martes, 27 de marzo de 2007

Eslovaquia

Camino por la Puerta del Sol al tiempo que escribo un mensaje en mi teléfono móvil. “A ver si quedamos algún día. Soy A. Me estoy leyendo Zubizarreta Zubizarreta. Saludos.” Busco Juan entre mis contactos-vip y aprieto Yes. El mensaje asciende, disparatado, hasta el cielo, se detiene, calibra un buen puñado de opciones empíreas, mira finalmente hacia el horizonte, adopta la forma de una flecha, y parte, rectilíneo.

Me guardo el teléfono móvil en la chaqueta y tiro un poco de la correa de mi cartera Porter, made in Tokyo. Dentro llevo Zubizarreta Zubizarreta, la segunda novela de Juan; La chica sobre la nevera y otros relatos, de Etgar Keret, y Nueve cuentos, de JD Salinger. También llevo grajeas de Gelocatil, en un bolsito, un cedé de Ali Farka Toure, en un apartado transparente, y facturas de hotel por un importe total de 405 euros.

Voy a la FNAC. La calle Preciados está llena de gente que no tiene más remedio que comprar algo, aunque sea ilegal, porque si no la policía los detiene. Eso me dice un negro acuclillado junto a una tela. “Compra algo antes que la policía te detiene.”

En la FNAC, primero de todo y antes del fin, miro si tienen mi libro. No lo tienen. Entonces me siento muy tranquilo (hasta me apoyo en una enorme pila de libros de Eduardo Mendoza), respiro profundamente, y sonrío con satisfacción. Menos mal, joder.

Empiezo a mirar novedades. Las novedades son libros que acaban de inventarse. La gente que escribe, los escritores y eso, no paran de inventarse libros todo el tiempo, y los libros que se inventan hoy cada minuto superan con mucho a los que se inventaron, por ejemplo, en todo el siglo XVI. De ahí que en la FNAC no haya libros del siglo XVI, porque en el siglo XVI hubo poca inventiva, al menos si la comparamos con la inventiva de los Talleres Gráficos Liberduplex, en Barcelona.

Las novedades, curiosamente, van casi todas del siglo XVI. Cuentan historias del siglo XVI y recuperan personajes del siglo XVI. Algunas tienen números romanos en la cubierta. De nosotros hablarán en el siglo XXXVI, pienso, y dirán que tuvimos poca inventiva y no supimos ver nuestro potencial literario. ¡Y tendrán razón!

Me paro ante un libro con una faja roja. Las fajas rojas son a los libros lo que las fajas rojas son a las mujeres: una prenda para que saquen pecho. La faja dice: La mejor novela de 2006. Inmediatamente compro la mejor novela de 2006.

15 euros con veinte céntimos cuesta la mejor novela de 2006. La mía cuesta 16 euros con noventa y cinco céntimos. ¡Por qué poco!

La mejor novela de 2006 se llama Nocilla Dream y tiene un cartel de Belle and Sebastian en la cubierta. También tiene a una chica probándose un bikini ante un espejo. Y pantallas de televisión, sintonizadas en la palabra OPEN, pero sin la O. La mejor de 2006.

Salgo a la calle Preciados. Saco mi móvil. Escribo un mensaje: “Acabo de comprarme Nocilla Dream. No tengo personalidad. Saludos.” Busco Miguel Beige entre mis contactos-vip y doy al Yes. El mensaje sube y sube, imperturbable, hasta el cielo de Madrid, hace visera con una mano y busca su camino; no lo halla, me mira, me suplica le brujulee; le digo: ¡un bar!, y el mensaje adopta la forma de una flecha y parte, zigzagueante, hacia un bar.

Yo también parto, zigzagueante, hacia un bar. El Pepe Botella de la plaza de 2 de mayo. Está difícil encontrarlo. Tardo tanto en llegar que, cuando arribo, todas las chicas ya están allí, inconsolables.

-Perdonadme, perdonadme –a las chicas-. Un café con leche, por favor –a la camarera.

Me senté a una mesa de mármol, junto a dos estudiantes norteamericanas que tienen su tablero lleno de papeles, un enorme ejemplar de El Quijote sobre el regazo, cerrado. Están muy tristes las dos, tomando notas en sus cuadernos y cambiando de sitio los folios. Enfrente de mí, hay otras dos chicas. Una viste de verde. La otra fuma. La chica de verde me mira un momento. Contesta de hecho a su amiga sin dejar de mirarme. Luego vuelve la vista, sigue hablando con su compañera; y es entonces cuando siento de verdad su mirada. Y se me ocurre algo ingenioso que decirle. Me traen el café.

La flecha ha esperado a que le abrieran la puerta. Ha sido un chico muy guapo, con mochila al hombro, sin afeitar, que ahora busca a alguien entre la clientela. La flecha, por su parte, ya me encontró, y se clava sonora sobre el corazón de mi chaqueta. Ring, ring, ring. Un mensaje.

“Estoy en Eslovaquia. Vuelvo el miércoles. Zubizarreta Zubizarreta está bien, pero la mejor es la última! Hablamos cuando regrese. Saludos. Juan.”

Eslovaquia, pienso. Busco el sobre del azúcar pero no me han puesto sobre del azúcar. Eslovaquia, pienso, estoy en Eslovaquia. Veo un frasco con azúcar sobre la mesa. Lo empuño, lo pongo boca abajo, y el azúcar cae generosamente sobre la espuma del café. Eslovaquia.

Remuevo la taza con la cucharilla. ¿Qué querrá decir Juan con que está en Eslovaquia? ¿Desde cuando alguien está en Eslovaquia, un domingo? No entiendo nada. No me puedo creer que alguien esté en un país que no sé dónde queda. ¿Dónde queda Eslovaquia? En mi cabeza, no, desde luego.

Ah, querrá decir que está fumado. Sí, eso será. Estoy en Eslovaquia... Jajajajaja: muy bueno, Juan (bebo un poco de café); estoy en Eslovaquia, tú siempre tan genial (enciendo un cigarrillo), Eslovaquia is´t on fire brotha...

A no ser que, realmente, Juan esté en Eslovaquia...

Reanudo la lectura de Zubizarreta Zubizarreta. Es un libro que se lee muy aprisa. Cuando me quiero dar cuenta, ya es un libro leído, es decir, un libro que me estorba en las manos. Lo meto en la cartera y saco Nocilla Dream. Me quedo mirando la foto del autor, tomada en Carson City, NV. Lo pone al pie: Agustín Fernández Mallo, Carson City, NV, 2006.

¿NV?

¿Qué país es NV?

¿Quedará cerca de Eslovaquia?

Creo que no voy a entender este libro.