miércoles, 11 de mayo de 2011

There are more things

Siempre resulta extraño sentir el semen de otro hombre en las yemas de los dedos; sobre todo si acabas de darte cuenta.

El libro era Arkansas. La contundencia de su título me llevó a pensar que sería muy bueno. Lo saqué de la biblioteca. Lo leí y lo era: tan bueno que algunos lectores se corrían en sus páginas.

Vi aquellas manchas parduscas y me convencí de que no eran recientes. Residían en las páginas 23 y 24, y 40 y 45 del libro, todas ellas pertenecientes al relato El artista de los trabajos universitarios. No se podía negar que dicha narración, sobre un escritor que intercambiaba con un estudiante competencia verbal por felaciones, excitaba lo suyo. Pero quizá no tanto.

Miré la hoja de devolución del volumen y comprobé que, antes de mí, había sido tomado en préstamo el 14 enero de 2010; y antes de esa fecha, en junio de 2008, marzo de 2008, diciembre de 2007, abril de 2007 y un largo etcétera de higiénicas lecturas.

Higiénicas porque parecía obvio, en un análisis amateur del ADN estampado en aquellas páginas, que la pringosa manifestación de placer lector ante el relato El artista de los trabajos universitarios se había producido en enero de 2010, quizá el mismo día 14; o a partir de esa fecha que, en cualquier caso, es la de mi cumpleaños.

Quizá fue este detalle autobiográfico el que me llevó al más inservible de los juegos: descubrir a la persona que había cometido aquel atentado contra la profilaxis literaria.

Yo echaba muchas horas en la “José Hierro”, pero cada cuarenta o cincuenta minutos salía a fumar un cigarrillo; así que empecé a aprovechar el camino de vuelta a mi puesto de lectura -de escritura, en realidad- para rastrear en los anaqueles de narrativa más huellas de aquel usuario.

Sabía de mi presa que era un hombre, por efusiones evidentes, y maliciaba sus tendencias sexuales, o al menos que disfrutaba con especial fervor de los relatos eróticos entre varones. Así que hojeé y hojeé toda la obra de David Leavitt, y toda la obra de Luis Antonio de Villena, y toda la obra de Eduardo Mendicutti, y toda la obra de Dennis Cooper; pero mis dedos salieron intactos.

En un depravado tiro a ciegas, hojeé durante un par de días volúmenes ilustrados de la sección infantil y juvenil.

Mis dedos, que no mi conciencia, salieron tiznados, como mucho, de Nenuco.

Proseguí con la redacción de mi novela, y con mis letales pitillos a la puerta de la biblioteca, y con repasos sumarísimos a todo tipo de libros en busca de semen; pero no encontré semen nunca más.

Como saco y leo y consulto muchos libros en la biblioteca de mi barrio, son innumerables los documentos que he localizado perdidos entre sus páginas. El más previsible: marcapáginas. Pero también facturas, entradas de cine, tickets de metro, tarjetas de visita o recortes de periódico. Una vez me salió al paso un Certificado de Defunción. Después del susto, y de considerar el respeto con el que había de proceder a continuación, decidí devolver el libro a la biblioteca con dicho certificado mortuorio dentro, solución que me pareció la menos comprometedora.

No puse en relación aquel Certificado de Defunción, hallado hace años, con las manchas de semen de hace unas semanas hasta que un nuevo hallazgo anómalo se me presentó dentro de un libro.

Era sangre. Y no tan seca como hubiera yo deseado. Goterones de sangre en las páginas centrales de American Psycho, en concreto en el capítulo titulado (y sobran explicaciones) Asesinato de un niño en el parque.

Si con el semen en las páginas eróticas consensué enseguida una hipótesis de masturbaciones recreativas de un lector entusiasta, con estas manchas de sangre di oportunidad a la tesis de que la sangre no perteneciera al lector del libro, sino a otra persona. Pensé esto porque el Certificado de Defunción proponía, puestos los tres hallazgos en un plano de igualdad, que había cosas dentro de los libros que podían no pertenecer a quien las había dejado allí, pues era lógico que el finado no se había muerto y, luego, había leído un libro; ni mucho menos que se había muerto leyendo aquel libro cuyo punto de lectura marcaba con su propio expediente de difunto.

Así, era posible (es decir, una voltereta verosímil) que un lector leyera un libro donde un personaje eyaculara y consiguiera que una persona real eyaculara; que luego leyera un libro donde un personaje matara y consiguiera que una persona real sangrara sobre esas páginas; y que, cuando leyó un pasaje donde alguien moría, consiguiera la muerte de una persona y la pusiera entre esas mismas páginas.

Sólo había un eslabón perdido en esta teoría: yo no recordaba el pasaje ni el libro donde encontré el Certificado de Defunción; si había allí, efectivamente, narración criminal, prosa con muerto.

Quizá por eso, o porque necesitaba de hecho hundir mi propia teoría para concentrarme en mi novela, seguí buscando más pruebas, ya con un patrón muy preciso. Sólo consultaba novelas más o menos conocidas, pues aquel lector figurado no parecía tener gustos muy exclusivos, y sólo exactamente por aquellas páginas en las que se vertieran violencia y abominación, o donde tuvieran lugar actos sexuales, contados al detalle.

Localicé, después de decenas de pesquisas baldías, algunos cabellos en Los tipos duros no bailan, justamente en la escena donde el protagonista descubre la cabeza de su novia metida en una bolsa de plástico. No me horroricé triunfalmente: cabellos en los libros no era algo tan difícil de detectar. Bien es verdad que en aquel libro estaban adheridos a la página concreta donde se narra el macabro hallazgo de la decapitación, y que era posible considerar como sinécdoque psicópata el hecho de colocar sólo cabellos allí, y no toda una cabeza cortada, pues se notaría demasiado al cerrar la novela; además, no había, lo sondeé con profesionalidad, ni un solo pelo en el resto del volumen.

Pero aún así, no consentí en dar por buena aquella prueba.

Semanas después, mi búsqueda, hecha al compás de la escritura de mi novela, y del tabaco consumido junto a bibliotecarias malpeinadas y estudiantes que parecían no superar nunca ningún examen de modo definitivo, dio un nuevo resultado: uñas.

Era el tocho, bastante descabalado ya, de los cuentos completos de HP Lovecraft. Justo en la última página del relato En la cripta, que trata de ataúdes y “tobillos aserrados”, encontré una uña. Y este souvenir sí que me asustó. Porque no era un pedazo de uña, ni mucho menos esas medias lunas que resultan de hacerse la manicura en casa, entretenimiento tan civilizado, sino una uña completa, perfecta, diamantina, que parecía, en efecto, arrancada de cuajo del dedo junto al que estaba destinada a permanecer para siempre.

Una nueva sinécdoque, consideré.

Transcurrió otro ramillete de meses, de cigarrillos y de investigaciones criminales. Lo único que llegó a su fin no fueron ni los meses, ni el vicio del tabaco, ni, por supuesto, mis indagaciones morbosas, sino la escritura de mi novela.

No soy un escritor muy serio, y suelo permitir que ideas de ocasión, ocurrencias de todo a cien y especulaciones de último minuto contaminen mis narraciones. Por ello, no pude evitar, después de tanto tiempo buscando trozos de gente en libros donde se hacía trozos a la gente, incluir en mi propia novela una escena de despedazamiento humano, especialmente vomitiva y censurable. Por gratuita.

Mi editor me señaló este extremo, y me sugirió cambiar dicha encrucijada de sangre por una elipsis, cambio que además le ahorraría un pliego de papel, pues podría dejar en cinco los necesarios para producir la novela. Me negué. No tanto por exquisited artística, sino porque intuí el paso siguiente, la última jugada del perseguidor sobre el tapete de palabras que infamaba el perseguido.

Salió mi libro y yo reservé uno de los ejemplares justificativos (me correspondían 25 por contrato) para la “José Hierro”. Una de las bibliotecarias me miró con anticipado pavor. Es un donativo, le asesté. La mujer tomó mi libro, le dio algunas vueltas como si quisiera desgastarlo un poco para que ocupara menos espacio en su biblioteca, lo abrió por la páginas de respeto y estampó en una de ellas la palabra DONATIVO, en tinta azul y estriada.

Al día siguiente, lo colocó en el estante de novedades.

Lo vi girar durante una semana en ese estante, molinete de aluminio para tantas novelas innecesarias.

No vigilaba mi novela por vanidad, sino porque tanto su portada como su título sugerían que allí había sexo y sangre a tutiplén. En la faja se proponían influencias viscerales de HP Lovecraft y Bret Easton Ellis. Un crítico amigo mío explicaba en la contraportada que yo venía a redimir a la literatura española del “lodazal del yo” con una novela sobre “el rincón más oscuro de la vida”.

Un usuario la descabalgó un jueves del estante giratorio, la abrió a voleo, husmeó atrocidades y filos letales y se dirigió con ella al mostrador para sacarla en préstamo.

¿Sería él?

Le había observado con detenimiento, y estaba seguro de que su mirada se había estancado exactamente entre las páginas 203 y 233, donde acontece lo que, en estos momentos, me avergüenza haber escrito. No quiero ni apuntar sus perfiles exactos. Baste decir que, entre otros personajes, comparece un bebé de tres meses.

Y una cucharilla.

Seguí al lector. Caminaba sin prisa. Era un hombre de unos treinta años, delgado, de pelo precozmente ceniciento. Se había puesto las gafas de sol y su rostro se me revelaba sucintamente al paso de una chica guapa, o debido a una mirada que dirigía hacia el cielo azul o hacia algún árbol espléndido.

No parecía un hombre capaz de hacer eso; ni siquiera de leer eso.

Nos cruzamos, él primero y yo enseguida, con un hombre que llevaba un bebé colgado al pecho. Ni siquiera lo miró.

Respiré aliviado.

Pero seguí acompañando, casi por inercia, a mi incauto perseguido hasta el bloque donde bien podía estar su domicilio.

Un portal anodino; entró; pero salió enseguida con un manojo de cartas. Tiró casi todas en una papelera aledaña al portal. Después llamó al telefonillo y pronunció unas pocas palabras autoritarias.

Se quedó apoyado en la puerta, como esperando. Mientras, hojeaba mi libro por las páginas peores.

La puerta se abrió de pronto a sus espaldas. Casi se cae, pero sus reflejos le salvaron del desplome. Hasta se echó a reír.

Una mujer también reía, divertida ante el susto que su broma había provocado. Se dieron un beso en la boca, y rieron de nuevo.

Hasta el bebé que ella llevaba en los brazos parecía reírse.

Cuento escrito por encargo para el fanzine 5000 negros (LINK)