Ignoraba hasta hace un rato por dónde debía comenzar esta reseña; no sabía si era una reseña o qué coño era. Ahora que lo sé, humedezco con cierta desvergüenza la punta del plumín de la pluma estilográfica número 34 y comienzo a escribir. Me gustan las plumas y me gusta chuparles el plumín -escribir me está envenenando-. Plumas y guiños como obsequios. Sí. Esto ya ha dejado de ser una reseña. Qué más me da.
El estatus, de Alberto Olmos, editada por Lengua de Trapo en mayo de este año, es una novela corta de sólo 163 páginas que se lee en menos de una tarde y que cuando la terminas exclamas: "Alberto, lo que buscabas era la belleza". Alberto dice que sí o dice que no, no lo sé, no le he "exclamado" nada.
Ceñirse al espacio que blogger te ofrece para escribir una entrada y hablar sobre El estatus, me provoca claustrofobia. Por esta razón no descarto que ésta no sea ni la única ni la última entrada que escriba sobre la última novela de Alberto Olmos.
Cinco o seis personajes sin tiempo y preñados de estatus, persuadidos por ese qué deben hacer y ser en la vida, porque la vida los ha puesto ahí, en esa cuadrícula del tablero. Al igual que Tatami, El estatus es serio candidato a la representación dramática por su compleja situación de comunicación, porque ignoro dónde se esconde el narrador, si es que por estar tan catártico, se ha entregado a lo risible de las escenas donde la madre, hija, rumano, asistenta, bedel y padre cabrón viven. La novela es un drama en potencia y éste es uno de sus rasgos más sobresalientes. Pero es mi opinión y sólo mi opinión es opinión verdadera para mí.
El estatus. Ese es el título. Existe un momento en que su lectura te deja sin venas. Abandonas por un momento el libro y te palpas el envés del brazo. Piensas: "Existo, pero en letra cursiva". Te asustas. No, te acojonas. Vuelves a palparte los brazos y flemático, vuelves a notar el fluir de la sangre por las venas. Es justo el momento que la novela te ofrece, y que la tarde te presenta, para que te tomes un descanso y disfrutes de un café cortado. El ruido del microondas calentando la leche termina reenviándote a la realidad de una tarde de junio, laboral y asquerosa. Hacer como Bastian en La historia interminable es el anhelo, el deseo: abstraerte mientras terminas de leer El estatus. Buscas una buhardilla.
El libro no tiene cicatrices. El libro ha sido escrito con fluidez. No obstante, existe una ruptura interesante y más que notable en el momento en que la madre, Clara, decide dormir en la misma habitación que los demás protagonistas. Es una situación de miedo, similar a la que describe Isaac Rosa en El país del miedo; qué gran novela. En ese justo momento, la novela inflexiona y el autor imprime un nuevo ritmo a la trama. Ahora El estatus cabalga muy deprisa y nos obliga a leer ya sin descanso hasta el final.
¿Qué hace Alberto en el libro? Cosas deshonestas. Tratar a la literatura como lo que es, como el arte de lo posible y no el arte de lo real, jugar con la literariedad hasta extremos no definidos ni por Todorov. Hala...
Olmos convence porque es escritor. "Vale, resulta indudable lo que acabas de escribir, Blumm". Como es indudable voy más allá y en este momento no me da miedo afirmar que si A bordo del naufragio hubiese sido escrita con la misma habilidad con la que ha sido escrita El estatus, Bolaño hubiese sido el finalista de aquel Herralde.
-No le entiendo, Blumm. Es más, se ha pasado.
-Ya, ya lo sé. Pero no me he pasado. Yo sé lo que digo.
Ahora, una afirmación sin demasiada reflexión: el título de la novela no es el adecuado. Si bien parte de la trama se organiza en torno al concepto del estatus, que sólo Clara tiene claro qué es, yo, editor en sueños la hubiese titulado Schmelgelme 34 a pesar de que a ti no te diga nada. La construcción Schmelgelme 34 es una chispa de genialidad porque esa palabra -que desconozco qué significa, si edificio en japonés o bungaló en francés- y ese número, constituyen un organismo vivo como en otros tiempos lo fue La colmena. La colmena nunca se hubiese titulado La miseria. Schmelgelme 34 es una construcción mágica pero tampoco es un palíndromo.
En fin, estas entradas tan largas sé que no las lee ni Dios. Lo sé y lo escribo. Voy acabando. Antes de hacerlo quiero revelar que los narradores de la novela conducen a velocidad de crucero, se les ve tranquilos porque conducen un DeLorean.
Hay que seguir hablando de esta novela, hay que seguir descubriendo los recovecos de su estructura, grabar sus psicofonías y servir el miedo en rodajas finas porque como dijo Nietzsche, hoy, según Vila-Matas:
el miedo ha favorecido más el conocimiento general del ser humano que el amor, porque el miedo quiere adivinar quién es el otro, qué es lo que puede, qué es lo que quiere.
Alberto, ¿para cuándo la próxima?
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Desóxido
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