lunes, 29 de julio de 2013

Dos veces Roberto Bolaño


Un lunes de octubre del año 1998, después de volar de Madrid a Barcelona y de ocupar una habitación en un hotel del Paseo de Gracia, fui llevado por la responsable de prensa de la editorial Anagrama hasta la calle, donde me dijo: Mira, este es el ganador, Roberto Bolaño.

Nunca había escuchado su nombre. Seguramente nos dimos la mano; seguramente él fumaba. A mí me faltaban tres años para empezar a hacerlo. Contaba entonces veintitrés.

Lo que había ganado Roberto Bolaño era el premio Herralde de novela, y lo que hacía que yo lo estuviera conociendo era que mi primera obra había resultado finalista.

Hay cosas peores que quedar finalista del premio Herralde de novela, no se crean: quedar finalista del premio Herralde el año que ganó Bolaño. Con el tiempo, haber sido finalista el año que ganó Bolaño (con ripio y todo) se fue convirtiendo en el dato más jugoso -al parecer- de mi biografía literaria, al punto de oírlo decir decenas de veces, de tener que asentir ante las dudas al respecto de uno u otro amigo, conocido, periodista o transeúnte intelectual y de soportar con creciente angustia el acumulativo tonelaje de lo que a mí siempre me había parecido una simple anécdota, no mucho más memorable que la de coincidir en un tren con Santiago Segura o la de ver a Iñaki Gabilondo por la calle.

Así, uno de los objetivos últimos de mi quehacer literario en lo que a entrevistas y simposios se refiere fue conseguir que mi intervención puntual en uno de ellos se saldara sin que saliera a relucir el nombre de Roberto Bolaño, habida cuenta de que uno ha seguido publicando -muchos- libros desde entonces y no ha vuelto a quedar -por si acaso- finalista de nada. A pesar de mis afanes, raras veces lo conseguía. Este escapismo referencial, de hecho, ha acabado volviéndose en mi contra pues, ahora, cuando alguien me entrevista, no sólo me pregunta o me comenta que fui finalista del premio Herralde el año que ganó Bolaño, sino que también añade indefectiblemente: "Estarás harto de que te lo digan, ¿no?", entonado no sabe uno si con piedad o con retintín.

Renunciar a la troncalidad de Roberto Bolaño no es una estrategia muy inteligente, si entendemos por inteligencia el sentido del oportunismo con el que tantos autores jóvenes dirigen sus carreras literarias, y que lleva a algunos a citar a Roberto Bolaño en frases conmovedoramente miserables como "Roberto Bolaño y yo", "me lo dijo Roberto Bolaño" o "Roberto Bolaño me recomendaba que bebiera mucha agua" (sic!), cuando ni siquiera lo conocieron en vida y apenas intercambiaron con él un par de correos electrónicos de contenido -según parece- diurético.

Llevaba uno varios años en el propósito de recuperar por escrito la memoria de aquel día en que quedó finalista del premio Herralde y conoció a Roberto Bolaño. Fue, lógicamente, un día espléndido e iniciático, pero el tiempo todo lo borra o lo deforma, sobre todo los detalles, el matiz de la experiencia, por lo que habría de transcribir los recuerdos de una vez, no fueran a perderse para siempre.

El aniversario de la muerte de Roberto Bolaño ha aguijoneado este prurito memorialístico, aunque lo que me dispongo a narrar aquí no sea esa jornada al completo en la que también conocí a Jorge Herralde (alguien, para mí, bastante más impresionante que Bolaño), sino solamente todo aquello que recuerde que tenga que ver con el autor de Los detectives salvajes, fruslerías, chorradas, tramos de conversación, pues soy consciente de que sus vampíricos fans encontrarán en cualquier cosa que tenga que ver con él vivo materiales para esa mitificación interminable en la que ahora reside.

Vamos, pues.



Compruebo que no me fallaba la memoria, ahora que subo la imagen: en efecto, Roberto Bolaño vestía una chaqueta otoñal y jersey de cuello redondo, y lo que parece una camisa blanca. Fumaba, sí. Parecemos los dos muy contentos sobre el azulejo urbano de esos bancos pétreos del Paseo de Gracia. Nuestras conversaciones, puramente diplomáticas, incluían pasajes tan anodinos como estos:

Bolaño: ¿Tienes trabajo?
Yo: No.
Bolaño: Pues ahora te lloverán las ofertas.

(No fue así.)

Bolaño: Me voy a leer tu novela.
Yo: No hace falta. De verdad. Muchas gracias.
Bolaño: Tiene mucho mérito haber escrito una novela con 23 años.

Yo: No he leído nada tuyo.
Bolaño: Ahora en la editorial te pueden dar algunos libros.
Yo: Vale.

(Me regalaron Llamadas telefónicas y Estrella distante.)

Todo esto sucedía por la mañana, en los aledaños del hotel Condes de Barcelona, donde había bastantes periodistas -aún usaban grabadoras, y no iphones- y donde tuvo lugar una rueda de prensa de la que no recuerdo nada, salvo a Jorge Herralde revisando la nota de prensa y tachando con singular cabreo mi segundo apellido, que había sido consignado en la circular. (Es Serrano.)

Pero sigamos con Bolaño. Con Bolaño "y yo". Una comida.

Nos sentamos a una mesa en un patio abierto de un lugar gótico que no reconocería si estuviera allí sentado ahora mismo escribiendo esto. Pasó Terenci Moix y saludó y dijo algo como Qué noche he pasado (?). En algún momento, Bolaño dijo que Bryce Echenique era el mejor... el mejor algo, pues Bolaño -puede verse en las hemerotecas- siempre halagaba por elevación, incluso terminalmente. Yo dije que no me había acabado Un mundo para Julius, y Bolaño (como escribiría él mismo) se quedó blanco.

Una de las experiencias más fascinantes, y también instructivas, de haber conocido a Bolaño en aquellos primeros días de su gloria universal ha sido comprobar cómo la imagen de un escritor va imponiéndose en sociedad al margen de sí misma y de sus trazas objetivas. Quiero decir que mi madre, al ver la foto del periódico donde salía "yo" con Bolaño, señaló la barbilla disminuida de mi acompañante fotográfico y dijo: Qué escuchimizado está este señor, ¿no? Bolaño, en aquellos días, en aquellas fotos -hay una en una solapa, hecha por su hijo Lautaro (según figura) que resulta espectacularmente inapropiada como vehículo promocional-, era un hombre menudo, encogido, vestido a la buena de dios y con una mirada modesta y hasta menor. Después -incluso a partir de esas mismas fotografías, ya digo- su imagen mundial ha devenido mítica; él, más alto; sus ojos -que en casi todas las fotos debían de estar mirando el mero suelo o algún autobús que pasara- alojan ahora el brillo de la leyenda; sus ropas improvisadas se han convertido en atuendo intencionado; sus cigarrillos parecen todos de marca francesa y su pelo despeinado nos sugiere algún empeño escultórico... Concluye uno que el estilo es desaliño + gloria. Incluso sólo gloria.

Por la noche, el premio Herralde se celebra con un cóctel y luego los directamente implicados en el evento convienen en cenar juntos a costa de don Jorge. Nuestra cena tuvo lugar en un sitio que creo que se llamaba -o llama- La balsa. O La báscula. O La barca.

No recuerdo nada de lo que pudo decir Roberto Bolaño, y sí algunas cosas de las que dijera Enrique Vila-Matas, que daría por sí solo para otro post memorial, ciertamente.

Acabé de copas en ese bar llamado Salambó, lugar al que no vino Roberto Bolaño, por lo que hemos de pasar sin mayores dilaciones a la Segunda Vez que vi a Roberto Bolaño (y última).

Fue en Madrid, un día de noviembre, en la presentación de nuestras dos novelas en el café Hispano de la Castellana. Recuerdo una conversación telefónica con la responsable de prensa en la que yo le preguntaba sobre el número de personas de mi entorno que podían asistir al acto. Oh, inocencia. Visto desde este 2013, en el que hay que zarandear todo el árbol genealógico para llenar la primera fila de sillas de una presentación, la pregunta parece ciertamente cándida. No lo era, pues la señorita en cuestión me dijo claramente que podía traer a diez personas.

Las conté.

El Bar Hispano es un local anchuroso, sobrio, decadente, muy pintón, donde a buen seguro caben cien personas muy apiñadas o setenta si se mantiene el decoro. En aquella presentación de Los detectives salvajes, primera que se hizo en España, habría como mucho treinta personas. Tengo fotos privadas donde se ve a mi hermano (lo cual para mí es bastante fuerte) sentado a una mesa con Roberto Bolaño (que para mi hermano, aún hoy, no es absolutamente nadie). En otras fotografías, se ve el estupendo embaldosado del bar del paseo de la Castellana, apreciable hasta en sus últimas junturas debido a la ausencia de todo tipo de asistente y sus pisadas.

Uno se pregunta, llegados a este punto y a este año, a esta épica de Roberto Bolaño, a esas traducciones intercontinentales, a estos elogios y a aquellos homenajes, a esas votaciones sobre mejores escritores del siglo XXI, uno se pregunta, repito, dónde estaba todo el mundo en el año 1998. En la presentación de Roberto Bolaño, no. Hablamos de una novela potente publicada por Anagrama, en primer lugar, y luego del premio del sello, uno de los más importantes de España. Quiere decirse que Los detectives salvajes no salió en Lengua de Trapo y fue presentada de tapadillo en Libertad 8; no. Y, aún así, ni tan siquiera los autores del catálogo de Anagrama con domicilio en Madrid -sólo recuerdo a Vicente Molina Foix- sintieron la menor curiosidad por saber de qué iba ese chileno que se había llevado el premio de don Jorge, y prefirieron quedarse en sus casas.

Este asunto, que yo repito mucho en los bares con maliciosa recurrencia, se me reveló no ese mismo año, sino al año siguiente, cuando -no sé quién ganó- asistí a la presentación de la nueva edición del premio y apenas cabía un marcapáginas en el bar Hispano. La misma asistencia abrumadora constaté en el año 2000. Luego, en 2001, o dejaron de invitarme o dejé de ir.

Después de este segundo evento, hubo también una cena clónica, de implicados y parejas o dilectos de la editorial o hijas de editoras importantes. (El libro de Roberto Bolaño, por cierto, lo presentó Soledad Puértolas. Leyó un texto. Aún recuerdo la forma en la que dicho texto panegírico se iniciaba, pues me conmocionó: "Anochece sobre Pozuelo.")

De las charlas de aquella cena, tampoco recuerdo gran cosa, salvo la obsesión que manifestaba Bolaño por la película Carretera perdida, sobre la que estuvo especulando un buen rato. Yo le dije que más difícil de desentrañar se me hacía Cabeza borradora; él dijo que para nada, que esa estaba cla-rí-si-ma. Tuvo tiempo además de afirmar que Jaime Bayly era el mejor..., esta vez sí lo recuerdo: el que mejor escribía los diálogos de toda la literatura en lengua española.

Acabo, e insustancialmente, pues no hay imagen última, ni frase postrera; no tengo ese detalle que, como en algunos cuentos del propio Roberto Bolaño, despide a un personaje y le impone una aureola de continuidad y fondo (unos pasos que se pierden, el foulard deshilachado, silbidos al caminar...). No.

Simplemente me despediría de Roberto Bolaño y seguiría mi camino.

12 comentarios:

  1. Hola Alberto:

    Me alegro de que hayas vuelto a escribir en este blog (aunque no tanto como haber tomado un café en el Pepe Botella con un escritor que una vez conoció a Bolaño, y al que yo sólo quería conocer por eso. No, es coña).

    un abrazo

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  2. Te pregunto. Me gustaría saberlo.
    ¿Sabes o tienes referencias de si Bolaño se leyó tu ABDN?
    Gracias, Alberto.

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  3. Cataliza, si eso, y márcate el de Vila-Matas, man.

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  4. Bolaño "y yo" pensamos lo mismo de Bayly.
    Un saludo, Alberto.

    Esther Tores.

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  5. Hazte un día ese post memorial de Vila-Matas, plis.

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  6. Con el tiempo esta crónica se hará añeja, aumentará en belleza, adquirirá interés permanente. Muy bueno.

    Nuno

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  7. Buena crónica. Estás monisísimo en esa foto!

    (Soy Sara)

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  8. A la pregunta: no sé si Bolaño leyó mi novela, pero lo dudo mucho. // Gracias, Sara.

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  9. Querido Alberto, tengo la desvergüenza de interpelarte lo que sigue pues te considero sincero. Aunque soy mayor que tu (un puto virus no me deja poner acentos), soy autor de varios tomos que, a mi entender, marcan lo que podría constituir el inicio de una brillante carrera por acometer. Como quiera que sueño con dar portazo a otros menesteres con los que me gano la vida te pregunto si mas meandros:

    ¿Vives de la literatura?
    Si la respuesta es afirmativa: ¿De manera holgada? de manera incomoda o vergonzante? ¿en que medida ha empeorado tu economía con la crisis?

    Imagínate que no estoy chiflado y que tengo un talento considerable ¿Representaría quijotesco o quimérico mi sueño de abandonar mis garbanceras ocupaciones actuales?

    Gracias de antemano.

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  10. Fran: no vas a vivir nunca de la literatura, así seas el mismo Faulkner. Esa es la respuesta maś sincera y exacta que puedo darte.

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  11. Hermoso relato y terrible a la vez, como si hubiese creado un espejo y no algo hecho de palabras, un abrazo fraterno, su amigo y servidor. J. Alamarez

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