Duque. No encuentro un sitio que me guste. En la calle La Palma antes ponían pitas danesas en un bar llamado El Sueco. Está cerrado. El café La Palma se me presenta como único refugio. Está cerrado. Bajo hasta San Bernardo. Todo está cerrado. Por una bocacalle se me insinúa El Boña... No puedo comer en sitios cuyo nombre me recuerda la mierda. Sigo. Estoy de nuevo en la Gran Vía. Sigo. Estoy de nuevo en Plaza de España. Sigo. Nos estamos poniendo guapos. Sigo. El pasaje. Juegos secretos. Sigo. Martín de los Heros. Sigo. El viento agita la malla verde.

El café de las Estrellas parece abierto. Me asomo. No hay nadie, salvo la camarera, muy guapa, que me mira. Bajo el picaporte de la puerta y la puerta está cerrada.

Jo.

El bar de al lado sí está abierto. Entro, bajo los escalones. Es un bar húmedo, de mesas sudorosas y barra atestada de comida muerta. El dueño apenas me saluda y está la televisión muy alta. El telediario. Hablan de seis personas fallecidas en una “galería de agua”.

-Hola –yo.

-() –el dueño.

-Un café con leche, por favor.

Dejo mis cosas sobre una mesa. Miro la tele mientras me quito la cazadora. Me acerco a la barra y toco la taza con mi café con leche. Ni siquiera está templada. La llevo a la mesa y veo el telediario. Me pongo a leer.

Entra una señora. La veo bajar las escaleras. Tiene como cincuenta años.

Se acerca a la barra.

-Un café con leche, por favor.

El dueño se lo pone.

-Oiga, ¿sabe a qué hora abren los cines?

-No –dice el dueño-, yo sé a qué hora abro yo, no a qué hora abren los cines. Ni a veces a qué hora abro yo.

Reconozco que siento admiración por los hijos de puta. Siempre tienen frases cojonudas.

Dejé el café a la mitad. Pagué un euro diez.

Ahora doy vueltas a la manzana. Al enfilar por rutinarianésima vez la calle Princesa, veo a un hombre apoyado en la pared de la sala Heineken. Se está poniendo un zapato. Tiene una mano apoyada en la sala de conciertos y la otra en el empeine del zapato. Sobre el suelo, una bolsa de plástico con una caja cuadrangular dentro. A unos metros de él, hay cuatro personas de su edad. Lo miran. El señor acaba de encajarse el zapato, se agacha para recoger la bolsa, y avanza hacia sus amigos. Lleva un zapato de cada clase. Sus amigos se ríen. Yo me río. Les dejo atrás.

Cuando ya he dado cuatro vueltas a la manzana, me digo a mí mismo: ¡Ni una chica guapa en todo el día!

El cine Golem ya abrió. La taquillera me pregunta qué fila prefiero. Le digo que me da igual.

Entro en la sala dos. Ocupo mi asiento. Detrás de mí hay tres hombres que no paran de hablar. Luego sigue entrando gente y la gente no para de hablar. Sufro mucho mientras empiezan las películas en los cines.

Me entretengo constatando que el noventa por ciento de los espectadores son homosexuales. Creo que no le hago mal a nadie constatando.

Javier Cámara está en la fila cuatro, un poco a mi derecha.

La película empieza. Está bonito el arranque de la película porque sale Nueva York hecho en cartón de colores y la cámara se mete por las ventanas para ver cómo folla la gente. Luego se acaba lo del cartón y la película de carne y hueso es muy mala.

Salen muchas pollas. Son pollas grandes con dueño muy guapos. También hay una sexóloga asiática que se pasa toda la película metiéndose cosas por el coño.

Esta película gustó mucho en Cannes.

Odio al protagonista. No dejo de resoplar cada vez que sale su cara y cada vez que se filma con su cámara de vídeo porque se quiere suicidar y su novio no lo sabe. Luego sale la sexóloga que no deja de meterse cosas por el coño y me animo un poco. Pero enseguida el tipo que se quiere suicidar vuelve a las andadas. Llora que da asco. No dejo de mirar la hora en mi teléfono móvil.

La película se ha terminado con que todos son felices y encuentran el amor. Yo ya he dicho que es mala.

Salgo. Camino por Martín de los Heros. Debajo del andamio, que tiene un hueco para que pasen los peatones, hay un mendigo barbudo con un tetrabrick de Cumbres de Gredos al lado, abierto. Paso por Plaza de España. Empieza a llover. Me pongo la capucha de mi cazadora y me da mucha pena que se me moje Peter Sloterdijk. Trato de meter a Peter en la bolsa de la Fnac, pero no cabe.

Subo la Gran Vía. Paso por la plaza de Callao. En el cine de la plaza hay dos mendigos besándose. Bajo Preciados. En el Corte Inglés venden el último premio Nadal a 19 euros. Sol.

Llueve.

Hay un autobús para donar sangre. Pienso en donar un poco de sangre. No.
Plaza de Benavente. Espero mi autobús. No viene. Miro el teatro que hay enfrente. Digo en voz alta: “No me lo puedo creer”.

Lo cierto es que no sé cómo se llamaba el teatro antes. Ahora la palabra teatro aparece con diéresis sobre la A. Así: Teätro. Y es que el teatro se llama ahora: Teatro Häagen Dazs.