viernes, 30 de diciembre de 2011

Tiempo y literatura

Aunque escuché hablar de ella hace casi una década, sólo ahora he leído Días de llamas, de Juan Iturralde. La novela fue publicada en 1979, y precisamente porque pueden localizarse numerosas reivindicaciones del libro, que exigen su elevación a obra cumbre de la literatura española del siglo XX (exactamente lo que es), no me cabe duda de que será completamente olvidada.

Esta circunstancia me hizo pensar en determinada dirección acerca de la lectura, y me vi de pronto paladeando esta hipótesis: la lectura lo es de otra lectura.

La hipótesis encontró un interesante reactivo en otras ideas que, en este mismo momento, me rondan la cabeza, y que tienen que ver con la permanencia de los libros, con las listas de mejores novelas del año, con los ditirambos que consigue aquí o allá una obra concreta. Una de esas ideas, radical y cruel, como suelen serlo las ideas que provocan pensamiento, era esta: ningún libro importa luego si no importó en su propio tiempo. Esto quiere decir, por ejemplo -y recurro a ejemplos de mi trayectoria como lector, que hace pie con solvencia (considero) en la primera mitad de la década de los noventa-, que, a buen seguro, en 1994 hubo cuatro o cinco libros que hicieron a los críticos prender todo el castillo de fuegos artificiales, pero que, apenas veinte años después, uno de los pocos libros que sigue vivo y que muchos tenemos en mente de ese año 1994 es Historias del Kronen, de José Ángel Mañas, cuyo valor literario no fue entonces precisamente destacado, ni a día de hoy puede considerarse que sea una piedra preciosa de alta literatura, pero que cuenta en su mismo núcleo con un brillo inagotable: el de transportar consigo su propia lectura.

Recuerdo que, allá en los años noventa, algún crítico (no recuerdo ni su nombre) en algún sitio (que tampoco recuerdo) llegó a comentar su indignación ante el éxito de Historias del Kronen en detrimento de obras que "contaban lo mismo, y mucho mejor" (más o menos) como "por ejemplo" (dijo el crítico) Piel de centauro, de Francisco J. Sauté (novela, por cierto, que yo me apresuré a leer). Obviamente, nadie a día de hoy (y lo digo yo, que he leído el libro) recuerda Piel de centauro.

La lectura lo es de otra lectura, propuse.

El lector, como es sabido, o, al menos, intuido, tiene dos mazos de cartas literarias sobre la mesa: uno de los mazos está completo, el otro no existe. Es un mazo que genera el tapete de la mesa, que hace aflorar mágicamente (perdonen lo borgeano) libros, novelas, títulos: la novedad. El mazo completo, antañón, es tentador, confiable, parece proceder con la propia mesa. Sin embargo, cuando el otro mazo genera sus naipes, sus novelas nuevas, el jugador recibe una tentación más intensa: estrenar algo, y muchas veces se rinde a ella.

Porque en la lectura de un libro nuevo coincide toda iniciación: la de su escritura y la de su lectura, y esa intersección de labores vivas marca en la comunidad un punto de apoyo, que rápidamente se convierte en pasado y, en los casos más excelsos, en Historia.

Por ello, cuando leemos un libro antiguo necesitamos hacer pie en su lectura previa, leerlo a través de los ojos que lo leyeron o contra la visión con que fue leído; aunque el lector indocto ignore cómo se leyó exactamente determinado libro del pasado, adjudica intuitivamente a un volumen que le llega con el halo de "clásico" y la fama popular de su autor (un Goethe, un Kafka) un capital lector que alivia y justifica su abandono de la novedad, porque el clásico es una novedad resucitada a su vez, algo cuya lectura no será vana incluso si resulta insatisfactoria, porque siempre propiciará el diálogo con otros lectores de su tiempo que igualmente han leído o están por leer el "clásico"; diálogo, por supuesto, que no tiene que producirse realmente.

Pienso, por tanto, que hay una lectura en vivo y un lectura diferida, la primera lo es de los libros que aparecen teniéndonos a nosotros como primeros lectores posibles; la segunda, de libros que merecen ser leídos sólo porque -justamente- fueron leídos, sucesivamente leídos, en la conformación de un palimpsesto no de escritura, sino de lectura.

Días de llamas, específicamente, fue un libro para ser leído desde los años 40, pero que sólo pudo leerse a partir de los años 70, cuando su mensaje o su pulso histórico o su rabia o su dilema no le apetecían a nadie. Cada generación de lectores cumple con los libros de su tiempo, y sólo honra libros de otro tiempo si hereda una lectura inaugural. Días de llamas no pudo tener lectura inaugural, lectura viva, porque se publicó treinta años después de ser escrita, y su lectura diferida tiene algo de respiración asistida a un niño prematuro, niño que va a morir porque, en rigor, no ha acabado de nacer.

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Antítesis:
1. Esto podría indicar que sólo los bestsellers se convierten en clásicos. Respuesta: ser leído no significa ser el más leído, sino ser considerado. Pamela fue más leído que Tom Jones pero Tom Jones, con todo, fue muy leído.
2. Algunos libros se publicaron después de la muerte de su autor y alcanzaron el estatus de clásico. Respuesta: muchos de esos libros son, exactamente, "libros de muerte" o, incluso, "libros del muerto". Además, todos los ejemplos que se me ocurren (El libro del desasosiego, sobre todo) pertenecen a autores que ya establecieron su firma y su voz en su tiempo y que, por tanto, ya han sido leídos, aunque sea en otros libros. Si apareciera ahora una novela de Cervantes que fuera excelente se abriría un hueco en los manuales de literatura; si apareciera una excelente novela inédita de un autor inédito, no.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Optimismo 2012


“Le estoy hablando de una ruina de verdad: que las personas dejen de ser personas, que las casas dejen de ser casas, que la comida deje de ser comestible y no se pueda arar la tierra. Que los padres se entreguen al castillaza para no verse obligados a devorar a sus hijos y los hijos se vuelvan a la caverna. Todo, señor Huesca. Que se venga abajo todo. Que se quede usted sin vida. Vivo, pero sin vida. Sin nada que hacer ni nadie con quien hablar. Porque cuando se llega a ese estado de ruina es mejor no tener nada, seguro al menos de que se ha tocado el fondo. Es mejor no tener nada: ni casa, ni madre, ni fe, ni recuerdos, ni esperanza, ni siquiera un mal pedazo de tierra heredada donde meter el arado cada dos años, porque todas las cosas llevan dentro la posibilidad de arruinarse, y lo poco que uno tenga le hundirá más abajo todavía, en cuanto se descuide.”
Baalbec, una mancha. Juan Benet.

“En ambos se dejaba sentir con fuerza el egoísmo de los desdichados. Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas.”
Enemigos. Anton Chéjov.

lunes, 21 de noviembre de 2011

XIV ¡Cuídate, España...!

¡Cuídate, España, de tu propia España!
¡Cuídate de la hoz sin el martillo,
cuídate del martillo sin la hoz!
¡Cuídate de la víctima a pesar suyo,
del verdugo a pesar suyo
y del indiferente a pesar suyo!
¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,
negárate tres veces,
y del que te negó, después, tres veces!
¡Cuídate de las calaveras sin las tibias,
y de las tibias sin las calaveras!
¡Cuídate de los nuevos poderosos!
¡Cuídate del que come tus cadáveres,
del que devora muertos a tus vivos!
¡Cuídate del leal ciento por ciento!
¡Cuídate del cielo más acá del aire
y cuídate del aire más allá del cielo!
¡Cuídate de los que te aman!
¡Cuídate de tus héroes!
¡Cuídate de tus muertos!
¡Cuídate de la República!
¡Cuídate del futuro!…

España, aparta de mí este Cáliz, César Vallejo (1937)

lunes, 14 de noviembre de 2011

Algo sano

No he leído el artículo que Ignacio Echevarría me dedicó -valga la inmodestia- hace dos semanas en el suplemento literario El Cultural. Conozco su título, he leído su sumario, he leído un par de frases sueltas aquí y allá y varias personas me han comentado de qué trata y cómo me trata y qué dice exactamente o viene a decir en definitiva.

Por tanto, no puede decirse que esto sea una respuesta, pues poco puede contestar uno a quien no ha leído, o sólo en diagonal y así como echando hacia tras la cabeza, precavido. Tampoco era una respuesta un post anterior a este, abortado, que llegó a tener ocho folios, y que sólo buscaba explicar lo obvio, cuando uno ya debería de saber que lo obvio es mejor no tratar de explicarlo.

Uno quiere ser leído. Lo obvio.

Desesperado, o casi, por haber escrito ocho folios y no haber explicado ni la O de lo obvio, y sí haberme enredado en los jardines de mi propio pensamiento, desistí de contestar sin contestar (sin leer) a Ignacio Echevarría, y dejarlo estar, y pasar página; fue justo entonces cuando entendí todo el asunto.

Porque era un asunto de clases sociales.

Propongo la hipótesis de que hay dos puntos de partida en el quehacer literario, y que esos dos puntos de partida enderezan dos varas de medir diferentes para las cosas que pasan con los libros.

Es el primero de esos puntos de partida aquel donde la actitud y el discurso que observamos en un autor vendrán siempre encomendados a “la costumbre”. En el segundo, sin embargo, será “la ruptura” la que aliente todas las acciones y posicionamientos del autor.

La costumbre remite casi exclusivamente a clases sociales elevadas, y a su práctica pretérita del privilegio; por su parte, la ruptura nos habla de entornos familiares no necesariamente míseros, pero sí indiscutiblemente ágrafos e inexpertos.

Dados un ambiente y unas expectativas sociales donde la comisión del hecho literario se toma como una opción más, quien deviene escritor no lleva a cabo un acto de rebeldía, sino que consuma apenas un capricho, pues el futuro escritor se ha limitado a elegir una posibilidad en concreto de entre todas las que se le brindan. Así, tanto su obra escrita como sus manifestaciones y decisiones profesionales (como escritor) irán siempre a favor del sistema en que naturalmente se ha integrado (el literario), sistema que repite minuciosamente el orden social del que procede (privilegiadamente) el nuevo escritor. Sólo recreativamente este nuevo escritor propone con su obra o con su condición de artista una impugnación del sistema social, pues en realidad su función en el sistema literario no es tanto conculcar los principios propios de su clase –a pesar de que eso es lo que se esfuerza en aparentar- como trasladarlos a dicho sistema.

En el lado opuesto nos encontramos al autor que, para serlo, ha de quebrantar el orden social donde ha nacido, pues ser escritor en ese su entorno no sólo no es natural ni viene facilitado por los lazos sociales de su familia, sino que se ve como una extravagancia en el mejor de los casos, y como una insensatez siempre. Ser escritor no es una opción ni un derecho ni una posibilidad, como no lo es tampoco ser actor o director de cine, ni casi siquiera ser director de ninguna otra cosa. Aquí el nuevo escritor ha de romper con su destino, transgredir, continuamente contrariar, en esa aspiración de desclasarse que le han sugerido las biografías de determinados escritores, y que conforman para él su estirpe literaria.

Hablo, claro está, de la leyenda, de buhardillas y vagabundos, de hambre, de horas nocturnas haciendo crecer una novela, de poemas escritos en la cárcel, de cuentos escritos en servilletas, de elegir ser aún más pobre para poder ser aún más escritor, de manuscritos rechazados y de venas abiertas, de cambiar de ciudad, de volver a intentarlo.

Hablo, en definitiva, de respeto. El escritor que quiere serlo partiendo de la nada y de la incomprensión, y que se apoya en un pasado legendario para darse esperanzas, contrae con ese pasado, con ese catálogo de héroes de la escritura, una filiación inquebrantable, pues siente la herencia latente de su ejemplo, su condición vacante, su halo, del que nunca llega a creerse digno del todo.

Mientras que el autor que ha partido del sacrificio para ser escritor se impone una trayectoria literaria constantemente corregida por el respeto, el autor que entiende la labor creativa como connatural a su estatus guía sus pasos por una indisimulada exigencia de derechos, prebendas y loas, materializadas principalmente en becas y viajes y charlas, que demanda y disfruta a costa del erario público sin considerar en ningún caso qué méritos acumula para ser agasajado por la sociedad. 

Así las cosas, resulta inevitable que estos dos tipos de escritores se encuentren y, obviamente, no se comprendan. El escritor acostumbrado se muestra particularmente cómodo en todo lo que la labor de escribir tiene de no escribir, mientras que el escritor rupturista se inquieta al ver que ser escritor incluye tantas cosas ajenas a escribir, y luego se horroriza al comprobar que el sistema literario no le ha salvado, como inconscientemente deseaba, sino que supone, este sistema, una traslación exacta de la estratificación social de la que pretendía alejarse.

La inquietud y el horror los nota el escritor rupturista en que todo su respeto por los escritores es absolutamente aniquilado dentro del orden literario, pues dentro de ese orden “ser escritor” carece por completo de miticidad (incluso, de mérito) y basta un gesto (una beca, un galardón) para ridiculizar el hambre de César Vallejo o las horas de miseria de Henry Miller o Francisco Umbral. Basta un cóctel para reírse a carcajadas de Fernando Pessoa. Basta un festival para deslegitimar la prisión de Dostoievski y la prisión de Jean Genet.

Mientras que el escritor hecho a sí mismo no llega nunca a sentirse completamente escritor –le pesa el respeto- asiste, lacerado, al delirio literario de decenas de jóvenes que se autodenominan “escritores” sin haber publicado nada y, tantas veces, sin haber siquiera escrito. Asiste, lacerado, al abaratamiento de la palabra que él creía bañada en oro (ESCRITOR), y que resulta en realidad una pieza de peltre saldada en cada esquina con minúsculas y a cuerpo 7: escritor.

Y es entonces, abrumado por la inmensa farsa de la literatura, que se apuntala en falsos prestigios y en una suerte de autocomplaciente mediocridad, cuando el escritor que cree en escribir como César Vallejo creyó en escribir se propone encontrar un lugar en la literatura que aún merezca su respeto y le devuelva al origen, y entiende enseguida que la única esperanza para un escritor que quiere escribir al margen de un sistema que corrompe implacablemente su propia materia prima es recordarse constantemente que tiene que haber más lectores que cócteles, más lectores que becas y más lectores que premios, que escribir y leer son todo lo que la literatura necesita para ser literatura, y que si él está escribiendo ya sólo falta alguien que esté leyendo y que vaya a leer lo que él está escribiendo cuando lo termine, por lo que decide hacer lo contrario de lo que hacen casi todos los escritores de su generación, y en lugar de afirmar constantemente lo inteligente que se cree que es y lo arriesgado que se cree que es y lo superior al resto de los mortales que se cree que es, y el desprecio que siente por todos los lectores del mundo, piensa que ha llegado la hora de que los escritores empiecen a decir algo humilde y bonito, algo sano. Quiero ser leído.

Y entonces va y lo dice.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Subrayados

Uno de los primeros artículos que publiqué en mi vida se titulaba "Metáfora y terrorismo" y apareció en el suplemento literario El Cultural, inserto en un reportaje sobre las diez mejores operas prima del año. Hablo de 1998, de A bordo del naufragio, de Javier Pastor y de ocho otros autores cuyo nombre ahora mismo no recuerdo; y de Care Santos, responsable de aquella selección. 1998.

Recuerdo, eso sí, y es tierno, que "Metáfora y terrorismo" fue el primer correo electrónico que envié en mi vida, y que escribí el texto en la oficina donde trabajaba un amigo, en su ordenador, porque por aquel entonces yo no tenía conexión a Internet, y que lo escribí en el propio cuerpo del mensaje, no en un documento de word que luego adjuntara, porque "adjuntar" era aún por aquel entonces tremendamente pro para mi magra experiencia internauta.

Bueno, ¿y qué? Es curioso, casi triste, la actitud que me noto estos días a la hora de enfrentarme con un nuevo post en este blog. Es una actitud sobreactuada, sobresocial, extremadamente atenta al hecho de que firmo estas palabras con mi nombre y apellidos y a que todo lo que escriba podrá ser utilizado en mi contra. Vengo con corbatas y mocasines, perfumadito en prosa, sintáticamente remirado.

Joder. Un taco no más, para bajar a la tierra, salir a la calle, ser natural y un poco más fresco.

Joder.

¿Y qué? Pues que me he acordado estos días, entre entrevistas y reseñas, de aquel artículo seminal que, bajo el título "Metáfora y terrorismo", venía a decir que su autor gustaba especialmente, y casi que únicamente, de los textos que contenían retórica o estilo o poesía o música, y, asimismo, de aquellos que implicaban la exposición de ideas subversivas, rompedoras, ingeniosas, desconcertantes o escandalosas.

Si bien puede entenderse que he evolucionado poco desde mis 23 años, también puede afirmarse que muestro una enorme coherencia al suscribir, 13 años después, aquella primera declaración de intenciones.

Lo único por lo que leo es porque estoy buscando la palabra y la idea; la palabra recreativa y la idea regeneradora, que el texto me haga sentir o que me haga pensar: eso es todo.

Es natural, por tanto, que uno escriba libros donde hay muchas ideas y muchas metáforas, tropos y demás componentes de la batería para-semántica del idioma. Escribo, como es lógico, para gustarme a mí mismo también.

En estas cavilaciones andaba cuando me di cuenta de que existía un rectilíneo -según el pulso de cada cual, ciertamente- instrumento de medición del interés o pasión que siento por un libro. Estoy hablando del subrayado.

En realidad yo apenas subrayo, porque le tengo quizá un respeto excesivo a los libros, y porque muchos de ellos me los saco de la biblioteca. En todo caso, el doblez de esquinitas de las páginas -arriba si la cita anda por esa altura; abajo si la frase que me pone habita el principal de la hoja-, doblez que practico con denuedo, es asimismo una forma de subrayar. Sin excepción alguna, los libros que poseo y que me gustan mucho conservan más esquinitas dobladas que los libros que poseo y que no me han gustado, o no tanto. Del mismo modo, en los documentos específicos que abro en word para cada título que leo, se ve claramente qué libro me ha entusiasmado por la cantidad de entrecomillados que he extraído. Así, mi doc sobre Tom Jones es más extenso que mi doc sobre La educación de Henry Adams, y mi doc sobre William Carlos Williams es más jugoso que mi doc sobre Dylan Thomas.

Mi forma de leer y, más exactamente, de disfrutar de los libros, tiene tanto que ver con la "cita" que, a buen seguro, no tengo otro modo de demostrarme a mí mismo lo mucho que aprecio una novela, o la obra de un poeta. La cita -que fue primero un subrayado, una esquinita doblada- acaba además formando parte casi siempre de mi memoria literaria, de mi "sistema ambulante de citas", que diría Vila-Matas, en eco mejorado de Jorge Luis Borges.

¿Es la cita la literatura misma? ¿Es la literatura el mapa del tesoro de la cita? ¿Dónde queda la trama y la información?

Me dan bastante igual las tramas y las informaciones, y tengo por anticuadas e insoportables esas páginas de novelas actuales que se demoran en descripciones periodísticas de las cosas, en hacer inventarios; en apuntar, en definitiva, que un personaje es rubio o moreno, viste jeans o minifaldas, estudió en Cambridge o en Cáceres, tuvo dos hijos o tres mujeres, comía huevos rancheros o bebía cocacolas.

Si atendemos al pasado de la Literatura, a su legado constatable, apenas podemos encontrar otra cosa que metáforas e ideas: nunca ha pasado a la historia una frase como "X era alta y delgada, de carácter amable y voz meliflua". Lo que ha pasado a la historia es "entre la pena y la nada, escojo la pena" o "la memoria sabe antes de que el conocimiento recuerde", frases expurgadas de Las palmeras salvajes y Luz de agosto, de William Faulkner, respectivamente.

¿Por qué no escribió Faulkner un ensayo sobre las diferencias ontológicas entre la pena y la apatía? ¿Por qué no escribió luego otro ensayo sobre las circunvoluciones cerebrales y los modos en que la memoria y el conocimiento se contaminan?

¿Por qué me han preguntado a mí en algún momento de mi promoción de Ejército enemigo si no hubiera sido más lógico escribir un ensayo? Ni idea. Esta pregunta no se la he visto hacer a Javier Marías o a Enrique Vila-Matas, ni a tantos otros autores modernos que en sus libros practican las formas literarias del pensamiento. Así que me he visto obligado a contestar desamparadamente, en los medios de la plaza de las letras, mientras Cervantes (discurso de las armas y las letras), Dostoievsky (reflexiones sobre la figura del padre en Los hermanos Karamazov) o Cortázar ("el genio es elegirse genial, y acertar" Rayuela) me miraban desde el tendido de sombra con todas sus ideas canonizadas.

Se me ocurrió esta respuesta de inmediato: el pensamiento literario es inútil. Es la inutilidad la que da forma poética a una "idea", "ocurrencia" u "opinión". El ensayo, en su pretensión clásica -a fin de cuentas todo género literario se aviene a la mixtura, y está bien que así sea, y uno no tendría que señalarlo siquiera-, proponía desde el texto consideraciones de implantación inmediata, por posible o deseable. Cuando Platón establece la estructura que él quisiera para una república perfecta, lo dice en serio; cuando Jovellanos escribe su Informe sobre la ley agraria, también lo está escribiendo muy en serio; y cuando Rosseau en su Emilio indica que a los niños hay que darles de comer filetes (tal cual) también está hablando ridículamente en serio.

Las ideas del ensayo son funcionales, creen en ellas mismas y, por eso, perecen. Las ideas literarias son intuitivas, sugerentes, seductoras, y por eso la inutilidad de "mi cuerpo es la parte del mundo que puedo controlar" (Lichtenberg) atraviesa los siglos y, al cabo, nos sobrevivirá.

La concepción que de la literatura tenía yo con 23 años, y que no era otra, repito, que escribir los libros que me gustaba leer, siendo estos últimos aquellos que me decían algo más que aquellos que me lo contaban, y también aquellos -a menudo los mismos- que me decían o -si quieren, incluso- me contaban algo con palabras sorprendentes ("era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base" Salinger; "La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra", Fernández Flórez) sigue siendo mi concepción de la literatura a día de hoy: y más perfilada y radical y segura de sí a la vista del escaso hueco que se da a las novelas en nuestra sociedad, donde ya casi toda forma de ocio cuenta una historia y las mismas noticias del periódico parecen a menudo ficcionales, y la literatura, por tanto, se está viendo urgida a demostrar su valencia estética para sobrevivir, pues no es digna de llamarse literatura aquella novelística que se propone como una película escrita, o como una nota a pie de página al periódico del día, o como un recuerdo doméstico de las cosas sin interés de sus autores (se nos llenó de abuelas e infancias sosas la librería, estos años), o como un listado de fechas y nombres, la novela-cementerio; sólo salva a la literatura en nuestro tiempo la novela que cubre su propia distancia con el poder de la palabra para emocionar y para pensar, para devenir en memoria, para ser portátil, y no aquellas novelas que se humillan en datos y hechos, correveidiles ridículas de la realidad.

“El noventa por ciento son unos fracasados. No han tenido éxito como escritores. No creas que prefieren el trabajo tedioso de la oficina y la esclavitud de los ejemplares vendidos y de los intereses económicos al placer de escribir. Han tratado de hacerlo y han fracasado. Y ahí está la maldita paradoja. Todas las puertas que conducen al éxito literario están vigiladas por esos perros guardianes, los fracasados de la literatura.”
Martin Eden, Jack London

sábado, 15 de octubre de 2011

Shakespeare and Co.

Allá abajo, en los sótanos del archivo, perdura un post que escribí hace tiempo titulado Por qué no leer a los clásicos. En él aducía los motivos por los cuales muchos lectores nos decantamos antes por la efímera obra de un autor de tres al cuarto que por todo Goethe. El motivo era, simplemente, entendernos a nosotros mismos, dialogarnos, vernos reflejados y vernos, precisamente, efímeros.

Las escasas novedades editoriales de interés que han protagonizado la segunda mitad de 2011 en España han sido la principal causa de que me pusiera sin más y a lo bruto a leer a Shakespeare. También el verano, con esa temperatura fundamentalmente eterna, donde todo parece conspiratorio de no ir a cambiar nunca, favorece la vuelta a los "clásicos".

Había leído algunos dramas de Shakespeare hace mucho tiempo. Anécdota: recuerdo haber sacado de la biblioteca de mis 16 años -un colegio- Hamlet en edición paredaña con la de Othelo; o Macbeth -no recuerdo. Uno, supongo, no sabía en la adolescencia y la ignorancia que, a veces, los libros, los títulos, se editaban todos juntos en un mismo volumen, así que empecé a leer Hamlet, que era lo que me había sacado, haciendo caso omiso de Othelo, que era lo que también, pero contra mi voluntad, me había sacado. En un momento de la lectura -fácil de identificar- me vi preguntándome dónde estaba Hamlet y deduciendo que, aunque no me había percatado en las 130 páginas precedentes leídas, iba a resultar que Hamlet era negro, y que, no sé, debía llamarse Othelo Hamlet, o Hamlet entre amigos y Othelo para las Desdémonas; o Hamlet sólo para la calavera.

Ha sido, en todo caso, pertinente y casi aconsejable haber esperado a los 36 años para tomarme a Shakespeare en serio. Leer a Shakespeare ahora me ha ahorrado creer que lo había leído, darlo por hecho, que es el destino lamentable de los, así llamados, clásicos. 

El primero que leí fue Macbeth. No me gustó especialmente. Había visto varias veces las varias películas -creo que son varias- realizadas sobre esta trama, y en el curso de la lectura disfruté más de los parlamentos puntuales brillantes de algún personaje que de la historia en sí, a mi modo de ver tan inverosímil como desmañada. Ya ahí sufrí un cáncer o prurito o interferencia lectora que sólo puede acontecer aquí y ahora, y que en alguna obra de Shakespeare leída posteriormente fue en verdad brutalmente acusada. Me refiero a leer los dramas de Shakespeare buscando los títulos de las novelas de Javier Marías. 

En Macbeth, es sabido, localiza uno "corazón tan blanco". Resulta curioso pensar que esas tres palabras que ahora suenan tan evidentemente memorables, son en realidad muy difíciles de recortar en una lectura propia del texto. De hecho, en castellano aparece o puede aparecer más convenientemente la expresión en la forma lógica de nuestro idioma "tan blanco el corazón", lo que evita casi totalmente que uno subraye con el lápiz de Ikea el pasaje correspondiente. La cita, entonces, toda cita, es un ejercicio personal donde el lector -el escritor asimismo- puede llegar a manifestar un talento y brillantez absolutamente admirables, y no es infructuoso considerar la relación que hay entre los buenos "recortadores" de textos (Marías, Vila-Matas) y los buenos escritores; considerar si citar no es en realidad hacer pie en las glorias del pasado. 

Luego leí Hamlet. De los más famosos dramas de Shakespeare es el que menos me gusta. No me interesa el tema, porque supongo que no sé cuál es el tema de la obra, y si es la existencia así en general, la condición humana, la muerte, pues estamos en las mismas: se me escapa por falta de márgenes. 

Citas, eso sí, referencias, ideas, saca uno muchas de la lectura de Hamlet. En cualquier caso, el personaje, Hamlet, me parece un tipo insoportable, tiquismiquis. 

Luego leí El mercader de Venecia, Romeo y Julieta y Othelo. Me entusiasmaron. Por un lado, por la inclusión en dos de ellas del hijodeputa shakespeariano: ese Yago, ese Shylock, esos maquiavélicos correveidiles secundarios que, sin duda, opacan por completo la importancia del personaje que da título a la obra: el mercader de Venecia propiamente dicho (cuyo nombre, creo que Antonio, no recuerdo con nitidez) y el soporífero Othelo, llorón musculado. 

Por otro, la delicia de estos textos fue simplemente leer frases geniales una detrás de otra, ingenio a raudales, humor, inteligencia y estilo. "Dejemos que dos veranos se pudran en su orgullo antes que la creamos madura para ser esposa" (Romeo y Julieta) “Casio: Eh, mi noble amigo, escuchadme. / Bufón: No soy ni noble, ni vuestro, ni amigo. Pero venga, os escucho.” (Othelo) "¿Es que no sangramos si nos espolean? ¿No nos reímos si nos hacen cosquillas? ¿No nos morimos si nos envenenan? ¿No habremos de vengarnos, por fin, si nos ofenden?” (El mercader de Venecia)

Luego, y la vez, por la manía -en realidad muy cómoda- de las ediciones compartidas, leí títulos que apenas conocía o que apenas me sonaban o que no parecen ser tan famosos como los anteriores: Como gustéis, Mucho ruido para nada, Julio César, Trabajos de amor perdidos... Recuerdo la sorpresa que me llevé con Como gustéis: extraordinario. Cita: 

“Bufón: ¿Entiendes tú, pastor, de filosofía?
Corin: No más que la que consiste en saber que cuanto más enfermamos peor estamos, y que a quien dinero, medios y alegría le faltan, de tres buenos amigos carece; que a la lluvia corresponde mojar y al fuego quemar; que el buen pasto engorda al ganado, que cuando falta el sol cae la noche y que, a quien ni naturaleza ni arte han instruido, bien puede decir que viene de roca torpe o que jamás fue educado.”

Julio César me aburrió bastante, y Trabajos de amor perdidos -ays- lo dejé a la mitad. 

Finalmente he leído El Rey Lear y Ricardo III y Enrique V. Creo que El rey Lear es lo más apoteósico y encomiable de todo el apoteósico y encomiable señor William Shakespeare. 

Gloucester. “Es el mal de los tiempos, los locos guían a los ciegos.”

Ricardo III, algo más flojo en su estructura y su relato, contiene sin embargo muchas más "citas" evidentes o posibles. Apabullante el final:

Espectro de Clarence: ¡Mañana me posaré pesadamente sobre tu alma! ¡Yo, que fui lavado para la muerte con horrible vino, el pobre Clarence, entregado a traición a la muerte por tu culpa! Mañana en la batalla acuérdate de mí, y caiga tu espada sin filo: ¡desespera y muere! 

Medio Marías está en Ricardo III ("cuando yo era mortal"), de hecho, en esa misma página.

Esto me llevó a considerar el increíble beneficio de una lectura "intensiva", lectura que tantas veces asiste a aquellos que en nuestro tiempo se erigen como hombres de letras verdaderamente "cultos". Quiero decir que, realmente, uno puede leer los mismos 38 libros toda la vida (Shakespeare y las tragedias griegas bastan) y acabar sabiendo de memoria todos sus lances y aciertos, y dar a entender, por el hecho de referirse siempre a esos lances y aciertos -que los lectores extensivos no podemos dominar a tal punto, pues las lecturas se solapan y amontonan y ciegan- que conocen TODA la historia de la literatura al dedillo, cuando en verdad apenas han pasado del lujoso recibidor de la literatura. 

And Co. Han sido meses ingleses. He leído también, antes y durante y después, varios clásicos imprescindibles escritos en Inglaterra entre los siglos XVII y XVIII. 

El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan lo leí justo cuando las hormonadas huestes del JMJ hicieron de Madrid ese infierno tan soñado; y virginal. Espléndido, fabuloso en términos literales, muy interesante (cada día me da más pereza argumentar lo que, en el fondo, es un capricho: el gusto). 

El enterramiento en urnas (1658), de Sir Thomas Browne. Lo leí en la traducción y en la editorial de Javier Marías. No me fascinó. Lo más llamativo fue ver al Javier Marías que, por entonces, contaba mis años -o menos- y lo bien que escribía y cómo se tuteaba con Borges por un quítame allá una traducción más o menos exacta; y cómo el señor Marías vibraba ante la posibilidad de descubrir un pedacito de Browne que no hubiera sido traducido o un pedacito de Borges over Browne que fuera, en rigor, apócrifo. La gran pirueta pequeñita de la vanidad literaria. 

El paraíso perdido (1667), de John Milton. Junto con La Ilíada y Tom Jones es desde ya uno de mis diez libros favoritos de toda la historia de todo. Su trama resulta cinematográfica hasta puntos visionarios: casi parecía estar leyendo/viendo La jungla de cristal o Avatar. Y luego la prosa, extasiante: 

¿quién es libre / siendo inferior? Esto bien podría ser./ Pero ¿y si Dios me ha visto y me acaece / la muerte? Entonces dejaré de ser, / y Adán se casará con otra Eva, / y vivirá y se gozará con ella, / yo extinguida; me muero de pensarlo./

Finalmente, he tratado de leer por tercera vez Tristram Shandy (1759), de Laurence Sterne. Y por tercera vez, aún apreciando lo insólito de sus demenciales recursos tipográficos (apenas de otro tenor), me ha resultado un libro insoportable. 

Vale.

jueves, 6 de octubre de 2011

CARTA DE PROTESTA


(O CÓMO EL HACEDOR (DE BORGES), REMAKE SE CONVIRTIÓ EN UNA
NOVELA POLÍTICA)


Hoy queremos manifestar nuestro frontal rechazo ante un hecho insólito. María
Kodama, heredera de los derechos de autor de Jorge Luis Borges, ha obligado a la
editorial Alfaguara a retirar del mercado El Hacedor (de Borges), Remake, la última
novela de Agustín Fernández Mallo, bajo amenaza de denuncias. La obra, que contiene
el nombre de Borges en su título, e incluye fragmentos y títulos de los poemas del
escritor argentino en el orden original de El Hacedor, pronto se va a retirar de las
librerías y dejará de existir tal y como fue concebida.

A El Hacedor (de Borges). Remake no se le acusa de plagio. Se le acusa de insertar
unos materiales protegidos por derechos de autor dentro de una obra original, sin contar
con el debido consentimiento de su propietaria. No ha importado nada que la obra
funcione como un homenaje a Borges, quien se halla tan presente que resultaría
disparatado acusar a Fernández Mallo de actuar de forma deshonesta. Su supuesta falta
no tiene nada que ver con el engaño, sino con haber compuesto una pieza original
valiéndose de algunos fragmentos que tenían dueña; una dueña que no está dispuesta a
compartirlos.

¿Cuántas obras artísticas y webs hoy en día se valen de textos, videos, imágenes o
sonidos de procedencias diversas? El Hacedor (de Borges), Remake, más que como
singularidad, podría tomarse como ejemplo de un procedimiento que se aplica de forma
masiva en la actividad creativa de nuestros días, a través de formas que no son más que
la versión actualizada de un principio rector de la cultura y el conocimiento: lo nuevo
siempre se construye a través de lo viejo, y de lo ajeno. Seguir ese principio, que se
halla muy por encima de legislaciones e intereses particulares, no solo es legítimo; es
fundamental. La inmensa mayoría de las personas así lo comprenden, de ahí que la
decisión de María Kodama sea una excepción extraordinaria. Pero incluso como
excepción, resulta intolerable.

En un artículo publicado en El Cultural de El Mundo, la señora Kodama, quien confiesa
no haber leído El Hacedor (de Borges). Remake, dice haberse dejado guiar por su
abogado, quien considera “una falta de respeto” el tributo de Fernández Mallo, por no
haber pedido permiso. Imaginemos qué sería de los creadores, académicos o
investigadores si, cada vez que usaran materiales prestados tuvieran que solicitar el
beneplácito de sus propietarios, que se hallan amparados para denegárselo por
consideraciones tan caprichosas como las de este caso. Que, de ahora en adelante, esos
creadores tuvieran que valerse de lo ajeno, sin incurrir en el plagio, con un ojo puesto en
la legislación, ante la amenaza de una demanda. Todos comprendemos el lugar
aberrante en que se convertiría el mundo de la cultura si se generalizaran acciones como
las emprendidas por Kodama, de ahí nuestra reacción. Consideramos que no existe la
más mínima legitimidad moral para censurar así una obra; solo existe un defecto en una
ley que nunca debería dar cabida a esta clase de abusos. Una ley anacrónica, formulada
en tiempos pre-digitales y ajena a la deriva del arte contemporáneo.

Rogamos encarecidamente a María Kodama que reconsidere su decisión, y no se
oponga a la justa difusión de El Hacedor (de Borges), Remake. Una rectificación a
tiempo puede dejar en mero malentendido esta equivocación, que sería mucho más
grave en el caso de perpetrarse. En los pocos días de circulación de la noticia, la
condena de escritores, editores y amantes de la literatura ha sido unánime, y deja claro
que su acción va a tener exactamente el efecto contrario al que buscaba: en vez de
proteger el legado de Borges, deslegitimará a quienes lo gestionan. A este respecto, hay
que considerar no sólo el diseño de la portada de la novela de Fernández Mallo (un
corazón dorado: una declaración de amor al maestro), sino también el efecto que ha
causado ese libro: una relectura del original, El hacedor, que durante las últimas
décadas ha tenido menos circulación y lecturas que otros libros más conocidos de
Borges, como Ficciones o El aleph. Quienes firman aquí suscriben todo lo dicho.

FIRMAN:
(en orden de recogida)
Miguel Espigado
Jorge Carrión, escritor
Toni Segarra, publicista, Vicepresidente y Director Creativo de *S,C,P,F.
Silvia Vilar González, Spanish Lecturing Fellow, Duke University
Juan Villoro
Antonio Orejudo
Francisca Noguerol, profesora Titular de Literatura Hispanoamericana, Universidad deSalamanca
Rosa Montero, escritora
Rogelio Abraldes, realizador y productor audiovisual
Jessica Aliaga
Lavrijsen, Doctora en Filología, traductora y editora
Ricardo Menéndez Salmón, escritor
José Vidal Valicourt, escritor
Marco Kunz, Catedrático de literatura española, Université de Lausanne, Suiza
Julia Merino
Gabi Martínez, escritor
Miguel Antonio Chávez
Antonio Rómar
Ernesto Castro Córdoba, estudiante
Joan Feliu, músico
Pascale Saravelli, músico
Alberto Olmos, escritor
Antonio J. Gil González, Profesor titular, Universidad de Santiago de Compostela
Guzmán de Yarza Blache, JL Arquitectos
Miguel Serrano Larraz
Álvaro Colomer Moreno, escritor y periodista
Andrés Neuman
Germán Sierra Paredes, Profesor de Bioquímica y escritor
Belén Gopegui
Javier García Rodríguez, escritor y Profesor de Teoría de la literatura y literatura comparada en laUniversidad de Oviedo
Alberto Santamaría
Javier Avilés
Elvira Navarro, escritora
Constantino Bértolo, editor
Pere Joan, dibujante
María Angulo Egea
Iban Zaldua, escritor
Mariano Martín Rodríguez, traductor e historiador de la literatura
Max, autor de cómic e ilustrador
Ezequiel Martínez Llorente
Máximo Hernández, poeta
Sergio Gaspar
José Luis Molinuevo
Isabel Martínez Tudela, redactora
publicitaria
Marc Torrell Benítez, Director Creativo y fundador de Sr. Benítez
Jorge Díaz Martínez, poeta
Miguel Dalmau Soler
Miquela Forteza Oliver, Doctora en Historia del Arte
Raúl Quinto, profesor y escritor
Laura Borràs Castanyer, Profesora de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona
Pablo García Casado, escritor
Salvador Gutiérrez Solís
Cristina Mourón Figueroa
Ángel cerviño
Juan Jacinto Muñoz Rengel
María Ángeles Naval, Departamento de Literaturas Españolas e Hispánicas, Universidad de Zaragoza
Jon Bilbao, escritor y traductor
Oscar Sáenz
Beatriz Pastor, Professor of Spanish and Comparative Literature, Dartmouth College, EEUU
Dr. Lillian Manzor, Associate Professor, Modern Languages and Literatures Director, Cuban Theater Digital Archive, University of Miami
George Yúdice, Director, Miami Observatory on Communication and Creative Industries, Professor and Interim Chair, Department of Modern Languages & Literatures Professor, Center for Latin American Studies
Emili Manzano, periodista
Rafael Alomar Company
Ricardo Ramón Jarne, Director del Centro Cultural de España en Buenos Aires Mauricio Salvador, editor y escritor
Jorge Salavert, traductor
Susana Medina, escritora
Américo Mendoza Mori, Director, Red Literaria Peruana, Investigador, Universidad de Miami, EE.UU.
Juan González Álvaro, editor
Marta Sanz, escritora
Manuel Vilas
Vicente Luis Mora, escritor y crítico literario
Óscar Esquivias, escritor
Leonardo Valencia, escritor
Antonio J. Rodríguez
Javier Moreno, lector amante de Borges, profesor y escritor
Juan Bonilla, escritor
Christine Henseler, Associate Professor of Spanish and Hispanic Studies
Paul Viejo, escritor y editor
Félix de la Concha, pintor
Gema Pérez-Sánchez, Director of Graduate Studies, Associate Professor of Spanish Department of Modern
Languages and Literatures, University of Miami
René López Villamar, crítico literario y editor de HermanoCerdo
Ángel Erro, escritor
David Bestué, artista
Luna Miguel
Iván Humanes, abogado y escritor
Sergi de Diego Mas, administrativo y lector
Ingrid Guardiola, Profesora universitaria, gestora cultural, articulista
Pau Palacios
César Ramiro, editor y traductor
Jorge Fernández Gonzalo, poeta y ensayista
Miguel Á. Hernández
Navarro, escritor y Profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia
Jane Connolly, Profesora de español, Universidad de Miami
Mario Crespo, bibliotecario y escritor
Eva Olivares Jara, higienista dental y estudiante del Grado en Lengua y Literatura Española
Julián Cañizares, escritor
Juan Carlos Chirinos, escritor
José Luis Amores Baena, economista
Carlos Feal
Antonio Alías, crítico literario e investigador del área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Universidad de Granada
Edmundo Paz Soldán, escritor
Marta Álvarez
Guille Viglione, publicitario
Pablo Gil, periodista de El Mundo
Juan Jacinto Muñoz Rengel, escritor
Fernando Iwasaki,escritor
Leonardo Aguirre, escritor
Jordi Corominas i Julián, poeta
Javier García Rodríguez, escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Oviedo
Paloma González
Rubio, escritora
Marco Antonio Raya
Ruiz, Terapeuta Ocupacional y escritor
Carmen Velasco, escritora y profesora
Juan Francisco Ferré, escritor
Pablo López Carballo
José Antonio Gallego Blaso, director de una sucursal bancaria
Jorge Riechmann
Pablo García-Ramos Macho
Ignacio Vidal-Folch, escritor
Raúl Minchinela Martínez, articulista y autor de Reflexiones de Repronto
Juan Carlos Méndez
Guédez, escritor
Rafael Alomar, físico
Pablo Gallo, dibujante y pintor
Bruno Galindo
Jordi Costa Vila, escritor y periodista
Emilio Ruiz Mateo, periodista y gestor cultural
Jota Martínez Galiana, traductor autónomo
David Refoyo, escritor
Estíbaliz Espinosa Río, escritora
Alberto Torres Blandina
Oscar Sáenz
Sergio Chejfec
Óscar Gual Domínguez, escritor
Ezequiel Martínez Llorente
Eduardo Rega Calvo, arquitecto y doctorando activo de la Escuela Tecnica Superior de Arquitectura de Madrid
Mercedes Álvarez, escritora
Mario Cuenca Sandoval, escritor y profesor de filosofía
Elena Medel
Salvador Luis Raggio Miranda, Narrador y director de www.losnoveles.net
Enzo Maqueira, escritor y editor
Jordi Doce, escritor y editor
Roberto Valencia
Teresa I. Tejeda, Profesora de la Universidad de lengua y cultura de Pekín
Alberto Barrera Tyszka
Fernando Ángel Moreno Serrano, profesor de Teoría del lenguaje literario, Universidad Complutense de Madrid
Jorge Lago, editor de Lengua de Trapo
Fabián O. Iriarte Prof. Adjunto - Literatura Comparada Departamento de Lenguas Modernas Facultad de Humanidades Universidad Nacional de Mar del Plata
Oliverio Coelho
Rosa Benéitez Andrés, Investigadora de la Universidad de Salamanca
Sergio Di Nucci, profesor de Literatura Francesa, Universidad de Buenos Aires
Susana Santos
Cristian Vázquez, Periodista
Ernesto Escobar Ulloa, director de Canal-L y editor de The Barcelona Review
Willy McKey, poeta y escritor
Fernando Varela, editor de Lengua de Trapo
Javier Vázquez Losada, abogado y escritor
Alejandra Correa
Martín Rodríguez-Gaona, poeta ensayista, traductor
Juanjo Olasagarre Mendinueta, escritor en euskara
Marc García García
Robert Juan-Cantavella
Sergi Bellver
Patricio Lenard
Ernesto Pérez Zúñiga
María Angulo Egea
Carmen Moreno
Pablo Mazo Agüero, editor de Salto de Página
Beatriz Sarlo, ensayista
Juan J. Mendoza

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Qué leer, super sad true love story

Sé que estáis ahí, percibo vuestra presencia. Sé que tenéis miedo. Nos teméis a nosotros. Teméis el cambio. Yo no conozco el futuro. No he venido para deciros cómo acabará todo esto... al contrario. He venido a deciros cómo va a comenzar.

(The Matrix)
QUÉ LEER SUPER SAD TRUE LOVE STORY 
(mañana os la cuento)

A mediados de los noventa un joven que quería ser escritor compraba la revista Qué leer en clara prueba de desnortamiento. La publicación no le ayudaba en lo más mínimo a ser escritor, pero le entretenía y había muchas fotos y un hijo de puta: Aníbal Lector. Aníbal Lector sincopaba el nombre del malo de la década y cambiaba el silencio de los corderos por un ruido sistemático de sopapos y vejámenes, todo ello al socaire de un seudónimo tan -oh- ingenioso.

El joven que quería ser escritor compraba cada mes la revista al tiempo que leía a Henry Miller y a Francisco Umbral y escribía, en tres meses (en tres números), su primera novela. La revista QuéLeer era tan mala que parecía que uno podía escribir novelas en tres números (en tres meses) y enviarlas a la editorial Anagrama y hasta quedar finalista de un premio que el joven escritor no sabía si le importaba a alguien como tampoco sabía si la editorial Anagrama le importaba a alguien porque lo único que era cierto es que su novela le importaba a él.

Así que el joven que quería ser escritor envió su novela a la editorial Anagrama (posteriormente le dirían que "la mejor editorial de España") y, con una inocencia seguramente criminal y una petulancia directamente indescriptible, su obra quedó finalista del premio Herralde y número 357 en el catálogo del sello.

Qué fácil, pensó y seguramente dijo en Barcelona el joven (ya sí) escritor al recibir su trofeo y aquellas manos de Bolaño y Vila-Matas y señores en general secretamente al tanto de su tontería.

El joven escritor, tímido pero petulante hasta la écfrasis, hablaba poco y cuando habló dijo cosas como que X, Y y Z eran una puta mierda de escritores y, dijo más, que había enviado su novela primeramente al Premio Nadal (efecto Mañas) y luego al premio Herralde, del que acababa de enterarse, oh, dios mío qué candidez, de que amén de un premio era también un señor: don Jorge.

No se pierdan esto: el joven (que sí, ya) escritor fue conminado y convidado por don Enrique Vila-Matas a taxis y Salambós, que era un pub muy pintón que regentaba otro escritor y donde sólo había escritores y Mónica Martín. Allí Ignacio Martínez de Pisón (don) le tendió la mano y un saludo sacramental: Bienvenido al club (palabras textuales: a partir de ahora: pp.tt.).

La noche se agotó y el joven escritor agotó la noche en el automóvil del susodicho (y sospechosísimo) Ignacio Martínez de Pisón que, en compañía de Mónica Martín, le depositó en su hotel de cuatro estrellas Condes de Barcelona. El joven autor abandonó el vehículo dirigiendo estas palabras (tt.) al conductor y a la copilota del vehículo: Leed mi novela y temblad (pp.tt !!).

El joven escritor se durmió y es posible que recordara en sueños más pp. tt., esta vez en forma dialógica: "El QuéLeer es el Hola de la literatura", "A mí me gusta mucho" (el joven autor) "me gusta sobre todo el cotilleo y ese hijo de puta de Aníbal Lector".

Qué fácil era todo, diréis; y lo era. El joven autor tenía 23 años y la camiseta de Michael Jordan de su parte.

Y la revista QuéLeer, hey, a punto de caramelo.

Pero esta es una super sad (super triste) true love story (Gary Shteyngart, Duomo, 2011), y aún no hemos visto nada super sad. Let´s get sad.

El joven autor compró como siempre el nuevo número de QuéLeer (diciembre, 1998) y lo hojeó sin ánimo de búsqueda pero con deseo de encontrarse. Y se encontró; se encontró en una foto donde salía con los ojos a medio cerrar y gesticulante en exceso y con un pie de foto donde le bautizaban como "Antonio", lo que errateaba como mínimo seis letras de su nombre.

Cosas de la imprenta las prisas los años noventa y no sé la otitis.

Porque lo super triste fue visitar finalmente la crónica de Aníbal Lector sobre saraos barceloneses y croquetas. Y ahí el joven escritor pudo leer lo siguiente: "Quizá por eso el joven Alberto despotricó contra ella y contra los escritores de su generación. Una de dos, o piensa que es una reencarnación de Faulkner o necesita urgentemente un asesor de imagen. A lo mejor le iría bien pasarse por la casa que el filósofo Raimon Panikkar tiene en Tavertet, para que le diera cuatro lecciones sobre lo humano y lo divino."

Lo primero que se preguntó el joven autor fue quién coño era Raimon Panikkar (nunca lo sabría) y lo segundo quién coño era Aníbal Lector y por qué le malhería de aquella catastrófica manera.

Nunca sabría (sospechosísimo) quién; y este post y estos 13 años de rencor transcurridos bien valen un chivatazo (mi mail está en mi perfil) o al menos una pista concluyente.

El joven autor esperó al siguiente número de la revista QuéLeer (enero, 1999) para darse por agraviado. En aquel número un indescifrable galimatías de letras polacas signaba una reseña sobre su (temblad, leed) primera novela, a la que ponía en primer lugar un tintero (out of 5) y seguidamente a parir: "Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra. Al menos algo así ha debido estimar el jurado del Premio Herralde al dar como finalista a esta novela de autor joven... Lo malo es que todos hemos asimilado ya a papá Easton Ellis... Al final, por aquello de marear la perdiz, un libro del lisboeta Pessoa..."

Quién (se preguntaba) coño (el joven) es (autor) Milo (J.) Krmpotic. O, reformulado: es el mismo hijo de puta lector o son todos unos hijos de puta que no saben leer.

Inmediata y vengativamente el joven autor dejó de comprar la revista y, cada año, se acordaba de la revista y vomitaba sobre la revista y la revista se iba a enterar algún día de quién era él y de qué clase de error y horror y X había cometido la revista negándole su amor y sus tinteros.

Super sad.

And true.

Largo y escabroso es el camino que de las tinieblas conduce a la luz (Milton) pero el que conduce a la publicación de la segunda novela sí que es largo: 9 años.

Un preso encarcelado nueve años por culpa de un menda falaz no sabe nada de odio comparado con un joven autor al que no le ponen 4 tinteros mínimo en el QuéLeer.

So, el joven autor salió de la trena con la lengua de trapo y empezó a publicar sus nuevas novelas presidiarias y geniales. Siempre, eran, geniales. Pero el QuéLeer no se enteraba y lo ignoraba y hacía como que cualquier pisaverde con su ramo de flores literarias era más digno de una noche de reseñas que él. Hijos de una hiena. El joven autor, paralela o sicopáticamente (the same), abrió un blog para enseñar al mundo y, particularmente, a QuéLeer, de qué coño iba eso de hacer crítica literaria: cada tanto les daba en los morros con sus propias armas seudónimas (¿Borges?). No: Lector (Juan) Mal-herido, plagiado después por enternecedores [you name it].

Kill them all.

En cristiano: fuck you!

El (realmente) ya no tan joven autor recibió un día la visita y comentario en su blog seudónimo de un indescifrable galimatías de letras polacas: Krmpotic, lo que le llevó a sentir escalofríos draculinos y traumáticos. Puto Krmpotic! Puto resurrecto! Polaco!

¡¡¡

Y, otro día, el autor de 36 intolerables años recibió un mail de la susodicha némesis en el que lo invitaba a escribir para su revista -de la que ahora era redactor en chief-  un reportaje viajero y, en definitiva, viajero. El autor de 36 palos de edad pidió piedad: piedad, Milo. Viajero. Y propuso cambiar o sincronizar crónicas patidifusas con reseñas literarias, que, como todos sabemos, es lo que mueve el mundo.

El joven autor se vio finalmente escribiendo reseñas en la revista en la que, después de 6 novelas y 13 años, sólo le habían reseñado una vez, mortalmente, y pensando que eso le procuraría maldades deliciosas, como tener al indescifrable galimatías de letras polacas pidiendo disculpas todos los días por las infames reseñas que el joven autor dedicaría a los acomodados escritores intocables de las suntuosas editoriales intocables, a ser posible, de Barcelona.

Pero, qué va. El joven (errata) autor era un pedazo de pan que sólo odiaba eternamente hasta el jueves (Jardiel), que en habiendo buen mood olvidaba y ni siquiera perdonaba, sino que olvidaba (peligrosamente Benedetti). Sí. Así que una vez le puso 5 tinteros a un judío, y se los merecía.

Amén.

Entre tanto tintero el autor del que hablamos escribióse una novela y fichó por el Barça y el indescifrable etc le dijo que lo entrevistaban un rato largo, como 4 páginas. True love, finally.

Pero queda Story.

Porque después de pergeñada la entrevista El Indescifrable (Beckett) trajo más amor: eres una de las 3 posibles portadas del número. "No me jodas" (Shakespeare).

El joven (de aquella) y petulante (siempre) autor (de marras) había soñado con grandes cosas, grandes éxitos, grandes mamadas de polla en el asiento trasero (7 notas 7 colores); pero nunca había tenido el mal gusto de verse como portada del (de aquella) Hola de la literatura.

Haremos grandes fotos: fue que dijo el fotógrafo. Haremos grandes fotos.

Se hicieron, las fotos (grandes: tú mismo), y la espera del juicio final de la fama (horror) duró cuatro días. Cuatro días en los que el autor de marras supo que era imposible, casi quiso que lo fuera, Frederick Forsyth no me jodas, man.

Frederick Forsyth sí me jodas, man. Krmpotic comunicó la oficilidad de la portada más absurda, valiente y minoritaria de toda la historia de la revista QuéLeer: un tipo (el autor de marras) que no conocían más allá de 4 mininos y 8 catalanes, un autor que vendía exactamente mil veces menos que Frederic Forsyth y que vestía exactamente ropa mil veces más barata; y todo era mil veces más pequeño.

True love!

Amor verdadero. La revista decidió en octubre apostar por Elvira Navarro, Pablo Gutiérrez, Jon Bilbao, Óscar Esquivias, Esther García Llovet y tantos otros autores mil veces más pequeños que autores mil veces más malos en la figura y nombre del autor de marras; apostar por el futuro, apostar por la literatura, apostar por la pobreza, apostar.

Y eso es bonito.

Creed.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Bis

Este mes de septiembre estarán disponibles, de formas muy distintas, un par de libros en los que colaboro.

El primero es el (casi) centón de cuentos Mi madre es un pez. Ésta es la portada:




Editado por Libros del Silencio, coordinado por Sergi Bellver y Juan Soto Ivars, alcanza las 400 páginas cuento a cuento. Cuando me entere bien os copio el nombre de todos los autores.
(Autores: Katya Adaui, Manuel Astur, Javier Avilés, Jon Bilbao, Javier Calvo, Matías Candeira, Fernando Cañero, Celso Castro, Mercedes Cebrián, Paula Cifuentes, Fernando Clemot, Aixa de la Cruz, Mariana Enriquez, Alfonso Fernández Burgos, Rodrigo Fresán, Esther García Llovet, Óscar Gual, Manuel Jabois, Andrea Jeftanovic, Paula Lapido, Sergio Lifante, Berta Marsé, Eduardo Mendoza, Ricardo Menéndez Salmón, Javier Moreno, Alberto Olmos, Antonio Ortuño, Camilo de Ory, Carlo Padial, Gabriel Sofer, Jordi Soler, Juan Terranova y David Ventura.)

*

De esto tampoco me he enterado muy bien. El libro se titula Japón y ésta es su portada:


Según parece, la cadena de librerías McNally and Jackson (USA) ha "abierto un sello para libros on demand" (Lina Menuare, escritora chilena y editora del sello). El primero de su catálogo es éste, y en él comparto paginación con Lolita Bosch. Ambos escribimos sobre Japón, como es lógico. El libro aparece este mes (en castellano); aparece según se vayan encargando y comprando ejemplares, pues print on demand viene a ser eso.

Mi contribución, unas 40 páginas tituladas Pose, es una especie de Trenes hacia Tokio mini.

Cuando me entere de cómo se puede comprar, os lo cuento.

El sello de McNally and Jackson se llama así: Brutas Editoras.

domingo, 31 de julio de 2011

Mapa condicionado de la blogosfera literaria española

34 escritores fueron invitados por el suplemento El Cultural a participar en una encuesta sobre mejores blogs literarios. Cada escritor eligió 5 bitácoras y el resultado del sondeo fue un Top15 que el suplemento hizo público el pasado viernes.

Las principales objeciones que he encontrado en la red a esta lista son la nula presencia de mujeres entre los seleccionados, la sobreabundancia de novelistas prestigiosos cuyos blogs se nos antojan bastante menos interesantes que la persona que los firma y la arbitrariedad en la designación de esos 34 electores.

Dado que en este blog se ignora por completo el concepto de Blogroll, y hasta el de link, y que el calor invita a escribir sobre temas intrascendentes, me apetece hacer público mi particular mapa de blogs literarios españoles, entendiendo esto como una simple y honesta exhibición de clics, cookies y URLS.

Voy a de mencionar y enlazar todos los blogs literarios que he visitado alguna vez, que visito con frencuencia o que es seguro que acabaré visitando al cabo de los meses. Después propondré una serie de criterios restrictivos que permitan establecer los contornos de una república de las letras netamente digital, lo que vendría a ser en definitiva mi particular Top15 (+ o -) de "blogs literarios españoles".

***

Los primeros blogs que podemos mencionar son los blogs gestionados por escritores, y que he conocido después de saber de la existencia en papel de sus autores, por lo que su bitácora es en cierto sentido subsidiaria de su obra. He visitado alguna vez los de los siguientes autores:
Javier MorenoPatxi IrurzunJuan Carlos MárquézAntonio J. RodríguezMatías CandeiraRafael Reig, Lorenzo Silva, Juan Aparicio Belmonte, Miguel Ángel Maya, Manuel Vilas, Milo J. Krmpotic, Kiko Amat, Elvira Navarro, Luna Miguel, Javier Calvo, Juan Francisco Ferré, Claudia Apablaza, Antonio Muñoz Molina, Jordi Carrión, Alberto Torres Blandina, Agustín Fernández Mallo, Martín López-Vega, Cristina Fallarás, Alberto Santamaría, Montero Glez, Doménico Chiappe, Jordi DoceMiguel Ángel Muñoz, Guillermo AguirreAntón Castro, Sofía Castañón, Joaquín Rodríguez, Luis Artigue, Miguel Baquero, Juan Sebastián Cárdenas, Víctor Balcells Matas, Andrés Neuman, Miguel Sánchez Ostiz, Álex Nortub, Ángel Petisme, Pablo Gutiérrez, Luis G. Martín, Javier Marías. (43)

A continuación listo la categoría de blogs gestionados también por escritores pero con la particularidad de estar alojados en webs de empresas de comunicación y no en plataformas gratuitas de gestión de blogs (los blogs de Rafael Reig y Agustín Fernández Mallo podrían quizá figurar aquí):
Félix de Azúa, Patricio Pron, Alejandro Gándara, Fernando Sánchez Dragó, Juan Cruz, Edmundo Paz Soldán, Vicente Molina Foix, Rafael Argullol. (8)

Agrupo en una nueva categoría los blogs literarios cuyos autores he conocido primera y a veces exclusivamente por su blog, sin menoscabo de que alguno de ellos haya publicado novelas, cuentos o poesía. También incluyo aquí los blogs de apasionados de la literatura que ocasionalmente pueden llegar a publicar o cuya pasión por los libros da a entender aspiraciones de esa índole:
David Pérez Vega, Rubén A. Arribas, JS de MontfortJavier AvilésEduardo Laporte, Bernardo Munuera, Miguel A. HernándezDiario de Dillinger, Clement CadouCarolina León, Daniel Espinar, Estíbaliz EspinosaMi cama es una barca, Sergio del Molino, Lansky al hablaLets pretend we were drunk, Gonzalo GarridoGlory Holes. (18)

Turno para blogs de crítica literaria (nuevamente algunos de los bloggers son además escritores con obra publicada, pero el espíritu de estas bitácoras es eminentemente el de reseñar o anunciar novedades):
Vicente Luis Mora, Solo de Libros, Jordi Corominas i Julian, Sergi Bellver, Deborah Libros Antonio Jiménez Morato, El placer de la lectura, La tormenta en un vaso, Estado Crítico, Papeles Perdidos, Hankover. (11)
Finalmente, la categoría de blogs insurgentes o ácidos o destructivos o de denuncia o de escarnio:
Lector Iracundo, Clandestino Menéndez, Mi reino por un caballo, Lck15Crítica y contracrítica poética. (6)

Total de blogs cartografiados: 88.

***
Repito: son blogs que visito o he visitado, con mayor o menor frecuencia, todo ello al albur de un olvido imperdonable, como es propio de estas temperaturas.

El primer inciso que quiero hacer tiene que ver con una de las polémicas que ha suscitado la lista de El Cultural. Efectivamente ni listando 88 blogs he conseguido nada ni remotamente cercano a la "paridad": hay apenas 10 blogs escritos por mujeres entre mis 88 blogs visitados. Esto hace pensar que cuando reduzca la lista a los 15 que considero legítimos portadores de la "escena blog literaria" española la situación empeore.

Sólo quiero apuntar algunos matices más sobre este asunto. Hay que notar que muchos de los hombres del Top15 de El Cultural son escritores de un enorme reconocimiento. Si Mario Vargas Llosa tuviera un blog (esto es, si escribiera alguna vez sin cobrar) figuraría inmediatamente en esa lista. Sin embargo, no me consta que autoras de gran prestigio o popularidad lleven regularmente un blog: ni Almudena Grandes, ni Belén Gopegui, ni Lola Beccaria, ni Lucía Etxebarría, ni Espido Freire, ni Susana Fortes, ni Julia Navarro, ni Matilde Assensi tienen un blog. Este dato, unido al hecho de que tampoco he localizado periódicos digitales o plataformas privadas que hayan elegido a una mujer para gestionar un blog literario -y al hecho empírico de que no es precisamente fácil encontrar blogs firmados por mujeres que uno visite recurrentemente- explica en cierta medida la misoginia matemática del Top15 de El Cultural. 


***
A pesar de la inevitable subjetividad, y de la poca fiabilidad de cualquier herramienta que se pretenda científica (vean el Ranking de Wikio sobre literatura), pueden proponerse algunas guías maestras que aclaren qué bitácoras literarias están ayudando verdaderamente a la visibilidad de la Literatura en la red. 

Creo que un blog literario puro es, principalmente, aquel que:

1.Tiene un solo autor (activo además en otros blogs y en las redes sociales.)
2. No es remunerado.
3. No está alojado en una Web de una empresa de comunicación o edición. Esto quiere decir que su mayor o menor relevancia on line procede de méritos propios, y no de ser lanzado en un entorno mediático que, desde el primer post, le adjudique un público.
4. Permite comentarios y tiene picos de hasta 40 comentarios (o más).
5. Sus contenidos son todos exclusivos: no se copian y pegan artículos aparecidos en publicaciones impresas.
6. Estadísticas: cuántas visitas al mes, cuántos suscriptores en Google Reader, cuántos links directos.
7. Fama. Cualidad imponderable que me permitiré otorgar en virtud de las horas que paso conectado, y que si bien podría deducirse del punto anterior, no es tan automática como parece, dado que algunos blogs literarios de empresas privadas se benefician del know how de estas empresas para arrojar unos datos de visitantes claramente adulterados o manipulados. Son blogs que se visitan pero que no se leen.
8. Historia. Considero una variable importante la capacidad de un blog para durar más de dos años.
9. Frecuencia de publicación. No me parece relevante aquel blog que no publique ni una entrada al mes.
10. Casi por redondear estos presupuestos, apuntemos que el blog literario ha de presentarse con unos niveles mínimos de corrección ortografíca y de usabilidad.

***
Bajo estas condiciones -aunque no de forma estricta-, mi experiencia sobre la Blogosfera Literaria Española me lleva a sugerir que son los siguientes 15 blogs los que realmente marcan el día a día de la circulación on line del hecho literario. 


Top15 (ordenados alfabéticamente)

Alejandro Gándara
Antonio J. Rodríguez
Bernardo Munuera
Crítica y contracrítica poética
David Pérez Vega
Eduardo Laporte
Estado Crítico
Javier Avilés
La tormenta en un vaso
Luna Miguel
Rafael Reig
Sólo de libros
Vicente Luis Mora

Vale.
--
*se subsanan olvidos cada tanto

lunes, 18 de julio de 2011

Síntesis, o lo demás es literatura

La brevedad de las novelas de Alejandro Zambra puede servir como prueba del estrechamiento que vive hoy en día lo específicamente literario. La obra de Zambra parece querer ser lo que sólo la literatura puede ser, y si a menudo sus libros apenas superan las 100 páginas se debe a que la literatura contemporánea puede ser muy pocas cosas. (1)

Mantener viva la literatura ha de entenderse como el esfuerzo por escribir libros que, dentro de cien años, digan todavía algo; algo que no dijeran los libros escritos cien años antes. La literatura perdurable parece compartir una cualidad muy exacta: nos habla del tiempo en el que fue escrita; es, en verdad, el tiempo en el que fue escrita, su voz, su alma, su esencia.  La literatura que "envejece" es aquella que, en el transcurso de los años, ve confirmadas sus intenciones. Si Cervantes escribió el Quijote "para poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías", su obra ha sobrevivido precisamente en la medida en que su intención ha sido olvidada. Jugando con las palabras, podemos decir que la intención es una intuición que queda atrás cuando el resultado la sublima, es decir, cuando esa intención es sólo una herramienta para alcanzar un significado que la excede.

Si el Quijote fuera efectivamente una obra que trata de poner en ridículo las novelas de caballerías, a día de hoy no le interesaría a nadie (2). Esto nos lleva a proponer que una obra escrita hoy mismo y cuya intención expresa fuera denunciar o retratar la adicción a Internet podría muy bien convertirse en clásico en la medida en que el análisis de la adicción a Internet fuera recibido por los lectores del futuro como el elemento deíctico de la obra, aquel que nos informa de cuándo fue escrita, pero no como su sentido primordial, su "mensaje".

Por otro lado, las Grandes Intenciones en una novela son las más difíciles de ocultar, motivo por el cual las novelas escritas con aspiraciones grandilocuentes nunca dejan atrás su propio punto de partida, y sólo perduran si lectores futuros las utilizan para refrendar su propia soberbia intelectual. Me refiero a novelas escritas para analizar "la angustia del hombre", "la Guerra Civil Española", "la libertad", "la muerte", "el mal"... Una novela que trata sobre "el mal" es una novela muy inferior a una novela que trata sobre festivales de música, porque la única novela de las dos que puede finalmente decirnos algo sobre el mal es la que nos permite interpretar y reinterpretar su intención, y la primera no puede.

Las grandes novelas se han hecho sobre escarabajos, magdalenas y patatas.

Así las cosas, la novela de hoy que se leerá mañana (un lejano mañana) irá sobre festivales de música, sobre Internet, sobre tecnología, sobre viajes en avión en verano o sobre un señor que da clases de yoga. Sobre algo que admita ser representado [representar. Del lat. repraesentare. 7 tr. Ser imagen o símbolo de algo, o imitarlo perfectamente].

Las novelas de hoy que no traten del hoy serán olvidadas o incluidas en el estante del formol, pues hay tres tipos de novelas en relación a su deterioro: las que envejecen, las que se mantienen jóvenes y las que están siempre sumergidas en formol. Esta última categoría nos habla de novelas que nacieron viejas, cuyo momento de escritura es confuso o directamente ilocalizable y cuyo destinatario particular fueron los muertos: una novela que podrían leer las personas cuyo tiempo ya se detuvo (3). Las novelas de Grandes Intenciones suelen ser novelas en formol, asimismo.

La buena literatura se escribe para que no la entiendan las muertos. Lo que incluye: palabras y usos verbales que no se utilizaban hace cien años, objetos desconocidos hasta hace unas décadas, referencias culturales e históricas propias, modos de narrar incomprensibles para un lector milagrosamente resurrecto.

Así las cosas, la narración literaria de nuestros días no compite con la novelística del pasado, ni con las nuevas formas de narrar con las que convive, sino con su propia lectura: que esa lectura exista.

Y para que exista volvemos al principio del post: qué puede ser la literatura; qué puede ser específicamente la literatura.

Poca cosa.

Porque no puede ser, no puede incluir (no puede, puede, y por eso agoniza) descripciones: dedicar páginas y páginas a contarnos que una casa tiene tres habitaciones, pintadas de tal o cual color, o páginas y páginas a prosopografías; biografismo: páginas y más páginas a consignar fechas de nacimiento y nombre de los abuelos y títulos universitarios; Historia: páginas y más páginas a relatar batallas de la Segunda Guerra Mundial, ascensos al poder, porcentaje de votos; omnisciencia: páginas y páginas sobre lo que sienten o piensan los personajes; personajes: páginas y páginas a crear al personaje mediante el recurso de hacer pasar al lector tiempo con él, lo que obliga a páginas y páginas de personajes tomando café y poniéndose camisetas, llamando a un taxi, "apretó el botón del cuarto y se miró en el espejo y se ajustó la corbata"; curiosidades: páginas y páginas sobre el síndrome POEMS, el problema de Dirichlet o el equilibrio de Stackelberg; tramas: planteamiento nudo y desenlace.

No puede (puede, claro) porque: las descripciones por escrito en un entorno audiovisual confirman al lector la minusvalía literaria -porque existe Google Images-; las biografías de los personajes no aportan nada al lector -porque tiene 1000 amigos en Facebook-; la Historia de la Humanidad no es lo que queremos leer -porque hemos ido a la Universidad y leemos el periódico y libros de Historia-; los personajes son apenas un boceto -porque en dos planos Omar Little en The Wire es un personaje; las curiosidades podemos encontrarlas todos por cientos en la Wikipedia; la omnisciencia es ridícula -porque no hay Dios y hay I-pods, I-pads, atención al cliente, customización y cartas personalizadas: queremos al individuo-; las tramas son todas televisivas -porque hay miles de tramas de consumo rápido en miles de películas y capítulos de serie de televisión y la trama de una novela sólo es buena en la medida en la que se puede hacer un filme con ella-.

Ni descripciones, ni biografías, ni Historia, ni personajes, ni curiosidades, ni omnisciencia, ni trama: lo demás es literatura.

100 páginas.

¿100 páginas?

300 como mucho.

300 páginas de lo que sólo la literatura puede ser.

A saber: idioma e ideas. O: metáforas y reflexiones. Síntesis, en suma. Decir y no contar. Crear y no contar. Poesía. (4)


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1. Tolstoi, Dostoievsky o Flaubert aún podían escribir descripciones.
2.Pamela, de Samuel Richardson, fue escrita con la intención de prevenir a las criadas frente a los deseos libidinosos de sus señores. Y ahí sigue.
3. Un ejemplo de novela en formol es mi obra "El estatus".
4. Novelas de nuestros días son "Alma", de Javier Moreno o "Una belleza vulgar", de Damián Tabarovsky.

miércoles, 11 de mayo de 2011

There are more things

Siempre resulta extraño sentir el semen de otro hombre en las yemas de los dedos; sobre todo si acabas de darte cuenta.

El libro era Arkansas. La contundencia de su título me llevó a pensar que sería muy bueno. Lo saqué de la biblioteca. Lo leí y lo era: tan bueno que algunos lectores se corrían en sus páginas.

Vi aquellas manchas parduscas y me convencí de que no eran recientes. Residían en las páginas 23 y 24, y 40 y 45 del libro, todas ellas pertenecientes al relato El artista de los trabajos universitarios. No se podía negar que dicha narración, sobre un escritor que intercambiaba con un estudiante competencia verbal por felaciones, excitaba lo suyo. Pero quizá no tanto.

Miré la hoja de devolución del volumen y comprobé que, antes de mí, había sido tomado en préstamo el 14 enero de 2010; y antes de esa fecha, en junio de 2008, marzo de 2008, diciembre de 2007, abril de 2007 y un largo etcétera de higiénicas lecturas.

Higiénicas porque parecía obvio, en un análisis amateur del ADN estampado en aquellas páginas, que la pringosa manifestación de placer lector ante el relato El artista de los trabajos universitarios se había producido en enero de 2010, quizá el mismo día 14; o a partir de esa fecha que, en cualquier caso, es la de mi cumpleaños.

Quizá fue este detalle autobiográfico el que me llevó al más inservible de los juegos: descubrir a la persona que había cometido aquel atentado contra la profilaxis literaria.

Yo echaba muchas horas en la “José Hierro”, pero cada cuarenta o cincuenta minutos salía a fumar un cigarrillo; así que empecé a aprovechar el camino de vuelta a mi puesto de lectura -de escritura, en realidad- para rastrear en los anaqueles de narrativa más huellas de aquel usuario.

Sabía de mi presa que era un hombre, por efusiones evidentes, y maliciaba sus tendencias sexuales, o al menos que disfrutaba con especial fervor de los relatos eróticos entre varones. Así que hojeé y hojeé toda la obra de David Leavitt, y toda la obra de Luis Antonio de Villena, y toda la obra de Eduardo Mendicutti, y toda la obra de Dennis Cooper; pero mis dedos salieron intactos.

En un depravado tiro a ciegas, hojeé durante un par de días volúmenes ilustrados de la sección infantil y juvenil.

Mis dedos, que no mi conciencia, salieron tiznados, como mucho, de Nenuco.

Proseguí con la redacción de mi novela, y con mis letales pitillos a la puerta de la biblioteca, y con repasos sumarísimos a todo tipo de libros en busca de semen; pero no encontré semen nunca más.

Como saco y leo y consulto muchos libros en la biblioteca de mi barrio, son innumerables los documentos que he localizado perdidos entre sus páginas. El más previsible: marcapáginas. Pero también facturas, entradas de cine, tickets de metro, tarjetas de visita o recortes de periódico. Una vez me salió al paso un Certificado de Defunción. Después del susto, y de considerar el respeto con el que había de proceder a continuación, decidí devolver el libro a la biblioteca con dicho certificado mortuorio dentro, solución que me pareció la menos comprometedora.

No puse en relación aquel Certificado de Defunción, hallado hace años, con las manchas de semen de hace unas semanas hasta que un nuevo hallazgo anómalo se me presentó dentro de un libro.

Era sangre. Y no tan seca como hubiera yo deseado. Goterones de sangre en las páginas centrales de American Psycho, en concreto en el capítulo titulado (y sobran explicaciones) Asesinato de un niño en el parque.

Si con el semen en las páginas eróticas consensué enseguida una hipótesis de masturbaciones recreativas de un lector entusiasta, con estas manchas de sangre di oportunidad a la tesis de que la sangre no perteneciera al lector del libro, sino a otra persona. Pensé esto porque el Certificado de Defunción proponía, puestos los tres hallazgos en un plano de igualdad, que había cosas dentro de los libros que podían no pertenecer a quien las había dejado allí, pues era lógico que el finado no se había muerto y, luego, había leído un libro; ni mucho menos que se había muerto leyendo aquel libro cuyo punto de lectura marcaba con su propio expediente de difunto.

Así, era posible (es decir, una voltereta verosímil) que un lector leyera un libro donde un personaje eyaculara y consiguiera que una persona real eyaculara; que luego leyera un libro donde un personaje matara y consiguiera que una persona real sangrara sobre esas páginas; y que, cuando leyó un pasaje donde alguien moría, consiguiera la muerte de una persona y la pusiera entre esas mismas páginas.

Sólo había un eslabón perdido en esta teoría: yo no recordaba el pasaje ni el libro donde encontré el Certificado de Defunción; si había allí, efectivamente, narración criminal, prosa con muerto.

Quizá por eso, o porque necesitaba de hecho hundir mi propia teoría para concentrarme en mi novela, seguí buscando más pruebas, ya con un patrón muy preciso. Sólo consultaba novelas más o menos conocidas, pues aquel lector figurado no parecía tener gustos muy exclusivos, y sólo exactamente por aquellas páginas en las que se vertieran violencia y abominación, o donde tuvieran lugar actos sexuales, contados al detalle.

Localicé, después de decenas de pesquisas baldías, algunos cabellos en Los tipos duros no bailan, justamente en la escena donde el protagonista descubre la cabeza de su novia metida en una bolsa de plástico. No me horroricé triunfalmente: cabellos en los libros no era algo tan difícil de detectar. Bien es verdad que en aquel libro estaban adheridos a la página concreta donde se narra el macabro hallazgo de la decapitación, y que era posible considerar como sinécdoque psicópata el hecho de colocar sólo cabellos allí, y no toda una cabeza cortada, pues se notaría demasiado al cerrar la novela; además, no había, lo sondeé con profesionalidad, ni un solo pelo en el resto del volumen.

Pero aún así, no consentí en dar por buena aquella prueba.

Semanas después, mi búsqueda, hecha al compás de la escritura de mi novela, y del tabaco consumido junto a bibliotecarias malpeinadas y estudiantes que parecían no superar nunca ningún examen de modo definitivo, dio un nuevo resultado: uñas.

Era el tocho, bastante descabalado ya, de los cuentos completos de HP Lovecraft. Justo en la última página del relato En la cripta, que trata de ataúdes y “tobillos aserrados”, encontré una uña. Y este souvenir sí que me asustó. Porque no era un pedazo de uña, ni mucho menos esas medias lunas que resultan de hacerse la manicura en casa, entretenimiento tan civilizado, sino una uña completa, perfecta, diamantina, que parecía, en efecto, arrancada de cuajo del dedo junto al que estaba destinada a permanecer para siempre.

Una nueva sinécdoque, consideré.

Transcurrió otro ramillete de meses, de cigarrillos y de investigaciones criminales. Lo único que llegó a su fin no fueron ni los meses, ni el vicio del tabaco, ni, por supuesto, mis indagaciones morbosas, sino la escritura de mi novela.

No soy un escritor muy serio, y suelo permitir que ideas de ocasión, ocurrencias de todo a cien y especulaciones de último minuto contaminen mis narraciones. Por ello, no pude evitar, después de tanto tiempo buscando trozos de gente en libros donde se hacía trozos a la gente, incluir en mi propia novela una escena de despedazamiento humano, especialmente vomitiva y censurable. Por gratuita.

Mi editor me señaló este extremo, y me sugirió cambiar dicha encrucijada de sangre por una elipsis, cambio que además le ahorraría un pliego de papel, pues podría dejar en cinco los necesarios para producir la novela. Me negué. No tanto por exquisited artística, sino porque intuí el paso siguiente, la última jugada del perseguidor sobre el tapete de palabras que infamaba el perseguido.

Salió mi libro y yo reservé uno de los ejemplares justificativos (me correspondían 25 por contrato) para la “José Hierro”. Una de las bibliotecarias me miró con anticipado pavor. Es un donativo, le asesté. La mujer tomó mi libro, le dio algunas vueltas como si quisiera desgastarlo un poco para que ocupara menos espacio en su biblioteca, lo abrió por la páginas de respeto y estampó en una de ellas la palabra DONATIVO, en tinta azul y estriada.

Al día siguiente, lo colocó en el estante de novedades.

Lo vi girar durante una semana en ese estante, molinete de aluminio para tantas novelas innecesarias.

No vigilaba mi novela por vanidad, sino porque tanto su portada como su título sugerían que allí había sexo y sangre a tutiplén. En la faja se proponían influencias viscerales de HP Lovecraft y Bret Easton Ellis. Un crítico amigo mío explicaba en la contraportada que yo venía a redimir a la literatura española del “lodazal del yo” con una novela sobre “el rincón más oscuro de la vida”.

Un usuario la descabalgó un jueves del estante giratorio, la abrió a voleo, husmeó atrocidades y filos letales y se dirigió con ella al mostrador para sacarla en préstamo.

¿Sería él?

Le había observado con detenimiento, y estaba seguro de que su mirada se había estancado exactamente entre las páginas 203 y 233, donde acontece lo que, en estos momentos, me avergüenza haber escrito. No quiero ni apuntar sus perfiles exactos. Baste decir que, entre otros personajes, comparece un bebé de tres meses.

Y una cucharilla.

Seguí al lector. Caminaba sin prisa. Era un hombre de unos treinta años, delgado, de pelo precozmente ceniciento. Se había puesto las gafas de sol y su rostro se me revelaba sucintamente al paso de una chica guapa, o debido a una mirada que dirigía hacia el cielo azul o hacia algún árbol espléndido.

No parecía un hombre capaz de hacer eso; ni siquiera de leer eso.

Nos cruzamos, él primero y yo enseguida, con un hombre que llevaba un bebé colgado al pecho. Ni siquiera lo miró.

Respiré aliviado.

Pero seguí acompañando, casi por inercia, a mi incauto perseguido hasta el bloque donde bien podía estar su domicilio.

Un portal anodino; entró; pero salió enseguida con un manojo de cartas. Tiró casi todas en una papelera aledaña al portal. Después llamó al telefonillo y pronunció unas pocas palabras autoritarias.

Se quedó apoyado en la puerta, como esperando. Mientras, hojeaba mi libro por las páginas peores.

La puerta se abrió de pronto a sus espaldas. Casi se cae, pero sus reflejos le salvaron del desplome. Hasta se echó a reír.

Una mujer también reía, divertida ante el susto que su broma había provocado. Se dieron un beso en la boca, y rieron de nuevo.

Hasta el bebé que ella llevaba en los brazos parecía reírse.

Cuento escrito por encargo para el fanzine 5000 negros (LINK)