viernes, 30 de diciembre de 2011

Tiempo y literatura

Aunque escuché hablar de ella hace casi una década, sólo ahora he leído Días de llamas, de Juan Iturralde. La novela fue publicada en 1979, y precisamente porque pueden localizarse numerosas reivindicaciones del libro, que exigen su elevación a obra cumbre de la literatura española del siglo XX (exactamente lo que es), no me cabe duda de que será completamente olvidada.

Esta circunstancia me hizo pensar en determinada dirección acerca de la lectura, y me vi de pronto paladeando esta hipótesis: la lectura lo es de otra lectura.

La hipótesis encontró un interesante reactivo en otras ideas que, en este mismo momento, me rondan la cabeza, y que tienen que ver con la permanencia de los libros, con las listas de mejores novelas del año, con los ditirambos que consigue aquí o allá una obra concreta. Una de esas ideas, radical y cruel, como suelen serlo las ideas que provocan pensamiento, era esta: ningún libro importa luego si no importó en su propio tiempo. Esto quiere decir, por ejemplo -y recurro a ejemplos de mi trayectoria como lector, que hace pie con solvencia (considero) en la primera mitad de la década de los noventa-, que, a buen seguro, en 1994 hubo cuatro o cinco libros que hicieron a los críticos prender todo el castillo de fuegos artificiales, pero que, apenas veinte años después, uno de los pocos libros que sigue vivo y que muchos tenemos en mente de ese año 1994 es Historias del Kronen, de José Ángel Mañas, cuyo valor literario no fue entonces precisamente destacado, ni a día de hoy puede considerarse que sea una piedra preciosa de alta literatura, pero que cuenta en su mismo núcleo con un brillo inagotable: el de transportar consigo su propia lectura.

Recuerdo que, allá en los años noventa, algún crítico (no recuerdo ni su nombre) en algún sitio (que tampoco recuerdo) llegó a comentar su indignación ante el éxito de Historias del Kronen en detrimento de obras que "contaban lo mismo, y mucho mejor" (más o menos) como "por ejemplo" (dijo el crítico) Piel de centauro, de Francisco J. Sauté (novela, por cierto, que yo me apresuré a leer). Obviamente, nadie a día de hoy (y lo digo yo, que he leído el libro) recuerda Piel de centauro.

La lectura lo es de otra lectura, propuse.

El lector, como es sabido, o, al menos, intuido, tiene dos mazos de cartas literarias sobre la mesa: uno de los mazos está completo, el otro no existe. Es un mazo que genera el tapete de la mesa, que hace aflorar mágicamente (perdonen lo borgeano) libros, novelas, títulos: la novedad. El mazo completo, antañón, es tentador, confiable, parece proceder con la propia mesa. Sin embargo, cuando el otro mazo genera sus naipes, sus novelas nuevas, el jugador recibe una tentación más intensa: estrenar algo, y muchas veces se rinde a ella.

Porque en la lectura de un libro nuevo coincide toda iniciación: la de su escritura y la de su lectura, y esa intersección de labores vivas marca en la comunidad un punto de apoyo, que rápidamente se convierte en pasado y, en los casos más excelsos, en Historia.

Por ello, cuando leemos un libro antiguo necesitamos hacer pie en su lectura previa, leerlo a través de los ojos que lo leyeron o contra la visión con que fue leído; aunque el lector indocto ignore cómo se leyó exactamente determinado libro del pasado, adjudica intuitivamente a un volumen que le llega con el halo de "clásico" y la fama popular de su autor (un Goethe, un Kafka) un capital lector que alivia y justifica su abandono de la novedad, porque el clásico es una novedad resucitada a su vez, algo cuya lectura no será vana incluso si resulta insatisfactoria, porque siempre propiciará el diálogo con otros lectores de su tiempo que igualmente han leído o están por leer el "clásico"; diálogo, por supuesto, que no tiene que producirse realmente.

Pienso, por tanto, que hay una lectura en vivo y un lectura diferida, la primera lo es de los libros que aparecen teniéndonos a nosotros como primeros lectores posibles; la segunda, de libros que merecen ser leídos sólo porque -justamente- fueron leídos, sucesivamente leídos, en la conformación de un palimpsesto no de escritura, sino de lectura.

Días de llamas, específicamente, fue un libro para ser leído desde los años 40, pero que sólo pudo leerse a partir de los años 70, cuando su mensaje o su pulso histórico o su rabia o su dilema no le apetecían a nadie. Cada generación de lectores cumple con los libros de su tiempo, y sólo honra libros de otro tiempo si hereda una lectura inaugural. Días de llamas no pudo tener lectura inaugural, lectura viva, porque se publicó treinta años después de ser escrita, y su lectura diferida tiene algo de respiración asistida a un niño prematuro, niño que va a morir porque, en rigor, no ha acabado de nacer.

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Antítesis:
1. Esto podría indicar que sólo los bestsellers se convierten en clásicos. Respuesta: ser leído no significa ser el más leído, sino ser considerado. Pamela fue más leído que Tom Jones pero Tom Jones, con todo, fue muy leído.
2. Algunos libros se publicaron después de la muerte de su autor y alcanzaron el estatus de clásico. Respuesta: muchos de esos libros son, exactamente, "libros de muerte" o, incluso, "libros del muerto". Además, todos los ejemplos que se me ocurren (El libro del desasosiego, sobre todo) pertenecen a autores que ya establecieron su firma y su voz en su tiempo y que, por tanto, ya han sido leídos, aunque sea en otros libros. Si apareciera ahora una novela de Cervantes que fuera excelente se abriría un hueco en los manuales de literatura; si apareciera una excelente novela inédita de un autor inédito, no.