sábado, 8 de septiembre de 2007

Un niño solo

En el buzón hay un sobre. Es uno de esos sobres acolchados, que sugieren fragilidad. Lo saco sin necesidad de abrir el buzón, porque la fragilidad que se me remite es una fragilidad abultada, lo suficiente como para quebrarse si se le impone la tortura de pasar entera por la estrecha boca del buzón, que durante toda la mañana estuvo amordazada por este envío pionero.

Ya en casa, abro el sobre. Dentro hay una postal y tres chupachups. La postal es antigua, un fotomontaje con Coca cola, un negro sentado en una silla y una mujer exuberante, rubia. Los chupachups son de Strawberry & Cream. Leo la postal mientras saboreo un chupachups.

“Mi querido y peligroso A:
No te escribo desde la arena, como estaba previsto, porque ya sabes que todo se me torció un poco. Quería escribirte, a pesar de todo una postal, un algo para que te sientas más en casa en tu nuevo barrio. Quería desearte suerte con el libro, con los cambios, la vida, blablabla. Ya sabes dónde pedir azúcar, si la necesitas. Te mando chupachups (son mejores que las pastillas). Besos y besos. M.”

Dejo la postal sobre una mesa. Me levanto. Recorro el salón con el chupachups en la boca. Las paredes son amarillas y hay marcos de cristal por todas partes, vacíos. Tenían figuras geométricas de colores, recortadas de cartulinas, pero las tiré. Ahora, tras el cristal del marco, sólo se ve el marrón cenobita del tablero, y los ganchitos, y los restos del celofán que usaron para adherir esos collages de cartulina al tablero.

En el salón hay una estantería para 400 cedés y no me traje ningún cedé. También hay una estantería para libros dónde ahora sólo hay libros míos. Veo mi cara en el lomo del libro, en los lomos de los libros, de los siete ejemplares que aún me quedan de mi novela. Me digo hola siete veces. Y una vez más digo hola, a mi otro libro con mi cara, distinta, en el lomo. De los siete libros, seis deben desaparecer. Son seis regalos para seis personas a las que quiero. El contrato editorial dice que yo quiero a catorce personas, y un poco a mí mismo. De momento he mostrado mi afecto a siete personas. Les di el libro con una dedicatoria en las primeras páginas. Cuando me quede sólo un ejemplar habré cumplido mi misión amatoria. Me alegro de que el contrato editorial no me obligue a querer a mucha gente. No estoy tan sobrado.

Vuelvo a la mesa. Releo la postal y dejo sobre el cenicero el chupachups. No me lo acabé. Cuando chupas este caramelo, cuando lo jibarizas con la lengua, al final te topas con el palito de plástico, un palito acanalado, con ánima, y al poco empiezas a sorber aire por el palito. Es desagradable.

Enciendo un cigarrillo. Me paseo por la casa, mirando cada detalle. A pesar de ser una buhardilla, es difícil cabecear vigas. Están muy altas. Sin embargo, no faltan peligros capitales: la puerta que da al dormitorio es muy baja, y es seguro que me noqueará un par de veces antes de que le tome la medida. La puerta de la cocina, sin embargo, parece para cabezudos: la remata un arco de medio punto. No tiene puerta, sino una cortina, y la estancia culinaria es acogedora, moderna. Abro armarios, el frigorífico. Yo no compré nada, pero hay muchas cosas, comida y detergentes, cucharas, un exprimidor de naranjas. Hay paños y papel, servilletas, botellas de alcohol. Bolsas para la basura en un saquito de tela debilucha que cuelga del techo, como una crisálida. Sartenes, aceite de oliva, sal. Lo único que no encuentro es azúcar.

No me ha noqueado esta vez, el dormitorio. Agaché la cabeza lo suficiente y ahora miro mi cama, la mesilla, los armarios empotrados, con alma de cal y grieta antigua. El baño está dentro del dormitorio. Tiene puerta corredera, con un pino tope de goma. También se me presenta dotadísimo: papel higiénico, champú, gel, pastillas de jabón, desinfectante... Me miro en el espejo un momento. Tengo que afeitarme, pienso.

Salgo a la terraza. Tiene una mesa verde y una mesa negra. También dos sillas verdes y dos sillas negras. En una esquina, cepillos, la fregona, un recogedor y el cubo de la fregona. La terraza da al patio interior. Tiene una barandilla de hierro bastante alta, solapada por un entramado de cañas todavía más elevado. A través de las cañas veo la ventana de mi vecino, en el tercero izquierda. Es la cocina. Una mujer trastea con la compra y abre portezuelas. Rondará los cuarenta.

Me siento en el sofá. Tengo una televisión pequeña sobre un mueble con ruedas. En una de las baldas hay una caja de cartón con las piezas del ajedrez. No tengo tablero. Tampoco tengo con quien jugar. El mando a distancia de la tele me queda lejos.

Miro la mesa. Tomo la postal de Marta y me doy cuenta de que no escribe las mayúsculas. Me encanta que al azúcar lo vea femenino. Para firmar le ha bastado una M minúscula, como deshilachada.

Me levanto y coloco la postal contra el lomo de mis libros. La miro durante un buen rato.

Esta es mi casa.

Libro Tercero de Hikikomori: de cómo me fui a vivir a Chueca y de las cosas que me pasaron y me dejaron de pasar