martes, 3 de noviembre de 2009

El estatus, en Deriva

Es difícil encontrar en el panorama de nuestras letras, y mucho más en el correspondiente a los autores así llamados ‘jóvenes’ a escritores que tengan la voluntad -y la capacidad- de ofrecer al lector una novela como ésta. Y esto por varios motivos. En medio de la vorágine y del empeño despiadado (a veces con los propios autores, a veces con la literatura) de búsqueda absoluta de la novedad (la pasión por lo nuevo, como tantas otras pasiones, puede acabar resultando autodestructiva) Alberto Olmos ha escrito una novela a contracorriente de lo que cabría esperar en alguien de su generación (incluso a contracorriente de sus últimas novelas: Trenes hacia Tokio, Tatami y El talento de los demás), una novela fuera del tiempo, sin contacto apenas con la realidad que nos rodea (hablo de lo estrictamente contemporáneo), una novela de apariencia engañosamente naïf y que podría clasificarse sin duda alguna de abstracta.

Cinco son los personajes esenciales que pueblan las páginas de El estatus. Clara y Clarita (madre e hija), Patricia (la criada), Ichvolz (el agente inmobiliario) y Jesualdo (el portero, mudo para más señas). Con estos cinco personajes, como si se tratase de los elementos de un extraño compuesto químico, Alberto Olmos diseña la trama de su novela. Una trama minúscula, por otra parte. Casi minimalista. Madre e hija entran a vivir en una casa ubicada en un edificio en apariencia abandonado y allí dejan correr el tiempo, intentando burlar la monotonía de los días (la madre a través de minuciosos rituales burgueses, incluyendo encargos continuos a Patricia, la criada y, por supuesto, la lectura de algunos libros; la hija confraternizando con Jesualdo, un extraño y faulkneriano personaje cuyo pensamiento -debido a su condición de mudo- nos es accesible a través de monólogos interiores fragmentados e incoherentes que el autor intercala de vez en cuando) mientras aguardan la llegada siempre demorada del padre ausente.

La novela de Alberto Olmos coquetea con lo fantástico, logrando crear la intriga necesaria para burlar el -casi- plano fijo que componen los personajes. Poco a poco el lector va descubriendo que casi ninguno de ellos es lo que parece, en medio de una tensión creciente que pone de relieve los juegos de poder a los que se someten entre sí los personajes. Es fácil rastrear la influencia de Faulkner y de Henry James en El estatus. Con esta envidiable compañía Alberto Olmos logra dar 'una vuelta de tuerca' a su propia obra para ofrecernos una narración en apariencia sin pretensiones, pura, enigmática, desconcertante, a contrapié -como ya dijimos al principio- de las expectativas (de sus propios lectores, incluso) y de la corriente mayoritaria de la narrativa actual. Una rara avis que parece querer avanzar dando un paso hacia atrás (en la simplificación de las formas y los temas, en el homenaje explícito a autores canónicos), una reacción que algunos pueden sin duda entender como trasnochada. Un camino difícil, en definitiva. El tiempo dirá si acertado o no.

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