domingo, 28 de enero de 2007

Imagen

1.

Llevo puesto: una camisa verde de Purificación García, cosida con hilo granate; debajo, una camiseta negra de French Conection United Kingdom; luego, pantalones vaqueros de Pull and Bear, cosidos en hilo naranja; también: calcetines Springfield, de color naranja, y boxers, Springfield; una bufanda mil rayas de Frangi; un abrigo de Jack and Jones; perfume Hugo, de Hugo Boss. En la mano, mi novela, impresa en Madrid.
-¿Qué perfume usas? –me pregunta mi editor.
-Me azoran mucho esa clase de preguntas –yo.



2.

Un taxi nos espera. El taxista lleva mi nombre escrito en un papel y yo llevo mi nombre escrito en la cubierta de un libro. Meto mi nombre en el coche.
Arranca.
Bajamos Gran Vía. Bajamos a Príncipe Pío. Seguimos carretera adelante.
Mi editor tiene el pelo largo y va sin afeitar. Lleva unos pantalones negros, de pana. Mira por la ventanilla. Hablamos de películas. Él da títulos y yo no he visto ninguna. Mi editor está muy decepcionado con mi conocimiento del séptimo arte. Tiene mi misma edad.
-¿Cómo puedes ir a ver Banderas de nuestros padres? –sarcastiza.
-No sé. Se suponía que era buena.
El taxi da algunos bandazos y yo noto como que me desparramo sobre el asiento. Es agradable.
-¿Has ido alguna vez al programa? –pregunto.
-No. Nunca. Apenas lo he visto alguna vez.
-Yo, sí, los sábados. Hay una presentadora rubia, con flequillo asimétrico, que... está muy bien.
-Di muchas veces el nombre de la editorial...
Me río.
-¿Qué más quieres que diga? Me ayudará mucho que me digas lo que tengo que decir.
Se ríe.
-Mientras no hables de Matrix, di lo que quieras.
-Me encanta Matrix, jo.
-Yo la vi al lado, en el Kinépolis.
-Te quejarás.
-No, claro: espectacular. Pero eso no es cine, A.
-¿Cómo que no es cine? Lo que no es cine son las películas francesas en las que sólo hay diálogo durante dos horas. Eso es literatura filmada. El cine son imágenes. Matrix...
-No. Promociones. Matrix –mi editor.
-De. Acuerdo –yo.



3.

El taxista no tiene ni idea de cómo entrar. El edificio es grande y moderno, tiene varias entradas.
-Me voy a bajar a preguntar –dice.
Esperamos. La calefacción está al máximo y ya dejé de desparramarme para empezar a volatilizarme. Me gusta mucho volatilizarme.
-Esto está cerca de mi casa –digo.
-¿Ah, sí? Luego veremos para volver, porque yo vivo...
-Sí, luego vemos.
El taxista mete un poco de invierno en el taxi. Ya sabe dónde ir.
-Es la otra puerta.
Aparca. Le damos las gracias. Sacamos nuestros cuerpos del auto como quien monta una tienda de campaña.
-Joder, qué frío –yo.
-Voy a fumar –mi editor.
Me ofrece uno, acepto, fumamos. Entre calada y calada miramos al guardia de seguridad. Viste de azul.
-Vamos –mi editor.
El guardia de seguridad nos deja pasar. Avanzamos sobre un suelo muy limpio, de hormigón. El suelo está tan limpio que no nos hace pensar: el suelo mismo nos lleva. Entramos en el edificio.
Hay un mostrador y chicas detrás del mostrador. El detector de metales me pita. Es por el cinturón. Llevo dos años sabiendo que el detector de metales pita con mi cinturón y, cuando se lo explico a los guardias, siempre me creen. Su fe me inquieta.
A partir de ahí, seguimos a una chica gorda. Lleva un walkie talkie y anda muy deprisa. Viste de negro. Nosotros seguimos su oscura obesidad con diligencia. Ella, realmente, apenas vuelve la vista para saber si estamos ahí. Tampoco creo que conozco nuestros nombres. Esto no me inquieta, sino que me pone un poco triste.
La chica gorda nos ha llevado por pasillos y patios interiores hasta una habitación con espejos y butacas. Pregunta quién es el autor. Luego mira a una mujer que tiene en la mano esponjitas de maquillaje y cepillitos de rímel.
-¡Él! –digo, y señalo a mi editor.
-Yo sólo quería cortarme las puntas –dice: es un genio.
-Yo, yo... –reconozco-. Soy yo.
-Siéntate.
Me ubico en el butacón. Estoy nervioso. Me veo en el espejo y mi nerviosismo tiene muy mala cara. De ahí, la maquilladora.
Tampoco me ha preguntado mi nombre.
-Apoya la cabeza, por favor.
Lo hago. Empieza a barnizarme la piel con pasta marrón. Usa una esponjita que parece un quesito. Habla con sus colegas.
-Es admirable. El tío, tetrapléjico, y unas ganas de vivir...
-Sí, qué fuerza de voluntad...
-Quiere hacer cosas, un montón de cosas. Este fin de semana vamos a la casa rural...
El quesito con pasta marrón cae sobre mi rostro, incordiante. No respeta fronteras ni mucosas, labios ni cejas. Me asquea por momentos.
La maquilladora deja la esponja triangular y toma un pincel. Me pinta los labios. Pienso: Me están pintando los labios. Efectivamente: me están pintando los labios.
Luego toma otro pincel y me repasa las pestañas; con el mismo pincel me peina las cejas.
-Ya está. ¿Cómo te llamas? –dice.
Yo le digo mi nombre maquillado:
-Hugo.



4.

La chica gorda nos enseña otro pasillo. Este da a una sala con sofás feos y una mesa bajita. En la mesa no hay nada. En los sofás, una mujer.
Nos sentamos no muy lejos de ella. Los tres permanecemos callados 43 segundos. Miro a la mujer. Me parece guapísima.
-Hola –digo.
-¡Hola! –la mujer- ¿Venís al programa?
-Sí, ¿tú también?
Mi editor ha bajado la cabeza. Mira mi libro como si no lo hubiera leído ya bastante.
-Sí. Ah, ¿tú eres....?
Dice mi nombre.
-Sí.
-Ya sé todo lo tuyo –dice-. Busqué en google a todos los demás.
-¿Tú qué haces?
-Comics.
-Ah, qué chulo.
-Viene también un diseñador y una actriz muy famosa.
-¿Qué actriz?
-No me acuerdo de su nombre.
Me callo. Es mejor, sí, callarse.
-¿Eres de Madrid?
-No. De Zaragoza.
-Ah. ¿Y vives allí?
-Sí. Se han portado genial conmigo. Me pagaron el viaje y el hotel. Y el taxi desde Barajas.
-...
-Y en el hotel tengo un minibar y puedo beber todo lo que quiera. Es un hotel de cuatro estrellas.
La mujer está realmente entusiasmada.
-Y... ¿dónde está tu hotel?
Mi editor baja la cabeza un poquito más.



5.

Show bizz!
El plató de grabación tiene los techos altísimos. Del techo cuelgan focos y estructuras de metal. Cuando bajo la vista un tipo me está metiendo un micrófono por la camisa. Luego me cuelga una cajita electrónica en la parte de atrás del pantalón.
-Listo.
Detrás de mí está el diseñador. Es un chico con bigote y tupé. También me gusta.
-Listo.
Ahora estoy mirando el suelo, recorrido por cables que probablemente no valen para nada. Trato de no pisar los cables que no valen para nada.
Cuando levanto la vista la veo. Me ve. Su flequillo asimétrico, rubio, se acerca a mí.
-Hola –dos besos-, ¡me ha encantado tu libro!
-¿En serio? Gracias.
-¿Es verdad que hacías eso de poner a los niñitos en fila y tirarles pelotas a la cara? –se ríe.
-...
-¡Tienes unas frases! No dejaba de subrayar todo el tiempo.
-...
-Bueno, luego hablamos –se va.
Me acerco a mi editor, que está sentado, un poco aburrido, en una silla.
-A la presentadora le ha gustado mucho mi libro –yo, niñito.



6.

La parte central del plató simula un bar. Ponen copas. Los entrevistados tenemos que ir de mesa en mesa bebiendo copas y contestando preguntas. Ambas son gratis.
Yo estoy ahora sentado con el diseñador. Mi editor está en la mesa del fondo, solo, bebiendo cerveza. El diseñador pidió whisky con agua y yo whisky con coca cola. La chica que hace comics no sé dónde está.
El camarero trae las copas. Damos un sorbo cada uno.
-Qué de agua le han echado –el diseñador.
-Jo -yo.
(Espacio reservado para la timidez)
-¿Cómo se llama tu marca de ropa?
Me lo dice.
-¿Como el grupo de música?
-Sí, y como mi apellido. ¿Ese es tu libro?
-Sí –se lo muestro-, me encanta la portada.
-Es bonita.
-¿Cómo está el tema del diseño? Perdona, pero no sé nada del asunto.
-¡Está fatal!
Me río.
-Ya, como todo: enchufes, miseria, incomprensión, gentuza...
-Pero fatal. No se puede vivir de eso.
-¿Te gusta Agatha Ruiz de la Prada?
Me dice que sí, pero puntualiza que sus trabajos de los ochenta en especial.
-¿Te gusta David Delfín?
Me dice que no sabe por qué todo el mundo pregunta por David Delfín. Luego me da su opinión sobre David Delfín.
-¿Te gusta mi camisa? –esta pregunta se la he hecho un poco a mala leche.
-Bueno, es una camisa. Una camisa normal.
-Ya.
Seguimos bebiendo.
En un momento dado veo que la copa del diseñador sigue alta, mientras que la mía apenas alberga un dedo de alcohol. Miro a mi editor. Me mira. Le señalo con el dedo los sótanos de mi copa. Sonríe.
La presentadora rubia de flequillo asimétrico se me acerca.
-¡Empezamos!
-Okey... ¿Llevo mi copa? –pregunto, pero enseguida- Bueno, mejor la dejo aquí que ya bebí bastante.
-Sí, ya he visto que ibas a toda velocidad.



7.

La presentadora rubia de flequillo asimétrico lleva puestas unas botas de goma. Son botas simples, de color verde grisáceo, de esas que pueden estar empleando mañana mismo los labradores para pisar surcos. También lleva un pantalón muy ajustado, con cinturón del color del oro; y una chaqueta de tonos claros sobre un top negro con lentejuelas en los tirantes.
Nos hemos sentado en unos sillones de cuero blanco, giratorios. Estoy nervioso. A mi derecha hay dos pantallas de televisión, bastante grandes, y de vez en cuando echo un vistazo penal: yo voy a estar ahí dentro de poco.
La presentadora no deja de atender instrucciones por el pinganillo. También mira mucho para todos lados, como buscando algo.
-¡Qué calor! –dice.
Se ha quitado la chaqueta. Le miro los pechos. Luego le miro la cara. La presentadora rubia de flequillo asimétrico está muy acelerada.
-Cuando se enciendan las luces blancas sobre nosotros, estamos.
Se encienden las luces blancas sobre nosotros.
Preguntas. Respuestas.
Preguntas. Respuestas.
Preguntas. Respuestas.
Preguntas. Respuestas.
Preguntas. ...
Preguntas. Preguntas.
Respuestas. Respuestas.
Preguntas. Respuestas.
-Ahora vamos a ver unas fotos de tu estancia en Japón.
Sale mi intimidad por la tele. Veo las fotos de los niños y de mis alumnas en las pantallas de televisión.
Preguntas. Risas.
Risas. Risas.
Se apagan las luces blancas.
-¡Ya está! –la presentadora.
-¿Puedo ir ya al baño? –yo.
-Sí.



8.

-En cuanto se ha quitado la chaqueta, me he dicho: A. se nos cae.
-Cabrón. Voy al baño. ¿Cómo se va?
-Tienes que preguntar a uno de aquellos.
-Ok.
Me dirijo a un grupo de cuatro o cinco. Pregunto por el baño.
-Ella te lleva.
Ella es una chica como la chica gorda que nos trajo, pero más delgada y rubita. La sigo por una cantidad en verdad caprichosa de pasillos hasta la puerta de los baños.
-Yo te espero aquí.
Entro en el que etiqueta el esquema de un señor.
Cuando salgo, no veo a la chica. Crucé un par de puertas en solitario de modo que trato de cruzar un par de puertas para dar con la chica. Me pierdo, completamente, detrás de una puerta. Me echo a reír solo. Decido no moverme. Cuando estoy empezando a vislumbrar algún tipo de decisión locomotriz, me tocan.
-Que te pierdes –la chica.
-Sí.
-Te he visto que te ibas para allá y vine a por ti.
-¿Es tu trabajo? –pregunto.
-Vamos –echa a andar y la sigo.
-En serio, ¿este es tu trabajo?



9.

Mi editor ya se cansó de hacer de público y está sentado en una silla apartada.
-¿No bebes más? –le digo.
-No. Oye, que no parezca que es un libro de viajes.
Me siento infinitamente culpable. Me lo estoy pasando en grande y no recuerdo nada de lo que he dicho sobre el libro.
-Ok.
Me voy hacia las mesas. Veo a la chica que dibuja cómics solita y me siento con ella.
-Hola.
-Hola. ¿Cómo te fue? Yo estaba muy nerviosa.
-Bien, no sé. ¿Qué bebes?
-Zumo de naranja.
-Yo me voy a pedir otro whisky.
-¿Ya te has bebido un whisky? ¡Qué fuerte!
-...
-El camarero está allí.
Le llamamos y pido mi whisky. Enseguida un presentador al que no me han dado a conocer acude a llamar a la chica de los comics. Entonces me quedo solo con el whisky, que es como estar a solas con un juguete sexual. O sea: penoso.
Veo al diseñador en la mesa vecina. Me siento con él. Tiene mi libro al lado de su copa.
-¿Es la segunda? –le pregunto.
-Sí.
-¿Qué tal de agua?
-Perfecto. Ahora la proporción fue la adecuada.
-Te regalo mi libro –yo.



10.

En la segunda parte de la entrevista ponen la escena de la autopista de Matrix Reloaded. La presentadora rubia me pregunta si me sé todos los diálogos de Matrix.
-Sí, aunque si me lo propongo puedo tener gustos cinematográficos más snobs.
Trato de dar algún nombre snob pero no me acuerdo de ninguno.
-Hoy no quiero proponérmelo.
Enseguida la presentadora me pregunta sobre sexo en Japón. Yo hablo sobre pornografía en Japón.
-Sexo no hay –digo.
La presentadora tiene las preguntas escritas en un papel y las mira disimuladamente.
-Hay frases en tu libro que nos han encantado –lee-. “El tipo está bastante borracho y tiene pelo de nutria jubilada”. “Llevarse a Ai de paseo era como llevarse a todo un país en el bolsillo.”
-Brillantes –apunto.
-Otra cosa. ¿Es verdad que los japoneses fuman en el extractor de humos de la cocina? ¡Me ha parecido una idea genial!
-Yo conozco gente que lo hacía. No sé si es normal en Japón.
-Lo voy a hacer en mi casa.
-Yo lo hago. Se me quedó la...
-Ya no estamos grabando –la presentadora.
-... costumbre. ¿No estamos?
-No. Oye, ¿y en el Metro la gente se mete mano? ¿Cómo son las japonesas?
-Cuando yo iba a Tokio tenía la sensación de estar en una ciudad de supermodelos.
-¿Sí?
-Los japoneses no miran a sus mujeres, por eso ellas se visten de forma espectacular.
-Pero tú sí las mirabas.
-Bueno, como las mira cualquiera. Allí podía ser raro, pero nada más.
La presentadora rubia recibe un mensaje por el pinganillo.
-Me tengo que ir. Ha sido un placer... Por cierto, que el diseñador quería que le dedicaras el libro.
-¿Ah, sí? ¡Qué ilusión!



11.

Le he dedicado el libro al diseñador. También le he dedicado otro libro a la dibujante de comics. El otro libro lo traía mi editor.
Ahora estamos de nuevo en un taxi. Vamos al centro de la ciudad. Luego yo tomaré el Metro.
Estoy radiante de felicidad y quiero seguir tomando copas. Mi editor y yo hablamos de películas, de Anthoy Burgess, de todos esos cientos de miles de millones de putas copias que voy a vender de Trenes hacia Tokio.
Detenemos el taxi en Callao.
-¿Tomamos otra? –yo.
-No, tío, mañana tengo un día... Te acompaño si quieres al Metro. ¿Dónde lo coges?
-Es igual, por favor. No te molestes.
Nos damos la mano.
-Espero haber dado una buena imagen en la tele, jo. Con mi camisa verde.
-Tómatelo con calma. Nunca se sabe. Pásate el viernes, si quieres.
-Guay.
Se aleja. Mi editor es un tipo que cuando se aleja parece que te fuera a tocar el hombro con la mano, desde atrás, de repente.
Nadie me toca el hombro, sin embargo.
Me subo el cuello del abrigo, me ahorco con la bufanda, me doy unas palmadas en los costados, y echo a andar.

jueves, 25 de enero de 2007

Dedicatoria

En la editorial, donde he ido a recoger los ejemplares justificativos de mi novela, me presentan a un ensayista uruguayo. Es oscuro. Lleva puestos dos jerseys. Oscuros. Fuma tabaco. Negro. Me invita a sentarme a la mesa. En un extremo. Le veo fumar y beber vino tinto; yo fumo y bebo agua. El ensayista tiene el codo apoyado en el tablero, la mano vencida por la muñeca, con el cigarrillo tintineante entre los dedos.

-¿Publicaste? –me dice.

-Sí –contesto.

-Mi más sentido pésame.

El ensayista da una calada a su cigarrillo. Yo trato de estar triste: lo consigo porque siempre tengo muchos motivos para no estar feliz.

-¿Viste la editorial? –pregunta.

-Sí, ya la vi –miro el vaso de agua-. Me ha gustado sobre todo el cuarto de lectura, con todos esos manuscritos encuadernados en espiral.

-Seguro te dan pena.

-Un poco, sí –carraspeo: trato de justificar que sólo soy “un poco” sentimental, con esto: -Hojeé algunos, me recordaban a mí mismo, enviando manuscritos todo el tiempo. Sin embargo, me llamó la atención, me dejó helado de hecho, ver que la gente envía sus manuscritos dedicados. Quiero decir: le ponen ya la dedicatoria. No lo entiendo. No sé qué dedican: la nada; para qué; es como coger una servilleta en un bar y firmarla. Yo creo que hay que dedicar la edición de un libro, no que el libro exista.

-No hay que dedicar nada –el uruguayo, ensayista, a lo mejor ninguna de las dos cosas, apaga su cigarrillo y se mancha de ceniza la punta de los dedos-. Te cuento, si quieres.

-Por favor.

-Yo he publicado doce libros, en distintas editoriales, con suerte variada y repercusión nula en la intelectualidad de tu país. Pero eso da igual. Yo he dedicado mis libros, siempre, con amor, casi con servilismo, como el mejor regalo que puede uno hacer.

-Eso es.

-Sin embargo, algo pasa, algo malo, con las dedicatorias de mis libros. El primero fue para mi novia, pero mi novia me dejó y ahora su nombre en mi primer libro es como un regalo que no ha querido llevarse consigo, una cosa que me estorba en casa, su nombre, un boomerang emocional: boom. Luego dediqué a mis padres: se murieron. Se murieron enseguida y no creo ni que acabaran de leer la dedicatoria entera. Era larga. Las dedicatorias tienen que ser largas, por cierto. Luego: dediqué a mi nueva novia. Me dejó. Dediqué a mi mejor amigo: me dejó. Dediqué a un eminente novelista argentino: ¡me denunció! Dijo que yo no le conocía a él. Entré en crisis, pensé que había una maldición. Cada nuevo libro que daba a la imprenta me exigía ser dedicado, yo no sabía a quién, dedicaba a voleo y aún así tenía problemas.

-Joder.

-Busqué causas, soy ensayista, lo mío es todo causa. Llamé a mis ex novias y ninguna contestaba al teléfono; las busqué, no estaban. Rastreé su vida como un perro de presa: realmente no estaban, se habían esfumado del mundo, como mis padres muertos y mis amigos preteridos. Así confirmé por fin mi teoría: mi dedicatoria es una maldición. Toda persona a la que dedico un libro desaparece de mi vida. Desaparece por completo.

-...

No sé qué decir.

-Mi próximo libro –concluye el oscuro ensayista uruguayo- me lo he dedicado a mí mismo.