sábado, 15 de octubre de 2011

Shakespeare and Co.

Allá abajo, en los sótanos del archivo, perdura un post que escribí hace tiempo titulado Por qué no leer a los clásicos. En él aducía los motivos por los cuales muchos lectores nos decantamos antes por la efímera obra de un autor de tres al cuarto que por todo Goethe. El motivo era, simplemente, entendernos a nosotros mismos, dialogarnos, vernos reflejados y vernos, precisamente, efímeros.

Las escasas novedades editoriales de interés que han protagonizado la segunda mitad de 2011 en España han sido la principal causa de que me pusiera sin más y a lo bruto a leer a Shakespeare. También el verano, con esa temperatura fundamentalmente eterna, donde todo parece conspiratorio de no ir a cambiar nunca, favorece la vuelta a los "clásicos".

Había leído algunos dramas de Shakespeare hace mucho tiempo. Anécdota: recuerdo haber sacado de la biblioteca de mis 16 años -un colegio- Hamlet en edición paredaña con la de Othelo; o Macbeth -no recuerdo. Uno, supongo, no sabía en la adolescencia y la ignorancia que, a veces, los libros, los títulos, se editaban todos juntos en un mismo volumen, así que empecé a leer Hamlet, que era lo que me había sacado, haciendo caso omiso de Othelo, que era lo que también, pero contra mi voluntad, me había sacado. En un momento de la lectura -fácil de identificar- me vi preguntándome dónde estaba Hamlet y deduciendo que, aunque no me había percatado en las 130 páginas precedentes leídas, iba a resultar que Hamlet era negro, y que, no sé, debía llamarse Othelo Hamlet, o Hamlet entre amigos y Othelo para las Desdémonas; o Hamlet sólo para la calavera.

Ha sido, en todo caso, pertinente y casi aconsejable haber esperado a los 36 años para tomarme a Shakespeare en serio. Leer a Shakespeare ahora me ha ahorrado creer que lo había leído, darlo por hecho, que es el destino lamentable de los, así llamados, clásicos. 

El primero que leí fue Macbeth. No me gustó especialmente. Había visto varias veces las varias películas -creo que son varias- realizadas sobre esta trama, y en el curso de la lectura disfruté más de los parlamentos puntuales brillantes de algún personaje que de la historia en sí, a mi modo de ver tan inverosímil como desmañada. Ya ahí sufrí un cáncer o prurito o interferencia lectora que sólo puede acontecer aquí y ahora, y que en alguna obra de Shakespeare leída posteriormente fue en verdad brutalmente acusada. Me refiero a leer los dramas de Shakespeare buscando los títulos de las novelas de Javier Marías. 

En Macbeth, es sabido, localiza uno "corazón tan blanco". Resulta curioso pensar que esas tres palabras que ahora suenan tan evidentemente memorables, son en realidad muy difíciles de recortar en una lectura propia del texto. De hecho, en castellano aparece o puede aparecer más convenientemente la expresión en la forma lógica de nuestro idioma "tan blanco el corazón", lo que evita casi totalmente que uno subraye con el lápiz de Ikea el pasaje correspondiente. La cita, entonces, toda cita, es un ejercicio personal donde el lector -el escritor asimismo- puede llegar a manifestar un talento y brillantez absolutamente admirables, y no es infructuoso considerar la relación que hay entre los buenos "recortadores" de textos (Marías, Vila-Matas) y los buenos escritores; considerar si citar no es en realidad hacer pie en las glorias del pasado. 

Luego leí Hamlet. De los más famosos dramas de Shakespeare es el que menos me gusta. No me interesa el tema, porque supongo que no sé cuál es el tema de la obra, y si es la existencia así en general, la condición humana, la muerte, pues estamos en las mismas: se me escapa por falta de márgenes. 

Citas, eso sí, referencias, ideas, saca uno muchas de la lectura de Hamlet. En cualquier caso, el personaje, Hamlet, me parece un tipo insoportable, tiquismiquis. 

Luego leí El mercader de Venecia, Romeo y Julieta y Othelo. Me entusiasmaron. Por un lado, por la inclusión en dos de ellas del hijodeputa shakespeariano: ese Yago, ese Shylock, esos maquiavélicos correveidiles secundarios que, sin duda, opacan por completo la importancia del personaje que da título a la obra: el mercader de Venecia propiamente dicho (cuyo nombre, creo que Antonio, no recuerdo con nitidez) y el soporífero Othelo, llorón musculado. 

Por otro, la delicia de estos textos fue simplemente leer frases geniales una detrás de otra, ingenio a raudales, humor, inteligencia y estilo. "Dejemos que dos veranos se pudran en su orgullo antes que la creamos madura para ser esposa" (Romeo y Julieta) “Casio: Eh, mi noble amigo, escuchadme. / Bufón: No soy ni noble, ni vuestro, ni amigo. Pero venga, os escucho.” (Othelo) "¿Es que no sangramos si nos espolean? ¿No nos reímos si nos hacen cosquillas? ¿No nos morimos si nos envenenan? ¿No habremos de vengarnos, por fin, si nos ofenden?” (El mercader de Venecia)

Luego, y la vez, por la manía -en realidad muy cómoda- de las ediciones compartidas, leí títulos que apenas conocía o que apenas me sonaban o que no parecen ser tan famosos como los anteriores: Como gustéis, Mucho ruido para nada, Julio César, Trabajos de amor perdidos... Recuerdo la sorpresa que me llevé con Como gustéis: extraordinario. Cita: 

“Bufón: ¿Entiendes tú, pastor, de filosofía?
Corin: No más que la que consiste en saber que cuanto más enfermamos peor estamos, y que a quien dinero, medios y alegría le faltan, de tres buenos amigos carece; que a la lluvia corresponde mojar y al fuego quemar; que el buen pasto engorda al ganado, que cuando falta el sol cae la noche y que, a quien ni naturaleza ni arte han instruido, bien puede decir que viene de roca torpe o que jamás fue educado.”

Julio César me aburrió bastante, y Trabajos de amor perdidos -ays- lo dejé a la mitad. 

Finalmente he leído El Rey Lear y Ricardo III y Enrique V. Creo que El rey Lear es lo más apoteósico y encomiable de todo el apoteósico y encomiable señor William Shakespeare. 

Gloucester. “Es el mal de los tiempos, los locos guían a los ciegos.”

Ricardo III, algo más flojo en su estructura y su relato, contiene sin embargo muchas más "citas" evidentes o posibles. Apabullante el final:

Espectro de Clarence: ¡Mañana me posaré pesadamente sobre tu alma! ¡Yo, que fui lavado para la muerte con horrible vino, el pobre Clarence, entregado a traición a la muerte por tu culpa! Mañana en la batalla acuérdate de mí, y caiga tu espada sin filo: ¡desespera y muere! 

Medio Marías está en Ricardo III ("cuando yo era mortal"), de hecho, en esa misma página.

Esto me llevó a considerar el increíble beneficio de una lectura "intensiva", lectura que tantas veces asiste a aquellos que en nuestro tiempo se erigen como hombres de letras verdaderamente "cultos". Quiero decir que, realmente, uno puede leer los mismos 38 libros toda la vida (Shakespeare y las tragedias griegas bastan) y acabar sabiendo de memoria todos sus lances y aciertos, y dar a entender, por el hecho de referirse siempre a esos lances y aciertos -que los lectores extensivos no podemos dominar a tal punto, pues las lecturas se solapan y amontonan y ciegan- que conocen TODA la historia de la literatura al dedillo, cuando en verdad apenas han pasado del lujoso recibidor de la literatura. 

And Co. Han sido meses ingleses. He leído también, antes y durante y después, varios clásicos imprescindibles escritos en Inglaterra entre los siglos XVII y XVIII. 

El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan lo leí justo cuando las hormonadas huestes del JMJ hicieron de Madrid ese infierno tan soñado; y virginal. Espléndido, fabuloso en términos literales, muy interesante (cada día me da más pereza argumentar lo que, en el fondo, es un capricho: el gusto). 

El enterramiento en urnas (1658), de Sir Thomas Browne. Lo leí en la traducción y en la editorial de Javier Marías. No me fascinó. Lo más llamativo fue ver al Javier Marías que, por entonces, contaba mis años -o menos- y lo bien que escribía y cómo se tuteaba con Borges por un quítame allá una traducción más o menos exacta; y cómo el señor Marías vibraba ante la posibilidad de descubrir un pedacito de Browne que no hubiera sido traducido o un pedacito de Borges over Browne que fuera, en rigor, apócrifo. La gran pirueta pequeñita de la vanidad literaria. 

El paraíso perdido (1667), de John Milton. Junto con La Ilíada y Tom Jones es desde ya uno de mis diez libros favoritos de toda la historia de todo. Su trama resulta cinematográfica hasta puntos visionarios: casi parecía estar leyendo/viendo La jungla de cristal o Avatar. Y luego la prosa, extasiante: 

¿quién es libre / siendo inferior? Esto bien podría ser./ Pero ¿y si Dios me ha visto y me acaece / la muerte? Entonces dejaré de ser, / y Adán se casará con otra Eva, / y vivirá y se gozará con ella, / yo extinguida; me muero de pensarlo./

Finalmente, he tratado de leer por tercera vez Tristram Shandy (1759), de Laurence Sterne. Y por tercera vez, aún apreciando lo insólito de sus demenciales recursos tipográficos (apenas de otro tenor), me ha resultado un libro insoportable. 

Vale.