El tema es, venga, la Ley Sinde, la Cultura Libre; a todo lo cual me apetece dar un repaso, estrictamente personal.
Cuando empezó a rodar la polémica, me vinieron a la cabeza algunas ideas sencillas. Sencillo me parecía comprender que cualquier ciudadano podía escribir, componer, filmar o diseñar, y, una vez completado el proceso creativo, tratar de vender la obra resultante (convertirlo en un producto comercial) o, por el contrario, difundirlo directamente y sin exigencias económicas a través de internet. (Bien es verdad que, a día de hoy, es posible hacer ambas cosas.)
También sencillo me resultaba deducir que la mayoría de nosotros preferiríamos ver gratis las películas, leer gratis los libros y escuchar música sin llevar a cabo ningún desembolso.
Asimismo, consideré que el sentido común nos advertiría a todos de que no entraba dentro de la legalidad ni de la lógica comercial que alguien que quiere vender algo condescendiera a su distribución libre sólo porque esa distribución libre había encontrado un camino. Aquí, obviamente, me equivoqué.
Numerosas personas y, entre ellas, señalados líderes del ciberespacio, adoptaron una postura y difundieron un discurso que, si no lo entendí mal, daba a entender que la coyuntura tecnológica, que permitía la libre circulación de contenidos culturales sin el control de sus dueños ni de sus tradicionales distribuidores de pago, había de ser aprovechada para la instauración de un nuevo marco para las obras de creación, que dejarían de estar sometidas a las reglas del mercado: a la oferta y la demanda, a la promoción, a la cadena de intermediarios, así como liberadas de esa inaccesibilidad con la que se presentaban ante las capas más humildes de la sociedad, que, obviamente, no pueden destinar porcentajes muy vistosos de sus salarios al consumo de productos culturales.
En ese momento del debate, otra idea sencilla me vino a la cabeza. Era la de que, puestos a proporcionar de forma gratuita algún producto o servicio a la población mundial, parecía más necesaria la gratuidad de los alimentos, o del transporte, o de las medicinas, que la de los libros o los discos. Sin embargo, la gratuidad del pan, el milagro milanés de que, cada mañana, todos nos acerquemos a la panadería o al chino y tomemos libremente una o dos barras, se antojaba de inmediato imposible, porque nadie iba a hacer pan desde las cinco de la mañana para luego entregarlo a manos llenas, salvo si el propio gobierno corría con todos los costes. Esta idea (un punto demagógica, bien es cierto) ponía de relieve un par diferencias entre el pan y, digamos, la música: una era la de que el pan, como producto, comporta una materialidad inexcusable y, por tanto, gravosa, mientras que la música, una vez que se cuenta con los instrumentos y aparatos (qué sé yo) pertinentes para su producción y grabación, viene a dar en algo que, prácticamente, no existe (en su formato digital), por lo que aquello que se toma gratuitamente en este caso no es realmente "algo", sino casi sólo un bien espiritual; la segunda diferencia que parecía proponer mi loca idea de dar antes leche gratis que libros gratis, era la de que las personas que hacen el pan u ordeñan vacas y cargan lecheras en los camiones, a diferencia de las personas que hacen música o literatura, no lo hacen por entretenimiento o desarrollo personal, sino efectivamente porque de ese esfuerzo se recibe la compensación económica pactada o acostumbrada.
Cuando la Ley Sinde asomó la patita, tuve otra idea, no sé si sencilla, pero sí bastante iluminadora. Me di cuenta de que entre los promotores del discurso sobre Cultura Libre en internet, entre aquellos que muñían manifiestos y acudían a las reuniones con la ministra y aparecían en las cadenas de radio, se hallaban representados, de todos los cibernautas que era posible representar, los empresarios muy especialmente. Algunos, en concreto, con empresas que facturaban 6 millones de euros anuales.
Esta idea conectaba ya de forma directa con la industria tecnológica. En ella, según es perceptible y uno mismo ha corroborado en algún epígrafe de su currículum, no hay apenas nada que valga menos que el "contenido". Si en una diario nacional, o regional, una colaboración podía en su día llegar a estar valorada en torno a los 150 euros -y en mucho más, claro- en internet, en blogs de empresas especializadas en la bitácora como producto, la remuneración habitual para un redactor era de 1 euro por post y, en algunos casos de delirante generosidad, de 9 euros por post.
En estas empresas de blogs "verticales", el contenido, el texto, es apenas un anzuelo para el tráfico de usuarios, por lo que ese texto se escribe para que google lo encuentre y los visitantes de las bitácoras encuentren los anuncios y pinchen en ellos, o al menos suban las visitas del blog, que son las que justifican las tarifas publicitarias. El contenido en sí, su rigor, corrección gramatical, etcétera, no han sido nunca prioritarios, aunque, en los últimos años, he notado una mejora considerable en esos aspectos.
Por otro lado, también parece obvio que si una empresa fabrica un aparato para leer libros, o abre una web donde visionar películas, nada le vendría mejor que la circunstancia de que esos libros y películas fueran completamente gratis, tanto para ellos en tanto empresarios como para sus clientes, que sólo pagarían el aparato de leer en sí o quién sabe qué cuota ingeniosa por navegar por su página (finalmente fue una cuota para poder ver las películas durante más de 72 minutos: ingenio no faltó).
Así, un empresario tecnológico (por llamarlo de alguna manera) se convertía en líder o supporter de un movimiento social (Cultura libre), hecho verdaderamente digno de pasar a la Historia de lo Nunca Visto.
Sin embargo, los demandantes de Cultura Libre nunca llegaron a proponer al empresario inventor del aparato fabricado para disfrutar de la cultura libre que lo regalara; o al empresario fundador de una web de visionado de películas, que no pusiera publicidad ni cuota alguna en su página. En ambos casos, se entendía lógico que uno pagara por disfrutar del aparato con el que disfrutaría gratis de la cultura. No entraba en cabeza humana que a uno le fueran a dar gratis un iPod o un Ipad o un Kindle, con lo bonitos que eran y el gusto que daba comprarlos.
Avanzaron los meses y, entre el retraso de la llamada Ley Sinde en ser aprobada y el hecho palmario de que una Ley difícilmente iba a acorralar el vasto territorio de internet, me di cuenta de otra cosa. Fue justo cuando se entregaron los premios Goya. Alguien en Twitter comentó que la película ganadora, Pa negre, no estaba disponible para ser visionada de forma gratuita en ninguna de las webs especializadas en este tipo de servicio. Tirando el hilo de esa evidencia, y fatigando el buscador de google, llegué a la conclusión de que Cultura Libre podía muy bien traducirse como Cultura Famosa Libre o Cultura De moda Libre o Cultura Muy Popular libre. Esto quería decir que cualquier película del año en curso que encabezara la taquilla española -o que la fuera a encabezar- estaba enseguida on line, gratis; pero cientos de películas pequeñas, independientes o producidas en países sin una gran industria de promoción de su cine seguían siendo imposibles de ver si uno no acudía a la sala en la semana escasa que aguantaban en cartel -dado que, realmente, apenas iban a tener dos o tres mil espectadores en España-.
Asimismo, las novelas que podían y pueden descargarse on line sin coste alguno son todas aquellas que o venden mucho o son profusamente citadas en los medios de comunicación; de la mayoría de las novelas, las que venden unos 800 ejemplares (repito, la mayoría) obviamente no va a encontrarse ninguna, porque nadie se va a molestar en scanear o tipear un libro que le es indiferente a la mayoría de los lectores de España.
Esto deja, pensaba no hace mucho, la Cultura Libre en un remedo casi exacto de la Cultura Oficial, o del Ocio Oficial, de modo que si el Ocio Oficial nos propone o fuerza o machaca el cerebelo con la necesidad de consumir Torrente 4, la Cultura Libre nos dará Torrente 4, y si en el Ocio oficial la película La influencia, de Pedro Aguilera (que vimos, según datos del ministerio, o ex-ministerio, de Cultura 2.799 personas en España; Torrente 4 -por si alguien necesita verlo así de claro- tuvo 2.583.238 espectadores -yo no pude ir, sintiéndolo mucho-), decía, si La influencia pasa desapercibida para el Ocio Oficial, o la Cultura Oficial, o la Cultura Publicitada, pasará asimismo desapercibida para la Cultura Libre o las webs de películas gratuitas en internet, que, simplemente, no se molestarán en ofrecer esa película dentro de la oferta de Cultura Libre de sus webs.
Yo aquí, la verdad, no veo mucho avance.
De hecho, y entramos en la parte personal del infinito post que les traigo hoy, quise ver con X esta película no hace mucho, La influencia, digo, y no fuimos capaces de encontrarla en ningún sitio de vídeo en streaming. Este dato puede hacer interesante que les cuente mi experiencia "pirata", si me permiten lo fatuo del adjetivo.
Creo que fue hace cuatro años cuando, en la oficina donde trabajaba, dejé caer a mis compañeros de departamento -perfectamente locos por la música- que me acababa de comprar un cedé de una cantante que no conocía, una vieja gloria de los años 60. El cedé me había costado 13 euros (o así) y venían unas treinta o cuarenta canciones. Esto lo dije a mis compañeros con indisimulado orgullo de consumidor.
Mi compañera C se rió de mí -por messenger- y me pasó en 45 segundos el archivo del mismo disco que yo había comprado la tarde anterior. A ese disco siguieron muchos más, que ella dejaba en una tentadora carpeta común, por si alguno de nosotros quería apropiárselos. Finalmente me enteré de las mágicas palabras de Alí Babá ("descarga directa") y llevé a cabo mis primeras incursiones "delictivas".
-Me llamo Alberto y soy alcohólico.
Digo: me bajé bastante música durante unos meses. Me impresionó, al principio, ver cómo en mi cabeza dejaba de tener sentido comprar un cedé. Quiero decir: comprar un cedé se convirtió en algo absurdo. ¿A quién se le ocurría pagar por un cedé? Sólo me llevó 24 horas considerar improcedente una adquisición que, durante unos 15 años de mi vida, no diría que fue masiva pero sí constante (tengo unos 150 o 200 cedés originales).
La segunda experiencia que me deparó "descarga directa" fue la de querer descargarme toda la música del mundo, pero no para escucharla, no; para tenerla. Una vez que la tenía, sólo la pura casualidad me hacía escuchar un disco entero, de modo que, según calculé, el 40% de las canciones que me bajé no las escuché ni una sola vez, no digo enteras, ni tan siquiera sus primeros 10 segundos.
La tercera consecuencia o fase de esta etapa criminal que aquí les revelo, fue la de que se acabó la etapa criminal. No me bajo música desde hace dos años o dos años y medio. La música, de hecho, ha dejado de interesarme.
Así que, a la hora de contemplar el tsunami digital sobre la literatura, me he buscado un bungalow bastante resguardado, por decirlo de alguna manera. Al ver en Amazon la cantidad de libros que se venden a 0 euros, todos clásicos, -entendiendo "clasico" como "autor muerto", que ya es entender de libros- me he imaginado a mí mismo bajándome 400 libros al día y acumulando -sé que no caben tantos, ok- un total de 1.000.000 de libros en mi Kindle, cosa que me dejaría a solo un paso de leerlos todos. Paso que nunca daría, como es obvio, y no porque leer 1millón de libros sea imposible, sino porque se nos revela de pronto irrelevante: sobre todo comparado con dedicar el tiempo a bajarse más libros: eso sí que cultiva, bajarse los libros.
Curiosamente -consideré ya estos mismos días- vengo de un hogar donde no había libros, quiero decir, ninguno. Eso no ha impedido que yo mismo haya hecho algunos libros. Esto ha sido posible por la compra escolar de novelas para las clases de literatura, que llegaron hasta la universidad, por la compra ya privada y caprichosa de otras novelas, bastantes más, por el regalo de libros por parte de los amigos, por el préstamo debido a esos amigos o, mayormente, a las bibliotecas. Quiero decir que a mí, que nunca tuve libros y ahora debo de tener unos 300 -poquísimos para alguien que, bueno, es escritor; en realidad, odio los libros, me deshago de todos los que puedo, la verdad-, qué decía, que, para alguien con mi perfil, todo esto de la Cultura Libre Literaria no me aporta nada, salvo un nuevo pasillo por el que perderme en el laberinto de la lectura: a lo mejor en lugar de irme a la biblioteca de Fuencarral a por un libro que sólo allí tienen me lo compro (o bajo) en Internet, pero eso no quiere decir que internet salve mi ignorancia, sólo que la achicará internet y no un viaje en metro.
La única vez que estuve en la indigencia cultural fue cuando residí en Japón, durante tres años. Me llevé varios libros y, cada vez que volvía a España, echaba otros pocos más a la maleta, algunos de ellos comprados en la Fnac. Seguramente fueron esas navidades de paso por mi país los momentos de mi vida en que más libros he comprado de una tacada, y hablo de comprar siete libros -todos de bolsillo y muy gruesos-. En Japón, exploré, en 2004, lo que se llamaba "biblioteca virtual". Ya estaban allí lo que ahora llama Amazon "clásicos", y eran todos "autores muertos" que, la verdad, podían haberse llevado consigo a la tumba sus creaciones: casi todo lo que traté de leer en la pantalla era bastante lamentable.
De hecho, ahora que lo escribo, me doy cuenta de que en Japón leí muy bien porque tenía pocos libros, y todos fundamentales -no era ocasión para llevarme un libro cualquiera, sino clásicos-clásicos, como el Quijote, que leí por tercera vez, o Rayuela o Nostromo-. De modo que la Cultura Libre se me está antojando más bárbara que aleccionadora, según se me va yendo el post de las manos.
Lo encauzo apenas con otra idea que me ha venido a la cabeza estos días, y es la contradicción de ver a los defensores de la Cultura libre ganar dinero con la Cultura... gratis. Los gurús de la cosa viven de hecho de promover que la Cultura esté disponible para todos sin coste alguno, lo cuál me lleva a preguntarme de dónde sacan ellos el dinero que sacan, que no parece poco.
También he creído o querido ver una contradicción en que, en tiempos de crisis, de salarios mínimos congelados y recortes a mansalva, se abogue, al mismo tiempo que se condenan estos estragos, porque una serie de personas, los artistas, digamos, no hagan dinero con su trabajo. Todos entendemos naturalmente indecente lo subterráneo de algunos salarios, los despidos masivos, el alzamiento de bienes por parte de algunos sujetos bien posicionados, pero, en paralelo, una parte considerable de la población no ve gravedad moral alguna en que todos rebajemos o anulemos los medios de supervivencia de que disponen los músicos, los escritores o los cineastas.
Esto, la verdad, también me resulta complicado de entender.
Afirmé arriba haberme bajado una enorme cantidad de canciones, y lo hice, amén de para posicionarme a mí mismo en el sitio que me corresponde -no tanto en el de escritor; o no sólo en el de escritor con obra en el mercado, sino en el de internauta-, para deslizar la idea de que una cosa es la comisión del delito, o de la infracción, o del comportamiento no ejemplar, y otra la defensa que uno puede hacer -razonada o delirante- de que sus acciones no deben juzgarse como lesivas para el interés ajeno o el bien común. Esto quiere decir que si yo mato a una persona por motivos que entiendo legítimos -crimen que se me pasa por la cabeza cada tanto- no haré, sin embargo, una impugnación a la ley que derive en mi puesta en libertad o en mi condecoración, sino que acataré las reglas del juego.
Hay ejemplos menos sanguinarios: consumir drogas, circular por la carretera a 180 kilómetros por hora (como le gusta a Rosa Regás), frecuentar prostitutas o sisar en el supermercado. Es probable que todos hayamos hecho alguna de estas cosas alguna vez en nuestra vida, pero es menos probable que consideremos en todos los casos que el Estado debería permitirnos hacerlas, sin regulación alguna y según nos viniera en gana: ¿puedo circular a 180 kilómetros por hora delante de las puertas de un colegio?, ¿pueden drogarse los niños?, ¿pueden prostituirse los adolescentes?, etcétera.
Sin embargo, respecto a la cultura libre no parece haberse propuesto, desde el bando que la defiende, ningún matiz o transición o respeto mínimo por los débiles implicados en la polémica, que, simplemente, deberán apañárselas como puedan.
Lo más inaudito para mi capacidad de alarma ha sido ver cómo se ponía en cuestión -precisamente en alguno de los blogs sobre libros propiedad de un empresario contrario a la Ley Sinde- el derecho a la propiedad intelectual; no sabía uno que se podía cuestionar un "derecho", esa palabra, esa santidad, con tanta soberbia y tanta alegría. "Este derecho lo quitamos, que no nos gusta". Y todo por otro derecho, el de la libertad de expresión, que no es, en definitivas cuentas, nada más que el derecho a ver Torrente 4 sin pagar -si fuera a ver La influencia, todavía-.
Esta soberbia y alegría ha tenido -y supongo que por eso me he puesto a dar un repaso al tema- su último aldabonazo en una lista negra que se ha elaborado con los nombres de todos aquellos escritores, músicos y cineastas que alguna vez han dicho algo a favor de la Ley Sinde o, más naturalmente, a favor de su propio derecho a recibir compensación por su trabajo. Si la lista negra fuera de activistas del 15M o de defensores de la Cultura Libre, y se estableciera que aparecer en ella conllevara dificultades para conseguir un trabajo o una colaboración en prensa o entrar en los cines, estaríamos hablando de fascismo.
Han pasado unos días desde que escribí lo que quizá alguien ha tenido la paciencia de leer, y una nueva noticia se incorpora a esta panorámica personal del asunto: Público. Hoy mismo Antonio Orejudo publicaba en ese diario, cuya continuidad peligra por problemas económicos, un artículo donde afirmaba lo siguiente:
Perdonadme la pregunta, pero… ¿no compraban ya el periódico de papel todos esos fans que lloran ahora su desaparición? Pues no, parece ser que no. La mayoría debía de entrar, pinchar aquí y allá, reafirmar sus ideas izquierdistas, y a otra cosa, convencida de que un periódico tan rojo, tan a favor de los internautas, tan guay, tan juvenil, brotaba espontáneamente del puro buen rollo. //Pues parece ser que no, queridos amigos de la cultura gratuita en internet, parece ser que hasta Público necesita dinero entre otras cosas para pagar a los 160 profesionales que ponen el periódico en la calle todos los días. (link)Entiendo que Antonio Orejudo ha pasado ya a formar parte de la lista negra de la que hablaba más arriba. Por hablar. El famoso artículo La cena del miedo debería reciclarse y redirigirse hacia los que realmente tienen miedo: los autores, no tanto miedo a ver cómo las previsiones económicas para sus creaciones se deshacen en cuestión de horas, sino miedo a hablar, a decir lo que piensan de un asunto, algo que también viene protegido y validado por el derecho a la libertad de expresión.
He copiado más abajo otro link informativo de hoy mismo: en él, las empresas más poderosas de la industria digital mundial plantan cara a la SOPA, especie de Ley Sinde estadounidense. La noticia (link) aparece en El país y, nuevamente, el redactor del periódico da a entender que Yahoo es un aguerrido luchador por los derechos humanos. Repito: nunca un "movimiento social" había sido tan apoyado por las piezas más duras y sólidas del capitalismo.
En fin: esto pienso. No es mi intención recibir el honor de aparecer en la lista negra de malvados defensores de sus derechos, ni tratar de convencer a nadie; sólo quería anotar algunas ideas que puntualmente y durante estos últimos meses me han venido a la cabeza sobre el futuro de la industria cultural, futuro que no me atrevo a prever ni en sus perfiles más básicos -a diferencia de los gurús de internet, que parecen tenerlo sumamente claro-.
Hay bastantes aspectos de este texto bruto que me gustaría matizar o ampliar; también me hubiera gustado explorar la idea de que la Cultura fuera libre a partir de un breve periodo de tiempo (cinco años), dado que tanto libros como películas encuentran su beneficio en los efectos inmediatos que las campañas de publicidad tienen sobre los consumidores, y en el encanto de la "novedad". No en vano en las webs de películas se consideran clásicos o "películas antiguas" filmes del año 2003.
Otro tema que me gustaría comentar es el del "crowdfunding", desde la perspectiva que sugieren algunas ideas sobre el teatro que David Mamet expone en su libro Manifiesto.
Todo, otro día.
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