lunes, 19 de febrero de 2007

Grifo

Acabo de apagar la televisión. He puesto el mando a distancia sobre la mesa y me he quedado mirando el mando a distancia sobre la mesa. Es feo, tiene la pila sujeta por un cartón y cinta adhesiva y los botones no funcionan. Vamos, hay que clavarle la uña al botón para que funcione y el canal correspondiente te aburra y te haga clavarle la uña al botón siguiente y el canal te aburra y claves la uña al botón siguiente y todo te aburra y claves la uña al botón definitivo y la tele se apague y dejes el mando a distancia sobre la mesa y te quedes mirándolo. El zapping es una especie de manicura.

Mientras miro el mando a distancia, fumo. Expulso el humo sin dejar de mirar el 5. Cuando acabo de fumar apago el cigarrillo, con cuidado de no tiznarme las yemas de los dedos de ceniza, en un cenicero y luego me levanto para lavarme los dientes.

En el cuarto de baño, mientras me cepillo los dientes y las muelas y los empastes y las coronas y las filtraciones, miro cosas. El grifo de la ducha. Es de bronce y está cubierto de cal. Los mandos son redondos, de cristal o plástico vítreo, tallados en pequeñas pirámides pungentes. Desde hace dos días, el de la derecha no funciona.

He cogido dos destornilladores y unos alicates. He vuelto al cuarto de baño y me he metido en la bañera. Me quité las zapatillas, y siento la humedad del fondo de la bañera en la planta de los pies. Me acuclillo. Los mandos del grifo tiene unas tapas de metal en el centro. En el grifo de la izquierda la tapa está marcada con una C, mientras que en el grifo de la derecha la tapita metálica muestra una F. Quiero desmontar el grifo de la derecha pero no veo tornillos. Tomo los alicates y trato de abarcar la tapita de la F por el borde. No cede. Tomo un destornillador, y con el mango, le doy unos golpes a la tapa por ver si se afloja. Luego aplico de nuevo los alicates y consigo hacer girar la F, que va quedando boca abajo, tumbada, boca arriba, hasta que la tapita se desenrosca por completo y veo el tornillo.

Meto la punta de un destornillador y giro el tornillo hacia un lado. Luego abro el grifo del agua fría y no sale agua fría. No sale nada. De modo que giro el tornillo para el otro lado durante un rato y pruebo de nuevo. No sale agua.

Ahora estoy usando los alicates para hacer girar la tuerca que une el grifo del agua fría a la toma de agua. He cerrado antes la llave general. La tuerca está bastante floja y es fácil. Enseguida el grifo queda separado de la tubería y un chorrito de agua se desmaya sobre la bañera.
Hago lo mismo con el grifo del agua caliente. Pienso que, si no puedo arreglar el grifo del agua fría, podré al menos desmontar todo el grifo y limpiarlo y hacer que su presencia en la bañera sea menos catastrófica.

En un momento dado, estoy con el grifo en las manos. Pesa cerca de dos kilos. Miro las tuberías en la pared, dos agujeros de sebo y suciedad por las que circula el agua con el que me ducho cada día. Entonces pienso que podría comprar un grifo nuevo y ponerlo y ser un poco más feliz. La idea del grifo nuevo es como un tren que hace mucho ruido porque si no te subes se irá para siempre. Estoy nervioso.

Me miro el reloj. Son las ocho y cuarto de la noche. No sé dónde venden grifos porque yo nunca he comprado grifos. Ni puertas. Ni coches. Ni casi nada. He metido el grifo de dos kilos de peso en una bolsa de plástico y me he puesto el abrigo sobre el pijama y, luego, un pantalón vaquero sobre el pijama, los zapatos, y he salido corriendo de mi casa. Busco un grifo.

Como he comprado tornillos una vez, recuerdo la ferretería. Está cerca. Camino con rapidez hasta divisarla y veo que tiene luz en su interior. La puerta, sin embargo, está cerrada. Me asomo por el escaparate y veo a unos clientes rezagados esperar junto al mostrador. No veo al dueño, pero aún así empiezo a golpear los cristales con los nudillos, para llamar la atención de alguien y que me abran.

Cuando consigo mi objetivo, el dueño de la ferretería me dice que grifos no tienen, que eso es en “Saneamientos”. Y señala hacia la parte alta de la calle, donde enseguida leo “Saneamientos” en un cartel luminoso, todavía encendido. Corro hacia allá.

Igualmente (son las ocho y media de la noche) la tienda de saneamientos tiene luz, clientes últimos y la puerta cerrada. Igualmente, golpeo con los nudillos el cristal de la puerta para que vengan a abrirme y pueda mendigarles un grifo. El hombre que me abre es gordo, lleva ropa de trabajo y fuma asquerosamente un cigarrillo exhausto.

En el mostrador, la dueña, una ama de casa que vende bidets, hace cuentas con una calculadora.

-Ahora te atiendo –dice.

Yo le doy las gracias y miro los lavabos, las cisternas, los espejos, las bañeras. Veo unos grifos que son como mi grifo y espero ahorrarle trabajo a la dueña de la tienda diciéndole sin más: deme ese.

-Bien, ¿qué querías?

-Un grifo.

Pongo la bolsa sobre la mesa y hago asomar kilo y medio de los dos kilos de mi grifo de bronce de la edad del ídem.

-Dios mío –exclama la dueña de la tienda.

-Creo que con ese me valdría –digo, y señalo el grifo a mi espalda.

-Ése es un grifo de fregadero: lo que tú quieres es un grifo de bañera.

-Ah.
La dueña saca una cinta métrica no especialmente iridiada y mide la distancia entre las dos tomas de agua de mi grifo.

-Quince centímetros. ¿Lo quieres monomando?

-... –no sé de qué me habla.

-Voy a por ellos y los ves.

La dueña se mete en la trastienda y el hombre gordo sigue fumando su cigarrillo y mirándose la barriga en un espejo con las bombillas apagadas. Todo está muy limpio en esta tienda.

-Aquí tienes.

Son dos cajas de carton sin dibujo ni letras. Abre una y veo el grifo monomando y luego abre la otra y veo el grifo que quiero.

-Quiero este. ¿Cuánto cuesta?

Me dice cuanto cuesta y, como siempre que estoy comprando cosas que nunca he comprado ni considerado, me doy cuenta de que podrían cobrarme diez veces más y yo pagaría sin pestañear.
Me llevo mi grifo de dos kilos de bronce en una bolsa y una mano y el grifo nuevo que brilla mucho y viene en bolsitas de plástico y burbujitas en otra bolsa y otra mano.
Llego a mi casa. Tiro el abrigo sobre la cama, me descalzo, me quito los pantalones.
Entro en pijama en el cuarto de baño.

Abro la caja de cartón sin marcas y voy extrayendo las piezas del grifo. La principal es el grifo en sí mismo, que encaja perfectamente en los ojos sucios con que las tuberías me miran desde la pared. Pero antes he de poner una cazoletas de metal para que quede bonito y no se vea la rosca de las tuberías cuando apriete del todo las tuercas. Estoy como loco por ver el grifo nuevo manando agua nueva sobre mi vida nueva y trabajo con histeria, furor, una fontanera felicidad. Entonces me doy un tajo con el filo de una cazoleta y mi dedo empieza a sangrar. Me lo chupo un poco y sigo sin reparar más en la herida. Es pequeña.

Voy aprentando las tuercas con los alicates. Enseguida el grifo consuma el destronamiento de su predecesor y toda la casa brilla sobre la superficie del grifo nuevo. Luego conecto el tubo de la ducha a la parte baja del grifo y a la alcachofa de la ducha. Y coloco el aplique para la alcachofa en la pared, utilizando el agujero en el que estaba el aplique de la otra ducha, la vieja, que no sirve para los nuevos tiempos.

Todo ha terminado. Me sobran algunas tuercas y tornillos y pernos pero me da igual. Los meto en la caja de cartón con los plásticos y las burbujas y cierro la caja de cartón. La bañera está llena de gotas de agua sucia y el suelo del cuarto de baño está empantanado.

Me dirijo, descalzo, a la cocina. Dejo la caja de cartón con los restos del grifo nuevo en un armario y me acuclillo para abrir de nuevo la llave general del agua, la llave de paso.

Se trata de una llave larga, de movimiento simple: si está alineada con la tubería sobre la que surge, está abierta; si está en posición perpendicular a la tubería que corona, está cerrada. Esto me lo enseñó mi padre cuando yo tenía diez años.

Pongo la mano sobre la llave, miro en dirección al cuarto de baño, y la giro deseando que todo esté por fin en su sitio.

domingo, 11 de febrero de 2007

Yo ya estaba triste antes de que empezara a llover

La Casa del Libro está cerrada por inventario. Eso pone en un folio apaisado que pegaron al cristal de la puerta. En los escaparates de la Casa del Libro hay diccionarios muy gordos en los que caben todas las palabras del mundo. Inventario debe de andar por la página trescientos catorce.

La Fnac nunca cierra. La Fnac es un centro comercial que abrieron cuando vine a vivir a Madrid y, en cierto sentido, tengo ganas de que cierre. Cuando cierre la Fnac, cuando cambie de nombre, cuando la vuelen por los aires con todos sus chalecos verdes y sus escaleras mecánicas, creo que el mundo será un lugar más joven que yo: probablemente vomitaré.

De momento, la Fnac sigue ostentado su impronunciable nombre y sigue en pie, con discos por aquí, libros por allá y muchos chalecos verdes. Soy joven. Puedo escuchar los últimos cedés en las máquinas de escuchar cedés y alcanzar los libros del estante superior sin pedir ayuda. Puedo reírme de la compra del que está delante de mí en la caja y lucir mis adquisiciones ante el cliente que viene detrás. Puedo, sobre todo, encontrar caras las cosas, que es el placer más delicioso de la juventud.

Melody AM de Royksopp: 17 euros. ¡Ni de coña!

Al final me he comprado Hot Fuss, de The Killer, por seis euros.

Cuando he salido a la calle Preciados, con mi cedé nuevo en su bolsa de plástico, y el libro que estoy leyendo (Esferas III, de Peter Sloterditj) he mirado mi teléfono móvil. La hora. Las llamadas. No había llamadas. Horas había dos. Las de comer.

Ahora estoy caminando en busca de un lugar para comer. Me vienen a la cabeza imágenes de las cosas fascinantes y totalmente narrables que he hecho en los últimos días. Pienso en que debería escribir sobre mi charla ante setenta personas. Fue muy narrable. Estuve brillante y vendí dieciséis libros. Luego firmé siete. Una chica de 16 años estaba absolutamente encantada de conocerme. La entrevista que me hizo una reportera de melena rubia también fue jugosa. Era para un programa muy dinámico de un canal regional. La reportera traía una caja con un papel dentro. En el papel el entrevistado anterior había dejado una pregunta para el entrevistado de hoy, que a su vez, tras responderla, había de dejar una pregunta para el entrevistado subsiguiente. La pregunta que me dejó Alejandra Vallejo Nájera era: ¿Qué tiene que hacer un tipo para ser feliz? La respuesta que di fue: Qué pregunta tan sencilla. Me basta (sí, esto lo estoy diciendo yo al mundo) con citar a Jonathan Swift: La felicidad es la posesión perpetua de una agradable ilusión. Ya está. Luego (debería narrar esto, jo) escribí mi pregunta: ¿Dónde están todas esas personas que no hemos vuelto a ver?

Espero que no estén aquí cerca, pensé.

Sigo paseando por la Gran Vía buscando un sitio para comer. Vips, no. Restaurantes con menú, no. Sitios con gente, no.

Pienso en más cosas narrables. Follar siempre es narrable. Al menos yo nunca lo hago sin pensar que debe pasar a la historia de la literatura. Pero hablar de sexo me da pudor. Sobre todo si no voy a decir polla, coño, se corrió, me corrí, en su boca, etcétera. Si alguna vez escribo sobre sexo voy a tener un montón de problemas el día de Navidad.

Se ha acabado la Gran Vía. Se me han acabado los argumentos narrativos. Lo único que queda es una nube gris muy grande, sin esquinas. Me pongo debajo de la nube gris mientras cruzo Plaza de España. El edifio España está completamente abandonado. No hay ni una tiendita abierta. Me acuerdo de que cuando llegué a Madrid me quedé muy impresionado al ver a Jesús Hermida entrar en un restaurante italiano que había en el edificio España. Pobre Jesús Hermida: qué viejo es que le cerraron los restaurantes.

Me apetece comida rápida: un bocadillo, y estoy a punto de llegar al Pans and Company de Princesa. Está justo después de la sala Heineken. Llego y veo que está cerrado. Tienen todo el escaparate cegado con una enorme pegatina amarilla, y en ella han puesto: Nos estamos poniendo guapos. ¡Pero qué guays son las empresas del siglo XXI, joder!

En la plaza de los cubos está el Macdonalds, el Burger King, el Vips y el Starbucks. No me apetece ninguno. Miro las películas en el cine de la plaza de los cubos. No me apetece ninguna. Luego bajo las escaleras del pasaje y miro las películas en el cine del pasaje. Me apetece Juegos secretos porque su director hizo una película maravillosa, In the bedroom, y además en esta nueva película del cineasta salen personas desnudas en el poster. Salgo del pasaje y estoy en la calle Martín de los Heros. No hay nadie en la calle Martín de los Heros. Avanzo un poco hacia plaza de España y me paro a ver las películas del cine Alphaville. Ahora el cine Alphaville se llama Golem y no tiene nada que ver con el cine Alphaville porque las puertas son distintas y hay muchas y todo el cine Golem (antes Alphaville) son puertas. En cuatro de ellas pone “Salida”. En ninguna pone "entrada". El cine está cerrado. Veo que pasan Shortbus a las 16.30 horas. Luego miro las fotos de Shortbus y las críticas de Shortbus. Me apetece. Entonces me doy la vuelta y recorro con la vista la calle Martín de los Heros. No hay absolutamente nadie. Todos los bares están cerrados. La nube gris sigue sobre mi cabeza. Hay un andamio enorme pegado a un edificio y cubierto con una malla verde. El viento ha desprendido un extremo de la malla verde y lo mueve pausadamente sobre el cielo de la calle. Me quedo mirando cómo se mueve durante treinta segundos.

Camino, con mi libro y mi cedé nuevo, en busca de un lugar donde comer. Todo está cerrado o lleno de gente. Un lugar llamado Cáscaras me tienta porque tiene libros por todas partes. Luego decido ir a Conde Duque. No encuentro un sitio que me guste. En la calle La Palma antes ponían pitas danesas en un bar llamado El Sueco. Está cerrado. El café La Palma se me presenta como único refugio. Está cerrado. Bajo hasta San Bernardo. Todo está cerrado. Por una bocacalle se me insinúa El Boña... No puedo comer en sitios cuyo nombre me recuerda la mierda. Sigo. Estoy de nuevo en la Gran Vía. Sigo. Estoy de nuevo en Plaza de España. Sigo. Nos estamos poniendo guapos. Sigo. El pasaje. Juegos secretos. Sigo. Martín de los Heros. Sigo. El viento agita la malla verde.

El café de las Estrellas parece abierto. Me asomo. No hay nadie, salvo la camarera, muy guapa, que me mira. Bajo el picaporte de la puerta y la puerta está cerrada.

Jo.

El bar de al lado sí está abierto. Entro, bajo los escalones. Es un bar húmedo, de mesas sudorosas y barra atestada de comida muerta. El dueño apenas me saluda y está la televisión muy alta. El telediario. Hablan de seis personas fallecidas en una “galería de agua”.

-Hola –yo.

-() –el dueño.

-Un café con leche, por favor.

Dejo mis cosas sobre una mesa. Miro la tele mientras me quito la cazadora. Me acerco a la barra y toco la taza con mi café con leche. Ni siquiera está templada. La llevo a la mesa y veo el telediario. Me pongo a leer.

Entra una señora. La veo bajar las escaleras. Tiene como cincuenta años.

Se acerca a la barra.

-Un café con leche, por favor.

El dueño se lo pone.

-Oiga, ¿sabe a qué hora abren los cines?

-No –dice el dueño-, yo sé a qué hora abro yo, no a qué hora abren los cines. Ni a veces a qué hora abro yo.

Reconozco que siento admiración por los hijos de puta. Siempre tienen frases cojonudas.

Dejé el café a la mitad. Pagué un euro diez.

Ahora doy vueltas a la manzana. Al enfilar por rutinarianésima vez la calle Princesa, veo a un hombre apoyado en la pared de la sala Heineken. Se está poniendo un zapato. Tiene una mano apoyada en la sala de conciertos y la otra en el empeine del zapato. Sobre el suelo, una bolsa de plástico con una caja cuadrangular dentro. A unos metros de él, hay cuatro personas de su edad. Lo miran. El señor acaba de encajarse el zapato, se agacha para recoger la bolsa, y avanza hacia sus amigos. Lleva un zapato de cada clase. Sus amigos se ríen. Yo me río. Les dejo atrás.

Cuando ya he dado cuatro vueltas a la manzana, me digo a mí mismo: ¡Ni una chica guapa en todo el día!

El cine Golem ya abrió. La taquillera me pregunta qué fila prefiero. Le digo que me da igual.

Entro en la sala dos. Ocupo mi asiento. Detrás de mí hay tres hombres que no paran de hablar. Luego sigue entrando gente y la gente no para de hablar. Sufro mucho mientras empiezan las películas en los cines.

Me entretengo constatando que el noventa por ciento de los espectadores son homosexuales. Creo que no le hago mal a nadie constatando.

Javier Cámara está en la fila cuatro, un poco a mi derecha.

La película empieza. Está bonito el arranque de la película porque sale Nueva York hecho en cartón de colores y la cámara se mete por las ventanas para ver cómo folla la gente. Luego se acaba lo del cartón y la película de carne y hueso es muy mala.

Salen muchas pollas. Son pollas grandes con dueño muy guapos. También hay una sexóloga asiática que se pasa toda la película metiéndose cosas por el coño.

Esta película gustó mucho en Cannes.

Odio al protagonista. No dejo de resoplar cada vez que sale su cara y cada vez que se filma con su cámara de vídeo porque se quiere suicidar y su novio no lo sabe. Luego sale la sexóloga que no deja de meterse cosas por el coño y me animo un poco. Pero enseguida el tipo que se quiere suicidar vuelve a las andadas. Llora que da asco. No dejo de mirar la hora en mi teléfono móvil.

La película se ha terminado con que todos son felices y encuentran el amor. Yo ya he dicho que es mala.

Salgo. Camino por Martín de los Heros. Debajo del andamio, que tiene un hueco para que pasen los peatones, hay un mendigo barbudo con un tetrabrick de Cumbres de Gredos al lado, abierto. Paso por Plaza de España. Empieza a llover. Me pongo la capucha de mi cazadora y me da mucha pena que se me moje Peter Sloterdijk. Trato de meter a Peter en la bolsa de la Fnac, pero no cabe.

Subo la Gran Vía. Paso por la plaza de Callao. En el cine de la plaza hay dos mendigos besándose. Bajo Preciados. En el Corte Inglés venden el último premio Nadal a 19 euros. Sol.

Llueve.

Hay un autobús para donar sangre. Pienso en donar un poco de sangre. No.
Plaza de Benavente. Espero mi autobús. No viene. Miro el teatro que hay enfrente. Digo en voz alta: “No me lo puedo creer”.

Lo cierto es que no sé cómo se llamaba el teatro antes. Ahora la palabra teatro aparece con diéresis sobre la A. Así: Teätro. Y es que el teatro se llama ahora: Teatro Häagen Dazs.

jueves, 8 de febrero de 2007

Rosquillas

(un e-mail)

el próximo post iba a ir sobre un par de fetiches y un par de
comportamientos compulsivos, uno de los cuales es el de andar por la calle pisando los blancos en los pasos de cebra y no pisando las rayas (dentro de lo posible, no rollo el tarado de mejor imposible, y no siempre, sólo cuando estoy obsesiva). me hizo gracia leértelo. y también lo del cumpleaños : el mío es mañana pero yo siempre he querido que fuese hoy. porque mañana nació mia farrow, que es una bruja neurótica y acabó como el rosario de la aurora con woody allen, y hoy nació james dean, que era un rebelde sin causa.


ayer me pillé trenes. estaba en la segunda mesa, la de supernovedades, y quedaban poquitos de un montón que antes debió ser más alto y fuerte. espero que se venda como rosquillas, aunque yo nunca he comprado ninguna.

(happy birthday)

lunes, 5 de febrero de 2007

Impalpable

La silla libre no tiene respaldo. Es una silla de oficina, con ruedas. Las ruedas siguen ahí pero el respaldo no; ni los brazos: sólo queda el arco de metal de los brazos, con una placa plana encima, llena de agujeros para los tornillos.
Alrededor de la mesa hay más sillas. En una está Marcia. Marcia lleva una corbata verde, muy ancha, con una escarapela de trapo en la punta. Tiene muchos vasos sobre la mesa. Los coge y los vuelve a dejar. Están vacíos. En otra silla está Askilsen. Fuma. En otra silla hay una mujer muy seria. Mira unos bollos que hay sobre una bandeja.
-Siéntate, A.
He dado la vuelta a la mesa. He visto una silla, de tijera, con respaldo rojo de plástico, al otro lado. Está debajo de un calentador. Pongo la mano sobre el calentador.
-Cuidado, que quema –la mujer seria.
Me he sentado. Noto sobre mi cabeza el calentador. Los calentadores son llamitas dentro de un cacharro de metal que de vez en cuando se multiplican en cientos de llamitas y hacen que el agua salga caliente. A menudo no explotan.
-Mira, A., hemos comprado bollos de chocolate sabiendo que venías.
-Gracias, pero...
-Coge, coge.
-...
La bandeja con los bollos. Sólo dos son de chocolate. Los otros dos son: una ensaimada diminuta y una napolitana diminuta. De crema. La bandeja es cuadrada pero para mí es romboidal.
-¿Puedo beber un vaso de agua? –yo.
Me he levantado. He vuelto a medir distancia con el calentador. Es muy grande. Luego me he acercado al fregadero y he cogido un vaso de cristal y lo he llenado hasta la mitad porque en realidad yo quiero tomar café. Un vaso de agua por la mitad no es un café; pero un vaso de agua hasta los topes no es un café nunca.
Me senté de nuevo.
-Coge, coge –Askilsen.
La bandeja con los bollos. Miro a mi derecha. Marcia, corbata verde, escarapela de trapo, tiene un batidor eléctrico en la mano, muy finito y con un muelle en arito en la punta. Le da a un botón y el arito se estremece. Lo introduce en el vaso. El vaso tiene un dedo de leche. Marcia centrifuga leche con bastante indolencia. No mira la leche.
-Qué, ¿no quieres un café? –suena el teléfono; la chica seria se va y ya no suena el teléfono. La chica seria no viene porque el teléfono callado es más interesante que yo, callado -¿Hay café, Askilsen?
Askilsen se levanta. Toma la cafetera y pone un poco de café en dos tacitas. Luego mete las tacitas en el microondas.
-Esta leche no hace espuma –Marcia.
-¿Tú quieres, café?
-Sí, anda. Si queda...
-Son bonitas las vistas por esa ventana –yo.
Por la ventana se ve la ropa tendida en el patio interior. El patio interior es estrecho y el cielo no se ve. La ropa tendida es: una camisa. Las mangas de la camisa no cuelgan. Se han quedado prendidas de la cuerda por los puños.
Askilsen me pone la taza sobre la mesa. Luego coge un cuchillo y parte medio bollo de chocolate y se come las dos partes del bollo de chocolate, primero una y luego otra. El cómputo de los bollos de chocolate que quedan es: uno. Marcia centrifuga leche.
-¡No hace espuma! ¡La leche de mi casa sí hace espuma!
-Perdona –yo-, ¿leche tenéis?
Marcia me alarga uno de los vasos con poca leche. Entonces empieza a centrifugar leche en otro vaso con poca leche. Yo me pongo leche de ese vaso.
-Perdona –yo-, ¿azúcar...?
Askilsen se levanta. Ya se ha comido todo el bollo de chocolate y sobre la bandeja queda un bollo de chocolate y una ensaimada pequeña y una napolita pequeña. De crema.
-Toma.
Askilsen pone junto a mi tacita de café con leche centrifugada un tarro de cristal panzudo. Tiene tapa y todo. Azúcar no.
-Perdona –yo-, aquí no hay azúcar.
Remuevo el tarro panzudo por ver si se despega del fondo un poco de azúcar. No se despega.
-Joder, Marcia, hay que comprar azúcar...
-Y leche que haga espuma –Marcia. Ha dejado el batidor y se ha puesto en pie. Marcia es pequeña y de Perú. Coge la ensaimada pequeña –Échate de aquí –me dice-, ponle este azúcar impalpable, verás qué bien.
-... –yo.
-Azúcar glassé –Askilsen-, en España se llama azúcar glassé.
Marcia ubica la ensaimada pequeña sobre mi taza pequeña de café. Me hace gracia que sólo el tarro del azúcar sin azúcar sea grande.
Marcia agita un poco la ensaimada y yo, de inmediato, retiro la taza.
-¿Qué haces? Se cayó todo... ¡No muevas la taza!
-Deja, deja... Me lo tomo si azúcar, es igual.
Marcia no me hace caso. Empieza a agitar la ensaimada sobre mi taza. Veo el azúcar caer sobre el café y flotar sobre el café como huevos de insecto. Miro a Marcia. Se ríe.
-Ya está.
Yo miro el polvo blanco sobre la superficie del café.
Cuando levanto la vista veo a Marcia echándome más polvos al café. Retiro la taza y los polvos caen sobre la mesa, cuerpo a cuerpo con el azúcar impalpable que ya cayó sobre la mesa.
-¡Qué haces!
-¿Qué me estás echando?
-Canela. Verás qué rico. Con canela. El café.
-No quiero canela.
-Que sí, A., es lo mejor que hay.
Marcia me echa polvos de lo mejor que hay sobre los polvos impalpables y el café con leche centrifugada. Se ríe mucho más todavía que antes, la peruana.
-Ya está.
Askilsen empieza a hablar de libros. Yo he metido la cuchara en la taza y remuevo pero nada se mezcla. La canela y el azúcar siguen en la superficie.
-¿Sigue siendo Eloy Tizón el mejor? –pregunta.
-Sí. No sé. En realidad... no sé.
La taza. Me llevo a los labios la taza. Bebo.
Marcia, con su corbata verde, me mira. Está batiendo otra vez la leche. Askilsen, que se ha comido un bollo de chocolate, me mira.
Tengo el calentador sobre mi cabeza, un calentador grande.
Suena el teléfono.
-¿No tenéis que seguir trabajando? –pregunto.
-Para nosotros esto es trabajar –dicen.