El lunes por la noche creí que me había muerto. Llevo varios meses con unos dolores inexplicables en la parte izquierda del pecho, agarrados al corazón o, quizá, al pulmón izquierdo -tan importante me creo- y, sin embargo, no había acudido al médico para que me confirmaran la dolencia cardiaca, sino que había asumido ya que era algo grave y que habría de sobrellevar ese dolor día a día hasta algún desenlace irremediable, como cuando me monto en un avión y sé que se va a estrellar, y sin embargo no corro a buscar a la azafata para que me deje salir de mi propia muerte, sino que me resigno a ella con humildad.
Pero el lunes los dolores dieron en calambres todo a lo largo del brazo izquierdo. Me notaba "raro", que es lo mínimo que tiene uno que notar cuando se ha muerto. Me llevé la mano al corazón y no me encontraba el latido. Como he escuchado últimamente muchas historias de ataques al corazón entendí claramente que yo tenía uno. No quería ser menos que mis mayores.
Así que me puse pálido y consideré que me quedaba media hora de vida. Al parecer a uno le da un ataque al corazón y puede hasta llamar por teléfono; no te quedas inerte en tu casa solitaria hasta que te encuentra un familiar después de dos semanas. Yo no llamé por teléfono sino que fui al cercano Hospital Doce de Octubre. Cuanto más cerca estaba del Hospital Doce de Octubre más muerto me sentía.
La palabra URGENCIAS me confirmó que estaba totalmente muerto. La vi y empecé a arrastrarme en busca de alguna bata blanca. En la recepción no había muchos muertos, me acerqué al mostrador y mostré mi tarjeta sanitaria. La señora me atendió con tal parsimonia que tuve que decirle: Creo que me ha dado un ataque al corazón, a lo que ella contestó: Por esa puerta, por favor. Los muertos somos obedientes.
Me atendió enseguida un médico. Me pinzó el dedo índice con un aparatito cableado hacia una pantalla donde salieron números cordiales: un 86. Eso me hizo pensar que no estaba muerto. Sin embargo seguía sintiéndome raro y empeñadamente agónico, por lo que empecé a cruzar puertas y a dar trabajo a medio hospital. Un reconocimiento, una charla de diez minutos con una médica, extracción de sangre, un cardiograma o electrograma, una pastilla de Orfidal, una radiografía, unas recetas.
La conclusión general de tanto trajín científico fue que yo no tenía nada. Como soy muy mirado iba pidiendo perdón a todo el mundo por hacerles perder el tiempo. En la sala de espera en la que me metían entre prueba y prueba vi un cartel que decía: "Usted está en una sala de prioridad moderada".
El personal sanitario lo conformaban en su mayoría mujeres; algunas eran más jóvenes que yo y lucían gafas que, fuera de este entorno laboral, las hubieran hecho pasar por perfectas modernas. La doctora tenía esa mirada de vuelta de todo que caracteriza felizmente a su profesión. Me dijo que, en puridad, era prácticamente imposible que yo sufriera un ataque al corazón. Fumas, pero no tanto, y no tomas coca ni tienes antecedentes familiares ni una edad avanzada. Yo me sentía poca cosa visto de esa manera. Creo que un ataque al corazón no se lo puedes negar a nadie.
Acabé a las 4 de la mañana. Me tuvieron manoseado unas tres horas y mi cuerpo acabó lleno de agujeros y pegatinas. La identificación alrededor de mi muñeca parecía la entrada a un festival de música.
Tengo la sensación de haber cambiado de gustos musicales.