martes, 22 de junio de 2010

Muerte y armaduras

He visto unas cien veces el vídeo de Albert Serra donde se opone frontalmente a la descarga gratuita de música en internet, con un bote de Mistol como principal argumento. También he leído varias entrevistas, en catalán y castellano, y varias reseñas a sus películas. He localizado además sus comentarios a un post de Oti R. Marchante en el que el crítico de ABC calificaba su película El cant dels ocells como "un montón de estiércol cinematográfico". Y he atendido, en fotos y vídeos, a la inusual pericia de Albert Serra para abrocharse los botones más desaconsejables de las prendas que se pone.

Lo adoro.

Durante el último mes y medio, he recolectado canastos enteros de su incorrección política, de sus inconveniencias y disparates. Apunto algunos, de memoria.

Dice Serra que antes los aspirantes a director de cine querían ser como Almodóvar, y que ahora quieren ser como Amenábar. "Está claro que vamos a menos".

También afirma Serra que el cine español, por su pobreza y atraso, es sólo comparable con el de Corea del Norte.

Según el director de Banyoles, que nunca ha trabajado con mujeres en sus películas, y que sólo emplea a actores no profesionales (él no ha estudiado cine y nunca ha estado en un rodaje, salvo en los suyos), las mujeres, incluso las que no son actrices, son todas actrices profesionales.

Para Albert el cine es un arte menor, en modo alguno comparable con la literatura. De ahí que no haya que tomárselo muy en serio. Emparentado por sus elogiadores con José Luis Guerín o Marc Recha, el director afirma no tener ningún interés en el cine de estos contemporáneos suyos. También afirma que no le gustan los documentales, dado que son un género demasiado fácil. Asimismo, para Serra la profesión de actor es "la más fácil del mundo".

Albert Serra admira a Salvador Dalí, y considera a los editores de Destino unos "inútiles" dado que no han cumplido la promesa bibliográfica que aparece en el tomo siete de las obras completas del pintor surrealista, donde se anuncia un tomo 6 de Correspondencia, que no parece que vaya a ver la luz nunca. "Incompetents!"

Dentro de 50 años, concluye Albert Serra, la historia del cine sólo se acordará de dos directores españoles: Pedro Almodóvar y él.

Lo adoro.

Me hace mucha gracia Albert Serra. Como todos los provocadores, lo que consigue su postura extrema y arbitraria, a la ofensiva, es hacerte pensar de nuevo en determinados estatutos inamovibles de la sociedad, lo que te obliga, finalmente, a considerar sinceramente qué tanto de tus pensamientos los has pensado tú, y qué tanto los han pensado por ti. Evidentemtente la postura mayoritaria (entre mis amigos, por ejemplo) a favor de la gratuidad de la música no procede de un análisis personal, de calibrar las opciones y entender el asunto en sus mínimos detalles, sino de la asunción pasiva del discurso dominante en los medios de información que frecuentan.

Cuando oigo a Albert Serra decir que sólo un imbécil piensa que la música ha de ser gratis, me relajo muchísimo. Es lo que yo pienso, pero no he sido capaz de decirlo con tanta contundencia, sino que me he visto forzado a argumentar casi en el vacío sobre algo que, a la luz de las afirmaciones de Serra, me parece ahora una obviedad. ¿Cómo va a ser gratis la música? ¿Por qué? Es indefendible.

Varios elementos concurren en mi simpatía por este tipo. Uno de ellos es su procedencia, Banyolas, municipio de Girona de no más de 7.000 habitantes. Me agrada ver que, a diferencia de tantos escritores, cineastas y músicos, Albert Serra no trata de ocultar su origen rural, sino que lo exhibe graciosamente, sin el menor complejo; de hecho, ese origen, ese pueblo, forma parte medular de su cine, pues sus películas están protagonizadas por algunos habitantes de Banyolas, que es un casting sucesivo para Serra.

Además, me admira su condición kamikaze. Nadie en su sano juicio se metería con Alejandro Amenábar, un director de cine llamado a mover los hilos de la industria nacional de los próximos 30 años, y con el que, claro está, más les valdría a todos llevarse bien, ocultando siempre su desafección por sus películas.

Serra produjo él mismo su película Honor de cavalleria, con un presupuesto de 360.000 euros. Según datos del Ministerio de Cultura, la vieron unas 25mil personas (frente a los 9 millones de Avatar o a los 600.000 espectadores de algunas películas últimas de Almodóvar o Medem.)

Su siguiente filme, El cant dels ocells ("estiércol cinematográfico", ya apuntamos) la vieron apenas 2.000 personas. Si no fuera por el éxito en Cannes y en la revista Cahiers de cinemà, Albert Serra no estaría, como es lógico, protagonizando este post.

Pero en Francia lo quieren.

Después de empaparme con sus cosas, sus citas, sus salidas de tono, he conseguido finalmente ver una película suya, Honor de cavalleria. La saqué del videoclub: 3 euros.

Es aburridísima: se me dormía la gente sobre el regazo, lo cual no es mala consecuencia. Yo aguanté disciplinadamente su metraje.

Trata de don Quijote y Sancho Panza, perdidos por el campo. Apenas hay palabras, seguramente tiene más palabras este post que toda la película, todos sus diálogos juntos. Cuando hay palabras, son tan anodinas como Sancho, Ven, Mira, Vamos, Roncas o Laurel. A veces alguna frase destaca, como cuando don Quijote le dice a Sancho: Dile a Dios, Dios, eres el mejor. Y Sancho repite: Dios, eres el mejor.

Planos largos sobre paisajes inmóviles, sobre cuerpos inmóviles, sobre cielos detenidos conforman toda la película. No pasa absolutamente nada. Es como si Serra hubiera filmado el espacio en blanco que hay entre un capítulo y otro del Quijote, como si hubiera hecho cine con lo que Cervantes hizo elipsis; como si hubiera querido fijarse en las sobras de una aventura.

En una escena determinada, vemos a don Quijote de pie, tambaleándose al compás del viento. No se sabe muy bien qué le pasa; no se sabe en absoluto qué. Se mueve hacia delante, hacia atrás, hacia un lado; levanta un poco el brazo derecho. Suena el viento.

Me perturbó bastante esta escena. Me puedo inventar todo tipo de teorías o interpretaciones líricas sobre ella, lo cual es decir bastante.

Ray Loriga tiene una frase muy brillante (tiene muchas) sobre el cine que le gusta: Me gustan las películas donde te aburres un poco.

Con Honor de cavalleria te aburres un montón. ¿Puede ser eso gran cine? Quizá yo no estaría exhibiendo indulgencia con esta película si no fuera fan de Albert Serra, del hombre. Quizá considerara su película una puta mierda insoportable. No lo puedo saber, sólo estimar.

En cualquier caso, como Jean Luc Godard, Serra tiene en sus manos, en su actitud, mucho cine posible, del que sus películas quizá sólo sean bocetos para los que vendrán.

Muerte y armaduras, como dicen en la Ilíada.

martes, 15 de junio de 2010

Now you´re under control

Lo inminente nos anula, nos devora en el vacío, nos une también en el ansia colectiva, nos excita. Los prolegómenos de un concierto son la inminencia que prefiero. Apiñados, nerviosos, entre silbidos y gritos, entre empujones, los espectadores de un concierto queremos ver venir la música, su mensajero humano, el rey del ruido. Hay una tensión deliciosa, entonces. Hay miedo y felicidad, pavor a la dicha, impaciencia por abrir los regalos. Algo va a suceder y cuenta contigo. Algo único. El momento de la tribu.

Rage against the machine tocaba a las doce y media, y han pasado ya diez minutos. Diez minutos de placer, de sadomaso psicológico. No nos importa un latigazo más, un minuto, otro más, un minuto, incluso otro más, cinco minutos, pero la espera empieza a doler cuando uno ya conoce todos los recovecos de su dolor.

Se ilumina la pantalla central: hay gritos y escándalo, el tren ha alcanzado la cima de la montaña rusa y pronto todo será vértigo y gloria. En la pantalla aparece una cuenta atrás. Leemos 10, 9, 8, leemos 7, 6, 5, leemos finalmente 4, 3, 2 y 1.

Y leemos Movistar.

Entran los cuatro componentes de Rage againts the machine y empieza el concierto. Ahora, y durante todo el show, una estrella roja de cinco puntas ocupa entera la pantalla principal del escenario.

Rock in Río.

Fui a Rock in Río el 11 de junio porque, como suele decirse con dramatismo desmedido, no quería morirme sin ver tocar a Rage against the machine. Su música es el odio que prefiero. Conocía vagamente las estomagantes características de este festival, pero uno no es de los que les sabe mal el gintonic por tomarlo en vaso largo, y no en vaso ancho o en copa de balón, y se creía inmune al envoltorio de la vida. Se equivocaba, uno.

El festival nos recibe con un lema bajo su nombre: Por un mundo mejor. Así, sin más. Por un mundo mejor. No se especifica si mejor para unos o para otros, mejor en esto o en aquello, cuánto mejor o cuándo mejor. Simplemente, Rock in Río, por un mundo mejor.

Las instalaciones son fastuosas y apropiadas; los escenarios imponentes; la organización impecable. Llegamos cuando empezaba a tocar Cypres Hill, con puntualidad sospechosa. Tenían fuerza y ganas, sin embargo; se fumaron un porro colosal a medio concierto, fueron simpáticos y endiablados, perro loco, how i just could kill a man, latin lingo. Parecía un concierto normal, finalmente.

Cuando acabó dimos una vuelta por la, así llamada, "ciudad del rock". Empezaron las suspicacias. Hay jabón en los baños, hay familias enteras en el césped; hay césped, pero es de plástico. Hay un stand de pinturas Bruguer, otro de Seat, otro de Movistar, otro de El corte inglés. Hay lavadoras LG. Hay un Burger y Telepizza. Zapatillas Victoria.

Hay papeleras por todas partes.

Volvemos al escenario principal. Protección civil en las pantallas gigantes. Primero habla una mujer y luego un hombre, ambos uniformados. Nos informan, sonrientes, afables, vocalizando a la perfección, de que nada malo puede sucedernos. Todo está previsto (sic).

Todo está previsto.

Tomamos 3 litros de cerveza para darnos cuenta de que sólo puede beberse cerveza o cocacola. O agua. Nos miramos aterrados.

Esto parece Un mundo feliz, digo.

Esto parece El show de Truman, dice mi amigo.

Esto parece el Nausicaa con música en directo, nos dice un amigo de mi amigo, al que nos hemos encontrado entre estupor y temblores.

Acudimos finalmente a ver a Rage against the machine. De camino, vemos a una mujer con un bebé en brazos. Me dan escalofríos.

Cuando termina, acudo a los baños por primera vez. Efectivamente hay jabón líquido, azul, en dispensadores de plástico. Me lavo las manos y le digo a mi amigo: Sólo falta un negro que nos ofrezca toallas blancas.

En un rincón, vemos a dos tipos metiéndose rayas de cocaína. Con todas las letras: rayas de cocaína. Es lo más auténtico que he visto en todo el festival.

Damos otra larga vuelta. En el escenario de música electrónica hay cinco gogós. Los hombres las miran con indefensión y las mujeres las ignoran con beligerancia; es lo segundo más auténtico que he visto en todo el festival.

Mi amigo y yo no dejamos de sopesar este evento, este sistema, este mundo por venir. Un mundo perfecto, sin borrachos, sin drogadictos, sin peleas, sin gentuza, sin maldad, sin delirio. Sin pasión. Es el aburrimiento como forma de vida. Todo está previsto.

No he ido a muchos festivales, pero en este me doy cuenta de por qué me gustan. Echo de menos la catarsis, lo dionisíaco, el confín de la carne. Echo de menos el exceso, esa vía reputada de conocimiento. El sano arte de violentarse.

Me gusta ver a la gente borracha y drogada, haciendo el ridículo, devastando un espacio y dejando la caligrafía del detritus, la firma de sus vómitos. Me gusta la música cuando tiene que ver con la caverna, si no me iría a escuchar a Mozart al Auditorio. Me gusta partirme por la mitad con todos los venenos bonitos.

Nada de eso es posible en Rock in Río, un festival familiar, familiar como poner la mesa los domingos. Familiar como fingir familias los domingos. ¿Me pasas el pan?, y así.

Esta verdad no tiene fisuras, esta programación no es hackeable. Sabemos que es todo una inmensa gilipollez, una máquina de hacer dinero, pero es imposible encontrar su punto débil, porque la simpleza no lleva nada detrás, salvo más simpleza, una impostura que propende al infinito y niega siempre lo complejo, el doblez donde anida el mal.

No creo que haya una imagen más espeluznante del infierno que un lugar donde todo el mundo sea buena persona. Cuando una persona se enfada, odia, envidia, mete la pata o comete una maldad, es cuando a mí me dan ganas de abrazarla. Es cuando esa persona es de mi raza.

La raza de Rock in Río, la raza en cadena que está construyendo este nuevo mundo mejor, me da miedo. Y asco. Y miedo, otra vez, muy grande.

Uno lucha porque no le silencien la sangre. Uno va en la dirección contraria para no volverse loco.

Hay que romper algunas cosas. Hay que matar a estos muertos. Hay que vivir y violar. Pronto.

viernes, 11 de junio de 2010

Éxito

Acabo de leer una entrevista con Esther García Llovet en la que afirma que de su anterior novela, Submáquina, se habrán vendido, como mucho, 300 ejemplares.

Ahora mirad hacia aquí: el pasado jueves estuve en el programa 24 horas de RNE, junto a Jesús Ayuso (Fuentetaja) y Julia Navarro, que venía directamente de la feria del libro.

-Me duele la mano de firmar -nos dijo nada más llegar.

Había firmado 420 ejemplares esa tarde.

Podéis ver la entrevista de Llovet aquí; y escuchar la charla en RNE aquí.

Y ahora vamos a pensar sobre todo esto.

1.

Submáquina es uno de los mejores libros publicados en España el año pasado. Esther García Llovet (a la que no conozco en persona, ni por mail) afirma que tardó tres años en encontrar editor para su texto. Fue finalmente Salto de página (dios bendiga este sello) el que se atrevió con el libro.

Sus ventas no sorprenden a nadie que se dedique a la literatura: sorprende que la autora las diga. Sus ventas, de hecho, son normales. Los libros, las novelas, se venden por cientos, por mucho que la imagen social del escritor esté configurada a partir de autores multimillonarios que viajan en la parte de atrás de un Rolls Royce.

Uno de los secretos mejor guardados de la literatura es que la literatura es miserable, que escribir y publicar libros no da ni para comprar el periódico donde sale la crítica de tu libro; que de hecho la crítica de tu libro en El Cultural la lee mucha más gente que tu propio libro.

¿Por qué Submáquina no ha vendido 100.000 ejemplares? Lo diré claramente: no tengo ni puta idea.

Sobre todo cuando comparte territorio narrativo con un autor de ventas cuantiosas, Roberto Bolaño. Al igual que en 2666 o Los detectives salvajes, la acción se sitúa en un México violento y sexual, descarnadísimo. La diferencia con Bolaño debe de ser muy grande, en vista de la escasa acogida de Submáquina. La mayor que yo veo (diferencia) entre ambos es esta: Esther García Llovet escribe infinitamente mejor que Roberto Bolaño.


2.

Suena mi móvil. Que si quiero participar en un debate sobre la feria del libro en RNE. Claro, cómo no, ¿quién más va? (Quizá hay ya 40 nombres con los que no quiero compartir espacio: no se lo digáis a nadie.) Me dicen que están buscando; quieren un librero y, también, "un autor distinto a ti, uno que venda mucho".

Sic!

Ese autor fue Julia Navarro. No he leído ningún libro suyo: no se puede leer todo. Sin embargo, respeto puntillosamente su trabajo. A fin de cuentas sólo escribe libros y sus libros se venden por cientos de miles. ¿Qué va uno a objetar a eso?

Sin embargo, el encuentro (podéis escucharlo) fue algo dantesco. El locutor se refería a mí constantemente como a un autor novel, cuando, de hecho, yo he escrito y publicado más novelas que Julia Navarro. Si alguna vez la expresión "artista incomprendido" ha rondado mi ego, ha sido en ésta.

Me resultó imposible aclarar que vender millones de libros no es algo que se me pase siquiera por la cabeza. Me resultó imposible entender cómo el locutor, un periodista, alguien con cierta cultura, podía ignorar de modo tan humillante el valor de la literatura.

El momento más bajo de estas impresiones llegó cuando el locutor quiso dar noticia de los libros que yo llevaba publicados. Le dije que había publicado seis, y él puso una cara, y supongo que una voz, que daba a entender su pasmo: ¿llevas seis novelas publicadas y aún no eres nadie? Mal lo llevas, chico.


3.

El locutor le preguntó al librero sobre cuánto tenía que vender un libro para ser considerado un éxito. El librero, señor Ayuso, dijo que 3.000 ejemplares.

La mayoría de los escritores no vende 3.000 ejemplares, por supuesto.

Esta apreciación sobre qué es un éxito me hizo pensar en qué era un éxito para mí, de manera objetiva, casi estomacal. Y concluí en varias obviedades que, sin embargo, nunca había verbalizado.

Una era que para mí un éxito, una novela de éxito, es aquella que simplemente me gusta. Que me gusta mucho. Submáquina es un éxito absoluto. Yo quiero escribir Submáquina, escribir España (Manuel Vilas), escribir Ventajas de viajar en tren (Antonio Orejudo). Quiero tener esa clase de éxito. Las ventas de estos libros me son indiferentes.

Repito: no es una actitud de envolvente bondad, ni de piedad compensatoria. Es, con exactitud, lo que siento.

Esto se traduce además en otro hecho relevante. Supongo que muchas personas considerarían todo un honor, y un placer, y un vértigo, conocer en persona a Julia Navarro. Para mí, y lo digo con un respeto inmenso: de verdad, conocer a Julia Navarro no me puso nervioso, porque no siento ninguna admiración por ella.

Sin embargo, conocer a autores que admiro, que han escrito un éxito para mí, me pone efectivamente nervioso, como si estuviera ante alguien excepcional.

Si Samuel Beckett, por ejemplo, que de algunos de sus libros vendió 6 ejemplares, estuviera vivo, y me lo presentaran, y mi mano fuera hacia su mano, yo sentiría que estoy tocando a Dios.

4.

Tengo ante mis ojos Las crudas, el nuevo libro de Esther García Llovet. Publica esta vez Ediciones del Viento. Su primer libro, Coda, lo publicó Lengua de Trapo. Curiosamente, tengo sus tres libros porque sus tres editores me los han dado. ¡Así cómo va a vender, la pobre!

Entiendo que esta autora tiene un problema: no se nota suficientemente que quien escribe es una mujer.

Al parecer, la delirante pasión por la paridad que constituye el desnortado objetivo moral de políticos y periodistas a día de hoy no acaba con que haya tantos directores de cine como directoras de cine, tantos escritores como escritoras. Va más allá. Una vez que tengamos por fin ese 50/50, los promotores de esta visión infantil de la realidad esperarán que el 50% femenino dirija películas y escriba libros que traten sobre la mujer; y más: que traten sobre la mujer oprimida o heroica. Por tanto, si una mujer hace películas o escribe novelas que no traten sobre mujeres, o que traten sobre mujeres pero sobre las malas, las crudas, las crueles, los pastores de la paridad tendrán que sacar el cayado y expulsar a estas mujeres confundidas de su redil del arte inane.

Me parece tan obvio, y tan ridículo, que no soy capaz de ahorcarme de asco siquiera.

No hay más que ver la diferencia de trato social y mediático que reciben determinadas escritoras en comparación con las militantes de la feminidad, supuestamente también escritoras. Desde Belén Gopegui a Cristina Sánchez Andrade, podemos localizar a un puñado muy digno de talentosas "mujeres" (el entrecomillado es facultativo) que no necesitan de la analfabeta ayuda de un par de ministras de familia influyente para ser respetadas.

Bastaría con que se tomaran la molestia de leerlas.

En esta misma línea de delirio podemos inscribir el nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras. Los titulares rezaban: "Amin Maalouf logra el Príncipe de Asturias (de las Letras) por fomentar la tolerancia."

¡Menos mal que no se lo han dado por escribir bien!

Se me está resquebrajando las consistencia del post, lo sé, pero no quiero dejar de apuntar otro titular.

Shakira da un concierto, y los periódicos dicen: "Shakira arrasó moviendo sus caderas en Rock in Río."

Sin comentarios.

Así que apuntemos, por favor, en la moleskine:

éxito=vender mucho
escritor bueno=buena persona
escritora buena=defensora de la mujer
cantante de éxito=tía buena

Si eres mujer, y estás buena, canta; si no, escribe sobre machismo.

Un saludo a los seguidores de Jacques Derrida. Y muchas gracias.

miércoles, 9 de junio de 2010

Castilla y León--->Guadalajara (México)


Ayer estuve en Valladolid en la presentación del programa de Castilla y León para la Feria del Libro de Guadalajara, en la que este año es Invitado de Honor.

Unos 60 escritores, y 30 o 40 artistas, hemos sido convocados para diversos actos organizados desde la junta autonómica.

En la foto, aparezco al fondo a la izquierda, junto a Ángel Vallecillo y Óscar Esquivias.

Entre los participantes en el evento, que se celebra del 27 de noviembre al 5 de diciembre, estarán también Antonio Gamoneda, Juan Manuel de Prada, Fernando Arrabal, José Antonio González Sainz, Raúl Guerra Garrido y Jesús Ferrero.

Otros nombres, con los que he ido coincidiendo en actos y reportajes varios, y con los que parece que ya formo un pequeño club de escritores relativamente jóvenes de Castilla y León, son los de Alejandro Cuevas, Eduardo Fraile o Ana Isabel Conejo, aparte de Esquivias y Vallecillo.

El acto se celebró en el impresionante Centro Cultural Miguel Delibes. Cerró el encuentro el grupo Celtas Cortos.

Como dijo Camilo José Cela (más o menos): uno no es de ningún sitio impunemente.

Gracias.

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En prensa
La razon / Abc y 2 / El Norte de Castilla / Efe / El País

sábado, 5 de junio de 2010

One hit wonders

Me precio de haber pronunciado la siguiente frase durante una charla literaria: Soy la persona de España que más ha leído literatura que no merece la pena leerse.

Efectivamente, creo que he perdido muchísimo tiempo leyendo a autores que nadie recordará nunca, que nadie conoce, que nadie leyó conmigo, que nadie cree que existen.

Esto no quiere decir que fueran atroces: de hecho algunos me gustaron mucho. Quiere decir que si, como es mi caso, no he leído aún Las suplicantes ni Pablo y Virginia ni Clarissa no debería ponerme a leer a un chaval de 20 años.

Pero pasa que a mí me gusta leer a un chaval de 20 años antes que a Goethe. De hecho me interesa más cualquier bodrio escrito por un autor nuevo que Goethe entero. Es lo que hay.

Al hilo de todos esos libros desconocidos que he leído, comentaba en la charla del otro día la particularidad de algunos autores que nunca volvieron a publicar (según mis fuentes). Nombraré a tres.

Jordi Martín Jurado, y su obra Niños.

Juan Gracia, y su obra Todo da igual.

Bruno Francés, y su obra Carpe diem.

Curiosamente, Niños fue premió Jaén de Novela, y la publicó Debate; Toda da igual la editó Mondadori; y Carpe diem fue premio Ateneo Joven. Quiero decir que no son novelas que no hayan salido de su comarca, geográfica o literaria.

Sin embargo, no conozco a nadie que las conozca. Están bastante bien las tres.

Pensaba el otro día, sobre todo, en Niños. He llegado a la conclusión de que la crítica literaria, incluso las palabras críticas, son completamente absurdas, y que lo único importante es la primera impresión, reseñable en un agradecidamente parco: Me ha gustado, Me ha gustado mucho o Me ha gustado muchísimo, con sus reversos negativos y asimismo magros: No me ha gustado, No me ha gustado nada, Me ha horrorizado.

Con eso vale. Lo demás es palabrería; interesante, pero palabrería.

De hecho, como con las críticas que recibo yo, no soporto leer una reseña en la que, al principio o al final (lo primero que leo de una reseña es la última frase), no afirmen rotundamente si la novela les ha gustado o no. Muchas no lo dicen. ¡Me ponen enfermo!

Y, aparte de la primera impresión, el paladar directo, la primera sangre del gusto, está lo que alguien me ha comentado que se llama "retrogusto". Es decir, pasan los días, vuelves de pronto a pensar en una obra y dices: Sí, sí, sí que era buena. O: Uf, en realidad era malísima.

En eso también creo.

Algunas novelas te engañan un poco en su primera lectura, porque esta se produce al calor de la novedad, con la que uno quiere casi siempre estar de acuerdo. Pero, cuando pasa esa semana de empatía con tu entorno cultural, muchas obras se te revelan de pronto realmente malas, o sosas, o huecas, y les bajas la nota.

El caso es que Niños, de Jordi Martín Jurado (y estoy seguro de que este post va a otorgar al escritor (¿por una novela ya es uno escritor?, ¿para siempre?, ¿por una novela de 1998 también?, ¿caduca el escritor?) su entrada principal en google), en el momento del retro-retro-gusto, me ha parecido muy buena. Tengo un recuerdo estupendísimo de la novela. La leí hace 12 años y aún sé de qué va: eso no me pasa con Rojo y negro.

Niños va de un señor, no sé si el narrador, que fabrica niños. Los fabrica y los tira por la ventana o los manda a robar bancos o a hacer surfing: cosas así. La novela, en pequeños trozos, acumula este tipo de historia perversa, bastante ácida (según mi memoria), y deja claro, es uno de sus leit motiv, que (el narrador) no soporta básicamente dos cosas: las ideologías y a los periodistas.

Creo que, si se publicara ahora, esta novela sería completamente moderna, postmoderna, fragmentaria, anti-realista, anti-patriótica y todo eso que se pide a un joven autor debutante. Dato: Carlos Boyero (y Constantino Bértolo, pero sobre todo Carlos Boyero) estaba en el jurado.

Todo da igual, de Juan Gracia, era una especie de American Psycho madrileño, más inmoral que amoral, y que recuerdo que me incomodó, y que su protagonista me cayó fatal. Ya digo: más inmoral que amoral. Muy cruel.

Carpe diem era una historia del género negro de andar por casa: es decir, ese género negro que sucede en España, que para que te lo creas tiene que ser un poco cutre, sin grandes complots ni retorcimientos en la trama. Ahora que la cito, me viene a la cabeza Los asesinos lentos, de Rafael Balanzá, que leí no hace mucho, y que es también una primera novela que a lo mejor dentro de diez años no recuerda haber leído nadie.

Pues si Los asesinos lentos trata de un tipo que le dice a otro que le va a matar, pero no cuándo, Carpe diem eran unos jóvenes que se iban (al estilo de Fin, de David Monteagudo) a una casa a pegarse un tiro en la cabeza... o no.

Me pareció un libro muy entretenido.

Otros autores que siento a menudo que sólo yo he leído son, por ejemplo, David de Benedicte y José Machado. Ambos tuvieron una primera obra a la que, finalmente, ha seguido una segunda; pero a lo que voy es a que durante bastante tiempo formaron parte de ese rincón Rulfo donde se juntan a callar los escritores que sólo tiraron una vez los dados.

David de Benedicte ganó con Travolta tiene miedo a morir el premio Francisco Umbral de novela, y la verdad es Travolta tiene miedo a morir era una calcomanía lírica del estilo de Umbral, incluso meritoria en su seguidismo.

José Machado, por su parte, publicó A dos ruedas en Alfaguara (nada menos), y, aparte de sacar a Andrés Pajares en su libro, lo puso todo perdido de Ray Loriga, al que A dos ruedas (pienso en Héroes) se parece quizá desmedidamente.

Más recientes, y más cercanos (publica Lengua de trapo), están los nombres de Alberto Ávila Salazar y Pablo Sánchez. (Me acabo de dar cuenta de que no he nombrado a ninguna mujer hasta ahora.) El primero ganó como yo el premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid. Su novela se tituló Todo lo que se ve, y me pareció bastante buena. De hecho no soy capaz ahora mismo de encontrar símiles para su estilo o su historia, supongo que porque Ávila Salazar proviene de lecturas axiales distintas a las mías.

Pablo Sánchez también ganó un premio; el Lengua de Trapo, de hecho. Así a ojo es posible que sea la mejor novela premio Lengua de Trapo de toda la historia del premio. Su libro se tituló Caja negra y su componente autobiográfico y metaliterario era la fuerza motriz de su propuesta. Recuerdo que me gustó mucho su insolencia, su crítica a su ciudad natal (Barcelona) y la burla constante respecto al mundillo literario y cultural.

También leí en su momento (y me he acordado por el paréntesis de más arriba) Muertos o algo peor, de Violeta Hernando. Recuerdo el título del libro, y recuerdo el nombre de la autora: juro que no he buscado en google. Y quizá lo recuerdo porque fue bastante sonado el hecho de que la autora tuviera 17 años (¡o menos!). Lo que sí se me ha olvidado es de qué iba el libro, aunque recuerdo (¡) que la editorial se llamaba Montesinos.

La misma editorial que publicó Los minutos de la basura, de Eloy Fernández Porta, que también leí entonces, cuando nadie sabía que Eloy Fernández Porta iba a resolver posteriormente en el ensayo todos los enigmas de nuestro tiempo. Me interesó mucho este libro, con una contraportada o cuarta de cubierta en la que se sometía al lector a un test para ver si realmente tenía en las manos la novela adecuada, o el libro en las pastas las manos adecuadas.

Con motivo de una entrevista para la televisión que me hicieron con mi primera novela, recuerdo haber conocido a dos autoras primerizas que acudían también a la cita. Una era Berta Vías Mahou, con su novela Leo en la cama. La otra no recuerdo cómo se llamaba, pero sí el título de su libro: La reina de las putas.

Mi memoria no merece medalla en este caso: estamos de acuerdo.

Sólo leí Leo en la cama. Pensaba que Vías Mahou se había arrinconado con Rulfo y compañía pero hace no mucho descubrí que anda publicando cuentos y, sobre todo, traducciones, con la editorial Acantilado (nada menos).

Otra pareja que comparte editorial (y la comparte también conmigo: nada mejor para que alguien lea todo tu catálogo que publicarlo) son (o fueron) Berta Serra Manzanares y Ada Castells. Publicó Anagrama.

Serra Manzanares hizo una primera (creo que era primera) novela muy ambiciosa, ambientada en Estados Unidos: El Oeste más lejano. Me dejó un poco frío, la verdad. Ada Castells escribió El dedo del ángel, una historia de cocina y sodomía, y Menorca monacal o sectaria (había mucha misa en esa parte del libro), que me resultó muy gamberra y provocadora. Ambas autoras han publicado al menos un libro más (con Anagrama también).

Finalmente, he leído hace unos meses Los dueños del ritmo, de José Eduardo Tornay, editado por La Fábrica en esa colección de novelas breves que son más largas que muchas novelas que no van de breves. Está muy bien escrita, no en términos de corrección sino de creatividad expresiva. Su trama socioindustrial nos retrotrae a esa literatura siglo XX en la que siempre parecía que acababan de cerrar una fábrica y levantar un barrio obrero, mientras pasaba un Mercedes Benz por algún sitio.

Ahora mismo acabo de acordarme de María Folguera. También ganó el Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, pero antes que yo. Su novela Sin juicio vio la luz cuando ella tenía 17 años. Me gustó mucho. La autora anda ahora dedicada al teatro y ha ganado un premio con su drama Hilo debajo del agua. Su alejamiento del género narrativo me parece encausable: creo que tiene un talento destacado dentro de los escritores nacidos en los años 80.

Así a bote pronto no recuerdo más libros que puedan tenerme a mí como único lector a día de hoy, libros olvidados, libros primeros, marginales, simpáticos, irrelevantes. Supongo que siempre hay alguien que se acuerda de un libro.

O no.
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update:

Levantar ciudades, de Lilian Neuman
Tengo palabras de fuego, de Adolfo Muñoz
La matriz y la sombra, de Ana Prieto Nadal

miércoles, 2 de junio de 2010

Sexo editorial

No, en este post no acumularé permutaciones coitales de tipo editor-autor, autor-autor o agente-editor, sino que tiraré del hilo metafórico siguiente: ver la relación autor-editor como una relación de pareja.

Me he dado cuenta de que se parecen mucho. Desde el principio.

En el principio esta el virgo, y el deseo de su destrucción. Desvirgarse es un objetivo a corto plazo: uno tiene unas ganas potentes de follar, de publicar. Ser virgen de la carne o del papel enerva y no deja dormir, desenvaina la envidia (Neruda, envainar la envidia, Canto general) y quita el sueño. Uno puede llegar a desvirgarse con lo primero que pase, o quedar virgen (inédito), o encontrar a la pareja adecuada. O pagar por follar (autoedición).

Periclitada la inocencia, algunos le cogen el gusto y quieren repetir. Pero del mismo modo que dos no discuten si uno no quiere, dos no repiten si uno no quiere. Normalmente el que no quiere en este símil es la editorial.

La editorial es la chica más guapa de la clase, el macho alfa, la estrella del rock y el universo de lo posible. Tiene muchos pretendientes, tantos, que incluso siendo polígama, poliándrica, no da abasto. Puede acostarse contigo una noche y no volver a llamarte. Puede ponerte caliente, leer tu manuscrito, y no volver a llamarte. Puede abandonar el negocio de las sábanas y dedicarse a otra cosa.

En cualquiera de esos supuestos, uno acaba por buscarse otro partener, otro sello, alguien que me quiera. Aunque yo no lo quiera.

Publicar con algunos es como acostarse con algunos: una derrota disimulada. También: un éxito secreto. La persona que no te atrae, tras el sexo, resulta que te atrae, que te trata bien, que te pone. Uno publica un libro por desesperación como echa un polvo por desesperación, y al final la desesperación no era tal, sino una gloriosa carambola.

En tal caso te equiparas a las parejas "normales", a esos escritores que publicaron con la más guapa, el más atractivo, y mantienen durante años una sana vida sexual editorial. Es una situación que también comporta dificultades.

Porque todos queremos notar cada tanto el placer de la conquista.

El binomio autor-editor es una pareja estable que se guarda fidelidad. Algunos editores te dejan que les pongas los cuernos un poquito. Otros no. Y otros, por contra, te quieren mientras eres joven, y enseñan mucho tu foto, tu solapa, a sus amigos, a los medios. Los buenos editores te quieren por lo que llevas dentro, del libro.

Editores buenos hay pocos. (Escritores buenos hay menos.)

Algunos escritores se comportan como asaltacatálogos, y no duermen dos veces con el mismo editor. ¡Se los quieren follar a todos!

Hay otros que a todos sus hijos los llaman Premio.

Y hay algunos escritores que nunca se cansan del sexo, de escribir; pero a veces sienten que publicar, follar, es un acto sucio y perfectamente vulgar. De modo que se dedican a mirar, leer.

Todo es sexo, y apenas literatura.