Hoy sale a la venta Ejército enemigo en versión Kindle. Al menos eso dice Amazon: 19 de enero. Es la primera vez que un libro mío está disponible... sin libro. Dado que se trata de un archivo digital, parece que, por una vez, no habrá problemas de distribución; también es cierto que, por una vez, el libro no podrá agotarse. Uno andaba harto de que se agotaran sus libros.
Ejército enemigo en versión Kindle cuesta 13,29 euros; en papel cuesta 19,90. A mí me parece más caro en papel que en digital, esto es, me parece más caro 19,90 que 13,29. Cosas mías. A otros les parece que 13,29 es un precio inadmisible para una novela en formato digital, porque, aunque es la misma novela e incluye las mismas escenas de sexo, no te dan bolsita cuando la compras.
Creo que, con la adquisición de una novela en formato digital, las editoriales deberían obsequiar al comprador con un paquete de quinientos folios DIN-A4. El modo de lectura sería el siguiente: con una mano sujetan el kindle donde leen la novela y con la otra acarician el paquete de folios. Cuando la lectura tenga lugar fuera de casa, el paquete de folios puede transportarse en una mochila, o debajo del brazo, o utilizarse como soporte del soporte kindle. Creo que, entonces, todos estaríamos contentos.
Nunca he sabido por qué mis libros cuestan lo que cuestan. Intuyo que tiene que ver con la cadena de valor que va desde el autor al librero, pasando por cualquiera que entre medias cambie una coma al texto, o lo fabrique. En todo caso, poner un precio es tirarse un farol. Una cocacola no cuesta lo mismo en el chino de mi barrio que en el Hotel Ritz, siendo en rigor exactamente la misma lata de refresco de cola, con idénticas caducidad y calorías. El Hotel Ritz se tira el farol de que la cocacola allí cuesta 6 euros (me lo he inventado; seguramente cuesta 12) y si alguien entiende justa la transacción (12 euros por tomar cocacola en el Hotel Ritz) pues el farol queda legitimado. Esto ha sido así toda la vida, o al menos desde que a mediados del siglo XIX se multiplicó la oferta comercial y empezó a desplegar sus alas la gran mantícora de nuestro tiempo: la publicidad.
Ya hace tiempo que las películas más comerciales, las que vienen de Hollywood, gastan más dinero en promoción que en producción. El anuncio de la película cuesta más que la película. Nadie tiene necesidad de ver ninguna película, y seguramente no nos acordaríamos de ver películas nuevas si no nos avisaran de que las han hecho. Resulta obvio y consabido que la publicidad crea necesidades.
Decía Leon Bloy que la pobreza es la falta de lo superfluo, y la miseria la falta de lo imprescindible. Lo imprescindible es la comida, la ropa y el cobijo; lo demás es superfluo.
Prácticamente todo el consumo humano es superfluo. Pero muy entretenido. Comprar es antidepresivo y filosófico. Consumir es nuestra forma de pensar y de ser en el mundo.
Consumir obra artística no es muy diferente de comprar pulseras Power Balance. Costaban 40 euros y eran apenas un trozo de silicona. Decían que equilibraban la energía del cuerpo y hacían felices a la gente. Hicieron felices a la gente mientras la gente creyó que les hacían felices. También uno deja de leer, no se crean. De ver películas. De escuchar música. Yo me quedé en Arctic Monkeys, justamente en los discos suyos que compré. Sus discos gratuitos ya no los he escuchado. Cuando cobraban me parecían mejores.
Que te cobren es un favor que te hacen, creo yo. Te dan más ganas de hacer cosas. Yo nunca voy a exposiciones, por ejemplo. Si disfruto de obra artística de forma gratuita es siempre porque me han "invitado". Esto es, sólo puedo disfrutar de algo gratuito si sé que a alguien se lo están cobrando. El martes me invitaron a esos monólogos de Paramount Comedy en Joy Eslava, y disfruté del de Dani Alés porque estaba rodeado de gente que pagó por verle. De hecho, se reían mucho más que yo. Tengo muchos amigos ingeniosos y, a veces, les pido que se callen. No pasaría lo mismo si me cobraran por escucharlos.
Dice David Mamet en Manifiesto que para hablar de teatro hay que partir del siguiente aserto: el público ha pagado por la obra. Mamet no considera teatro un show donde la gente no haya aflojado unos dineros. Según él, si no pagan no pueden opinar.
Esto puede ser así en teoría pero no lo es en la práctica. Yo he escrito alegremente unos 1000 post gratuitos en los últimos siete años y siempre ha habido alguien que en los comentarios me ha dicho que no le ha gustado el post. También me ha pasado a menudo hilvanar una serie de post más o menos interesantes y, cuando tenía un día malo, publicar uno anodino y ver a decenas de comentaristas exigirme volver a la calidad acostubrada. ¿Con qué derecho? Lo ignoro. Yo creo que es la inercia de toda una vida pagando y exigiendo la que hace a alguien afear un contenido on line por el que no ha pagado y que nadie le ha pedido que lea y que nadie ha dicho que sea fundamental para su vida (textos legislativos, por ejemplo).
El fascinante panorama que se avecina está trayéndonos nuevas relaciones entre tu dinero y el trabajo de los demás. Una de ellas, muy publicitada, es la de una revista que cobra antes de que sea siquiera impresa. Los consumidores de esta publicación ignoran además qué van a encontrase entre sus páginas: la compran a ciegas. Esto es así porque esa revista simboliza modernidad y buen rollo, de modo que comprarla es un acto de fe idéntico al que ha caracterizado el consumo durante los últimos 150 años. La compra como símbolo en literatura es mucho más habitual de lo que puede parecer. Se compra el libro premiado, el libro polémico, el libro bonito y el libro que compran los demás. El panfleto de Hessel, Indignaos, no vende porque diga nada en absoluto, sino porque comprarlo es una muestra de indignación, y porque el número de sus ejemplares vendidos presupone un censo de disconformes. Da igual su contenido.
Otra práctica que en nuestros días se propone como novedosa es el crowdfunding. Nuevamente se le pide dinero a la gente por hacer posible un contenido. Esto lo hacían ya las inmobiliarias hace años, cobrarte por hacerte la casa, luego. El crowdfunding se utiliza sobre todo para grabar discos y filmar películas. Entre amigos y fans del grupo o del cantante, o del director o equipo audiovisual, se va consiguiendo la pasta. Esta práctica convierte al consumidor o cliente en productor y, por tanto, le da derecho a una exigencia mayor que antes, cuando compraba el producto ya acabado. Entre otras, la exigencia del crowdfoundero es que la obra sea hecha. Personalmente no me gustaría que mil cuatrocientas personas me dijeran lo que tengo que hacer. Tampoco me gustaría que mil cuatrocientas personas evaluaran si he hecho lo que su dinero suponía que yo tenía que hacer. Prefiero hacer lo que me dé la gana, incluso no hacerlo.
Tengo un libro armado a raíz de unos posts que publiqué en este blog, posts que se conocen como La serie de los ceros y los unos. Estoy pensando en subir ese libro directamente a Amazon y cobrar 200 euros por él. A mí mi libro me parece tan bueno como pueden imaginarse. He pensado que 200 euros es un precio que me mola. Es un precio absurdo, pero me mola. Me envanece tasar mi propia obra a un precio delirante. 200 euros por un archivo digital. Pienso que puede ser o eso o nada; que le doy a la Humanidad mi libro por 200 euros o que se queda en mi ordenador. A fin de cuentas no estaría privando a la Humanidad del agua potable. Es sólo un libro. Genial, pero sólo un libro. No creo que nadie vaya a irrumpir en mi casa pistola en mano y obligarme a publicarlo. Además, lo tengo muy bien escondido y soy muy tozudo. 200 euros.
Este post es un desvarío: lo sé. Si me hubieran pagado lo hubiera hecho mejor; pero si estuviera más inspirado lo hubiera hecho mucho mejor, y gratis. Personalmente creo que escribo mejor cuando no me pagan; pero también escribo mejor cuando no me comparten, me patrocinan, se apiadan de mí o me lían con gilipolleces. Escribir es un acto libre y autocomplaciente que no tiene nada que ver con el dinero; lo único que tiene que ver con el dinero es pensar que lo haces gratis. Cuando las cosas son gratis el dinero está por todos lados; es como aquello que decía Heinrich Böll de los ateos: siempre están hablando de dios.