viernes, 11 de noviembre de 2011

Subrayados

Uno de los primeros artículos que publiqué en mi vida se titulaba "Metáfora y terrorismo" y apareció en el suplemento literario El Cultural, inserto en un reportaje sobre las diez mejores operas prima del año. Hablo de 1998, de A bordo del naufragio, de Javier Pastor y de ocho otros autores cuyo nombre ahora mismo no recuerdo; y de Care Santos, responsable de aquella selección. 1998.

Recuerdo, eso sí, y es tierno, que "Metáfora y terrorismo" fue el primer correo electrónico que envié en mi vida, y que escribí el texto en la oficina donde trabajaba un amigo, en su ordenador, porque por aquel entonces yo no tenía conexión a Internet, y que lo escribí en el propio cuerpo del mensaje, no en un documento de word que luego adjuntara, porque "adjuntar" era aún por aquel entonces tremendamente pro para mi magra experiencia internauta.

Bueno, ¿y qué? Es curioso, casi triste, la actitud que me noto estos días a la hora de enfrentarme con un nuevo post en este blog. Es una actitud sobreactuada, sobresocial, extremadamente atenta al hecho de que firmo estas palabras con mi nombre y apellidos y a que todo lo que escriba podrá ser utilizado en mi contra. Vengo con corbatas y mocasines, perfumadito en prosa, sintáticamente remirado.

Joder. Un taco no más, para bajar a la tierra, salir a la calle, ser natural y un poco más fresco.

Joder.

¿Y qué? Pues que me he acordado estos días, entre entrevistas y reseñas, de aquel artículo seminal que, bajo el título "Metáfora y terrorismo", venía a decir que su autor gustaba especialmente, y casi que únicamente, de los textos que contenían retórica o estilo o poesía o música, y, asimismo, de aquellos que implicaban la exposición de ideas subversivas, rompedoras, ingeniosas, desconcertantes o escandalosas.

Si bien puede entenderse que he evolucionado poco desde mis 23 años, también puede afirmarse que muestro una enorme coherencia al suscribir, 13 años después, aquella primera declaración de intenciones.

Lo único por lo que leo es porque estoy buscando la palabra y la idea; la palabra recreativa y la idea regeneradora, que el texto me haga sentir o que me haga pensar: eso es todo.

Es natural, por tanto, que uno escriba libros donde hay muchas ideas y muchas metáforas, tropos y demás componentes de la batería para-semántica del idioma. Escribo, como es lógico, para gustarme a mí mismo también.

En estas cavilaciones andaba cuando me di cuenta de que existía un rectilíneo -según el pulso de cada cual, ciertamente- instrumento de medición del interés o pasión que siento por un libro. Estoy hablando del subrayado.

En realidad yo apenas subrayo, porque le tengo quizá un respeto excesivo a los libros, y porque muchos de ellos me los saco de la biblioteca. En todo caso, el doblez de esquinitas de las páginas -arriba si la cita anda por esa altura; abajo si la frase que me pone habita el principal de la hoja-, doblez que practico con denuedo, es asimismo una forma de subrayar. Sin excepción alguna, los libros que poseo y que me gustan mucho conservan más esquinitas dobladas que los libros que poseo y que no me han gustado, o no tanto. Del mismo modo, en los documentos específicos que abro en word para cada título que leo, se ve claramente qué libro me ha entusiasmado por la cantidad de entrecomillados que he extraído. Así, mi doc sobre Tom Jones es más extenso que mi doc sobre La educación de Henry Adams, y mi doc sobre William Carlos Williams es más jugoso que mi doc sobre Dylan Thomas.

Mi forma de leer y, más exactamente, de disfrutar de los libros, tiene tanto que ver con la "cita" que, a buen seguro, no tengo otro modo de demostrarme a mí mismo lo mucho que aprecio una novela, o la obra de un poeta. La cita -que fue primero un subrayado, una esquinita doblada- acaba además formando parte casi siempre de mi memoria literaria, de mi "sistema ambulante de citas", que diría Vila-Matas, en eco mejorado de Jorge Luis Borges.

¿Es la cita la literatura misma? ¿Es la literatura el mapa del tesoro de la cita? ¿Dónde queda la trama y la información?

Me dan bastante igual las tramas y las informaciones, y tengo por anticuadas e insoportables esas páginas de novelas actuales que se demoran en descripciones periodísticas de las cosas, en hacer inventarios; en apuntar, en definitiva, que un personaje es rubio o moreno, viste jeans o minifaldas, estudió en Cambridge o en Cáceres, tuvo dos hijos o tres mujeres, comía huevos rancheros o bebía cocacolas.

Si atendemos al pasado de la Literatura, a su legado constatable, apenas podemos encontrar otra cosa que metáforas e ideas: nunca ha pasado a la historia una frase como "X era alta y delgada, de carácter amable y voz meliflua". Lo que ha pasado a la historia es "entre la pena y la nada, escojo la pena" o "la memoria sabe antes de que el conocimiento recuerde", frases expurgadas de Las palmeras salvajes y Luz de agosto, de William Faulkner, respectivamente.

¿Por qué no escribió Faulkner un ensayo sobre las diferencias ontológicas entre la pena y la apatía? ¿Por qué no escribió luego otro ensayo sobre las circunvoluciones cerebrales y los modos en que la memoria y el conocimiento se contaminan?

¿Por qué me han preguntado a mí en algún momento de mi promoción de Ejército enemigo si no hubiera sido más lógico escribir un ensayo? Ni idea. Esta pregunta no se la he visto hacer a Javier Marías o a Enrique Vila-Matas, ni a tantos otros autores modernos que en sus libros practican las formas literarias del pensamiento. Así que me he visto obligado a contestar desamparadamente, en los medios de la plaza de las letras, mientras Cervantes (discurso de las armas y las letras), Dostoievsky (reflexiones sobre la figura del padre en Los hermanos Karamazov) o Cortázar ("el genio es elegirse genial, y acertar" Rayuela) me miraban desde el tendido de sombra con todas sus ideas canonizadas.

Se me ocurrió esta respuesta de inmediato: el pensamiento literario es inútil. Es la inutilidad la que da forma poética a una "idea", "ocurrencia" u "opinión". El ensayo, en su pretensión clásica -a fin de cuentas todo género literario se aviene a la mixtura, y está bien que así sea, y uno no tendría que señalarlo siquiera-, proponía desde el texto consideraciones de implantación inmediata, por posible o deseable. Cuando Platón establece la estructura que él quisiera para una república perfecta, lo dice en serio; cuando Jovellanos escribe su Informe sobre la ley agraria, también lo está escribiendo muy en serio; y cuando Rosseau en su Emilio indica que a los niños hay que darles de comer filetes (tal cual) también está hablando ridículamente en serio.

Las ideas del ensayo son funcionales, creen en ellas mismas y, por eso, perecen. Las ideas literarias son intuitivas, sugerentes, seductoras, y por eso la inutilidad de "mi cuerpo es la parte del mundo que puedo controlar" (Lichtenberg) atraviesa los siglos y, al cabo, nos sobrevivirá.

La concepción que de la literatura tenía yo con 23 años, y que no era otra, repito, que escribir los libros que me gustaba leer, siendo estos últimos aquellos que me decían algo más que aquellos que me lo contaban, y también aquellos -a menudo los mismos- que me decían o -si quieren, incluso- me contaban algo con palabras sorprendentes ("era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base" Salinger; "La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra", Fernández Flórez) sigue siendo mi concepción de la literatura a día de hoy: y más perfilada y radical y segura de sí a la vista del escaso hueco que se da a las novelas en nuestra sociedad, donde ya casi toda forma de ocio cuenta una historia y las mismas noticias del periódico parecen a menudo ficcionales, y la literatura, por tanto, se está viendo urgida a demostrar su valencia estética para sobrevivir, pues no es digna de llamarse literatura aquella novelística que se propone como una película escrita, o como una nota a pie de página al periódico del día, o como un recuerdo doméstico de las cosas sin interés de sus autores (se nos llenó de abuelas e infancias sosas la librería, estos años), o como un listado de fechas y nombres, la novela-cementerio; sólo salva a la literatura en nuestro tiempo la novela que cubre su propia distancia con el poder de la palabra para emocionar y para pensar, para devenir en memoria, para ser portátil, y no aquellas novelas que se humillan en datos y hechos, correveidiles ridículas de la realidad.

“El noventa por ciento son unos fracasados. No han tenido éxito como escritores. No creas que prefieren el trabajo tedioso de la oficina y la esclavitud de los ejemplares vendidos y de los intereses económicos al placer de escribir. Han tratado de hacerlo y han fracasado. Y ahí está la maldita paradoja. Todas las puertas que conducen al éxito literario están vigiladas por esos perros guardianes, los fracasados de la literatura.”
Martin Eden, Jack London