domingo, 4 de abril de 2010

The Wire, apuntada

La conversación es la televisión por otros medios: así podemos empezar este post. Tuve un momento de darwinismo tentativo en el que pensé que mi alejamiento de la televisión podría acabar adscribiéndome a una raza nueva y afásica, particular e incomunicada, cerebralmente detenida, intelectualmente en marcha hacia un paradigma cuyos referentes no podrían compartirse y dentro de la cual los referentes mediáticos no podrían entenderse, en una involución pausada hacia mi propia caverna cultural, con bisontes que iría pintando yo mismo y fuegos que inventaría, ante el asombro ajeno por el salvaje que ignora el alfabeto de la modernidad.

Pues me equivocaba. La cultura popular no es la televisión, sino la conversación sobre la televisión. Uno puede mirar para otro lado cuando emiten Muchachada Nui, Los Soprano o el nuevo spot de Ikea, pero no puede apagar una charla, cambiar de canal una voz o poner el dvd dentro del cráneo de un congénere, cuando ese congénere está troquelando nuestra virginal ignorancia con la estampa pop.

El troquel cultural último (por seguir con la familia léxica) lo encontramos en las series de televisión. Sin haber visto ninguna, sé que existen The Soprano, The Wire, MadMen, Lost, FlashForward, una que va de cirujanos cocainómanos libidinosos, otra en la que Gabriel Byrne ejerce de psicólogo, otra con un ninja (Águila Roja) y House. También sé que ha muerto David Mills, guionista de The Wire, mientras preparaba una nueva serie de televisión, ambientada en el Nueva Orleans posterior al paso del huracán Katrina por sus calles y sus llantos.

Como persona enchufada (wired) durante toda la infancia y la adolescencia, y buena parte de la postadolescencia, he visto muchas series de televisión. Las series de humor, para todos los públicos, como Cheers, Juzgado de guardia o Roxanne; las series de entretenimiento juvenil, como El equipo A, El gran héroe americano y El coche fantástico. Las series de adultos, como Canción triste de Hill Street, Doctor en Alaska o La ley de Los Ángeles. A lo mejor no me perdía ningún episodio, pero nunca consideré que aquello tuviera más valor que el de hacerle a uno pasar el rato, pegar adhesivos en la carpeta escolar y servir de asidero a una nostalgia por venir, que efectivamente vino.

Sin embargo, las series de televisión de nuestros días han alcanzado un status espectacular, no tanto por su éxito y su presencia en cualquier conversación sostenida en la ciudad desde la mañana a la noche, sino por el certificado de calidad artística que han recibido de críticos y escritores, que al parecer también son adictos a estos productos de entretenimiento, a los que elevan a la categoría de "el mejor cine que se hace hoy en día".

El primer intento de ponerme al tanto con este asunto fue hace un año. Alguien me dijo que, de ver alguna serie, tenía que ser The Sopranos, "las demás no valen nada en comparación". Así que me saqué de Diurno (c/ Libertad, Madrid) un dvd que ponía The Sopranos, 1 y lo vi. Me pareció cutre, aburrido, tópico y torpe. No pasé del primer capítulo.

Por suerte.

Si hay algo que me repele de ponerme a ver una serie de televisión, es ese ancho mar de los Sargazos que, en olas de tiempo, tiene uno que atravesar. Creo que una vida viendo la tele durante 300 horas es una vida muy triste. Cuando miro todos los libros que he leído, no pienso que dejé entre sus páginas días que bien podría haber utilizado en cualquier otra cosa. Pero si imagino un montón de metro y medio de alto con todos los cofres de todas las series que tiene uno que ver, y pienso que en efecto las he visto, me invade una premonitoria sensación de existencia patética, de vida unidireccional y de sofás recalentados.

Las chicas solteras pasan las tardes de los domingos viendo Lost.

Las parejas en agraz ven juntos The Wire. Las parejas estables ven juntos The Soprano. Las parejas en crisis no ven ninguna serie juntos: eso también es verdad.

Así que yo he visto The Wired, con apuntadora.

La figura de la apuntadora ha sido fundamental para verme la primera, así llamada, temporada de The Wire. Sólo no hubiera podido. Hace tiempo que veo las películas a cámara rápida, por lo que, daños cerebrales aparte, he perdido capacidad para entender las tramas y prever giros argumentales. También con las novelas me cuesta enterarme de lo que pasa, como he podido comprobar no hace mucho con una manuscrito amigo:

-¿Y qué te parece que Rosa sea la que envenena los mazapanes?
-Ah, ¿era Rosa?

En el visionado de The Wire, lo admito, mi apuntadora ha tenido que contestar, con premura y exactitud, a dos preguntas reiterativas: a)Este, ¿quién es? y b)¿Dónde estamos?

De modo que pido disculpas si mis referencias al argumento de The Wire están llenas de errores y de omisiones. Ahora voy a contar el argumento (como todo el mundo ha visto la serie, me permito comentarla hasta sus más insospechados desenlaces).

Estamos en Baltimore. Un policía llamado McNulty tiene tres contactos influyentes: el Juez, el agente del FBI y la Fiscal. Todo comienza cuando McNulty pone al juez sobre la pista de un tal Avon, traficante de drogas a gran escala. El juez ordena una investigación que dura 13 capítulos.

La investigación sigue este derrotero: policías blancos y negros persiguen a traficantes negros; pinchan sus bípers (buscas) y los teléfonos públicos de "los bloques" (bastante parecidos a los del barrio donde vivo); detienen a alguien de vez en cuando; suman causas de asesinato a la causa matriz del narcotráfico; en el bando delincuente se suceden las vendettas, las estrategias comerciales y las ansias de medrar; en el bando policial se suceden las pesquisas, las disputas políticas y las ansias de medrar. Aparece a menudo la vida privada de policías y delincuentes, conectados unos con otros, en su día a día, por drogadictos informantes y por ciudadanos testigos en los juicios. No sale ningún animal doméstico, creo.

La policía protagonista es negra y lesbiana, y sale con otra mujer negra. Son plenamente felices. El gangster solitario Omar también es negro y gay, y sale con un "muchacho" blanco al que matan los sicarios de Avon. McNulty está divorciado y se lleva muy mal con su ex mujer, mientras que vive un romance tenso y conflictivo con la Fiscal. Los negros delincuentes son extraordinariamente obscenos y tratan a las mujeres como putas (aunque en algunos casos lo son profesionalmente). Las escenas de sexo de la serie se reducen a los revolcones de McNulty con la susodicha fiscal, y los besos de Omar a su muchacho y de la policía a su novia.

Violencia hay más. Muere mucha gente aunque se ven pocos tiros. Casi todos los muertos aparecen ya muertos, con la bala dentro. Hay dos cimas violentas en la serie: el "muchacho" de Omar aparece sobre el capó de un coche, semidesnudo, con un ojo derretido y negro y el cuerpo lleno de laceraciones y verdugones. La otra: unos adolescentes (15 años, o así) disparan a sangre fría, cara a cara, un tiro cada uno, a un chaval más joven (13 años, más o menos).

En general, la imagen que uno se lleva de los delincuentes es que la sociedad los ha hecho así; y de los policías, que casi todos son honrados, con breves instantes de corrupción. La serie termina en un juicio de causa masiva que decapita la organización de Avon y encarcela a muchos de sus lugartenientes y soldados rasos, aunque el segundo de a bordo, Stringer Bell, favorito de la audiencia femenina, sale libre de toda culpa y puede reorganizar el tráfico de drogas.

Mi opinión contundente sobre este producto televisivo es que resulta ridículo equipararlo a cualquier gran obra cinematográfica, no ya clásica, sino de nuestros días. Me gusta más Infiltrados, me gusta más La noche es nuestra; prefiero Caché, prefiero El secreto de sus ojos; me acuerdo más de esas películas, vistas hace tiempo, que de The Wire, visto ayer.

O acabado de ver ayer, habría que apuntar. También es reseñable el hecho de que, si hubiera tratado de ver la serie solo, la hubiera dejado en el capítulo 4, muy flojo, o en el capítulo 5, muy flojo, de haberle dado una segunda oportunidad. En los capítulos 6, 7, 8, 9 (los mejores de la serie, opino) la cosa mejoró tanto que el tramo final, 10, 11, 12, 13 lo vi bajo el influjo de eso llamado "enganche", es decir, la empatía con una emoción que debe ser acompañada.

Desde el punto de vista de los elementos técnicos, de la química de la narración, encuentro dos virtudes en la serie. Por un lado, dar cancha a un factor realista que a menudo se hurta en las historias que nos cuentan, a saber: la gestión. Me gusta ver cómo la policía no va a por los "ladrones" de manera directa, sino por el sinuoso sendero de formularios, papeles, intereses y presiones de egoísmo laboral, lo que en la serie se define a menudo como "chain of comand". El otro, también de estirpe realista, es la cantidad de detalles verosímiles que apuntalan el argumento, desde los trucos para pasar billetes falsos a los camellos al hecho de que si uno vive entre drogas que vienen en cápsulas de cristal las suelas de sus zapatillas deben alojar incrustaciones de vidrio. Está todo muy bien visto.

Sin embargo, tanto la fotografía, como la planificación, la iluminación y el montaje son acaso pedestres. La puesta en escena es claramente ocasional. Se utiliza muy bien la elipsis, aunque a veces parece que la escena X no está incluida porque no cabía, no por sabiduría elusiva. Algunas escenas de vida privada de los personajes son tediosas, y la "temporada" en su conjunto no presenta una estructura manifiestamente sopesada, simétrica o equilibrada.

El material era muy bueno, claro, lo que se hace más relevante al comparar forma y contenido, la primera bastante desmañada, el segundo muy jugoso.

No hallo, y es mi principal objeción en este asunto, una diferencia de grado entre The Wire (la sensación que tengo después de verla) y Canción triste de Hill Street o Doctor en Alaska (la sensación que me queda después de los años). Todas estas series son televisión, es decir, un producto de su tiempo, perecedero más allá del cofre de la nostalgia.

No estoy muy interesado en ver las siguientes "temporadas" de The Wire. Ni serie alguna salvo The Sopranos.

En todo caso, ver series de televisión no es algo que haría solo, sin alguien que me conteste a las preguntas quién es este y dónde estamos; porque entonces las preguntas serían: quién soy yo y dónde estoy, y en el sofá estaría mi fin, y no habría comienzo. Ni voz.