sábado, 27 de febrero de 2010

miércoles, 17 de febrero de 2010

Si esto no es el fin, se le parece bastante

Salvador Dalí apuntaba en sus diarios que, con frecuencia, algún joven se presentaba en su casa al objeto de preguntarle cómo se hace para triunfar.

Dalí lo sabía perfectamente, pues no en vano podríamos considerarlo como el artista pionero del Marketing Yourself, desarrollo hipercúbico de esa parte del tiempo que antes dedicaban los creadores a tomar un café con alguien influyente.

Ayer mismo recibí un mail con el asunto: pregunta indiscreta. La pregunta indiscreta era esta: ¿Cómo hiciste para publicar en Anagrama?

Varias veces me han preguntado lo mismo; o me han preguntado cómo se hace para publicar. Nunca, sin embargo, me han preguntado cómo se hace para escribir un libro, y menos cómo se hace para escribir un buen libro.

Quizá yo no sepa cómo se hace un buen libro, pero desde luego entiendo que las personas que me consultan sobre cómo alcanzar la materialización de sus sueños literarios consideran que escribir ya saben, y muy bien, que hacer libros ya saben, y muy bien, o que, en todo caso, escribir un buen libro ni siquiera es lo importante.

Lo importante es saber cómo se hace para que te publique Anagrama.

¿Escribiendo un buen libro?

También ayer recibí una carta. De Anagrama. Me informaba, como está establecido en el contrato de edición de 1998 de A bordo del naufragio, de las ventas durante el periodo 1-01-09/31-12-09 de dicha novela. Me alegraron mucho las ventas (a Jorge Herralde dudo que tanto), porque han subido respecto a años anteriores y, aunque son magrísimas, me transmiten la evidencia de que esa opera prima mía aún colea, resurrecta.

¿Me publicaron A bordo del naufragio porque era un buen libro? ¿O hice algo más para que me lo publicaran? Detallo con minuciosidad extrema lo que hice para que me publicara Anagrama:

1. Escribí un libro.
2. Lo imprimí y lo encuaderné.
3. Lo metí en un sobre.
y4. Lo mandé por correo.

Aprovecho para detallar lo que hice para que Lengua de Trapo me publicara El talento de los demás:

1. Escribí un libro.
2. Lo imprimí y lo encuaderné.
3. Lo metí en un sobre.
y4. Lo mandé por correo.

Aprovecho para detallar lo que hice y sigo haciendo y seguiré haciendo después de que un libro mío sale a la venta:

1 (y1). Contesto entrevistas si me las proponen.

Como puede deducirse, Dalí y yo estamos en extremos opuestos en el eje de coordenadas de la creación artística. Por eso Dalí es Dalí, y yo no soy nadie. O soy -Dalí, un don nadie que pinta.

Noam Chomsky fue el primero en observar que un candidato a presidente del gobierno hace campaña de modo idéntico al que utiliza un detergente para promocionarse. A día de hoy, muchos escritores parecen haber asumido su condición detergente, y me hacen pensar que formo parte de una minoría casi nobiliaria, estiradísima, muy señorita, que no está dispuesta a bajar al barro del slogan ni a subir al desván de los disfraces, porque somos de sangre azul, como bien se ve en nuestro bic, al firmar fracasos.

Hace ya mucho que las películas de Hollywood dedican tanto o más dinero a la promoción que a la producción de la propia película. Los escritores contemporáneos parecen seguir esa tendencia: cada vez se dedica más tiempo a tratar de que te publique Anagrama y, luego, a tratar de que tu novela salga en muchos medios de comunicación, que a escribir una novela. Quizá por eso las novelas hoy son tan cortitas; quizá, por eso, son tan malas. Escribir una novela se ha convertido en una putada si quieres ser novelista. Lo tienes todo, nombre, pose, contactos, conocidos en televisión, blog, perfil en facebook con 900 amigos... ¿y encima tienes que escribir una novela?

¿Buena?

Ignacio Echevarría, hace unas semanas, delataba su estupor en un suplemento ante el vídeo que acababa de ver en Youtube. Se trataba de una especie de cortometraje protagonizado por Clara Sánchez. En él aparecía vestida de doctora (bata blanca) y atendía a pacientes o colegas (no lo he visto), alegoría audiovisual para hablarnos de una novela suya. La pregunta no es: ¿te imaginas a Kafka vestido de Cobrador del Frac en un vídeo alegórico sobre El proceso, o a Proust vestido de Marquesa en un spot para En busca del tiempo perdido? La pregunta es: ¿se ha perdido a Kafka o se ha perdido El proceso?

Se ha perdido El proceso, obviamente; se ha perdido la obra.

Hasta antesdeayer, la obra de uno era su publicidad, la fuente de su prestigio y de su fama y de su mito. No había nada más. De ahí que el mitificado vea post mortem cómo cualquier cosa obra suya se vuelve realmente Obra: diarios, cartas, apuntes, anotaciones, borradores. Necesitamos un anuncio distinto de Coca Cola cada año; necesitamos una antología de The Beattles cada año; y necesitamos un libro de Kafka cada año. Porque no podemos creer solos.

¿Cómo se hace para triunfar hoy día? Siendo Kafka, pero sin escribir El proceso.

Casi todos lo escritores jóvenes lo han entendido ya. Se ha terminado la literatura de escribir, ahora empieza la literatura de ser escritor. Ocúpate primero de ser escritor, que ya habrá tiempo luego de escribir. A fin de cuentas, somos escritores para los que compran libros, no para los que los leen y lo importante es entender que los libros se compran antes de haberlos leído, por lo que ese campamento base comercial es en realidad nuestra meta.

Hace unos meses, un personaje del mundillo literario me arrojó este reto a la cara: A ver dónde estás tú dentro de veinte años y a ver dónde estoy yo. Mi respuesta fue: Yo no voy a estar.

Porque si esto no es el fin, se le parece bastante.

viernes, 12 de febrero de 2010

Teatro

Durante el último mes he asistido a cuatro representaciones teatrales. Cierta curiosidad, ligeros compromisos con alguno de los actores, regalos de cumpleaños y la portada que El Cultural dedicó a Tom Stoppard han tenido la culpa. La obras fueron: Drácula, Glengarry Glen Rose, El corazón, la boca, los hechos y la vida y Realidad. No tengo intención de ir al teatro nunca más.

Mi relación con el teatro, como la de tantos otros, se remonta a los montajes navideños que se preparaban en la escuela. Uno siempre hacía de pastorcillo, con la cazadora vaquera puesta del revés, para que el forro, oh imaginación escénica, simulara un chaleco bucólico. Luego, hubo algunas representaciones más, por motivos que mi memoria no acaba de rescatar, pero supongo que tenían que ver con concursos interprovinciales de teatro o festivales de estudiantes de EGB. Finalmente, en el origen, el teatro fue una cosa que nos llevaban a ver a veces, y que siempre era de Lorca, con mujeres que daban gritos, mientras los niños comían pipas, que era un poco más entretenido.

Todo lo que rodea al teatro, para mí, para tantos otros, remite al concepto de obligación. Tus padres estaban obligados a ir a verte al colegio, bajo la amenaza emocional de devenir pésimos progenitores, y tú mismo estabas obligado a llenar teatros con tus granos y tus pipas, bajo la amenaza de dejar en la indigencia a los profesionales de ese arte milenario.

Cuando llegué a Madrid, el teatro me estaba esperando. En la universidad gusta mucho, sobre todo a las estudiantes, y la que te gustaba a ti siempre andaba sobre unas tablas, declamando a Buero Vallejo o a Bertolt Brech. Vi algunas obras, claro, obligado de amor (oh). Lisístrita, por ejemplo, con todas esas mujeres esquivas; alguien que estaba debajo de un almendro, también. Y la de Buero Vallejo, que no recuerdo cómo se titulaba, pero que creo que iba de suecos amargados, nórdicos en todo caso.

Durante la Universidad, y después, acudí a algunas representaciones "serias". Luces de bohemia y La vida es sueño. Recuerdo Calígula, de Albert Camus, con Luis Merlo en el papel protagonista. Recuerdo que Merlo rompía un espejo con un taburete, y que eso me impresionó bastante, porque nunca había pagado por ver a la gente romper espejos. Pensé que, cada vez que hacían la obra, cada día de hecho, Merlo quebraba un espejo, y quién sabe si no acababa semanalmente con un taburete. Pensé si los que estábamos allí en el teatro dábamos para pagar tantos espejos, y no tantos taburetes.

Luego vi Arte, en su primera representación. Recuerdo que la comenté con una chica, amiga de un amigo. Le dije que me parecía una estupidez armar una obra en torno a algo tan anodino como un cuadro en blanco, que a lo mejor no estaba tan en blanco. La chica me dijo que la obra no iba de eso. Yo, incauto aún ante la retórica snob, le pregunté de qué iba. Por supuesto la chica no me lo dijo.

También vi, en su día, una obra de Josep María Flotats haciendo de judío. No recuerdo nada de la obra, salvo que, justo antes de que se iniciara, Cayetana Guillén Cuervo entró en el patio de butacas con una abrigo espectacular, blanco o rojo, o ambos, y se sentó en las primeras filas. Ahí entendí que el teatro daba mucha importancia a llegar tarde y vestir bien, o, en su defecto, a localizar entre los espectadores a las Cayetanas varias, tardías y coquetas.

Mi problema con el teatro, como el de tantos otros, tiene algo que ver con la competencia de las demás artes. Hay libros que me han marcado, películas de cuyo visionado he salido tóxico de emoción, drogado; canciones que me hacen llorar o que me ponen los pelos de punta. Poco más. No sé muy bien qué tengo que sentir en una exposición, por ejemplo. Fotografías, esculturas, pinturas: las miro y aún cuando me gustan (Juan Muñoz, por ejemplo; García Alix, por ejemplo) no dejan en mí un poso que me sirva.

El teatro tampoco. Sólo Calígula, de toda la lista anterior, me alimentó un poco, y no porque me sorprendiera pagar por ver romper espejos. Había en el texto frases bastante violentas, recuerdo. Calígula era un hijo de puta muy interesante.

(También, nobleza obliga, vi mi propia novela, Tatami, vuelta teatro, y debo decir que su recuerdo, muy digno, me resulta cada vez más grato, sobre todo después de confrontar su representación con las que he ido padeciendo.)

De las cuatro obras que he visto estos días, sólo Glengarry Glen Rose me ha gustado. Su autor, David Mamet, vio esta obra llevada al cine, y yo vi ese cine llevadero, hace años, y me gustó mucho, sobre todo la famosa escena de Alec Baldwin humillando a sus subordinados. Curiosamente, en la adaptación teatral madrileña, esa escena fue eliminada.

Antes vi Drácula. Me aburrió mucho. Según yo lo veo, la adaptación no fue otra cosa que darle a cada actor un ejemplar de la obra de Bram Stoker y encargarles la lectura de las líneas de diálogo de un personaje en concreto. Los actores leyeron esas líneas ante nosotros (sin el libro en las manos, menos mal) y nosotros asumimos que a)sabían leer, b)tenían buena memoria (sin el libro en las manos) y c)nosotros también la teníamos. Nos sabemos Drácula entero todos, aunque sólo sea por los cromos de los Phoskitos, y ver esa historia recalentada sobre un escenario no puede en ningún caso revivir su nervio narrativo, su originalidad ni sus resonancias atávicas.

Con Drácula entendí, quise entender, el teatro de "vanguardia". Realmente hubiera preferido ver a una mujer haciéndose incisiones con un vidrio roto en un muslo, o a un tipo vomitando, antes que a un grupo de personas disfrazadas y leyendo en voz alta (sin el libro).

De Drácula pasamos a El corazón, la boca, los hechos y la vida, en la Sala Triángulo, no muy lejos (Centro Dramático Nacional sito en Lavapiés). (Eso de decir dónde es la obra de teatro tiene su miga: nadie dice que leyó tal libro en el metro o vio tal película en tal cine: es irrelevante; sin embargo, en el teatro, que es un acto social de cierto snobismo, parece imprescindible anexar al título de la obra y al nombre de su autor, el nombre del teatro donde lo hemos ido a ver.) La obra era de David Fernández. Iba de Bach.

Iba de Bach un poco, así como por ensalmo. Consistió en el tal David saliendo a escena con todas los gadgets que tiene en su casa: ipod, iphone, playstation portable, wii, portátil, violonchelo eléctrico y teléfono móvil. Al final de la obra, llamó a su padre.

Antes hizo malabarismos con un LED. En él aparecían mensajes y el actor y autor los movía por el escenario, simulaba que salían de su boca, de su culo; se metía con la ministra de Cultura, González Sinde, daba instrucciones al público para que accionaran los mandos de la wii... y más cosas que no recuerdo.

David Fernández cantó ópera, danzó, gesticuló lo indecible, tocó el chelo, rapeó y se bajó los pantalones. Todo consecutivamente sin que uno llegara a entender la razón última del salpicón de habilidades, aparte de demostrar quizá la inscripción de esas habilidades en su Currículum Vitae.

Drácula no me gustó nada, pero me sería complicado calibrar si esta obra me gustó menos, un poco menos o, quizá, un poquito más.

En todo caso, encontré en ella (siempre saca uno provecho de todo) cierta similitud con algunas novelas actuales (en realidad: con algunas novelas de todos los tiempos). Se trata, a mi juicio, de disfrazar la incapacidad de elaborar un discurso artístico mediante una supuesta ruptura del propio concepto clásico de discurso artístico. Todo vale, a condición de que el material utilizado en las obra resulte clamorosamente contemporáneo. La herida de no tener nada que decir viene suturada por la costura del No hace falta tener nada que decir, sólo la desvergüenza de subirse a un escenario y encender algunos ordenadores.

Fue irritante y aleccionador. Bueno, de hecho, ni siquiera fue irritante.

Después de ver Glengarry pensé que me gustó únicamente esta obra porque en ella había algo que no tenían las demás: literatura. Algunos monólogos de los personajes eran brillantes, graciosos o iluminadores. Esto me llevó a pensar en por qué el teatro, el drama, se cuenta entre lo géneros literarios, y no, por ejemplo, el cine. Quizá, pensé, o quiero pensar ahora como si lo pensase entonces, sólo puede ser teatro aquello que es también literatura. O a mí sólo me gustará un teatro eminentemente literario. Porque entiendo que el teatro puede prescindir de la palabra, y ser otra cosa, del mismo modo que el cine (aquí disiento de Fernando Fernán Gómez, que afirmaba que el cine que le gustaba era el que tenía, precisamente, literatura) que más me atrae es el cine "de imágenes", aquel que, siguiendo a Billy Wilder, trata de seguir al dictado el mandamiento "cómo contarlo sólo con imágenes", y no abusa de la voz en off o de los diálogos. De ahí, entiendo, que a día de hoy el cine asiático sea el más estimulante del mundo.

Sin embargo, un teatro que no establece su cimiento en la palabra, ya sea dialógica, ya en forma de monólogos o imprecaciones al público, siempre será para mí no-teatro, y, por tanto, la entrada donde dice Teatro constituirá una suerte de engaño, dado que si quisiera ver mimo, danza, circo o boxeo o rap, hubiera ido a verlos, como de hecho voy, en el último caso.

La mezcla de géneros, expresiones y disciplinas es loable como exploración de nuevas formas artísticas, pero del mismo modo que cuando toma uno una copa con ginebra algo de ginebra tiene que haber en la copa, en el "teatro", bajo mi inocente punto de vista, siempre debería haber algo de literatura.

Y en estas llega el imparable (unstoppable) Stoppard.

Me hace gracia que, cuando se muere una gran figura creativa, o, como es el caso, cuando alguien simplemente lo decide, todos incorporamos, por culpa de los medios, esa figura creativa a nuestro iconostasio artístico o enciclopédico, a pesar de que nunca habíamos oído hablar de ella, y además sin tomarnos la molestia de esperar a que esa figura nos demuestre su condición canónica. Quiero decir que yo fui a ver la obra de Tom Stoppard como sí ya supiera que era "uno de los grandes dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX", etiqueta que recibí de El Cultural, y no, como era el caso, sin saber quién era y esperando a saberlo para considerarlo "uno de los grandes..." etcétera.

Realidad, la obra que vi, resultó tan mediocre, tan insulsa, tan torpe y tan ridícula que debería uno encontrarse por la calle a varias decenas de personas con la cara roja de vergüenza, indeleblemente roja, como castigo menor por sucumbir a la tentación de, deprisa y corriendo, crear genios vivos para no otra cosa que poder darles la mano y sentirse parte de la Historia.

Hace tiempo que un par de matrimonios tomando ginfizz en sus espaciosas casas y preguntándose si no le estará siendo infiel su cónyuge dejó de tener el más mínimo interés. Y hace mucho más tiempo que Woody Allen consiguió la medalla de oro del "humor inteligente". Lo que nos da Realidad es una sucesión de tópicos dañinos para el paladar a medio camino entre Escenas de matrimonio (de José Luis Moreno) y cualquier comedia romántica de Sandra Bullock.

Nuevamente, entiende uno que, casi como salto al vacío, salten a las salas personas que gritan y se echan chocolate por sobre la cabeza, o que follan delante de los espectadores o se tuercen un tobillo dándole patadas a un yunque. Cualquier cosa para que el teatro no muera de muermo.

Pero yo ya no tendré nada más que decir sobre este tema, mañana.

lunes, 1 de febrero de 2010

Cinta

Hace dos semanas que vi La cinta blanca, una película calificada de obra maestra que estoy a punto de olvidar por completo. Antes de que pase al olvido, apuntaré lo que recuerdo, para luego apuntar lo que recuerdo que pensé en su contra. Luego lo olvidaré todo, felizmente.

La cinta blanca empieza con una voz en off sobre imágenes en blanco y negro. Un médico (nos cuentan y vemos) vuelve a casa a caballo. El animal tropieza con un cable (no lo vemos) y cae con jinete contra la tierra. La caída está filmada utilizando efectos digitales y es considerablemente burda. Recuerdo.

Después hay un pueblo, una villa, un villorrio. En él, una pandilla de niños y niñas pasea de una casa a otra y parecen esconder algo. Tienen la pinta de una cofradía de la conspiración, un club juvenil de travesuras o un pequeño batallón de maldades.

La voz en off es un repelente señorito con gafas, profesor particular de los niños del hacendado. Anhela el amor de una joven, cuyo padre está dispuesto a darle su mano si espera un año (?). Luego hay una mujer con hijo aquejado de síndrome de down. También una familia de labriegos muy numerosa y de vida miserable.

Hay un señor, no recuerdo su cargo, que tiene varios hijos. Se trata de una especie de notario severo o funcionario elevado, con despacho y un canario (no sé) en una jaula.

Hay algunos personajes más que no recuerdo con exactitud.

La acción (recuerdo) del filme nos deja estos avatares: el médico (va dicho) que cae del caballo. El incendio de un granero (creo). Una joven que muere o resulta gravemente herida en un accidente en la fábrica (o similar) del hacendado. De estos tres lances surgen, a su vez, los siguientes: una investigación de la caída del caballo (sospechas hacia los niños), una venganza del hermano de la joven materializada en la destrucción de un campo de repollos (o similar), un despido (o similar) del padre del joven, y su posterior suicidio; la tortura del hijo del hacendado, su marcha junto a su madre a una ciudad vecina, su vuelta junto a su madre, la confesión de su madre al hacendado de que le ha sido infiel o de que se ha enamorado de otro; la tortura del hijo con síndrome de down de la mujer que cuida del médico. Algunas cosas más: relación sexual entre la mujer con hijo aquejado de síndrome de down y el médico; que es muy vieja y le da "asco" acostarse con ella, dice el médico; desaparición de la mujer. El notario (o algo): lecciones a sus hijos, castigos, una cinta blanca en el brazo para recordarles su pureza; permiso para tener pájaros en casa; cuando muere su canario, el hijo le regala su pájaro; ataduras al hijo mayor (o mediano) para que no se masturbe; el pájaro aparece decapitado y con las tijeras clavadas en cruz cuerpo adentro. Una niña sueña que algo malo va a ocurrir.

La voz en off habla de la Primera Guerra Mundial. Me han dicho que empieza hablando de "lo que pasaría después" refiriéndose al Nazismo, pero no lo recuerdo. La película no sé muy bien cómo acaba. Es en alemán.

He visto de Michael Haneke las siguientes películas (por orden de visionado): Funny Games (en su estreno español), La pianista (ídem), Caché (en reposición en el Círculo de Bellas Artes), Código desconocido (en su estreno), El tiempo del lobo (en DVD) y El castillo (en vídeo).

Mi favorita es Caché. Es una película que recordaré dentro de 30 años. Me gusta mucho La pianista. Me gusta Funny Games. Me interesa El tiempo del lobo. Me aburre Código desconocido. Me aburre mucho El castillo.

La cinta blanca también me aburrió. A mi juicio es una película anodina, de prestigio inmerecido o ajeno a mi gusto estético.

Siendo Haneke, esperaba imágenes insoportables y juegos con la moralidad del espectador, así como con el lenguaje cinematográfico. La cinta blanca, sin embargo, es enteramente tradicional en su planteamiento, y las imágenes que esperamos de Haneke (básicamente dos: el pájaro decapitado (aunque ahora mismo no estoy seguro de si es decapitado o sólo empalado con las tijeras) y los ojos (no recuerdo bien) arrancados o quemados del niño con síndrome de down) llegan en este filme demasiado tarde, cuando yo (como espectador) ya estoy muy alejado del núcleo narrativo y mirando el reloj; y mirando a los demás espectadores para cotejar mi sensibilidad.

La historia de amor (profesor con criada) me resulta ridícula, y no aporta nada al resto de la trama. La historia de la familia miserable tampoco parece muy relacionada con el grupo de niños malvados que presagian (?) el nazismo.

La "lección" que parece intentar darnos la película es la siguiente: así surge el totalitarismo. O: así un país vota a un señor con bigote. Y: así nace el mal. No lo pillo.

Chiste: si no te dejan masturbarte de pequeño, luego sales nazi. ¿Esa es la idea?

No lo pillo.

La visión de un pueblo aherrojado por la moral puritana no es significante: cualquier pueblo del mundo está a su vez dominado por ese tipo de moral, tanto en Segovia como en Ohio como en Tochigi. Ese caldo de cultivo no explica en absoluto una evolución hacia el nazismo.

Además, el escenario rural no está retratado con especial fuerza. Recordaba en los días posteriores al visionado de La cinta blanca una película mucho mejor en este sentido: Escenas de caza en la baja Baviera (Peter Fleischmann, 1969).

La cinta blanca viene a sumarse al ya inmenso listado de película decepcionantes que he visto en los últimos años.

No quiero acabar este post sin decir que la decisión del director de mostrar de manera explícita las consecuencias de la tortura al niño con síndrome de down, en contraposición a su decisión de no mostrar imágenes del hijo del hacendado después de su tortura, me pareció, in situ, directamente miserable.