lunes, 23 de agosto de 2010

Por qué no leer a los clásicos

A finales del siglo XX una colección de libros clásicos, de venta en quioscos, anunciaba sus primeros volúmenes echando mano de una cita de Diderot o Rousseau, no recuerdo bien, en la que se afirmaba que no merecía la pena leer libros nuevos si no se había disfrutado aún del ingente legado literario de la Antigüedad. La primera entrega de este coleccionable fueron Odisea, de Homero, y el Arte de amar, de Ovidio. Me los compré, y aunque conseguí acabar Odisea, pero no El arte de amar, recuerdo que disfruté muy escasamente de mi adquisición.

Italo Calvino reunió en su día bajo el título Por qué leer a los clásicos un puñado de artículos entre los cuales había uno, de título idéntico, en el que defendía la lectura de piezas maestras de siglos pretéritos. El libro en su conjunto me pareció poco interesante, y el artículo en cuestión, realmente vago y de argumentación feble. A fin de cuentas, no hace falta defender la lectura de los clásicos, y menos preguntándose por qué hay que leerlos; más útil sería un artículo que reflexionara sobre por qué los clásicos son clásicos, pues la condición de clásico ya lleva en su núcleo su publicidad y su defensa, y su atractivo.

Durante los últimos meses me he dedicado a la lectura de clásicos. He leído, por este orden, los siguientes:

-Esquilo: La Orestía, Los siete contra Tebas, Prometeo encadenado.
-Sófocles: Edipo Rey, Antígona, Electra.
-Eurípides: Medea, Electra, Orestes.
-Homero: Odisea, Iliada.
-Hesíodo: Los trabajos y los días. Teogonía. El escudo.
-Aristófanes: Comedias.
-Virgilio: Eneida.
-Horacio. Odas. Epodos. Canto Secular. Sátiras. Epístolas. Arte poética.
-Apuleyo. El asno de oro.
-Ovidio. Amores. El arte de amar. Sobre la cosmética del rostro femenino. Remedios contra el amor.

Ahora estoy leyendo Metamorfosis, de Ovidio.

En las primeras semanas, mi determinación de no leer más que clásicos resultó insobornable. Acudía a la biblioteca a por algún libro antiguo y conseguía muy fácilmente pasar por delante del estante de novedades sin volver la cabeza. Después salía para mi casa con un Horacio o un Ovidio. Sin embargo, poco a poco, la atracción de lo nuevo fue haciendo valer su encanto y acabé cortando mi alta lectura con volúmenes contemporáneos, como Las crudas, de Esther García Llovet, Misisipi y sombrero, de Ray Loriga o Bajo el influjo del cometa, de Jon Bilbao.

Pensaba llegar hasta Borges, y ahora tengo en casa Decamerón, de Bocaccio. O dicho de otra manera: 1.400 páginas que no me apetece nada leer.

Las lecturas acometidas no han sido en modo alguno decepcionantes. Especialmente Ilíada, Ovidio y Apuleyo me han fascinado, he tomado muchas notas, he aprendido bastante y he matizado mi propia visión de la literatura. Sobre todo he acumulado muchos precedentes de temas y recursos que a día de hoy se venden aún como novedosos, cuando llevan 2000 años en tinta.

Sin embargo, a la hora de atacar los clásicos medievales, y a pesar de tener a Shakespeare esperándome a la vuelta de la esquina, me noto harto de estas lecturas, obligado por mí mismo a comer un plato que viene en todos los menús, procesionario insulso de un rito sucesivo y evidente.

Como es lógico, nada a día de hoy puede equiparar la calidad de Ilíada, la fuerza de Shakespeare, el goce de descubrir (no lo he leído) el Paraíso Perdido, de John Milton. Y, sin embargo, tengo más ganas de leer libros nuevos que clásicos.

Me vienen a la cabeza algunos de estos libros nuevos. El mes más cruel, de Pilar Adón; Cómo viajar sin ver, de Andrés Neuman, Corona de flores, de Javier Calvo. Me apetece leerlos. Pienso si no tendrá demasiado que ver con esta apetencia el hecho de que esos libros hayan sido mencionados en varios de los medios o foros o blogs que frecuento, porque evidentemente no anhelo leer libros que no conozco, o que sólo he visto citados una vez, o a cuyo título y autor y portada he atendido al paso en alguna librería. ¿Soy tan estúpidamente permeable a la publicidad? Desde luego, pues no otra cosa es, asimismo, lo que fundamenta el interés que uno tuvo en su día por El proceso, de Kafka, o El extranjero, de Camus.

También me apetece leer a Álvaro Colomer, porque no conocía su existencia y forma parte de los escritores españoles seleccionados por Lettrétage. Además, tengo una pequeña pila de libros regalados por sus autores, a los que deseo echar un ojo. Finalmente, me gusta ir a la biblioteca y llevarme un libro al tuntún, de esos que giran en los expositores de metal, y que de pronto me da buena espina.

Nuevamente: ¿hay alguna posibilidad de que algo de todo esto sea mejor que Guerra y paz, de Tolstoi (no lo he leído)? La respuesta: no.

Se dice a menudo que un escritor es hijo de su tiempo y que, por ello, debe escribir sobre o desde o alrededor de su tiempo. Es una afirmación que comparto a veces. Pero se me ocurre que quizá un lector también es hijo de su tiempo y, por tanto, también ha de ser un lector de su tiempo, y que de hecho lo es incluso a su pesar.

La lectura de los clásicos, por entrar al ataque, nos sustrae de la vida cotidiana. Por mucho que nos sorprenda la modernidad de Ovidio hablando de amantes y abortos, o la sabiduría de Horacio, tan actual, o la bestialidad tarantiniana de Homero, la lectura de estos libros no deja de ser preceptiva y monologal: leemos para estar de acuerdo. Salvo Hesíodo y, en menor medida, la Eneida, todo lo que he leído me ha parecido maravilloso. Simplemente estoy de acuerdo con el incombatible canon.

Leer libros nuevos, sin embargo, nos deja opinar, nos fuerza a opinar, nos da poder. Hay un diálogo, que no es sólo con la obra, sino con nuestro tiempo, con las reseñas de ese libro y con los lectores de ese libro; con sus ventas, con su fracaso, con sus premios; con el amigo que nos lo ha recomendado, con el amigo al que se lo recomendaremos, ufanos, pioneros, descubridores, sintiendo que leemos desde la independencia y nos sumamos a causas nuevas, en lugar de perpetrar lo obvio.

El libro nuevo nos permite estar ahí, donde están pasando las cosas; su tinta fresca es sangre frente al formol de los clásicos; sus autores son tipos que cruzan a veces una calle que nosotros hemos cruzado, que han visto las mismas películas y han comprado en el mismo supermercado. Eso no los hace mejores, pero los hace nuestros. Shakespeare ya es de todos, pero Pilar Adón o Javier Calvo son nuestra responsabilidad, y por eso leerlos, leer novedades, preferir a cualquiera que ahora teclea a uno que movió la pluma genialmente, es un acto de hermanamiento, una señal de vida, un proceso necesario para la literatura y, sobre todo, la impugnación de una jerarquía: lo mejor no es siempre lo que me hace feliz.