martes, 16 de julio de 2013

Una cierta militancia (*)

Si uno da un repaso en las hemerotecas a las numerosas entrevistas concedidas en los últimos años por los escritores, encontrará muy repetida una afirmación similar a esta: Yo no hago vida literaria. Anotando nombres en una columna bajo el epígrafe No hacen vida literaria y lo mismo en otra columna a su lado encabezada por un Sí hacen vida literaria, descubriríamos que durante un tiempo la vida literaria en España se hizo por sí sola. Es decir, a las presentaciones de libros no acudió nunca nadie, ni siquiera los presentadores; nadie bebió una sola copa de vino ni comió un solo canapé pagado por una editorial; ningún escritor bisoño tomó café con un autor encumbrado; no hubo ponentes ni público en los festivales, los simposios o las charlas; nadie vio siquiera a un escritor paseando por la calle.

Era irónica -era cínica- aquella sedicente disciplina de la ausencia, la negación continuada del acto social de entrometerse y promocionarse, de estar. Ahora las cosas han cambiado, ahora es cierto: no hay nadie.

A las presentaciones de libros no va nadie.

A las librerías no va nadie.

Hay novelas que nadie ha abierto nunca, nombres que no se han buscado en internet, títulos que ninguna persona es capaz de citar correctamente.

Hacer vida literaria, esa socialización de oficio, daba algo de vergüenza, como si se mostrara o reconociera la receta tan vulgar de un arte, el contrachapado de los espejos; sin embargo, la pérdida efectiva de ese andamiaje ha puesto a temblar la propia literatura, la ha ensimismado o la ha dejado sin riego sanguíneo, sin ambiciones, sin prestancia. Así, la literatura hoy día ya parece poca cosa.

Preocupados como andan editores y escritores por la caída en las ventas de los libros, no ha habido tiempo ni despachos para tratar su más grave amenaza: la caída en desgracia, el desbarrancamiento. Que un libro no hace que se pare el tráfico, que una calle sin nombre no espera a que muera un escritor para tenerlo; que nadie se pasa de estación por pasar la última página. ¿Cagarán las palomas del mañana sobre alguna estatua erigida a un escritor de hoy? ¿Quedarán en el futuro dos jóvenes universitarios en la glorieta de un Quevedo del presente? ¿Dejarán sin nombrar algún rincón del callejero los deportistas?
No se echan de menos aquí las cartelas de las calles, sino el modo en que se llega a ellas: importando a alguien, importando a muchos, siendo socialmente requeridos.

La publicidad se nos antoja en estos días todopoderosa, pero, al cabo, lo cierto es que no puede obligarse a nadie a comprar nada, se opera sin coacción, con pesadez, sin castigo, por emanación. Nadie va a comprar un libro porque le digamos que lo compre; el problema es que, en cualquier caso, ya no lo compran; no se puede inducir una necesidad cuando ha dejado de estar claro que leer sea necesario.

Lo es. Pero nos estamos quedando sin argumentos.

Si dejamos de mirar hacia las cajas registradoras de las librerías y atendemos un instante a lo que queda de “vida literaria”, quizá concluyamos que gran parte de lo que está pasando -la desaparición de la literatura como referente del ocio, el conocimiento y la inquietud de la sociedad- no es sino una consecuencia directa de la desestimación por los libros de los mismos que los escriben, los manufacturan e -incluso- los defienden.

Así, hemos visto cómo desde el columnismo se lloriqueaba por el desabastecimiento de las bibliotecas a causa de los recortes en los presupuestos culturales, cuando si hay algo en el sector editorial que se regala continuamente, se tira y se pierde, son libros. Los mismos escritores que utilizan sus columnas en prensa para afear al gobierno la retirada de la partida destinada a la compra de libros pueden estar yendo en la mañana misma en que esa columna es publicada a vender las varias decenas de libros nuevos que han recibido de distintas editoriales -justamente porque conservan una columna en un periódico- por dos euros el ejemplar; los propios periodistas culturales, que tantas páginas llenan con estos asuntos, son proveedores habituales -y, de hecho, exclusivos y directos y de confianza, como un dealer- de este o aquel puesto de libros en esta o aquella cuesta mercantil. Si todo aquel que recibe un libro gratuitamente, y que quiere desprenderse de él, lo donara a un centro público de lectura, lo que necesitarían las bibliotecas no sería presupuesto para comprar libros sino para tumbar paredes y doblar su capacidad.

En esas mismas columnas, que un día se dedican a criticar al gobierno por empobrecer la red bibliotecaria y otro a denunciar la corrupción, y muchos otros más a cualquier bobada que se le haya ocurrido al autor y que allí nos cuela con autoindulgencia, nunca se ve a un escritor recomendando un libro, sin embargo. Hoy en día, es prácticamente imposible encontrar a un novelista diciendo a sus lectores periódicos que le ha gustado una novela que acaba de comprar y de leer. De hecho, los novelistas de tronío, con columna en prensa, nunca van a una librería y compran un libro, un libro nuevo. Ni Javier Marías ni Antonio Muñoz Molina han dicho en treinta años de articulismo que haya que leer a nadie, a nadie que no sea Muñoz Molina o Javier Marías, o a dos o tres autores más que  -en treinta años- les han caído en gracia. Si destapamos las relaciones de amistad entre los escritores, podríamos concluir a bulto pero sensatamente que en España ningún escritor lee libros de nadie que no sea amigo suyo y que, por lo tanto, no se recomienda leer nada que no haya escrito un amigo del recomendador. Que ni siquiera los escritores leen a ese  desconocido que es todo escritor para los ciudadanos, los lectores. Que ni siquiera los escritores practican el juego de la literatura: comprar o hacerse con un libro por pura curiosidad, leerlo, comentarlo, recordarlo.

También es imposible encontrar a un escritor de renombre oficiando de presentador de una novela nueva.

Miguel Delibes lo hacía; Francisco Umbral lo hacía. Desde hace diez años, ningún autor relevante, mediático, poderoso ayuda a un escritor poco o nada conocido a llegar a los lectores.

Todo el dinero que pueda destinar el Ministerio de Educación y Cultura a la promoción de la lectura da risa en comparación con la influencia y el poder desperdiciados por los propios escritores al negarse a decir a la gente que lea a otros escritores, desde sus columnas o en actos en las librerías o en sus intervenciones radiofónicas. Lo dicho desde arriba resulta mucho menos efectivo que lo afirmado desde dentro.

Por si fuera poco -y quizá por esa misma ausencia de escritores consagrados en las mesas de presentación de libros-, los propios escritores -menores, medianos, buenos, seudoconocidos- no acuden regularmente a la puesta de largo de las novelas, salvo por compromiso. Las presentaciones de libros ahora mismo en la capital de España son como el velatorio de un muerto que hubiera hecho muy pocos amigos a lo largo de su vida. Los libreros que acogen este tipo de evento se sientan muchas veces entre el público para que la cosa dé menos pena. Que no haya veinte personas en Madrid (donde están censados más de tres millones de ciudadanos) a las que les interese una presentación literaria realizada en una librería céntrica resulta mucho menos increíble que el hecho de que no haya veinte escritores en Madrid (donde deben de vivir unos ochocientos) que sí vayan.

Que millones de personas no compren libros no es tan desesperante como que miles de escritores no compren libros.

Toni Cantó pierde menos votos metiendo la pata cada semana en Twitter que lectores pierden los escritores al afirmar: Yo no leo a mis contemporáneos. Decenas de novelistas dicen eso cada día. Comparado con esta afirmación, nada de lo que haya dicho nunca Toni Cantó es idiota. Ningún futbolista dirá jamás: Juego al fútbol pero no lo veo.

No es inusual oír decir además a un escritor que sólo compra un suplemento literario o una revista sobre libros “cuando salgo yo”, “cuando escribo yo”, “cuando me sacan”. Tampoco sorprende ya que a un escritor se le ocurra promocionar espontáneamente una serie de televisión anglosajona o un cacharro cualquiera que acaba de salir al mercado.

En conclusión, no se va, no se acude, no se lucha, no se lidera; nada se demuestra, nada se defiende; no se milita.

Creo que la literatura ya no es otra cosa que una cuestión de militancia.

Un ejemplo. Eloy Tizón era el favorito de entre todos los finalistas del último Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero. Como cuentista consagrado, como profesor y maestro del género, se daba por descontado que su libro recibiría aquel galardón. Ganó otro. En el acto de entrega del premio se comprobó -por la presencia de determinadas firmas trepadoras- que era uno de esos escasos eventos literarios en los que todavía se considera que uno “debe estar”. El que no debía estar era Eloy Tizón; por rencor, por desplante, por orgullo siquiera. Sin embargo, fue, decidió pasear su segundo puesto entre todas esas manos dadas al ganador, entre todos esos jurados desafectos y entre todos esos ignorantes que ni siquiera sabían quién era él, profesor, maestro del relato.
Su presencia en el salón de columnas del Círculo de Bellas Artes de Madrid, junto a presentadoras de televisión, consejeros de agricultura y empresarios vitivinícolas, vino a establecer la diferencia entre intervención e incursión. Numerosos escritores utilizan a menudo esa palabra, esa raíz semántica, a la hora de hablar de sus libros: quieren que sus obras intervengan en la sociedad, han escrito su libro para intervenir en la realidad, creen en la intervención literaria… La literatura ya no conserva ese estatuto -esa nobleza-, sin embargo. Publicar un libro no es intervenir; si acaso, abultar. Ahora sólo pueden practicarse incursiones, como la protagonizada por Eloy Tizón, ahora sólo puede el escritor proponerse molesto, revalidarse a sí mismo como estorbo o como obstáculo al modo de la guerrilla o de las pandillas juveniles, sólo puede uno incurrir (“en un error, en un delito, en perjurio”), mostrar lo que escribir y leer tienen de disruptivo, de oposición, de contrapunto; de enriquecedor también.

Recuperar la literatura pasa entonces por recuperar la vida literaria, por comprar libros, por leerlos; por recomendarlos generosamente llegado el caso y la oportunidad; por dar un paso al frente y defenderlos en una presentación; por comprar prensa cultural; por ir a presentaciones y festivales literarios; por donar novedades a las bibliotecas; por querer escribir y no sólo recibir becas para escribir; por llorar menos; por perseverar en el error, el delito y el perjurio de la literatura.
---
*Publicado originalmente en Micro-revista.