martes, 29 de diciembre de 2009

Contenido

Dos lecturas on line son el origen de esta escritura, también on line. Una lectura es la del artículo de Juan Varela donde reflexiona sobre la década tecnológica que estamos a punto de dejar atrás, con especial atención a la frase: "ha sido la década de la cultura libre, el iPod, las consolas y, sobre todo, de la apropiación de la cultura y el entretenimiento por el público". La otra lectura es la de la noticia que dice: Google y Microsoft pagarán 25 millones de dólares a Twitter por "mostrar sus contenidos".

No entiendo el entusiasmo de Juan Varela, y de tantos otros periodistas, intelectuales o líderes de opinión, por el estado actual de Internet. Desconozco los motivos por los que una planilla virtual del mundo real se ve sin embargo aligerada del componente crítico que seguimos aplicando a su modelo. Internet ha revolucionado nuestra forma de aburrirnos, pero no nuestra forma de conocernos. Seguimos siendo ignorantes o cultos, snobs, racistas, obvios o engreídos, ricos y pobres, talentosos o enchufados, iguales a como éramos.

Cuando me inicié en el mundo de los blogs, se oía mucho la ilusionante amenaza: ahora, oculto en un nick, sin que nadie sepa quién soy, y con la posibilidad de decir en público lo que pienso, sacaré la verdad a la luz. Muchos incautos internautas pensaban que anonimato era sinónimo de lucidez, que por llamarse CasaArdiendo en lugar de Lucía López Lucía López iba a desfondar el paradigma intelectual de Occidente. Lo cierto es que tanto Lucía López como todos los demás enmascarados demostraron sólo una cosa: casi nadie tiene nada que decir.

Nada nuevo, nada nieztscheano, nada que cambie la vida de sus coetáneos.

El hecho de que cualquier persona pueda opinar "en público" gracias a Internet no aporta nada de por sí a nuestro propio conocimiento. Ninguna opinión localizable en la Red supera a las opiniones que podían encontrarse en el siglo XVIII: ningún internauta es más ácido que Jonathan Swift, ni más inteligente que Diderot. Ni siquiera alcanzan mayor difusión que ellos, ni que Xavier de Maistre o cualquier borracho hablando en una taberna de Dover. Es una ilusión consentida impíamente la de que escribir algo on line (como esto que yo ahora escribo) llega a más personas que si uno sale a la plaza y lo grita. La mayoría de los blogs los leen sus 50 amigos, y los visitan 34 despistados más que buscaban cualquier otra cosa en Google. Si existen blogs interesantes no lo hacen de una forma que, socialmente, supere la existencia de personas interesantes, libros interesantes, columnas de periódico interesantes. Intelectualmente, todo sigue igual: no somos mejores.

Es más, es peor: a mí, que soy un internauta medio, nadie de mi entorno (pongamos: 200 personas) nadie puede llegarme un día y hablarme de un blog que no conozca, de una web que no conozca, de un vídeo absurdo que no haya visto, de una noticia que no haya leído, de una situación que me desborde por nueva; de una foto que no tenga ya en la retina; y si, por casualidad, alguna de estas informaciones me resulta nueva, cuando llegue a casa y me conecte encontraré enseguida esa información esperándome en alguno de los cientos de blogs que controlo (en diagonal) gracias a un reader de bitácoras. La verdad desoladora es esta: todo el mundo ve las mismas páginas en Internet, lee las mismas noticias, visiona los mismos vídeos, las mismas series de televisión; la diferencia entre los usos de unos internautas y otros es imperceptible, como la diferencia que había, antes de Internet, entre unos televidentes y otros, entre unos lectores y otros, entre unos consumidores y otros.

Debería hacernos temblar la idea de que Internet represente la libertad absoluta, porque, si fuera así, desde luego que habríamos hecho un uso muy estrecho de esa libertad.

La gran estafa de Internet es la equiparación de webs y usuarios. Las webs son negocios privados: buscan hacer dinero. Su moneda de cambio es el tráfico que generan, el número de registrados que captan. Para lograr esto ofrecen un servicio atractivo, falsamente útil. Las empresas privadas de Internet no ofrecen un servicio atractivo para hacernos felices y mejores, sino para ganar dinero. Sin embargo, los opinadores del asunto obvian este hecho fundacional, y consideran que cualquier start up viene a socorrer nuestro desaliento existencial. Facebook no se creó para que todos fuéramos amigos, sino para que todos fuéramos de Facebook. Twitter no se creó para que todos dijéramos qué estábamos haciendo, sino para que no hiciéramos otra cosa que estar en Twitter. Y, una vez que estamos, una vez que somos de, las empresas privadas nos venden, venden nuestras fotos, venden nuestras frases, venden nuestra voluntaria comparecencia. Y lo hacen sin permiso, sin oposición. Entre aplausos.

Seguramente tú lo entiendes: yo no.

No entiendo que el Gobierno, elegido democráticamente, no pueda cerrar webs, pero que una web pueda cerrarse a sí misma, cancelar perfiles, borrar vídeos, borrar fotos, cambiar su diseño sin que medie el menor control. Vender los contenidos de los usuarios sin que medie el menor control. Resulta pavoroso que los Términos de Uso de cualquier página web sean más respetados por algunos internautas que el Código Civil o la Ley de Propiedad Intelectual. Me recuerdan a esos jóvenes díscolos que rompen cristales, o arañan la carrocería de los coches, que no le hacen caso a sus padres, pero que cuando van al McDonnald recogen los restos de su comida y depositan la bandeja en su sitio, educadísimos. Es como si una norma social nos dijera: si te dejan entrar en este sitio tan guay (hamburguesería, web) harás todo lo que te pidan sin rechistar.

La empresa privada en Internet está gozando de total impunidad, y cuenta encima con el apoyo de internautas avanzados, que equiparan la "libertad del internauta" con "la libertad del empresario internauta", cuando la libertad del internauta se diferencia de la del empresario internauta en algo crucial: no es la libertad de hacerse rico. Se nos evangeliza con el disfrute que podemos alcanzar viendo películas gratis, pero no se tiene en cuenta con suficiente gravedad que la web que aloja esas películas gratis cobra por sus anuncios; se nos evangeliza con el disfrute de escuchar música gratis, pero no se hace hincapié en que el maravilloso iPod cuesta dinero, y no poco. Se colabora en proporcionar a los empresarios de Internet contenido de bajo coste, como mano de obra barata, y no se relaciona ese contenido con las personas que están detrás de él, con su esfuerzo o su dignidad. Al igual que el "voluntariado", que ha conseguido que las Olimpiadas y ONGs tengan a un montón de gente trabajando gratis, mientras sus organizadores y promotores monetizan cada una de sus gestiones.

Internet no va camino de democratizar la sociedad, de hacernos iguales, de hacernos sabios ni de hacernos felices. (¿Qué diferencia hay entre que a día de hoy muchas personas pasen 6 horas al día viendo una serie de ficción en Internet -pues, lo siento, la mayoría de nosotros no se dedica on line a leer a Aristóteles ni a leerse entera la Wikipedia- y esas 6 horas que pasábamos en los noventa delante de la televisión, viendo lo que fuera que echaran? Si aquello era la "caja tonta", ¿esto qué es: mi caja tonta o la caja wikitonta? ¿Internet tan idiota como tú quieras?) De lo que vamos camino es de un cambio de poder empresarial. La pelea de fondo es quién manda en el mundo, si la Standard Oil o Google, si Wal Mart o Facebook. La gente no va a mandar nunca, por mucho que ese slogan, patéticamente, sea el que utiliza Google o Facebook, por mucho que el empresario de Internet practique un look de "soy tu mejor amigo" o "soy tan enrollado como tú". (Cada vez que veo a los dueños de Google en camiseta me acuerdo de los dibujos de El Roto en los que el "empresario" sale gordo, con chistera y puro, y a veces hasta un látigo. Esos son los empresarios que quiero yo, empresarios que no roben la equipación del rival.)

En breves segundos le daré a un botón, aquí abajo, que dice "publish post". A partir de ese momento, este post lo leerán unas 100 personas; a lo mejor lo leen 400.

O 450.

¿Y?

¿Eso era todo? ¿En lugar de contarle mis ideas a mis amigos se las cuento "al mundo"? ¿450 personas son el mundo? ¿Esta es mi participación, mi beneficio, mi oportunidad? ¿Tengo que dar las gracias?

¿En serio?

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domingo, 27 de diciembre de 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

Género y práctica: el cuento y la novela

Me ha resultado muy sugerente, dentro de su amargura, la despedida definitiva del blog Masacre en los jardines, bitácora especializada en el género del cuento. Esta despedida no tiene desperdicio, como suele decirse, y me apetece comentarla, para luego tratar de llegar a algún tipo de pensamiento útil sobre dos géneros literarios siempre a la gresca: el cuento y la novela.

Lo más punky del último post de Masacre en los jardines está en la idea de que, creyendo ellos que favorecían el género del cuento, se han sentido de pronto compinches involuntarios de algunos autores (no se citan) que practican el relato breve de manera (a su juicio) desmañada y pedestre. El clima general que desde, no sé, cinco años atrás, se ha creado en los medios de comunicación>sección Cultura>sección Entrevistas a Escritores>tópico: el cuento NO es un género menor, ha contribuido, entre otras cosas, a dar carta de calidad a numerosos textos mediocres que ahora pueden ampararse bajo ese manto de inmunidad literaria que parece haber caído sobre cualquier pieza breve. Masacre en los jardines, entiendo, ha visto como su buena fe, su auténtica creencia en el género del cuento, se ha diluido en una corriente acrítica de interesados, interesadísimos, arribistas mediáticos, lo que les ha hecho sentir que su labor, no sólo caía en saco roto, sino en bolsillos ajenos.

También me ha revuelto el alma leer en esta despedida el miedo. Lo dicen claramente: habían llegado a una situación de popularidad e influencia dentro de la cual negar calidad a un título recién publicado llevaba aparejado enemistades feroces e inmediatas, circunstancia no sólo incómoda, sino muy contraproducente si, como parece el caso, entre los editores del blog hay autores publicados o por publicar, escritores, en definitiva, que, como todos, necesitan llevarse-bien-con-el-mayor-número-posible-de-personas-del-mundillo.

Finalmente, el "fenómeno blog" ve en este post terminal la enunciación de una denuncia necesaria: la existencia de blogs literarios cuyo único fin es recibir libros gratis, la facilidad con la que ese óbolo de papel genera buenas críticas hacia un libro o sello, y la desvengozada coba que desde una bitácora puede hacerse a un editor para que, a posteriori, vea con buenos ojos el manuscrito que uno le envía.

Ojalá vivas tiempos interesantes.

El motivo de que escriba este texto es paradójico: no soy un defensor del cuento o relato, y, si hablara sin pensar, a humo de pajas, al albor de unas copas, diría, por abreviar, sí, eso: el cuento es un género menor. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en esta despedida, despedida de unos fanáticos del relato, he sentido que estaba de acuerdo con ellos, o ellos conmigo.

Hace tiempo acuñé y pensé, no creo haberla pronunciado nunca, esta jaculatoria: Los principales enemigos del cuento son los que los escriben.

Efectivamente, si a mí, y a muchos (y al público "en general") los cuentos nos parecen mucho menos interesantes que las novelas, se debe, como es casi de cajón, a que los cuentos que hemos leído no nos han gustado, o nos han dejado insatisfechos. Por un lado, tenemos la quizá bienintencionada pero, a la postre, nociva tendencia de los suplementos y revistas literarios de invitar a algunos autores, no siempre (de hecho: casi nunca) cuentistas, a que escriban un relato realmente breve, en un par de días, para un especial de Navidad, o contra el tabaco, o sobre el tema que se le haya ocurrido al redactor jefe. Estos cuentos, sin excepciones, son espantosos. Son de encargo, son raudos, son serviles: el resultado es relleno de suplemento, y descrédito del relato.

Así sucede también con las "antologías" de cuentos: se encargan, muchas veces a novelistas, y, entre las prisas y el desinterés de los propios autores, se acrecienta, de nuevo, el descrédito.

Por no hablar de "los libros de mantenimiento": autores de novela que, para seguir en el candelero mientras fraguan su siguiente obra, sacan unos cuentos, muchas veces conseguidos tras un rastreo polvoriento entre cosas que escribieron hace veinte años, y que no publicarían si no tuvieran necesidad de publicar algo. Resultado: más descrédito.

Finalmente, los libros de cuentos de cuentistas actuales. No todos van a ser Raymond Carver, por lo que, en esa falta de calidad supina, también contribuyen, menos pero lo hacen, a que lectores y discriminadores del cuento (como el que esto escribe) rehúyan de su lectura y de su práctica.

Si admitimos, como es mi caso, que NO LEER es, no sólo legítimo, sino perfectamente compatible con todas las virtudes posibles en un ser humano (inteligencia, amplitud de miras, incluso cultura) no podemos dejar sin legitimidad modos de lectura limitada, como podrían ser: no leer novela negra, no leer nada de la editorial Lengua de trapo; no leer poesía; no leer libros traducidos; no leer novelas publicadas después de 1950; no leer novelas del siglo XVIII; y, por supuesto, no leer cuentos.

Yo casi no leo cuentos, y sólo los escribo por encargo. Sin embargo, creo que hay algunas ideas relativas al cuento frente a la novela que no son discutibles, que no dependen de tu posicionamiento o conocimiento del cuento, y que pueden conducir a reflexiones y enunciados sí discutibles, pero, al menos, realistas.

La ideas no discutibles sobre el cuento y la novela son las siguientes:

1. Un cuento es más fácil de escribir que una novela.
2. Cualquiera puede escribir un cuento; no cualquiera puede escribir una novela.
3. El cuento puede leerse y escribirse de un tirón; una novela no puede escribirse ni leerse de un tirón.
4. Muchos autores empiezan escribiendo cuentos y pasan a la novela; pocos (no conozco ninguno) siguen la trayectoria inversa.
5. Las novelas pueden expurgarse hasta producir un cuento.
y6. La suma de cuentos no equivale a una novela.

1. Cuando digo "facil" no hablo en ningún caso de calidad; hablo de ejecución. Cualquier persona alfabetizada puede escribir, con mayor o menor esfuerzo, 10 páginas. Aunque sean malas, incluso horribles, son; y puestas ya en el plano ontológico, pueden "ser un cuento". No es tan fácil en la novela. El problema, genial, tierno, de la novela es que tienes que escribirla, que da igual lo listo que seas, la cultura que atesores y las páginas del diccionario que domines: para que la novela exista tienes que estar sentado solo ante un teclado durante 500 horas. Sin eso, la novela, tu novela, no existe; y no puede llamarse novela a algo que no existe.

2. De esta circunstancia puramente fabril proceden, a mi juicio, muchas de las perversiones que aquejan al cuento: que es más tentador ser mediocre con un cuento, por ejemplo. Porque el mal trago de verse mediocre pasa en una tarde, mientras que nadie quiere verse mediocre durante los 4 o 12 meses que se tarda en escribir una novela. Por lo tanto, hay una criba natural contra las malas novelas, dado que uno no avanza en su propio libro si no le agrada un poco: el cuento es malo cuando lo terminas, la novela es mala mientras la terminas, por lo que hay más cuentos malos que novelas malas, dado que casi todas las novelas malas, gracias a Dios, están sin acabar.

3. La literatura, en cierto sentido, enfrenta el tiempo de escribir con el tiempo de leer, siendo este último siempre mucho más breve. Sin embargo, dentro del tiempo de leer, aunque es pequeño, cabe el tiempo de escribir: en tres días lees el trabajo de tres años, por ejemplo. De este hecho, también indiscutible, procede, a mi juicio, el valor mayor que le damos algunos a la novela: la novela nos acompaña durante varios días, o durante un día entero, mientras que el cuento es una inyección puntual, al margen de nuestra vida. Así, una novela que lees entre horas de trabajo y horas de trabajo, entre viajes en Metro y charlas telefónicas, consigue filtrarse en ti por varias grietas, manchada, distorsionada por tu vida y por la propia lectura fragmentaria (uno marca el punto de lectura; uno olvida quién era tal personaje; uno vuelve atrás, relee para enterarse de algo que, de pronto, suscita dudas; uno, en definitiva, trabaja la novela).

Del mismo modo, la escritura de una novela filtra la vida del escritor, porque le lleva tanto tiempo, y combate con ella tantos avatares (en mitad de la escritura de la novela, uno se casa, se divorcia, tiene un hijo, muere alguien, muere él mismo -nadie muere en mitad de la escritura de un cuento-, se enamora, se hace viejo...) que, lógicamente, no sólo por su extensión, sino por la variedad de emociones desde las que se escribe, consigue, incluso en la novela más plana, reflejar la complejidad de la vida, sus infinitas capas.

4. Sin embargo, casi todos los novelistas empiezan escribiendo cuentos. Esto se debe en gran medida a la necesidad del aspirante a escritor de foguearse con la palabra y la trama, con los diálogos, con un estilo u otro; con la lectura de sí mismo, también. Si entendemos que muchos cuentos no son sino un campo de pruebas, veremos, nuevamente, un motivo más para que este género esté lleno de no-creyentes y, por tanto, de piezas sin pasión ni respeto por sí mismas.

Hay una tendencia natural a abandonar el cuento en un momento dado y lanzarse a la novela. Una explicación podría ser esta: vanidad. Escribir una novela (y no digamos, verla publicada) se encuentra entre las metas más altas que un aspirante a escritor encuentra en su vocación. Y una vez escrita y publicada, la sensación de haber alcanzado cierto estatus (aunque sea ante uno mismo) impide muchas veces volver al cuento, como (y los ejemplos son tendenciosos: lo comentamos más abajo) como cuando uno emigra de la provincia a la gran ciudad, circunstancia en la cual volver al campo es siempre un fracaso.

También existen escritores que no salen del cuento. No es improbable que algunos de ellos perseveren en ese género por pasión inalienable hacia el relato breve, pero es más probable, a mi juicio, que la práctica algo obsesiva del cuento acabe inhabilitando para escribir novelas. Un consejo que doy alegremente es este: si quieres escribir novelas, no empieces con el cuento, empieza con novelas. No importa si no las acabas: empieza otra. Porque si te empeñas en hacer un buen cuento antes de intentarlo con la novela, te verás, en un momento dado, presa de la inseguridad que da no poder controlar 200 páginas, y te quedarás siempre en la distancia corta. Efectivamente, un cuento puede reescribirse cientos de veces sin un excesivo coste en tiempo e ilusión; un cuento puede controlarse íntegramente, perfeccionarse, incluso ser sometido a cambios mínimos y a la lectura y análisis de lo que esos cambios mínimos provocan en los lectores. Eso en la novela es imposible, y si el autor de cuentos que trata de novelar no supera la sensación habitual de la práctica de la narrativa extensa (esto es: no sé hacia dónde voy, no confío en las 34, 89, 178 páginas que ya llevo escritas, pero aún así y todo tengo que seguir) nunca podrá acabar una novela.

5. Cuando leo cuentos, sobre todo cuentos contemporáneos, muchas veces me he encontrado ante la sensación de no estar ante lo que yo, o mi yo lector inmanente, entiende por un cuento. Dado que este género también sufre los vaivenes de la experimentación, su morfología a día de hoy nada tiene que ver con el cuento contado al calor del fuego, con la narración de una historia cerrada o con la narración de una escena. Así, vemos cuentos que son retratos de un personaje, cuentos que son descripciones, cuentos líricos, piezas breves en suma que parecen partes de novelas que no existen.

Muchas veces, como digo, leo un cuento, y aunque me parezca interesante, no dejo de pensar que abriendo cualquier buena novela y dedicando un rato a la búsqueda, se podrían encontrar 3 o 13 páginas que, extraídas de su continuo narrativo, parecieran un relato independiente. Quizá por eso el cuento, o muchos cuentos, no gustan: hacen pensar que falta todo lo demás, que le falta el resto de la novela.

Un ejemplo, aprovechando que ahora existe el micro-relato. La siguiente pieza de Juan José Arreola se cuenta, al parecer, entre lo más elevado y citado y, supongo, imitado del (sub)género. Dice:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Me gusta. Pero, al mismo tiempo, no concedo a este texto un categoría muy diferente de la que puedo dar a una cita. Por ejemplo:


Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.
De Pedro Páramo, posiblemente, se pueden sacar 40 o 50 "micro-relatos", y 10 o 15 cuentos.

Excurso contra el micro-relato: considero que la fama actual, aunque ya menos feroz, del, así llamado, micro-relato supone una perversión de la literatura, una forma de ensanchar el club de los escritores, al parecer a base de personas muy perezosas. Escribir una frase, dos frases, tres frases, y dar por concluida una obra resulta, sí, un ingenioso atajo hacia la creación, pero no por ello consigue, al menos en mi caso, hacer pasar gato por liebre, dado que el, así llamado, micro-relato, no alcanza, casi nunca, la categoría de cita brillante, sino que se queda a la altura de los chistes, y ni siquiera de los chistes de Tip y Coll.

Volviendo a Arreola, podemos comprobar cómo su famoso "micro-relato", fácilmente, podría constituirse en parte de una novela. Por ejemplo, como su arranque:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones. Cuando estaba viva frecuentábamos casas y bares, cines, parques y rinconces románticos. Ahora esos lugares la echan de menos, porque este fantasma fatal sólo es manifiesta en mí, sin descanso.
O in media res:


Pedro me preguntó si tenía enamorada. Le dije que no. Le dije que la mujer que amé se había convertido en fantasma; que yo era el lugar de sus apariciones. Me sonrió. Dijo: ¿Y te da miedo? Contesté: No, los fantasmas nunca dan miedo, lo que da miedo es el escenario. Lo que me da miedo soy yo.
6. El proceso contrario es menos practicable. Por un lado, tenemos el hecho, creo que apreciable, de que muchos libros de cuentos buscan la unidad, esto es, reunir 10 cuentos que, en alguna medida, funcionen en su conjunto, apunten en la misma dirección o, al menos, no parezcan una antología de autores diversos. Este esfuerzo, amén de por motivos estéticos, procede también del intento del género breve de asemejarse a la novela en cuanto a su impacto en el lector. Claramente, uno disfruta más de un libro de cuentos de Borges o Cortázar porque se encuentra en el "universo" de Borges o de Cortázar, en un territorio particular. Sin embargo, la mayoría de los libros de cuentos no alcanzan a formar un universo, y resulta, en mi caso, siempre desalentador, cuando en un libro de relatos aparece el consabido relato de ciencia ficción, tentación al parecer en la que caen todos los cuentistas, que pocas veces nos libran en sus libros de leer una pieza con robots o mundos futuros, 2944 o más allá.

La suma de cuentos no equivale a una novela, no consigue lo que una novela, ese peso. Además, muchas novelas (también cuecen habas en el género), que se venden o etiquetan como tal, no lo son por cuanto se nota demasiado que se ha buscado una estructura que permita contar varias historias independientes. En esa condición molecular está el problema del cuento para elevarse sobre sus límites. Dado que, según ciertas escuelas, los cuentos tienen que ser perfectos, la comunicación entre ellos resulta imposible, en modo alguno similar a la que se da entre secuencias o capítulos de una novela, donde, no sólo es localizable, sino incluso aconsejable que haya algunas y algunos, secuencias, capítulos, flojos, transitorios, menos brillantes, menos importantes, como un lugar de descanso para el lector, que puede seguir leyendo, pero no con la intensidad que procuran las mejores páginas de la novela.

Al margen de estas seis afirmaciones que considero indiscutibles, y que he desarrollado hasta alcanzar afirmaciones que sí lo son, quiero ahora consignar algunas definiciones que mi práctica de la novela y mi no práctica del cuento me han deparado sobre ambos géneros.

Mi definición de novela es la siguiente:

La novela es la disolución de una sinopsis.

Las sinopsis no son literatura y, sin embargo, al igual que los trailers en cine, resultan más atractivas que las novelas a las que se refieren por su condición explícita y alusiva. Por ejemplo: "(título de la novela) cuenta la historia de una mujer que mató a su marido y después fue secuestrada por unos alienígenas que la clonaron 32 veces para casarla con los 33 jefes de las 33 tribus de su planeta. Tuvo hijos con todos y esos hijos iniciaron guerras los unos con los otros hasta que sólo quedó 1 tribu, que trató de averiguar si la matriarca era la humana original secuestrada o uno de sus clones."

Esto es una sinopsis. Una sinopsis que, inopinadamente, podría dar lugar a una gran novela, pero, con más pertinencia, a un espantoso best-seller. La novela disuelve la sinopsis, la tapa, y en el modo en el que se ejecuta esa disolución está la calidad. Seguramente la gran novela que responde a esta sinopsis sería aquella que hiciera imposible al lector contar la novela a otro lector con las mismas palabras que la sinopsis.

Otra definición de novela de mi propia cosecha es:

La novela es trayecto.

Lo importante de una novela, para el lector, es la sensación de estar "en marcha", en dirección a algún sitio. Digo a menudo, cuando no me gusta una novela, que, precisamente, no me lleva a ningún sitio. La novela debe engañar al lector haciéndole creer que está construyéndose algo mayor que lo ya leído, y que si no se sigue leyendo no se verá esa construcción. Esta teoría tiene algo de macguffin, porque, al cabo, importa poco "esa construcción", quién es el asesino o cómo acaban los protagonistas: lo importante es generar el encanto de continuar.

Un cuento, sin embargo (y sé que esto es muy discutible) lleva en su médula la condición de punto de llegada o punto de partida, entre otras cosas, porque tampoco hay sitio para más. Cuando leo un cuento estoy deseando acabarlo, incluso miro más cuantas páginas me quedan para terminarlo que con una novela (entre otras cosas, porque con la novela lo sabes ya sólo por sostenarla con las manos). Asimismo, si un cuento no lo leo entero de un tirón, normalmente no lo leo entero nunca. El cuento me impacienta, como un taxi que he cogido sólo para llegar a algún sitio, no para estar dentro de él.

Ejemplos. Decía más arriba que eran peligrosos, porque también hay un ejemplo que redime al cuento de su supuesta inferioridad. No es infierior, sería el argumento, el cuento a la novela como no es inferior los 100 metros lisos al maratón, y de hecho los 100 metros lisos son la prueba atlética estrella, mucho más atractiva que la distancia algo inane de los 3000 metros o de los 800 metros vallas (si es que existe, que no sé).

El asunto de la extensión, de su exacta delimitación, provoca también problemas a la hora de pensar los géneros. Un cuento tiene 10 páginas, una novela 200. Pero ¿50 páginas es cuento o novela? ¿Y 51? ¿Y 52? Es un tema sobre el que no he pensado ni leído mucho, por lo que no entraré en él, a sabiendas de que podría variar en algún modo mis propios argumentos.

Más ejemplos. El cuento y la novela guardan una relación, desfavorable para el cuento, con el cortometraje y el largometraje, respectivamente. También se defiende que el cortometraje puede estar a la altura del largometraje; también yo, en esa disputa, lo dudo mucho.

Quizá porque el tamaño sí que importa.

Finalmente, considero que el discurso en favor del cuento participa de manera medular del paradigma moral de nuestros días, que huye de la verdad y abraza sin fisuras (casi totalitariamente) la refacción (palabra entendida en su segunda acepción semántica: "Compostura o reparación de lo estropeado.") Se trata de compensar un malestar histórico, sin sopesar en ningún caso los elementos a debate, pues no es otra la intención de este discurso que eliminar el propio debate, silenciar el pensamiento crítico y depurar la estructura superficial de la realidad. Una frase, por tanto, como "el cuento no es inferior a la novela" no triunfa porque hallemos adjunto el menor argumento, sino porque participa de las buenas intenciones, del sueño de un mundo donde no se permite, supercialmente, reconocer la jerarquía profunda que lo da forma. Se busca, en este sentido, equiparar lo moral con lo evidente, siendo ambos en realidad niveles distintos, no equiparables.

Es evidente, por ejemplo, que hay personas más guapas e inteligentes que otras; y es moral que una persona inteligente o guapa no tiene más derechos (pero sí más privilegios) que una persona poco inteligente o poco atractiva. Pero afirmar que "todos somos guapos" es fruto de una buena intención que acaba volviéndose contra nosotros, porque nos aleja del conocimiento.

¿El cuento es un género menor? Para mí, seguramente; pero de lo que no me cabe duda es de que el cuento es, en todo caso, una "práctica menor", del mismo modo no lesivo que puede afirmarse que la comida rápida es una "gastronomía menor" o que fabricar candelabros es un "arte menor" o que el cómic, te pongas como te pongas, no es Miguel Ángel.

No se trata de discriminar o hacer de menos, sino de categorizar para el conocimiento, porque a fin de cuentas es más que probable que yo disfrute mayormente de los comics que de la pintura clásica, que me guste más comer chocolate que caviar, y que ame el candelabro que heredé de mi abuela por encima de toda la capilla Sixtina. Pero eso no me hace confundir los parámetros del saber humano, que no va a variar por mucho que yo trate de imponer mi visión emocional del mundo sobre la visión heredada y, esta es la palabra clave, universal que es, en definitiva, la que nos une a todos.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Control telepático de críticos literarios

A raíz de la concesión a mi novela El estatus del Premio Ojo Crítico, fui convocado a una entrevista en un programa de Radio Nacional de España, un programa llamado Un idioma sin fronteras. Durante la entrevista (telefónica y matutina: aspectos ambos desaconsejables) la locutora quiso leerme lo que "la crítica" había dicho sobre El estatus, dato este que había sacado de la errónea nota de prensa emitida por Ojo Crítico. La locutora leyó lo siguiente: "Intensa como un drama de Beckett, dura como las mejores historias de William Faulkner, esta novela atemporal y deslocalizada, insólitamente aterradora y al mismo tiempo sutil, nos devuelve el goce de la narrativa pura, del personaje complejo y del idioma puesto al servicio de vivir."

Eran palabras de la contracubierta de El estatus. Eran palabras que escribí yo.

¿Qué te parece, estás de acuerdo con "la crítica"?, me preguntó la locutora. Durante un segundo, pensé en desvelar que esas palabras eran, en principio, palabras de la editorial, en modo alguno de "la crítica" (amén de: eran palabras mías), pero me pareció feísimo introducir esa distorsión en la rutinaria labor de la periodista, de modo que opté por un falso y estomagante: Sí, claro, estoy de acuerdo; y pasamos a la siguiente pregunta.

Estaba de acuerdo conmigo mismo, lógicamente.

Últimamente he pensado bastante sobre esta anécdota, y al hilo de algunas lecturas y encuentros con el anecdotario ajeno, he concluido en la pasmosa evidencia (como tantas, obvia para todo el mundo después de que alguien la nombre) de que la crítica, casi siempre, dice de una obra lo que el escritor quiere que diga. Esto, considero, se debe a tres factores: uno de ellos es la amistad entre un escritor y su crítico; otro es la pereza/miedo del crítico ante determinadas sedicentes obras maestras; otro es, sí, la telepatía.

Entre los hechos que han configurado la inclusión de la telepatía dentro de los mecanismos de la crítica literaria ha estado la lectura en diagonal del blog de Javier Marías. En él, como en tantos otros blogs de escritores, se deja constancia, mediante un simple copiar y pegar, de la recepción, internacional sobre todo, que ha tenido la obra de uno; en este caso, de Tu rostro mañana. Los críticos anglosajones, europeos, consideran Tu rostro mañana como una obra cumbre del siglo XXI, un trabajo magistral, un empeño artístico a la altura de Proust y Joyce y Cervantes. Una novela del copón. O sea sé: exactamente lo que Javier Marías quería que dijeran de su libro antes incluso de poner siquiera la primera palabra de la obra.

Otro hecho más, otra pista telepática. Leí en su día Cosas que pasan, del futuro Premio Nobel Luis Goytisolo. En estas memorias ligeras y cortitas, Goytisolo hace auto-crítica, auto-alabanza mejor, de sus obras mejores, y sus palabras, amén de necesariamente egocéntricas, suenan especialmente exactas, como si realmente nadie en el mundo pudiera decir de sus novelas lo que el propio autor dice; como si el único crítico válido fuera uno mismo.

Movido por el infinito aprecio que Luis Goytisolo mostraba por su tetralogía Antagonía, me acerqué a la biblioteca a echarle un ojo. En uno de los volúmenes, no recuerdo cuál, pero sí que la edición era de hace 30 años (aquellos deliciosos libros de la Alfaguara de Jaime Salinas), aparecía la consabida descripción de la obra "por parte de la editorial". Las palabras qué allí encontré, palabras de hace 30 años, sin firma, eran, casi letra a letra, las mismas que ahora se dedicaba Luis Goytisolo a sí mismo, por lo que no es aventurado suponer que entonces fue también él el que las escribió para su propia solapa.

Esto de que los escritores describamos nuestros propios libros no deja de ser un secreto que habría que descerrajar para contribuir de manera definitiva al sentido del humor mundial. Cuántos libros, cuántos, no incluyen entre sus auto-descripciones afirmaciones del tipo: "la mejor novela del año", "el mejor autor de su generación", "uno de los autores más importantes de Europa", "una obra llamada a marcar época", "un título ya fundamental", "un clásico instantáneo"... Etcétera, etcétera.

Resulta gracioso, pero también obvio, que si a uno le obligan o se obliga a escribir su propia cuarta de cubierta, su propia solapa, lo mínimo que va a querer poner es que su novela es una obra maestra. En Lengua de Trapo, confieso, hubo discrepancias serias respecto a que Faulkner y Beckett fueran convocados a acompañar mi último empeño literario, discrepancias que me vi forzado a sofocar con el siguiente argumento: Es que yo pienso en Faulkner cuando escribo, no pienso en Mortaledo y Filemón. Sorry.

Cuando una obra resulta alabada por "la crítica", me da a mí que en un 90% ese halago coincide punto por punto con lo que el propio autor piensa de su obra. Esto se debe a algo tan sencillo como que el autor queda con un crítico y le dice: Jo, yo creo que he cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas. Y luego el crítico escribe: Fulanito de tal, con esta nueva obra, ha cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas.

Yo no he vivido aún un caso similar, dado que no tengo amigos que ejerzan la crítica literaria. Pero sí he visto confirmado el poder telepático con El estatus. Desde hacía algún tiempo, valoraba yo de mi propia trayectoria el que, siendo malo o bueno como escritor, al menos no hacía siempre la misma novela, el mismo personaje, la misma voz. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en un post sobre El estatus, su autor hacía constar precisamente este aspecto: Olmos (con perdón) rompe el cliché de que un escritor escribe siempre el mismo libro. Y en el Ojo Crítico: se ha valorado su afán por reinventarse en cada obra. Telepatía pura, interpreto.

Este extraño mecanismo de reconocimiento de la calidad de las obras tiene que ver, en su pico más importante, con algo sumamente delicado para un escritor: la trascendencia y perdurabilidad de su obra. A fin de cuentas, alguien tiene que decidir (las jodidas listas) quién pasa pantalla y quién se queda con el Game Over, y ese alguien, para un escritor, es siempre un ignorante al que le tienes que decir, eh, por si no lo habías notado, esta novela rompe el paradigma estructural de...

Por ello, nada tan alineado con nuestros días absurdos en lo que al Arte se refiere, que este concepto: explicar la obra. Porque me he dado cuenta de que, al igual que sucede con la cocina moderna o "creativa", que no se puede comer, pero se puede explicar durante horas, hay bastantes novelas a día de hoy que no se pueden leer, pero que su autor puede explicarnos epatadoramente, con lo que a lo mejor la novela no nos gusta, pero la explicación de la novela nos encanta.

Sería, cuando menos, espectacular, encontrar una sociedad, un país, una lengua, que editara los libros sin otra marca que su título, todos en idénticos volúmenes sosísimos, sin diseño, sin paratexto, sin autor, sin contexto, solamente el libro, de modo que el lector, todos, entráramos en él, en palabras de Neruda, "como con una espada entre indefensos", y pudiéramos disfrutar o denostar a gusto, sin márketing, sin presión, sin el idiota del autor citando a Faulkner, sin edulcorantes.

Nunca será así, pero pensarlo relaja un poco, cuando nieva.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Ojalá vivas tiempos interesantes, 1 (¿y 1?)

Me ha irritado hoy sumamente una noticia aparecida en la home del diario El País. Se refiere la "noticia" (vivimos en un mundo entre comillas) a un señor de San Diego, de 29 años, que ha alcanzado el éxito gracias a Twitter.

La fantasía informativa que se ha tragado El País es como sigue: X volvió a casa por fracasar (intentó el éxito en Los Ángeles) y se instaló con sus padres. El progenitor, septuagenario, era un hombre brusco y corrosivo, cuyas frases punzantes hacían las delicias de su hijo. X vio entonces la luz, y un mac, seguramente. Lo encendió, abrió una cuenta de Twitter y en ella fue colgando las frases "geniales" de su padre. La cuenta "espontáneamente" ha llegado a tener casi un millón de "seguidores". Ahora van a hacer un libro y una película.

La realidad conspiranoica que propongo es muy otra: Efectivamente, X no pudo salir adelante como GUIONISTA en Los Ángeles. Volvió a casa y, movido por una frase que su padre dijo un día, se le ocurrió crear un personaje, que sería su padre, y escribirle unas frases bastante malas, las verdad, típicas de teleserie de los 90. Seguidamente, comenzó el trabajo duro: marketing himself. Consecuencia: el "éxito".

La función del periodismo, a diferencia de la de Hollywood, no es ofrecer a la gente "sueños"; es ofrecerles la verdad. En esta noticia, El País fabrica un sueño, en una muestra de candidez profesional que me resulta intolerable. Ni una sola vez se llama la atención sobre el hecho de que todo pueda ser una farsa. Parece que los niños perdidos en globos, que no estaban perdidos, pero que toda la prensa MUNDIAL sacó para nuestro absurdo deleite, no han enseñado nada a los profesionales de los medios, que siguen dando pábulo a cualquier historia con mordiente que les llega a las redacciones.

Sospechoso es que mister X trabajara de guionista en Los Ángeles; sospechoso, que Kevin Smith sea su fan; muy sospechoso que mister X afirme "Lo activé creyendo que no lo miraría nadie, y una mañana me desperté y tenía 10.000 seguidores". Sospechoso, mucho, que su padre diera su consentimiento a cambio de "no conceder entrevistas" ni recibir "los beneficios".

Mister X lo tiene todo pensado, considero.

Hay dos aspectos que me interesan de esta fantainformación, como debería llamarse al nuevo género periodístico de los niños perdidos en sus globos. Uno se refiere a cómo los medios siguen apostando por el sistema mediante el relato continuado de cuentos de Cenicientas. Se da a entender que, en este mundo, "pasan cosas bonitas", puras, tiernas, absolutamente humanas, y que se ven planetariamente reconocidas de manera espontánea: se evita así reconocer que todo es control.

La otra se refiere al mundo literario. Desde que determinada escuela de crítica consideró fundamental para la lectura de un libro el conocimiento de la intimidad de su autor, ha proliferado mucho más la calidad de la intimidad del autor que la calidad de los libros. Antoni Casas Ros, Rubén Gallego o James Frey son ejemplos disímiles. Uno, desfigurado en un accidente; otro, criado en orfanatos rusos; otro, loco de atar en una clínica por culpa de las drogas y el alcohol. Todos han recibido la atención de los medios porque lo que contaban en sus libros era "real". Sin embargo, Frey vio investigada su vida, y en la medida en la que lo que contaba no era real al cien por cien, la sensación de sus lectores y de sus avalistas fue la de haber sido estafados.

No deja de ser simpático, también, la posibilidad que en un mundo como en el que vivimos (sociedad del espectáculo) tiene un creador de crearse a sí mismo, de ser su mejor obra, dejando su "obra real" como un mero satélite que le da las vueltas. Muchos encontrarán deliciosamente postmoderna esta idea: estar en casa, no pintando o escribiendo, sino diseñando al que pinta o escribe, y luego pintando y escribiendo (con menor esmero), para resultar en un producto con artista peculiar incorporado.

Sin embargo, me pregunto si no podría uno escribir una novela sobre maltrato de género, y luego encontrar una amiga con poca vergüenza que acepte representar el papel de: mujer maltratada que ha escrito una novela "real" sobre su experiencia, y luego venderla a una editorial mayor e iniciar un marketing ourselves soterrado, para acabar en el "éxito".

Me pregunto qué diría eso de nosotros.

En cuanto el punto de mira se aleja del producto cultural, y se fija en su autor, que a su vez es un producto cultural, pero no reconocido, se produce el efecto pernicioso de estos tiempos tan interesantes que vivimos: reconocimientos para creadores en virtud de lo que son, y no de lo que crean.

Así las cosas, el siguiente paso es que determinados artistas dejen de crear, sin dejar por ello de ser "artistas", lo que sería muy de agradecer.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Suscribo viñetas...

...dado que artículos no hay para suscribir. Se les comió la palabra el gato. O la autocensura.
(update: y suscribo a Quico Alsedo)



El Roto.




Manel Fontdevila.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Premio Ojo Crítico para El estatus

"Hay tantos premios que alguno me tenían que dar." (Houellebecq)

• El jurado le ha elegido por su dominio de las técnicas narrativas y su capacidad para reinventarse de una novela a otra

Hoy, lunes 23 de noviembre de 2009, se ha fallado el Premio “Ojo Crítico” de Narrativa que ha recaído en el escritor y periodista segoviano Alberto Olmos. El galardón valora la capacidad narrativa que el autor plasma en todas sus novelas, también en su obra más reciente, publicada este año, “El estatus”. El jurado del galardón “Ojo Crítico” ha estado formado por Nuria Azancot, Redactora Jefe del suplemento “El Cultural” del diario “El Mundo”; Javier Rodríguez Marcos, redactor del área de cultura del diario “El País” y Premio Ojo Crítico de Poesía 2002; Pablo DOrs, escritor; Isaac Rosa, escritor y premio “Ojo Crítico” de Narrativa 2004; Modesta Cruz, redactora especializada en literatura del área de cultura de RNE; Alfredo Laín, redactor especializado en literatura del área de cultura de RNE y Laura Barranchina y Julio Valverde, directores del programa “El Ojo Crítico”.

Alberto Olmos lleva contando historias desde muy joven. Con sólo 23 años ya recibió su primer premio de novela, el Premio Herralde, por su obra “A bordo de naufragio” (1998). Once años después, el escritor y periodista sigue inmerso en el mundo de las letras con nuevas historias que le han valido el aplauso de la crítica. Con la última, “El Estatus” (Lengua de Trapo, 2009), Alberto Olmos ha obtenido el premio “Ojo Crítico” de Narrativa, que otorga RNE.

Y es que, el jurado ha valorado la obra más actual del autor segoviano por plasmar en ella sus cualidades como escritor. Según el fallo, Alberto Olmos domina las técnicas narrativas y tiene “capacidad para reinventarse de una novela a otra”. “El jurado quiere destacar la habilidad de Alberto Olmos para atrapar al lector en la solidez de la trama y en la credibilidad de los personajes” algo que se ve también – según el jurado - en su obra más reciente.

“El estatus” es una obra intensa, una novela atemporal y deslocalizada, insólitamente aterradora y, al mismo tiempo, sutil. Eso es lo que dice la crítica de un autor que, aunque tiene “necesidad de escribir”, siempre ha asegurado que “no se permite escribir obviedades”.

Noticia

Anteriores ganadores:

1990 Javier García Sánchez
1991 Pedro Zarraluqui
1992 Miquel de Palol
1993 Felipe Benítez Reyes
1994 Juan Manuel González
1995 Irene Gracia
1996 Andrés Ibáñez
1997 Juan Manuel de Prada
1998 Lorenzo Silva
1999 Alejandro Cuevas
2000 Fernando Royuela
2001 Marta Sanz
2002 Ana Prieto Nadal
2003 Albert Sánchez Piñol
2004 Isaac Rosa
2005 Pilar Adón
2006 Julián Rodríguez
2007 Ismael Grasa
2008 Jon Bilbao

viernes, 13 de noviembre de 2009

El estatus, en Compañía de sueños ilimitada

A Olmos le gusta jugar. Ya hace tiempo jugó al vomito suicida, después a la novela fría con excusa exótica, después a la novela coral pero ordenada y, más recientemente, a la novela-situación que no situacionista. Ponerle vosotros los nombres a las novelas, anda… googlear un rato.

En esta ocasión juega a ser un escritor centroeuropeo al que no le molesta que se le reconozcan las costuras: las de sus influencias, no las de su tejido narrativo. Faulkner y Beckett son sustantivos que en la sinopsis se pueden leer porque el escritor quiere que el que lector comedido los lea. Atención, no se amarra a cualquier cosa: nada más y nada menos que FAULKNER y BECKETT. Para los no iniciados esto es un aviso de que Olmos VA EN SERIO, es decir, Olmos no es un escritor que se conforme con entretener, con hacernos soñar, hacernos sentir, recrearnos en la excusa cultural de que un leer un libro es bueno, per se. No. Olmos quiere que sepamos que es un escritor COJONUDO: lo demás, no le importa. En cierto sentido, es lo único a lo que debería dedicarse un escritor: a hablar solo con su obra, a decir: soy único, y pienso que todo lo demás es basura, (excepto, por supuesto, Faulkner y Beckett, de los cuales he recogido el TESTIGO de aupar el nombre de la literatura a su punto más álgido, y aquí lo hago como en otras pasadas y acertadas ocasiones).

Ya puestos a leer la obra en cuestión queda claro que el autor ha leído a Faulkner, y lo ha leído bien, es decir, ha aprendido la importancia de la voz narrativa y lo exprime al máximo. De hecho la lectura de la novela es una delicia tan sólo por dicha superposición de voces, enigmática en un principio pero cada vez más cómplice con el lector conforme va avanzando la trama. Clarita, la niña, Clara, la madre y Jesualdo, el portero son algunos de los personajes que recorren las habitaciones de una casa que se me antoja gris, de techos altos y escaleras anchas y empinadas. La casa no deja de ser otro personaje más, la estructura movediza que hace que las motivaciones y deseos de las personitas que viven dentro se deslicen hasta un final que le da la mano al comienzo. Por otro lado, lo de Beckett no lo veo tan claro, quizás porque yo asocio Beckett claramente con un uso del lenguaje muy personal, más que con situaciones minimalistas, enigmáticas o claustrofóbicas (el eterno malentendido con Beckett), y aquí el uso de la prosa es mucho más narrativo y fluido. No obstante, agradezco que hayan utilizado el nombre de Beckett como coartada oscura y abismal y no el de Kafka que, como todos ustedes saben o deben saber, es el referente preferido de todos aquellos con pereza mental congénita.

Resumiendo: la novela se lee rápido, con interés creciente y termina cuando tiene que terminar y de la mejor manera posible. Los ecos que dicha historia puedan haber tenido dentro de los cráneos de otras personas… lo ignoro. En mi caso no ha sido un relato que haya sufrido reverberaciones futuras, aunque en el momento de la lectura la haya disfrutado como un niño idiota con paperas. Y es que uno de los aspectos a agradecer de la narrativa de Olmos es el carácter diferenciador de cada una de sus obras, su negación a repetirse y destrozar aquello de “todos los escritores escriben una y otra vez el mismo libro”. A Olmos no le valen las fotocopias ni las segundas oportunidades. Cuando Olmos apunta un objetivo, quiere acertar y dejar el resto de balas en el cargador... porque sabe que, sin duda, algún día le harán falta.

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Nota: Las negritas son del autor/a.

Nota2: Me ha encantado esta reseña.

Nota3: Mucho.

martes, 3 de noviembre de 2009

El estatus, en Deriva

Es difícil encontrar en el panorama de nuestras letras, y mucho más en el correspondiente a los autores así llamados ‘jóvenes’ a escritores que tengan la voluntad -y la capacidad- de ofrecer al lector una novela como ésta. Y esto por varios motivos. En medio de la vorágine y del empeño despiadado (a veces con los propios autores, a veces con la literatura) de búsqueda absoluta de la novedad (la pasión por lo nuevo, como tantas otras pasiones, puede acabar resultando autodestructiva) Alberto Olmos ha escrito una novela a contracorriente de lo que cabría esperar en alguien de su generación (incluso a contracorriente de sus últimas novelas: Trenes hacia Tokio, Tatami y El talento de los demás), una novela fuera del tiempo, sin contacto apenas con la realidad que nos rodea (hablo de lo estrictamente contemporáneo), una novela de apariencia engañosamente naïf y que podría clasificarse sin duda alguna de abstracta.

Cinco son los personajes esenciales que pueblan las páginas de El estatus. Clara y Clarita (madre e hija), Patricia (la criada), Ichvolz (el agente inmobiliario) y Jesualdo (el portero, mudo para más señas). Con estos cinco personajes, como si se tratase de los elementos de un extraño compuesto químico, Alberto Olmos diseña la trama de su novela. Una trama minúscula, por otra parte. Casi minimalista. Madre e hija entran a vivir en una casa ubicada en un edificio en apariencia abandonado y allí dejan correr el tiempo, intentando burlar la monotonía de los días (la madre a través de minuciosos rituales burgueses, incluyendo encargos continuos a Patricia, la criada y, por supuesto, la lectura de algunos libros; la hija confraternizando con Jesualdo, un extraño y faulkneriano personaje cuyo pensamiento -debido a su condición de mudo- nos es accesible a través de monólogos interiores fragmentados e incoherentes que el autor intercala de vez en cuando) mientras aguardan la llegada siempre demorada del padre ausente.

La novela de Alberto Olmos coquetea con lo fantástico, logrando crear la intriga necesaria para burlar el -casi- plano fijo que componen los personajes. Poco a poco el lector va descubriendo que casi ninguno de ellos es lo que parece, en medio de una tensión creciente que pone de relieve los juegos de poder a los que se someten entre sí los personajes. Es fácil rastrear la influencia de Faulkner y de Henry James en El estatus. Con esta envidiable compañía Alberto Olmos logra dar 'una vuelta de tuerca' a su propia obra para ofrecernos una narración en apariencia sin pretensiones, pura, enigmática, desconcertante, a contrapié -como ya dijimos al principio- de las expectativas (de sus propios lectores, incluso) y de la corriente mayoritaria de la narrativa actual. Una rara avis que parece querer avanzar dando un paso hacia atrás (en la simplificación de las formas y los temas, en el homenaje explícito a autores canónicos), una reacción que algunos pueden sin duda entender como trasnochada. Un camino difícil, en definitiva. El tiempo dirá si acertado o no.

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Gracias

jueves, 15 de octubre de 2009

Adiós a mis tiempos de terrorista


"Ms Info: el 8/11 acaba el plazo de identificación Ley 25/07. Si no se identifica antes se cortará su línea. Por favor acuda a una tienda movistar a identificarse."

miércoles, 14 de octubre de 2009

XV Premio Lengua de Trapo de Novela

El pasado 8 de octubre de 2009, un jurado compuesto por Nuria Azancot, Alberto Olmos, Ramón Pernas y Eduardo Vilas y el editor Fernando Varela resolvió por mayoría otorgar el XV Premio Lengua de Trapo de Novela a la obra Electrónica para Clara cuyo autor es Guillermo Aguirre, que concurrió con el mismo título y bajo el seudónimo de Justine.

Al XV Premio Lengua de Trapo de Novela han concurrido 632 manuscritos, 478 de ellos procedentes de España, 74 de Argentina, 5 de México, 16 de Cuba, 7 de Colombia, 4 de Venezuela, 11 de Perú, 6 de Estados Unidos y los demás procedentes del resto de Europa y Latinoamérica.

El Premio tiene una dotación de 5.000 euros y la obra ganadora será publicada por Lengua de Trapo durante el próximo mes de diciembre.

lunes, 12 de octubre de 2009

El estatus, en Revista de Letras

“El estatus”, de Alberto Olmos Por Josep A. Muñoz Crítica 12.10.09



estatus.(Del ingl. status, y este del lat. status, estado, condición).

1. m. Posición que una persona ocupa en la sociedad o dentro de un grupo social.

2. m.Situación relativa de algo dentro de un determinado marco de referencia. El estatus de un concepto dentro de una teoría.

© Real Academia Española – 22ª edición



Alberto Olmos es la leche.

El oficio de escritor, como cualquier otro, se sustenta en el aprendizaje constante, el trabajo, el interés por crecer y perfeccionarse a base de disciplina y creatividad. Mientras unos van repitiéndose, reformulando viejas ideas, poniendo a prueba a la cada vez menos consentida paciencia del lector, otros (los menos) sorprenden a cada paso materializando los deseos de quienes ansían dejarse atrapar por las palabras.

Alberto Olmos es la caña.

Nos encontramos ante la obra de un periodista segoviano que logró, con su primera novela, ser finalista del premio Herralde de novela. Eso fue en 1998, hace once años. Desde entonces, con algún parón que le llevó a Japón, esta mente inquieta, viajera, curiosa, lectora, nos ha ido dejando brotes de lucidez narrativa (Trenes hacia Tokio, en el 2006; El talento de los demás, en el 2007; Tatami, en el 2008). Obras en las que se empapa de experiencias, de referencias, de formas, de historias que escribe porque le gusta contar, enganchar al lector. Si, como dicen, el inicio de un libro es lo más importante, os invito a comenzar cualquiera de los relatos de este autor, porque estamos ante un hipnotizador que, con apenas cuatro líneas, ya te tiene enganchado hasta el final. Como los narradores orales, que son capaces de aislar a sus oyentes y manejarlos a su antojo.

Alberto Olmos es la pera.

El estatus es, a mi juicio, la novela de corte más clásico de todas las que nos ha ofrecido su autor hasta ahora. No está ubicada ni en tiempo ni en lugar, aunque más de uno podría sacar conclusiones, ubicando la trama no muy lejos, aquí mismo, no hace muchos lustros. Clara y su hija de doce años (Clarita) llegan a la gran ciudad y se instalan en uno de los apartamentos de una gran finca, a la espera de la llegada del padre y marido, un hombre de negocios que las había mantenido lejos del mundanal ruido, en una villa campera. Mientras esperan, inician su nueva vida, en la que intervendrán Ichvoltz, el atractivo joven de la agencia que les ha proporcionado el piso; Patricia, la criada; y Jesualdo, el portero de la finca, un hombre mudo y con escasas luces.

Y esperan… Y esperan… Y el padre-marido no llega… Y Clarita se hace amiga de Jesualdo; y Clara, siempre leyendo, no soporta a Patricia; e Ichvoltz comienza a visitar el apartamento alertado por unos extraños ruidos que provienen del piso de arriba… Y el padre-marido sigue sin aparecer.

Alberto Olmos es la ostia.

A pesar del clasicismo, Olmos nos lleva más allá (y más acá). El estatus es casi una pieza teatral, arriesgada su puesta en escena de apenas un espacio (el apartamento y algunas zonas de la finca por las que pasea Clarita); pocos personajes; una intriga perfectamente controlada a golpe de efecto; buenas dosis de comedia, hasta de vodevil. De estructura circular, esta novela requiere de mucha atención para acabar de valorar los matices que logra transmitir en cada una de sus páginas. No se dejen engañar por su sencillez, por la gracia de las explicaciones de la niña, por el garbo chulesco de las réplicas entre la señora y la criada, por la fácil incorporación de elementos fantasmagóricos. El juego de Alberto Olmos no es tanto el “cómo” sino el “qué” está pasando en este relato, interrumpido por las propias protagonistas que también son espectadoras-lectoras de su experiencia.

Decía más arriba que lo de cómo se empieza una novela es, para muchos, lo más importante. Pero, ¡ay, el final!. El final debe superar al comienzo, porque no hay peor cosa que atrapar al lector y que, a las pocas páginas, se abandone al aburrimiento. Ésta que nos ocupa es buena de principio a fin. Y sí, es muy bonito decir que tiene algo de Beckett, una pizca de Faulkner, otro poco de James… Para mí, a pesar de lo diferente de la propuesta con respecto al resto de su obra, lo que tiene El estatus es mucho talento, mucha guasa, mucha chicha, mucho fondo.

Alberto Olmos es demasiado.

José A. Muñoz

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No niego que me lo creo todo...
Gracias
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domingo, 4 de octubre de 2009

Tatami a la italiana

La editorial Voland (Italia) ha comprado los derechos de traducción a su país de Tatami, la novelita que publiqué hace un año y pico y que no, no escribí en una tarde. Fueron cuatro días.

Voland, como supondrán los lectores más pedantes, es el personaje del diablo en el clásico de Bulgakov El maestro y Margarita. El sello italiano cuenta en su catálogo con la presencia de los escritores españoles José Ovejero, Espido Freire o Elia Barceló. También tienen un par de libros "menores" de don Enrique Vila-Matas. Además, la presencia de Amelie Nothomb completa lo que considero una muy jugosa compañía.

El libro, dios mediante, saldría en el país de Berlusconi hacia 2011, probablemente póstumo.

Esta es la primera traducción que me cae en suerte. Siempre pensé que me volcarían al francés, supongo que porque soy un snob y porque cada día escribo más como si viviera en Francia. Esto es: en un país donde los escritores no son catequistas ni guardianes de la moral. Pero escribo en España, al cabo, rodeado de una cantidad cada día mayor de gentuza, ejecutivos de la literatura y fracasados sin encanto. Iberia es de tal mediocridad en lo literario que ni siquiera hay perdedores adorables.

Así que al italiano.

Ciao.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Mordzinski

(Madrid, un día)

Yo: Nunca voy a dejar que Daniel Mordzinski me haga una foto.
Ella: Ajá.

(Segovia, ayer)

Mordzinski: Hola, soy Daniel Mordzinski.
Yo: Ah, el famoso. Soy Alberto, qué tal.
Mordzinski: Estoy en el Hay como fotógrafo oficial.
Yo: ¿Le haces fotos a todo el mundo?
Mordzinski: Sí, eso hago.
Yo: Pues... mira, yo tengo una frase en la cabeza, desde hace tiempo; una frase que me dijo un amigo, una frase que me ha creado ciertas dudas respecto a tu trabajo...

(estamos en el Hotel Sirenas, sentados en un amplio hall; yo bebo agua, él bebe agua)

Mordzinski: ...
Yo: Me dijo mi amigo: "Si no te ha fotografiado Mordzinski no eres nadie".
Mordzinski: ...
Yo: Me parece que si hemos llegado a este punto, es que está todo desquiciado y echado a perder.
Mordzinski: Lo que te dijo tu amigo es cursi y tonto; una estupidez.
Yo: Me alegro de que pienses así.
Mordzinski: Te tengo que hacer unas fotos.
Yo: ...

(Madrid, hoy)
Ella: Nunca digas de este agua no beberé.

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Links Hay:

Leónoticias
El Norte de Castilla
El adelantado de Segovia
IcalNews

viernes, 4 de septiembre de 2009

El cultural / Tiempo: que once años no es nada (y On Madrid)

Hoy publican en El cultural la reseña sobre El estatus, a cargo de Santos Sanz Villanueva. (Cuando salga on line la cuelgo.)

El recorrido por la anécdota de El estatus da una sencilla peripecia de base costumbrista. Clara y Clarita, madre e hija, se han desplazado de su villa en el campo a una mansión en la ciudad para esperar el regreso del marido y padre que se halla en unas lejanas islas (todo ello innominado e inconcreto). El familiar ha encargado a un agente que les proporcione residencia y criada. Un mudo, portero de la casa, establece estrecha complicidad con Clarita. Se trata, sin embargo, de una simple apariencia realista porque esa trama de estricto minimalismo se convierte en una sorprendente fábula de difícil clasificación que participa de la alegoría y se llena de elementos inventivos, sensaciones misteriosas, materia irracional y componentes visionarios.

Este impreciso registro pertenece a la vaga categoría de lo fantástico y supone un paso adelante en la poética de su autor, el segoviano Alberto Olmos (1975), un personal narrador que se mueve en el ámbito de presentar aspectos recónditos de la existencia mostrados con una cara cotidiana que se desliza con sutil habilidad hacia el territorio del irracionalismo. Evocar para este enfoque a Beckett, como hace la cubierta, no está mal, pero no agota la filiación de El estatus, que también recuerda la incomprensibilidad del mundo kafkiana, la tendencia a la abstracción del simbolismo, la indagación en el misterio de los relatos góticos y el descenso a los arcanos de la mente del surrealismo.

Todos esto anda en el fondo de la escritura de Olmos como fuente nutritiva y no como deuda. El autor acude a ellos porque le valen para su mirada negativa de una realidad en la que se entretejen complejas relaciones de fuerza y poder entre las personas. El título alude a la actitud de extremo clasismo social de Clara pero se dispara hasta los vínculos de dominio encarnados en los personajes, entre quienes, además, existen nexos muy retorcidos que el lector descubre con asombro y que constituyen un aliciente de intriga en un relato en apariencia de hechos corrientes.

La anécdota resumida se convierte en una suma de datos inquietante que busca actuar como revulsivo del lector. Llevarlo al terreno del misterio y la paradoja es la meta del autor y lo consigue con un relato fuertemente abstracto, fuera de espacio y de tiempo identificables. Olmos prefiere lo sugerido a lo evidente, incluso la inconcreción temática a la exactitud de un asunto preciso. Esta postura comporta el riesgo de que el lector (hablo, al menos, por mí) se pierda algo en la identificación de los motivos. Es el reto de este tipo de literatura elusiva.


Olmos no ofrece un libro ni fácil ni de comprensión sencilla y directa, pero merece la pena arriesgarse en su lectura por una doble razón. Una, por su forma basada en una estructura narrativa sin rasgos muy espectaculares pero verdaderamente novedosa. La alternancia de los sucesos en varios planos (un presente que enjuicia los hechos del pasado) y la técnica perspectivista (a lo anterior se suman otros puntos de vista más) revelan una planificación tan esmerada como eficaz. Otra, por las desasosegantes incitaciones intelectuales que despierta.

El estatus revalida el empeño original de un escritor que entiende la novela como una forma de conocimiento, lo cual exige el reto de superar las manidas formas del realismo convencional.
Santos SANZ VILLANUEVA

Hoy publican en Tiempo un reportaje sobre blogs en el que incluyen este mismo blog, mi libro Trenes hacia Tokio y el volumen Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder. Aparición estelar para David Capón (Supercrisis), que me escribe este modesto sms: "Y quién es el vilamatas ese, y el reig? Gente que empieza, supongo."

Por lo demás, estoy enormente disgustado por el uso, en ambos medios, de una foto mía tomada hace 11 años, en Barcelona. Me derrota la falta de profesionalidad sucesiva en este sentido.

En fin.

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Recién me entero (sí: recién me entero) de que también ha salido El estatus en OnMadrid, una cosa que da El País los viernes.



Luego me quejo...

martes, 1 de septiembre de 2009

Invitación al The Guardian Hay Festival Segovia

The Guardian HAY FESTIVAL Segovia 24-27 Septiembre 2009

De mi mayor consideración:

Me dirijo a Ud., en nombre de Peter Florence, director del Hay Festival of Literature and the Arts, y su equipo, para invitarle a compartir con nosotros cuatro días de celebración del arte y de la literatura en Segovia.

Hay Festival es una fundación sin ánimo de lucro que lleva veintidos años organizando un encuentro en Hay-on-Wye, Gales. Este encuentro, que dura diez días, convoca a 500 escritores y artistas y a 120.000 personas, convirtiéndose en el mayor festival literario en Europa. Desde el 2006 realizamos el Hay Festival Cartagena de Indias en Colombia y el Hay Festival Segovia en España y en el 2008 inauguramos el Mapfre Hay Festival en la Alhambra.

En nuestros festivales hemos contando con la presencia de Sir Paul McCartney, Bill Clinton, Bob Geldof, Gabriel García Marquez, Ian McEwan, Doris Lessing, Martin Amis, Javier Marías, Orhan Pamuk, Vikram Seth, Nick Broomfield, Hanif Kureishi entre otros.

El 2009 será nuestra cuarta edición en Segovia y estaríamos encantados con su participación en un evento de jóvenes creadores moderado por Teresa Sanz el día domingo 27 septiembre 2009 de 18:30 a 19:30 al Museo Vicente Esteban.

Muy agradecida por su atención, aprovecho para saludarle muy cordialmente.
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Nadie es Martin Amis en su tierra.

viernes, 28 de agosto de 2009

Trenes hacia Tokio, en Autopsia en prosa

Sinopsis:

Japón, un día cualquiera, una escena cualquiera. Un profesor de español; un escritor que intenta, con poco éxito, terminar una novela y que cuenta, a modo de diario lo que sucede a su alrededor y, sin pudor, a el mismo. Una forma curiosa e irónica... distinta de contar lo cotidiano, lo personal. Estravagante, extranjero siempre, nativo por momentos, a ratos divertido, a ratos cínico o trite, David camina por su día a día al ritmo que marcan los personajes que protagonizan la película de su vida, dando la sensación de que todo avanza sin que nada pueda detener el implacable paso del destino. No hay pasado, no hay futuro; el presente arrolla al protagonista como los trenes, que son parte fundamental de la novela, lo hacen con el paisaje.

La lectura

Y a todo esto el lector asiste al relato como silencioso espectador, atrapado y seducido por la mirada, a veces irritante, a veces tierna, sensible, otras seca y desagradable del protagonista. Original, de prosa fluida y magnética todo el libro mantiene tu atención sin, en realidad, contar nada nuevo que pudiera explicar por qué no puedes dejar de leer ni de identificarte con el personaje. Se nota que hay un enorme talento tras el texto, un escritor de verdad tras esas líneas: las que consiguen seducirte hasta el final del relato.

Personalmente es donde veo el mayor mérito. Dejando aparte el hecho de que la narración transcurre en un entorno exótico como Japón -yo creo que el relato podría ser igualmente maravilloso contado en cualquier lugar, como Madrid, por ejemplo-, no hay en todo el argumento un solo elemento hipnótico que justifique la atracción a la que te ves sometido, y eso confirma la impresión de que realmente es un libro muy bien escrito. La originalidad está en la forma de escribir, en la forma de redactar; en la mirada del narrador que te hace participe, a modo de vogeur, de su extravagante e irónica forma de entender su entorno. Da la sensación de que, a partir de leer el libro, podrías reconocer a Alberto Olmos en cualquier otra lectura, aunque solo fuera su lista de la compra para el super.

En este libro he encontrado, por ejemplo, una de las descripciones mas bonitas que yo haya leído de una mujer:

"Es pequeña, apenas alza del suelo las dos letras de su nombre.Ai significa: amor. Ya he dicho que es pequeña.La conocí entre otras japonesas, cientos de japonesas, miles de japonesas, todas apiñadas y sonrientes y monocromas. Ai era el destellito de luz, el punto sobre la i de la palabra nipón. Sin senos ni trasero tumefacto, todo su cuerpo era un facistol para su rostro, un andamio para que la cabeza le quedara a metro y medio del piso. Su cara daba por fin sentido a la palabra 8.005 del diccionario: exótico. Exótico ya no era lo que estaba lejos; era lo que tenías más cerca, lo que querías tener próximo.Ai parecía tan japonesa, tan acrisolada de su propia nacionalidad, tan jugo exprimido de una bandera, que a su lado sus compatriotas tenían algo de inmigrantes, de extranjeros, de turistas en otra piel.Llevarse a Ai de paseo era como llevarse a todo un país en el bolsillo. Ella era Japón: detrás de sus ojos rasgados se rasgaba el resto de los ojos nipones, su boca daba fin al tubo infinito de bocas y gargantas y pulmones que hacen un idioma; su piel era la última mano de pintura dada a una raza.Ai: japonesita."

Un delirante diálogo sobre literatura:

"- También estuve en Grecia.-¿Conoces a Haruki Murakami? -mi cerebro, clic, clic, mi cerebro.-Si. El escritor, ¿no?-¿Has leido Norugei no mori?-No-Pues lo escribió en Grecia, en una isla. Al menos eso dice la introducción de la novela en inglés.-Ideal, ¿no?, la isla, el mar, el cielo azul-Si parece ideal. Hay mucho sexo en sus novelas. Se lo voy diciendo a todas las japonesas que conozco para ver si se animan.-¿Conoces a Ryu Murakami?-No-Pues hay mucho mas sexo en sus libros. Uno muy famoso se titula Ibiza.-Lo buscaré. Ahora estoy leyendo Kafka on the shore-¿Que tal?-Me encanta. Es muy interesante.-Un amigo mio dice que el mejor escritor japonés es Akutagawa.-Es cojonudo.Gonzalez levanta el tenedor basta casi tocarse la sien-¿Lo conoces?-Claro. Me gusta mucho El biombo del infierno-¿Y conoces a Osamu Dazai?-Si Indigno ser humano. No me gustó-Caramba David, sabes un montón de literatura japonesa!-Bueno, de algo hay que saber. Quiero leer Soy un gato de Soseki Natsume. En ingles es un tocho así -así equivale a mil doscientas páginas.-¿Seguro? Yo creo que es mas corto.-¿Y como se llama la tía esta tan famosa? Banana nosequé.-Yoshimoto Banana-Esa ¿que tal?-Muy fea.-¿Que tal escribe?-Su libro mas famoso es Kitchen. No se de que va.-Si, lo vi en Kinokuniya. Parecía una gilipollez. Vi otro libro titulado Serpientes y piercings.-Me suena-En la contraportada salía una foto de la autora. Pivón-Si, si: esta muy buena.-¿Sabes?, hacía mucho que no hablaba de literatura.-Ah."

O una escena de estupro en un tren, digna de la mejor literatura erótica:

".../ La chica de las piernas bonitas está a medio metro de mí y se aproxima dándome la espalda. Finalmente su cuerpo se encaja con el mío. Noto sus gluteos, toda esa convexidad, arropando mi sexo, casi devorándolo. La chica sigue hablando tranquilamente con sus amigas.../... La chica sigue hablando con tranquilidad mientras mi sexo explora sus nalgas. En un momento dado se separa de mi. Respiro.Los endurecimientos empiezan a declinar cuando la chica de las piernas bonitas se dobla para coger algo de su bolso, que está en el suelo. Al doblarse me clava el culo en la polla. Durante todo el trayecto la chica no deja de doblarse para coger algo de su bolso. Durante todo el trayecto me clava el culo en la polla y sigue hablando animadamente con sus amigas. Realmente no estoy poniendo todo de mi parte en este estupro; ni siquiera me estoy esforzando. La chica vuelve a agacharse y sus glúteos, tensos como frutas, me abrillantan la bragueta.En la parada de Sano la chica de las piernas bonitas se baja. La sigo con la mirada para ver si vuelve la cabeza y me confirma quién manda dentro del vagón. No lo hace.El tren reanuda su marcha. Si viviera en Tokio no me pasaría esto. Defenderé hasta la muerte la necesidad de vagones solo para mujeres."

Una crítica un poco larga, pero creo que merecía la pena incluir algunos fragmentos a modo de ejemplo.

Opinión

Leer este libro ha sido una experiencia muy gratificante. A veces me ha dado la impresión de estar ante un cuento por entregas, como si hubiera sido parte de un blog, o algo así. En cualquier caso esta forma de escribir empieza a ser bastante común entre los nuevos talentos. Ya he leido y criticado en este blog algunos libros que recuerdan esta forma de escribir un tanto caótica y que, lejos de sacrificar calidad, al contrario enriquece y cualifica el libro. Un libro muy recomendable .

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Gracias.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El estatus, en Recomendaciones de Oviedo Diario

Alberto Olmos
EL ESTATUS
Lengua de Trapo-2009

Vuelve Alberto Olmos. Vuelve uno de los más sólidos y originales narradores de la literatura en lengua castellana actual, y vuelve con una novela, El estatus, ‘intensa como un drama de Beckett, dura como las mejores historia de Faulkner’, y como a mi me gustan las obras llamadas a perdurar, atemporales y deslocalizadas. Tengo que decir que Olmos me recuerda a la mejor Cubas (Cristina Fernández, la de El columpio) lo que no deja de ser todo un halago. Vuelve Alberto Olmos y con él, la serena sensación de que su literatura aún esta lejos de tocar fondo.

martes, 11 de agosto de 2009

El talento de los demás, en Maestros Antiguos


“El genio no es elegirse genial y acertar; el genio es elegirse genial y posar

El talento de los demás consiste en eso, en acertar y posar. Alberto Olmos acierta y posa con cada frase: se atusa el pelo para quedar mono en la foto después de cada frase. Uno de sus personajes dice que desprecia a todos aquellos que hablan como pidiendo que alguien coja un magnetófono y grabe cada frase que sale por su boca. Eso hace Alberto Olmos. Le está pidiendo al lector que subraye cinco frases de cada párrafo. Ojo, no juzguéis demasiado pronto: ¿qué pretende ser una novela sino una sucesión de aciertos del novelista grabados en un magnetófono? Nadie ha dicho que posar sea malo. Posar es hacer literatura y puedes posar mejor o peor. No se trata de que se note más o menos (Carver posa que te cagas, a Lezama Lima se le nota a la legua), sino de la calidad de tu pose. Y la pose de Alberto Olmos tiene calidad, que es algo así como conseguir que tus palabras sean las únicas posibles en ese momento.

Así, salvando el comienzo, con el que Olmos parece pretender que le elogiemos la cantidad de palabras raras que conoce (¿estajanovista?, ¿sanedrín?, ¿fámulos?, y, sobre todo, ¿qué pasa después de las cuarenta primeras páginas?, yo que me había acostumbrado a tener que poner la RAE online cada dos páginas, ¿no hay más, o de repente me he vuelto muy listo?), el libro se agiliza y te envuelve en una sucesión de aciertos sobre el talento, de personajes sin talento, de personajes convencidos de que no tienen talento y de personajes que no pueden poner en práctica su talento porque están demasiado ocupados intentando creerse todo el talento que dicen poseer. Hay cinismo, hay lucidez y hay sexo, que parecen ser los pilares de Alberto Olmos y que, por supuesto, son unos pilares de puta madre porque todos nos identificamos con esos pilares actualizados al siglo XXI.

Pero lo más importante, para mí, de lo que me está diciendo Alberto Olmos (o de lo que yo estoy entendiendo, sea lo que sea lo que él, o alguno de sus personajes, me esté intentando contar) es encontrar en El talento de los demás, una posibilidad, una puerta abierta, apenas un resquicio por el que entra una mísera línea de luz entre las ruinas de todo lo que Alberto Olmos (y es algo que siempre se agradece) destruye: las ínfulas de pacotilla, la falsedad del talento, los progres comprometidos con la guitarra al hombro y los niños de papá con el dinero al hombro, las poetisas, los novelistas, los cantantes, los cineastas, los diseñadores de moda, las hordas empeñadas en triunfar sobre los demás, en hacerse un hueco a machetazos, en ser el último superviviente del batallón, el que lo contará, el que lo cantará, el que lo poetizará, el que lo diseñará cuando el resto haya muerto, cuando haya masacrado al resto para poder lucir el traje de genio en el funeral multitudinario. Entre todos estos individuos llenos de palabras, llenos de talento, hay una frase que, medio escondida, se convierte en el santo y seña del protagonista, aquel que, sin saberlo, solo compite contra sí mismo, solo trata de superarse, es decir, de odiarse a sí mismo. Todo su tormento, junto con esa frase, nos está diciendo algo que ninguno de los otros es capaz de vislumbrar entre tanto sueño de grandeza: el talento es frenético, cruel y, sobre todo irracional. “tener talento es lo mismo que estar en primera línea: te dan un par de medallas y luego te devuelven a tu casa hecho pedazos”. A Mario Sut se le escapan, como si alguien se la hubiese introducido en el cerebro, estas palabras:

“ganar sobre todo cuando es imposible”
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Gracias.
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domingo, 9 de agosto de 2009

El estatus, doble mirada, en La tormenta en un vaso

Doble mirada: El estatus, Alberto Olmos
Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 176 pp. 15,95 €

1. Óscar Esquivias

Una mujer con su hija pequeña, ambas llamadas Clara, se instalan en un enorme piso situado en el número 34 de la calle Schmelgelme, en el mejor barrio de una ciudad de la que desconocemos el nombre. El empleado de la inmobiliaria (Ichvolz), una criada interna de nombre Patricia y el portero de la finca, Jesualdo, son las primeras (y prácticamente las únicas) personas con las que las recién llegadas se relacionan, ya que la madre decide recluirse en la casa en espera de su marido, un importante empresario con negocios en ultramar del que carece por completo de noticias directas y cuya llegada se demora día tras día sin justificación. La soledad de las mujeres se ve acentuada por la actitud hostil de los vecinos, quienes parecen empeñados en atemorizarlas con ruidos nocturnos y gestos hostiles. Así comienza El estatus, la última novela de Alberto Olmos. El país, las circunstancias políticas y el propio tiempo de la acción quedan en una nebulosa indefinida, aunque la ambientación general dibuja un paisaje centroeuropeo del primer tercio del siglo XX.

¿De verdad que las líneas precedentes describen una novela de Alberto Olmos?, puede preguntarse el lector que conozca A bordo del naufragio o Trenes hacia Tokio. Olmos nos tenía acostumbrados a historias ambientadas en la actualidad, protagonizadas por jóvenes que mostraban su descontento con el mundo en relatos ácidos, obsesivos, llenos de humor, pero también de insatisfacción y amargura. Los escenarios estaban descritos siempre de forma muy vívida: Madrid, la provincia castellana, Tokio, las aulas docentes, los pisos de estudiantes, las oficinas de teleoperadores, los transportes públicos... Detrás de todo ello se adivinaba la experiencia vital del autor, dueño siempre de un estilo poderoso, muy persuasivo.

Nada de esto último falta en El estatus, donde Olmos da un paso adelante en su afición por los juegos literarios y los cambios de registro. En esta novela se aleja del universo contemporáneo y casi testimonial descrito arriba y construye una fábula literaria ambientada fuera de nuestro tiempo inmediato y de la realidad racional, una fantasía que está a medio camino entre la novela gótica (con su casa encantada, sus apariciones fantasmales, sus personajes torvos llenos de secretos) y la alegoría freudiana (la ausencia del padre, sueños iluminadores, llaves que no se sabe a qué puerta corresponden, etc.). Olmos no sólo se aparta de sus temas y escenarios habituales: también de los dominantes en la narrativa española actual, como si quisiera reafirmar su independencia y su carácter de escritor raro, excepcional. El autor sale airoso de todas sus acrobacias literarias: en El estatus demuestra una vez más que es un narrador nato, brillante, capaz de crear imágenes potentísimas y de atrapar la atención del lector.

De uno de los personajes de la novela se dice: «Cerró el libro como quien enjaula una fiera y apagó la luz». Podemos aplicar este símil a la literatura de Olmos: en sus novelas habita una fiera salvaje, indómita. Leer a Alberto Olmos siempre es una aventura. Y una sorpresa. Y un placer.



2. Miguel Baquero

El estatus es la sexta novela del escritor Alberto Olmos (Segovia, 1975), un autor con una carrera firme y en ocasiones, como su anterior novela Tatami, esplendorosa. Poco dado al modelo, al recurso fácil y a quedarse enclavado en un género o un estilo narrativo, en ésta su sexta obra Olmos ha optado por apartarse de la línea que venía siendo reconocible en él y abordar una historia turbia, fantasmagórica, donde lo que cuenta es la atmósfera creada más que la sucesión de los hechos.

Dos mujeres, madre e hija, se instalan en uno de los pisos de un edificio en el centro de la ciudad, un inmueble enigmático y de aspecto inquietante en el que enseguida descubrimos que se esconden varias historias sin aclarar… ¿o quizás son sólo rumores? En torno a la madre y a la hija giran varios otros personajes, como el portero del edificio, la criada, el agente inmobiliario que les alquiló la casa, y por encima de todos ellos sobrevuela la sombra del padre de familia, cuya visita está próxima pero no acaba de llegar. Unos ruidos enigmáticos en el piso de arriba, una llave que la hija distrae del zaguán del portero…

En estos términos y en medio de este clima opresivo está planteada la novela. El lector va pasando de una escena a otra de igual modo que si estuviera descorriendo visillos en una larga galería: la figura que aguarda al final, y que parecía imposible, cada vez se va, sin embargo, delimitando con mayor nitidez. En este sentido, es ya característica esa minuciosidad de Olmos, presente en todas sus novelas, esa constante de detenerse en las cosas pequeñas, de construir una novela en la cabina de un avión, en una casa pequeña, en una minúscula relación de pareja. Centrar la vista sobre un punto en concreto, más que desparramarla por los alrededores.

Es de resaltar el recurso que utiliza Olmos de unas voces que se intercalan, de pronto, en el discurso, unas diálogos fragmentarios, una especie de susurro entre algunos párrafos que no se sabe muy bien de dónde proviene. Algo así como el extraño ruido que proviene del piso de arriba y que, por más que apliquemos la oreja, no alcanzamos a distinguir con nitidez. También este pequeño detalle, innovador pero no gratuito, contribuye a espesar la atmósfera en la que se van recogiendo cada vez más las dos mujeres.

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jueves, 6 de agosto de 2009

El estatus, en El confidencial

Otra vuelta de tuerca. El estatus. Alberto Olmos.

La nueva novela de Alberto Olmos tiene todos los ingredientes de una convencional narración de misterio. La protagonizan dos mujeres solas, madre e hija, que pasan a habitar un territorio que, para ellas, es inhóspito: el primer piso de Schmelgelme 34, donde aguardan la llegada del marido y padre. Han cambiado su cómoda villa campestre, repleta de criados, por ese retazo urbano y una criada inexperta y deslenguada, indiferente ante las diferencias de clase entre ella y su señora, que sin embargo las tiene muy bien presentes. La hija, Clarita, que está en la edad de las primeras menstruaciones, traba una peregrina amistad con el no menos extraño portero del inmueble, Jesualdo, un gigante discapacitado cuyas inclinaciones se hacen pronto evidentes. Junto a las nuevas inquilinas y su criada, parece ser el único habitante del edificio, en el que sin embargo pronto comienzan a suceder episodios inexplicables.


La apariencia de convencionalidad se disipa pronto. En seguida aparecen dos voces junto a la del narrador: la de las protagonistas, que dialogan desde algún lugar fuera del tiempo, y la del portero, un monólogo interior –recurso que emplea profusamente el autor, especialmente hacia el final del volumen– que evoca al Benjy Compson de Faulkner. Olmos hace, en cada uno de sus proyectos, algo nuevo, pero dentro de sus coordenadas narrativas y estéticas. Aquí emplea esos ingredientes del relato de fantasmas para cocinar un guiso que, conservando la atmósfera inquietante, da una vuelta de tuerca al género, explora la soledad que aqueja a unos personajes que, por mor de su estatus, permanecen aislados, incomunicados, aun madre e hija: “admitámoslo, en nuestra familia nunca ha sido costumbre quererse” (pág. 108). La desolación del edificio, que se va revelando por las excursiones de Clarita –un edificio que “por fuera es un palacio, pero por dentro es la ruina total”– es la extensión física de la propia desolación y descomposición emocional de los personajes. El ordenado piso que habitan no deja de ser un decorado que terminará por ser engullido por la nada circundante.


La novela tiene ese aire de la gran narrativa centroeuropea de principios del siglo XX y hace gala de una complejidad constructiva que, sin embargo, esconde sus andamios, ofreciendo un aspecto pulido, acabado. Es la mejor novela de Olmos hasta ahora, que redunda en sus mejores cualidades, a las que ya se hizo referencia en anteriores ocasiones, perfeccionándose en una progresión casi ininterrumpida que llena de expectación a quienes disfrutamos de su escritura.

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jueves, 30 de julio de 2009

Provocación y disidencia en la literatura


Así se llama el taller que estoy preparando para los Talleres Fuentetaja, y que tendrá lugar entre el 21 y el 25 de septiembre.

Trataré de encontrar con los alumnos alguna definición acertada para estos dos conceptos (provocación, disidencia) y de ver en clase algunos ejemplos de disolvencia verbal en la historia literaria (sobre todo, en la narrativa).

Seguramente pondré un poco de hip hop.

"Niño vuelve al cole,
si todavía no te has percatado del siniestro,
aquí el único que aprende es el maestro"
Rapsusklei

En fin, podéis ver todos los detalles, aquí.