miércoles, 29 de julio de 2009

El estatus, en Desde la ciudad sin cines

Si la anterior novela de Alberto Olmos, Tatami, trascurría en el espacio cerrado de un avión y con el tiempo limitado a las horas de un vuelo Madrid- Tokio, en El estatus el espacio se reduce a un edificio de cuatro plantas, del que, durante las escasas semanas que ocupa el tiempo de la narración, sus protagonistas principales no franquearán las puertas.

Clara madre y su hija, Clarita, han llegado del campo a la ciudad, a un piso de lujo buscado por el marido ausente.

El país, por el uso del lenguaje de los protagonistas, podría ser España, pero no lo es; permaneciendo la novela atemporal y deslocalizada –como dice la contraportada-. En ella también se la compara con un drama de Beckett, supongo que haciendo referencia a su obra Esperando a Godot; en El estatus madre e hija también esperan a un Godot (el padre) que nunca parece acabar de llegar, aunque pesa sobre los protagonistas como una presencia ominosa. Clara madre e hija esperan entre un conserje mudo, una sirvienta deslenguada y las visitas de un empleado de la agencia inmobiliaria que les ha conseguido el piso.

En la contraportada también se cita a Faulkner, e imagino que será por la creación del personaje Jesualdo (el portero) que por momentos, en sus discursos quebrados y absorbentes, recuerda al Ben de El ruido y la furia.

En la contraportada no citan, sin embargo, a Henry James, para mí una referencia clara en esta obra, en la que, como en Otra vuelta de tuerca, el punto de vista narrativo resulta fundamental. Durante la lectura de El estatus la narración es cortada por unos comentarios en letra bastardilla que Clara madre e hija parecen dirigirse una a la otra hablando sobre las escenas de la novela. Un detalle me llamó la atención: en estos comentarios a veces se usa un tiempo verbal pasado y a veces presente; no desvelaré más, pero esto tendrá su influencia en el desenlace de la historia.

En el ambiente claustrofóbico del edificio, situado en Schemelgelme 34 (los nombres, aunque suenan a alemán, también deslocalizan el libro), las situaciones inquietantes parecen sucederse: ruidos, ausencia de vecinos… hasta la desaparición nocturna de la puerta del piso al pasillo del edificio. Aquí posiblemente se produce la gran ruptura de la novela, ya que la reacción de los protagonistas no parece acorde a las circunstancias; y debemos, quizás entonces, miran la portada, esa reproducción de una foto de Franz Kafka con Felice Bauer, para interrogarnos si nos encontramos ante una obra del absurdo de corte kafkiana. Pero sólo hemos de dejarnos guiar por la narración; al final todos, o casi todos, los interrogantes tendrán una explicación plausible, que estará en relación (aunque no de forma absoluta, ya que también son importantes los vínculos que los personajes secundarios tienen entre sí) con los dos puntos de vista principales de la novela: ésta es una historia de fantasmas, como parece creer Clarita; o es una historia de locura, como el lector puede deducir de las reflexiones de Clara. Ésta -la verdadera portadora del concepto de estatus-, vive aislada de los demás, criados, sirvientes… a los que considera inferiores, y mientras espera a su marido (Godot) se dedica a leer. Sólo se nos da una referencia de sus lecturas: El Horla, relato de Guy de Maupassant sobre un hombre que está siendo poseído por una presencia fantasmagórico o que se está volviendo loco (al parecer es un relato bastante biográfico sobre el propio Maupassant).

Una novela corta, que se lee con interés, y estando siempre la narración al servicio de un intenso trabajo con el lenguaje; siendo ésta una de la características de la escritura de Olmos, desde que debutara en 1998 con A bordo del naufragio (Anagrama, finalista del premio Herralde), una replica interesante a los libros rápidos y deslavazados de lo que por entonces se llamó “narrativa joven” (léase Historias del Kronen).

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Gracias (a google Alerts también)