lunes, 21 de noviembre de 2011

XIV ¡Cuídate, España...!

¡Cuídate, España, de tu propia España!
¡Cuídate de la hoz sin el martillo,
cuídate del martillo sin la hoz!
¡Cuídate de la víctima a pesar suyo,
del verdugo a pesar suyo
y del indiferente a pesar suyo!
¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,
negárate tres veces,
y del que te negó, después, tres veces!
¡Cuídate de las calaveras sin las tibias,
y de las tibias sin las calaveras!
¡Cuídate de los nuevos poderosos!
¡Cuídate del que come tus cadáveres,
del que devora muertos a tus vivos!
¡Cuídate del leal ciento por ciento!
¡Cuídate del cielo más acá del aire
y cuídate del aire más allá del cielo!
¡Cuídate de los que te aman!
¡Cuídate de tus héroes!
¡Cuídate de tus muertos!
¡Cuídate de la República!
¡Cuídate del futuro!…

España, aparta de mí este Cáliz, César Vallejo (1937)

lunes, 14 de noviembre de 2011

Algo sano

No he leído el artículo que Ignacio Echevarría me dedicó -valga la inmodestia- hace dos semanas en el suplemento literario El Cultural. Conozco su título, he leído su sumario, he leído un par de frases sueltas aquí y allá y varias personas me han comentado de qué trata y cómo me trata y qué dice exactamente o viene a decir en definitiva.

Por tanto, no puede decirse que esto sea una respuesta, pues poco puede contestar uno a quien no ha leído, o sólo en diagonal y así como echando hacia tras la cabeza, precavido. Tampoco era una respuesta un post anterior a este, abortado, que llegó a tener ocho folios, y que sólo buscaba explicar lo obvio, cuando uno ya debería de saber que lo obvio es mejor no tratar de explicarlo.

Uno quiere ser leído. Lo obvio.

Desesperado, o casi, por haber escrito ocho folios y no haber explicado ni la O de lo obvio, y sí haberme enredado en los jardines de mi propio pensamiento, desistí de contestar sin contestar (sin leer) a Ignacio Echevarría, y dejarlo estar, y pasar página; fue justo entonces cuando entendí todo el asunto.

Porque era un asunto de clases sociales.

Propongo la hipótesis de que hay dos puntos de partida en el quehacer literario, y que esos dos puntos de partida enderezan dos varas de medir diferentes para las cosas que pasan con los libros.

Es el primero de esos puntos de partida aquel donde la actitud y el discurso que observamos en un autor vendrán siempre encomendados a “la costumbre”. En el segundo, sin embargo, será “la ruptura” la que aliente todas las acciones y posicionamientos del autor.

La costumbre remite casi exclusivamente a clases sociales elevadas, y a su práctica pretérita del privilegio; por su parte, la ruptura nos habla de entornos familiares no necesariamente míseros, pero sí indiscutiblemente ágrafos e inexpertos.

Dados un ambiente y unas expectativas sociales donde la comisión del hecho literario se toma como una opción más, quien deviene escritor no lleva a cabo un acto de rebeldía, sino que consuma apenas un capricho, pues el futuro escritor se ha limitado a elegir una posibilidad en concreto de entre todas las que se le brindan. Así, tanto su obra escrita como sus manifestaciones y decisiones profesionales (como escritor) irán siempre a favor del sistema en que naturalmente se ha integrado (el literario), sistema que repite minuciosamente el orden social del que procede (privilegiadamente) el nuevo escritor. Sólo recreativamente este nuevo escritor propone con su obra o con su condición de artista una impugnación del sistema social, pues en realidad su función en el sistema literario no es tanto conculcar los principios propios de su clase –a pesar de que eso es lo que se esfuerza en aparentar- como trasladarlos a dicho sistema.

En el lado opuesto nos encontramos al autor que, para serlo, ha de quebrantar el orden social donde ha nacido, pues ser escritor en ese su entorno no sólo no es natural ni viene facilitado por los lazos sociales de su familia, sino que se ve como una extravagancia en el mejor de los casos, y como una insensatez siempre. Ser escritor no es una opción ni un derecho ni una posibilidad, como no lo es tampoco ser actor o director de cine, ni casi siquiera ser director de ninguna otra cosa. Aquí el nuevo escritor ha de romper con su destino, transgredir, continuamente contrariar, en esa aspiración de desclasarse que le han sugerido las biografías de determinados escritores, y que conforman para él su estirpe literaria.

Hablo, claro está, de la leyenda, de buhardillas y vagabundos, de hambre, de horas nocturnas haciendo crecer una novela, de poemas escritos en la cárcel, de cuentos escritos en servilletas, de elegir ser aún más pobre para poder ser aún más escritor, de manuscritos rechazados y de venas abiertas, de cambiar de ciudad, de volver a intentarlo.

Hablo, en definitiva, de respeto. El escritor que quiere serlo partiendo de la nada y de la incomprensión, y que se apoya en un pasado legendario para darse esperanzas, contrae con ese pasado, con ese catálogo de héroes de la escritura, una filiación inquebrantable, pues siente la herencia latente de su ejemplo, su condición vacante, su halo, del que nunca llega a creerse digno del todo.

Mientras que el autor que ha partido del sacrificio para ser escritor se impone una trayectoria literaria constantemente corregida por el respeto, el autor que entiende la labor creativa como connatural a su estatus guía sus pasos por una indisimulada exigencia de derechos, prebendas y loas, materializadas principalmente en becas y viajes y charlas, que demanda y disfruta a costa del erario público sin considerar en ningún caso qué méritos acumula para ser agasajado por la sociedad. 

Así las cosas, resulta inevitable que estos dos tipos de escritores se encuentren y, obviamente, no se comprendan. El escritor acostumbrado se muestra particularmente cómodo en todo lo que la labor de escribir tiene de no escribir, mientras que el escritor rupturista se inquieta al ver que ser escritor incluye tantas cosas ajenas a escribir, y luego se horroriza al comprobar que el sistema literario no le ha salvado, como inconscientemente deseaba, sino que supone, este sistema, una traslación exacta de la estratificación social de la que pretendía alejarse.

La inquietud y el horror los nota el escritor rupturista en que todo su respeto por los escritores es absolutamente aniquilado dentro del orden literario, pues dentro de ese orden “ser escritor” carece por completo de miticidad (incluso, de mérito) y basta un gesto (una beca, un galardón) para ridiculizar el hambre de César Vallejo o las horas de miseria de Henry Miller o Francisco Umbral. Basta un cóctel para reírse a carcajadas de Fernando Pessoa. Basta un festival para deslegitimar la prisión de Dostoievski y la prisión de Jean Genet.

Mientras que el escritor hecho a sí mismo no llega nunca a sentirse completamente escritor –le pesa el respeto- asiste, lacerado, al delirio literario de decenas de jóvenes que se autodenominan “escritores” sin haber publicado nada y, tantas veces, sin haber siquiera escrito. Asiste, lacerado, al abaratamiento de la palabra que él creía bañada en oro (ESCRITOR), y que resulta en realidad una pieza de peltre saldada en cada esquina con minúsculas y a cuerpo 7: escritor.

Y es entonces, abrumado por la inmensa farsa de la literatura, que se apuntala en falsos prestigios y en una suerte de autocomplaciente mediocridad, cuando el escritor que cree en escribir como César Vallejo creyó en escribir se propone encontrar un lugar en la literatura que aún merezca su respeto y le devuelva al origen, y entiende enseguida que la única esperanza para un escritor que quiere escribir al margen de un sistema que corrompe implacablemente su propia materia prima es recordarse constantemente que tiene que haber más lectores que cócteles, más lectores que becas y más lectores que premios, que escribir y leer son todo lo que la literatura necesita para ser literatura, y que si él está escribiendo ya sólo falta alguien que esté leyendo y que vaya a leer lo que él está escribiendo cuando lo termine, por lo que decide hacer lo contrario de lo que hacen casi todos los escritores de su generación, y en lugar de afirmar constantemente lo inteligente que se cree que es y lo arriesgado que se cree que es y lo superior al resto de los mortales que se cree que es, y el desprecio que siente por todos los lectores del mundo, piensa que ha llegado la hora de que los escritores empiecen a decir algo humilde y bonito, algo sano. Quiero ser leído.

Y entonces va y lo dice.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Subrayados

Uno de los primeros artículos que publiqué en mi vida se titulaba "Metáfora y terrorismo" y apareció en el suplemento literario El Cultural, inserto en un reportaje sobre las diez mejores operas prima del año. Hablo de 1998, de A bordo del naufragio, de Javier Pastor y de ocho otros autores cuyo nombre ahora mismo no recuerdo; y de Care Santos, responsable de aquella selección. 1998.

Recuerdo, eso sí, y es tierno, que "Metáfora y terrorismo" fue el primer correo electrónico que envié en mi vida, y que escribí el texto en la oficina donde trabajaba un amigo, en su ordenador, porque por aquel entonces yo no tenía conexión a Internet, y que lo escribí en el propio cuerpo del mensaje, no en un documento de word que luego adjuntara, porque "adjuntar" era aún por aquel entonces tremendamente pro para mi magra experiencia internauta.

Bueno, ¿y qué? Es curioso, casi triste, la actitud que me noto estos días a la hora de enfrentarme con un nuevo post en este blog. Es una actitud sobreactuada, sobresocial, extremadamente atenta al hecho de que firmo estas palabras con mi nombre y apellidos y a que todo lo que escriba podrá ser utilizado en mi contra. Vengo con corbatas y mocasines, perfumadito en prosa, sintáticamente remirado.

Joder. Un taco no más, para bajar a la tierra, salir a la calle, ser natural y un poco más fresco.

Joder.

¿Y qué? Pues que me he acordado estos días, entre entrevistas y reseñas, de aquel artículo seminal que, bajo el título "Metáfora y terrorismo", venía a decir que su autor gustaba especialmente, y casi que únicamente, de los textos que contenían retórica o estilo o poesía o música, y, asimismo, de aquellos que implicaban la exposición de ideas subversivas, rompedoras, ingeniosas, desconcertantes o escandalosas.

Si bien puede entenderse que he evolucionado poco desde mis 23 años, también puede afirmarse que muestro una enorme coherencia al suscribir, 13 años después, aquella primera declaración de intenciones.

Lo único por lo que leo es porque estoy buscando la palabra y la idea; la palabra recreativa y la idea regeneradora, que el texto me haga sentir o que me haga pensar: eso es todo.

Es natural, por tanto, que uno escriba libros donde hay muchas ideas y muchas metáforas, tropos y demás componentes de la batería para-semántica del idioma. Escribo, como es lógico, para gustarme a mí mismo también.

En estas cavilaciones andaba cuando me di cuenta de que existía un rectilíneo -según el pulso de cada cual, ciertamente- instrumento de medición del interés o pasión que siento por un libro. Estoy hablando del subrayado.

En realidad yo apenas subrayo, porque le tengo quizá un respeto excesivo a los libros, y porque muchos de ellos me los saco de la biblioteca. En todo caso, el doblez de esquinitas de las páginas -arriba si la cita anda por esa altura; abajo si la frase que me pone habita el principal de la hoja-, doblez que practico con denuedo, es asimismo una forma de subrayar. Sin excepción alguna, los libros que poseo y que me gustan mucho conservan más esquinitas dobladas que los libros que poseo y que no me han gustado, o no tanto. Del mismo modo, en los documentos específicos que abro en word para cada título que leo, se ve claramente qué libro me ha entusiasmado por la cantidad de entrecomillados que he extraído. Así, mi doc sobre Tom Jones es más extenso que mi doc sobre La educación de Henry Adams, y mi doc sobre William Carlos Williams es más jugoso que mi doc sobre Dylan Thomas.

Mi forma de leer y, más exactamente, de disfrutar de los libros, tiene tanto que ver con la "cita" que, a buen seguro, no tengo otro modo de demostrarme a mí mismo lo mucho que aprecio una novela, o la obra de un poeta. La cita -que fue primero un subrayado, una esquinita doblada- acaba además formando parte casi siempre de mi memoria literaria, de mi "sistema ambulante de citas", que diría Vila-Matas, en eco mejorado de Jorge Luis Borges.

¿Es la cita la literatura misma? ¿Es la literatura el mapa del tesoro de la cita? ¿Dónde queda la trama y la información?

Me dan bastante igual las tramas y las informaciones, y tengo por anticuadas e insoportables esas páginas de novelas actuales que se demoran en descripciones periodísticas de las cosas, en hacer inventarios; en apuntar, en definitiva, que un personaje es rubio o moreno, viste jeans o minifaldas, estudió en Cambridge o en Cáceres, tuvo dos hijos o tres mujeres, comía huevos rancheros o bebía cocacolas.

Si atendemos al pasado de la Literatura, a su legado constatable, apenas podemos encontrar otra cosa que metáforas e ideas: nunca ha pasado a la historia una frase como "X era alta y delgada, de carácter amable y voz meliflua". Lo que ha pasado a la historia es "entre la pena y la nada, escojo la pena" o "la memoria sabe antes de que el conocimiento recuerde", frases expurgadas de Las palmeras salvajes y Luz de agosto, de William Faulkner, respectivamente.

¿Por qué no escribió Faulkner un ensayo sobre las diferencias ontológicas entre la pena y la apatía? ¿Por qué no escribió luego otro ensayo sobre las circunvoluciones cerebrales y los modos en que la memoria y el conocimiento se contaminan?

¿Por qué me han preguntado a mí en algún momento de mi promoción de Ejército enemigo si no hubiera sido más lógico escribir un ensayo? Ni idea. Esta pregunta no se la he visto hacer a Javier Marías o a Enrique Vila-Matas, ni a tantos otros autores modernos que en sus libros practican las formas literarias del pensamiento. Así que me he visto obligado a contestar desamparadamente, en los medios de la plaza de las letras, mientras Cervantes (discurso de las armas y las letras), Dostoievsky (reflexiones sobre la figura del padre en Los hermanos Karamazov) o Cortázar ("el genio es elegirse genial, y acertar" Rayuela) me miraban desde el tendido de sombra con todas sus ideas canonizadas.

Se me ocurrió esta respuesta de inmediato: el pensamiento literario es inútil. Es la inutilidad la que da forma poética a una "idea", "ocurrencia" u "opinión". El ensayo, en su pretensión clásica -a fin de cuentas todo género literario se aviene a la mixtura, y está bien que así sea, y uno no tendría que señalarlo siquiera-, proponía desde el texto consideraciones de implantación inmediata, por posible o deseable. Cuando Platón establece la estructura que él quisiera para una república perfecta, lo dice en serio; cuando Jovellanos escribe su Informe sobre la ley agraria, también lo está escribiendo muy en serio; y cuando Rosseau en su Emilio indica que a los niños hay que darles de comer filetes (tal cual) también está hablando ridículamente en serio.

Las ideas del ensayo son funcionales, creen en ellas mismas y, por eso, perecen. Las ideas literarias son intuitivas, sugerentes, seductoras, y por eso la inutilidad de "mi cuerpo es la parte del mundo que puedo controlar" (Lichtenberg) atraviesa los siglos y, al cabo, nos sobrevivirá.

La concepción que de la literatura tenía yo con 23 años, y que no era otra, repito, que escribir los libros que me gustaba leer, siendo estos últimos aquellos que me decían algo más que aquellos que me lo contaban, y también aquellos -a menudo los mismos- que me decían o -si quieren, incluso- me contaban algo con palabras sorprendentes ("era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base" Salinger; "La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra", Fernández Flórez) sigue siendo mi concepción de la literatura a día de hoy: y más perfilada y radical y segura de sí a la vista del escaso hueco que se da a las novelas en nuestra sociedad, donde ya casi toda forma de ocio cuenta una historia y las mismas noticias del periódico parecen a menudo ficcionales, y la literatura, por tanto, se está viendo urgida a demostrar su valencia estética para sobrevivir, pues no es digna de llamarse literatura aquella novelística que se propone como una película escrita, o como una nota a pie de página al periódico del día, o como un recuerdo doméstico de las cosas sin interés de sus autores (se nos llenó de abuelas e infancias sosas la librería, estos años), o como un listado de fechas y nombres, la novela-cementerio; sólo salva a la literatura en nuestro tiempo la novela que cubre su propia distancia con el poder de la palabra para emocionar y para pensar, para devenir en memoria, para ser portátil, y no aquellas novelas que se humillan en datos y hechos, correveidiles ridículas de la realidad.

“El noventa por ciento son unos fracasados. No han tenido éxito como escritores. No creas que prefieren el trabajo tedioso de la oficina y la esclavitud de los ejemplares vendidos y de los intereses económicos al placer de escribir. Han tratado de hacerlo y han fracasado. Y ahí está la maldita paradoja. Todas las puertas que conducen al éxito literario están vigiladas por esos perros guardianes, los fracasados de la literatura.”
Martin Eden, Jack London