jueves, 25 de octubre de 2007

Algunas fotos salen rojas

DESVIAR LA EXPECTATIVA, de BELÉN GOPEGUI
(texto de la presentación de El talento de los demás)


Buenas tardes. Voy a empezar leyendo un párrafo de Alberto Olmos en donde cuenta por qué decidió hacer informes de lectura para una editorial:

Cuando un tipo mande su libro, una gran novela, grande no porque luego le vaya a importar tres cojones a ninguno de esos gilipollas que hacen los libros de historia, sino grande porque a los que leemos libros nos lo parece, cuando ese libro llegue y tenga que encontrar un defensor, un valedor, un lector que se ponga de su parte para que alguien lo publique, un lector que se la juega por ese libro, es entonces, precisamente entonces, cuando yo quiero estar ahí, y hacer posible la literatura.



Quiero dar las gracias a Alberto Olmos por haberme invitado a estar aquí, poniéndome de parte de una gran novela que ya está publicada, que se defiende sola pero a la que me es grato acompañar en esta presentación.

El mes pasado, en una entrevista, me dijeron: “Recomiéndeme un sitio o dos imprescindibles en Madrid”. Les recomendé un post de Hikikomori titulado Vagón. Se puede ir a algunos posts, como si puede ir a algunos blogs, como se puede ir a algunos escritores y a algunos libros. Yo hace tiempo que voy al escritor Alberto Olmos, si bien no le he conocido hasta ayer por la tarde.


Fui a su primera novela, A bordo de un naufragio, busqué y encontré luego Así de loco te puedes volver y Trenes hacia Tokio, frecuenté sus blogs y textos como “Yo quiero ser pobre un ratito” o “Cuaderno de escoria”. Sabía por Rafael Reig que iba a publicarse El talento de los demás, y en cuanto apareció compré el libro y lo leí. Me interesó mucho. Me interesó tanto que decidí pensar por escrito sobre los motivos por los que esa novela había llegado, como se dice de algunas personas, para quedarse. Unas dos semanas después me dieron otro ejemplar de la novela, dedicado por su autor, con la petición de que la presentara. Les cuento esto porque son pocas las ocasiones en que un texto de presentación de una novela puede escribirse en condiciones de libertad. Por lo común la cortesía, el género presentación, el hecho de estar “entre amigos”, los compromisos previos adquiridos con el autor o la editorial, etcétera, influyen, al menos en parte, en eso que, se supone, el presentador tiene que decir. No ha sido mi caso. El talento de los demás es la cuarta novela de un escritor a quien he seguido en la distancia. Y es una novela admirable. He aquí algunas de las razones.

Dice el investigador finlandés Pentti Routio: “Toda desviación de las expectativas transmite un fuerte mensaje; uno podría casi pretender que la desviación de las expectativas es el mensaje más fuerte que puede transmitir una obra de arte”. El estilo, decía Saussure, es una expectativa defraudada. Y quizá el estilo no sea más que el talento, o viceversa. Al menos el talento que algunos respetamos. Pues bien, la novela de Olmos trata de esto, cuenta la historia de alguien, Mario Sut, que descubre la necesidad de desviar la expectativa. Sut tocaba el violín, pero esto me parece secundario. Porque aprender a desviar la expectativa no es una tarea que incumba sólo a los músicos, o a los escritores, o a los pintores, sino que forma parte de las cosas con que uno se levanta por las mañanas; vivir consiste también en saber qué espejos y qué expectativas dejaremos, o no, que nos construyan.

La novela tiene tres partes, aunque casi prefiero decir tres módulos que se articulan como en una nave lunar. Durante la primera parte Mario Sut se enfrenta con la expectativa biográfica, con el destino personal que alguien y algo parece habernos reservado. Me gusta mucho, por cierto, que a diferencia de las personas, quienes solemos pensar y decir algunas cosas y sin embargo luego, a menudo, hacemos otras, este libro, en cambio, hace lo que dice. Para contar la historia de un tipo de talento digamos esperable, acude a una novela corta casi esperable, casi complaciente, escrita en la clásica tradición de historias sobre artistas o sobre jugadores de ajedrez. Sin embargo, al final, la novela entra en una zona extraña de programas de televisión con magos y da la impresión de estar perdiéndose, aunque en realidad ocurre todo lo contrario: lo que la novela está haciendo es construir la puerta por donde salir. Donde lo esperable impondría un suicidio, o un incesto, o una súbita recuperación del talento por parte del violinista fracasado, la novela acude a una especie de vulgaridad radiante, que nos deslumbra y nos permite dejar a Mario Sut libre para emprender una nueva etapa. He hablado de programas de televisión pero debo advertir que son todo lo contrario de costumbristas. Como saben, el costumbrismo no describe, no construye, sino que nombra y encadena los nombres a la complicidad del estereotipo flotante en cada momento. Un autor costumbrista habría dado el nombre de un par de magos que salieron en su día en programas de televisión y poco más. Olmos hace que esos programas, simplemente, existan.

La segunda parte del libro me cae muy bien. Después del de dónde viene Mario Sut de la primera, la segunda cuenta con quién está. Alguien decía que el verdadero talento empezaba por dejar de ser brillante para ser inteligente, pero que algo mejor que ser inteligente es ser entre la gente; la última etapa consistiría en ser humilde. Bien, ésta es la parte de entre la gente, y otra vez la novela hace lo que dice, esto es, no cuenta mediante un narrador que Mario está entre la gente sino que coloca a Mario ahí, entre las voces de las personas que le rodean. Voces que muestran tanto lo que nos hace distintos como lo que nos hace iguales. En esta segunda parte vemos en qué se parecen y en qué no, por ejemplo, una telefonista de telemarketing, un niño pijo, un camarero de la facultad.

Alguna vez esos autores que se ponen estupendos cuando hablan de sus novelas han asegurado que escribieron cuatrocientas páginas sólo para dar cabida a una imagen o a una cita determinadas. Creo que exageran; sin embargo, llevando su método a una escala menor, les diré que si hiciera falta -y no hace falta- justificar este friso de voces, bastaría con la presencia del personaje llamado Martín. Sólo para oír algunas palabras de Martín, pero oírlas de verdad, habría valido la pena esta segunda parte. Cuando digo oírlas de verdad me refiero a que las novelas no son la mera suma de sus frases; por el contrario, sus frases emiten más luz cuando se recuerda qué personaje las dice y, siquiera borrosamente, por qué. El talento de los demás es un libro y es también, esto no pasa mucho, una novela. Si leemos una frase aislada de Martín podrá parecernos punzante, demoledora, o cualquier otra cosa. Pero sólo cuando se ha leído en su boca adquiere su fuerza y su sentido. Aunque ya les decía que no hace falta justificar esta parte ni con Martín, ni con nadie. Los personajes que hay en ella la justifican de sobra, la sostienen, nos sostienen, causan, veces al mismo tiempo, ternura e irritación.

No sé cómo se lleva Alberto Olmos con la política. “Sobre política no voy a escribir nunca”, ha dicho, aunque es posible que en realidad estuviera diciendo todo lo contrario. De cualquier modo, cuando se publica un libro se ha de estar dispuesto a oír toda suerte de calificativos; a mí, por ejemplo, su novela me parece roja. Lo sería ya sólo por tratarse de una de las pocas novelas españolas cuyos personajes no son traductores, ni tienen condiciones laborales privilegiadas, ni ingresos o bienes inmuebles carentes de toda justificación, caídos del cielo.

No quiero olvidarme de decirles que estamos hablando de una novela muy bien escrita, cervantina, contemporánea, que tiene fuerza y hasta sus gotas de ambigüedad: el discurso literario dominante debería felicitarse por ella. Lo afirmo sin ironía; si bien las gotas de ambigüedad son lo que menos me interesa, creo que esta novela va mucho más allá de lo bien visto hoy, sólo que también demuestra que, si se pone, sabe pintar un caballo, por si alguien lo dudara. En cuanto a lo de cervantina, con ello me refiero a dos cosas: una cierta confianza en el decir, no una confianza ingenua sino, cómo diríamos, una confianza a pesar de todo y, en segundo lugar, una impugnación del narrador convencional que no es gratuita sino que asume que el público está dentro de la narración: ni la miseria moral ni la heroicidad ni la tristeza narradas son sólo un espectáculo para que el público mire, sino que son también aquello con que el público mira, sus ojos, sus deseos. Hay en El talento de los demás pasión por el idioma, esa necesidad de morder las palabras hasta que aflore la sangre bajo su piel. Hay inteligencia narrativa para el conjunto y pulso para cada página; las maneras con que Olmos hace, por ejemplo, salir de la nada cierto callejón con bicicletas provocan la envidia de cualquier escritor que se precie. Todo esto es importante, sí, pero no es lo más importante. El talento no está separado del fin, de lo que busca, y como bien cuenta la novela, en el talento el fin exige conocer el contra quién, el adversario. De eso trata la tercera parte que es a su vez un alarde, una especie de competición del narrador, y acaso del autor, consigo mismo.

Imaginen el típico combate de boxeo con tongo. Un boxeador acepta dinero para perder, y pierde. Pero el boxeador que juega con ventaja, el que gana porque tiene el combate comprado, no se conforma con ganar de un modo discreto. Vamos, que encima pretende tener pegada, saber bailar en la pista, etcétera. ¿Qué asco, no? Bien, la literatura, como la política, produce a veces esa sensación. Ademanes gratuitos, aspavientos innecesarios, recitales inútiles. Cursilería, en fin. La novela de Alberto Olmos no es cursi en absoluto, pero ayuda a detectar la cursilería ahí donde menos se la ve. Dime contra quién juegas y te diré como juegas. Dime contra quién escribes y te diré si no estarías mejor pintando lazos y caracolas.

En esta parte el talento deja de ser algo exclusivamente relacionado con “lo artístico” y se convierte en talento para lo que sea, para nadar hasta quedarte ciega por el cloro o para inventar preguntas con ingenio. A lo mejor esos tipos con ese talento preferirían hacer otra cosa, pero el gran escaparate donde elegir no es suyo ni son ellos quienes ponen los precios sino la clase dominante.

Calma, la novela no dice clase dominante. Aunque, pongamos, lo insinúa. Dice que cuando hay poco aire el talento sirve para ampliar la ración que a uno le han dejado. ¿Si no hubiera presión, si hubiera aire para todo el mundo? Entonces a lo mejor tener talento era indiferente, o a lo mejor no había que hacer nada especial para tenerlo. La novela no se mete ahí. Se mete aquí y cuenta que si la humildad hace falta, si hay que reconocer el talento de los otros, no es para ser bueno, bonito y barato, sino para dejarles respirar. ¿Dice entonces la novela que los privilegiados –los ladrones- no pueden tener talento? No, no lo dice. Pero lo que sí dice que es que el talento transparenta siempre a su rival.

Las novelas que lo son, las que no sólo cuentan la peripecia de su protagonista sino también algo más amplio, algo que es mayor que la suma de sus partes, esas novelas no necesitan textos de presentación. A veces lo que ocurre es lo contrario; a veces, después de haber leído, dan unas ganas ubérrimas de decir: ¿saben? he encontrado una novela que, en lugar de inclinarse ante quienes hicieron la lista del talento, les planta cara; desafía a los que, abusando de un poder ilegítimo, primero estipularon por qué motivos valía la pena escribir o tocar la armónica o hacer pintadas o llorar de rabia en la oscuridad, y después utilizaron esa lista para expulsar y admitir. He leído una novela que ha desviado la expectativa. He leído una novela que, al fin, se atreve a pelear no contra un tipo con las manos atadas, sino contra quien ató esas manos para que el escritor tuviera que estarle agradecido. Que ustedes la disfruten.

Muchas gracias por su atención.


Link.

martes, 16 de octubre de 2007

Come as you are, as you were, as I want you to be, as a friend, as a friend, as an old enemy

Los lectores del Blog estáis invitados
a la presentación de

El talento de los demás

presentación a cargo de
BELÉN GOPEGUI

24 de octubre a las 19.30
HOTEL KAFKA (Madrid)
C/ Hortaleza, 104

Os espero...

jueves, 11 de octubre de 2007

Aplausos

El bandido doblemente armado es un pub ubicado en el número 3 de la calle Apodaca, en Madrid. Como pub, sirve copas; como bandido o doble o, quizá, sujeto armado y peligroso, también vende libros. Los libros están en un escaparate y también sobre una larga mesa; y también en las numerosas estanterías que cubren las paredes del fondo.

Nada más entrar, está la barra, a la derecha. La atienden dos camareras con el pelo cortito. Los taburetes tienen un tacto de teclado nuevo: plástico negro y rugoso, suave, delincuente. Hay algunas mesas, en las mesas algunos clientes, en una balda estrecha decenas de folletos y el casco de una moto.

Empiezo a fumar. Marta saca la cámara y me hace fotos fumando. Pido un vino y una cerveza. El vino está muy bueno. Pido dos vinos y la camarera retira el vaso de Marta, sin apurar. El vino, muy bueno.

El dueño del pub es un tipo alto y simpático. Me saluda.

-¿Nervioso?

-Necesariamente –yo.

-No te preocupes.

Marta saca fotos de mis nervios, que están reverdecidos como las ramas de esos árboles que van creciendo en la esperanza de que, ya talluditos, alguien decida ahorcarse de ellas.

La jefe de prensa de la editorial se me acerca.

-¡Hola!

La saludo; se saludan ella y Marta, hablamos de todas esas veces precedentes en las que nos hemos saludado y es que la vida con los otros es todo saludarse y dejar de saludarse, hasta que un día ya no te apetece saludar a alguien y te das cuenta de que todo lo que tienes que decir a alguien es “hola”, la única palabra que nos negamos a nosotros mismos. En los días tristes yo me digo adiós.

No hay mucha gente, y de la gente que hay poca sabrá que hoy aquí leo mi libro y que otro escritor lee también su libro entre copas y novelas a la venta y siendo martes en todos los capítulos y cuentos y pasajes y palabras: martes es otra palabra que ya se sabe de sobra.

Marta le hace una foto a mis conclusiones.

-El miedo es el entorno –mis conclusiones-. En realidad nadie espera nada de mi lectura; nadie va a llegar al orgasmo con mi lectura –mis conclusiones-. Pero el esfuerzo que me supone estar aquí, en público, con mi voz y mi ropa y mi mano que tiembla, me hace entender que sólo ese orgasmo en los otros sería la reacción exacta que merece la torsión de mi voluntad, que lo único que quiere es que lea otro –mis conclusiones- y yo me ría de él.

-Ya –el dueño del pub, Diego.

-Jo –yo.

El punto de lectura es un mueble de madera con un micrófono encima. Al lado hay un tabutere con tacto de tecla.

-Empiezas tú, A.

-Casi mejor.

-Empiezan siempre los autores españoles.

-No me traje la bandera.

-Yo te presento, digo algunas tonterías y, sin más, a lo tuyo.

-Genial.

Me siento en una silla, junto a otros autores que leerán después de mí porque en su pasaporte dice que no son españoles, sino espontáneos de una patria. Diego me presenta.

-Buenas noches, amigos –miro y cuento y amigos hay unos veinte-, hoy está con nosotros...

Yo. Que si he ganado no sé cuántos premios y publicado no sé cuántos libros. Que si leeré del último algunos pasajes. Que si dale, man.

-Hola, buenas noches a todos –inicio-. Gracias por venir -¡menos mal que me acordé de decirlo!- Voy a leer algunos fragmentos de la segunda parte de mi novela, que está compuesta... que... bueno, son monólogos y eso... –trago saliva-. Se trata de unos personajes de mi edad que trabajan casi todos en trabajos... En labores, digamos, marginales... Como telefonistas y eso. Bueno. Que voy a leer tres o cuatro extractos y... Empiezo.

Leo las páginas 151-152. “Decidí dejar de ver a Carlos...” Me oigo desde fuera y desde dentro, como es habitual, pero desde fuera mucho más por el micrófono y los altavoces. Me trastabillo en los polisílabos, que son casi todos porque escribo todo lo pedante que puedo; casi me caigo en la coma; me acelero y luego me lo tomo con calma y llego al punto final y alzo la vista y nadie mueve un músculo.

-Bueno –continúo; me gustaría llorar pero la cosa es que continúo-, ahora os voy a leer una especie de manifiesto... marxista... –con dos cojones: ¡marxista!- que escribe uno de los personajes. En él se expresa la idea de que las personas que quieren hacer algo artístico con su vida son marginadas laboralmente... Algo así. Se titula: “Decidme si esto es un castigo” –miro a Marta, que me hace otra foto.

Leo las páginas 157-159. Hay muchos más polisílabos que antes (“almibarados”, “potentados”, “inverosimilitud”, “pantagruélicos”) y el texto entero es en cursiva. Sin embargo, me da todo igual y leo sabiendo que ese texto dice algo, que es una alocución limpia, honesta, razonada.
“...y que en casa no le espera actividad terrorista alguna como pintar un cuadro, escribir un poema o hacer hablar una guitarra...”

Termino la lectura. Alzo la vista. Rompen los aplausos.

Vagabundea mi vista por el auditorio: aplauden.

Miro a Marta. Ha dejado la cámara sobre su regazo. Aplaude.

-Gracias –digo-, muchas gracias.

Respiro hondo. Mientras los aplausos se extinguen, busco en el libro la siguiente página con una esquinita doblada.

martes, 2 de octubre de 2007

Bolsas

En el Día de la calle Infantas un señor te abre la puerta cuando entras y también cuando sales. Es un mendigo. Con una mano tira del picaporte y con la otra tira de tu caridad. La puerta la abre siempre con éxito; la caridad se le resiste.

En el Día de la calle Infantas hay sólo dos cajeras y una cola muy larga. Llega hasta los yogures. La forman los ciudadanos del barrio de Chueca, muchos de ellos con prisa por pagar y el elástico de la bragas a la vista, el móvil en una oreja y en brazos poca compra para tanta espera. Yo he comprado muchas cosas porque no quiero un tiempo de supermercado sino un tiempo que no le dé dinero a nadie.

Está difícil pasar el tiempo sin hacer ricos a los demás. Salvo para el mendigo, me paso las horas, o tengo esa impresión, haciendo caja para otros. El mismo alquiler me ha vuelto ya consumidor irredento: puedo decir que no hay un solo segundo de mi vida en el que no esté gastando dinero. Sólo hay una cosa que iguale en constancia al gasto: la propia vida; y es triste pensar que el gasto habrá de sobrevivirme, al menos hasta final de mes.

He comprado naranjas. Y muchas más cosas. Pero las naranjas es lo único que compro con entusiasmo. Son pequeñitas, vienen en bolsas de red y me encanta sacarlas de la red rompiendo con las yemas de los dedos esa malla debilucha. Hago zumo con ellas. Con dos tengo para un vasito. Las corto por la mitad y las vacío contra un exprimidor Ufesa, que me hace temblar la mano como un asesino de niñas. Luego me bebo el zumo sin pestañear, casi de un trago, porque en realidad del zumo sólo me gusta la zeta.

La cola sigue avanzando. La chica que tengo delante, la de las bragas sobresalientes, ha recordado varios olvidos en los últimos metros. Me pide que le guarde el sitio y se va a buscar algo. Vuelve. Repite la operación varias veces. Cada vez que regresa, reviso su compra. No ha comprado más, ha comprado distinto; ha cambiado carne de pollo por carne picada, o al revés; es una compradora ociosa, no como yo, que soy un comprador absolutamente profesional, es decir, que no disfruta.

Llegamos a la bifurcación. Una parte de la cola se dirige a la caja de la derecha y la otra a la caja de enfrente. Las dos están atendidas por latinoamericanas bajitas, oscuras y feas. Trabajan a toda prisa. Venden las bolsas y pesan las frutas; dan el cambio y el tíckett lo echan a volar. Algunos clientes adictos al tíckett de sus compras son capaces de coger el papel al vuelo, y luego hacer como que suman, para asentir finalmente con la cabeza.

Yo he puesto mis naranjas sobre la cinta, y luego lo demás. He dejado la cesta roja sobre un montón de cestas rojas y he pedido dos bolsas. La cajera pasa los productos por el lector y yo los voy metiendo en las bolsas, sopesando cuando habré de empezar con la segunda. Luego me canta lo que le debo y yo le pago como quien desenfunda un Colt: llevo el billete en la mano.
Me da el cambio.

Agarro las bolsas y me dirijo hacia la puerta. A través de los cristales sucios y llenos de pegatinas, veo asomar la nariz del mendigo. La puerta empieza a abrirse. Salgo por ella.

-¿Una ayuda por favor?

Sigo por la calle Infantas hasta la plaza Vázquez de Mella. Me pesan las bolsas y hago una parada para cambiármelas de mano.