jueves, 14 de enero de 2010

35 en punto

Cuando tenía 32 años me di cuenta de que no había estado atento: habían pasado los años como ejercicios de matemáticas en una pizarra. No es 24, es 26; no es 28, es 31. La clase continuaba con normalidad.

Con el 32 en el encerado vi que la edad no se escribe con tiza, sino con sangre. El 32 era rojo, dominical, día de fiesta para pensar un poco la vida. No sé por qué 32.

Me vi viejo, mayor. De pronto comprendí los años que había vivido desde la última vez que comprendí los años que había vivido. Creo que con 16 o 17 supe que iba a morir, no como los malos en las películas, sino como las películas mismas en mi memoria, como el perro de la casa y las abuelas. Supe que iba a morir con pavor. Estaba tumbado en la cama, miraba el techo y me dije: voy a morir. Pavor.

Luego seguí viviendo.

Como si nada. No es 16, es 22.

Con 23 años, quizá por acabar la carrera, también me di cuenta de que había vivido. La facultad, ese infierno, quedaba atrás; el trabajo, ese infierno, quedaba delante. Puse un pie en un infierno nuevo.

Con 32 me dio duro: me di cuenta de mi edad al darme cuenta de que personas con diez años menos eran iguales a mí. Mismas pretensiones, mismos problemas, misma copa en el bar y mismas chicas con las que follar. Dice un amigo que todas las ideas las tiene uno antes de los 30, y que luego se vive de ese almacén de provisiones intelectuales. Yo voy más allá: todo lo aprende uno en ese periodo, todo lo funde uno en ese periodo, toda tu aportación al mundo la haces con 20 años. Después no aportas nada, y te conviertes en un pelmazo.

Tener 32 (y no sé por qué 32 y no 33 o 30) fue asumir que no eres el último en llegar, el más joven de la empresa o el más joven del catálogo de una editorial. Ni el más joven de la filmoteca. Ni el más joven del autobús. Percibir esto es como percibirse rodeado: creías ir a dar caza pero de pronto te sientes tú la presa. El mundo no se acababa contigo, sino que acabará sin ti en un nuevo comienzo de los que aún no acabaron de nacer.

Comprendí entonces, 32, que mi vida iba a ser de digestiones bruscas. Que algunos números de la pizarra saldrían en sangre, que no en tiza, rojos de desasosiego. Quizá con 39 vuelva a pasarme; con 45. Con 78. Me daré cuenta, de pronto, de que pasó el tiempo.

Hoy cumplo 35 años, número de tiza, en la metáfora escolar. No me dice nada 35, 35 años. Nada. La tiza es tonta.

Sin embargo sé que me atragantaré de tiza dentro de unos años, si antes no me atraganto de tierra. Morir.

Porque morir, ese fin de curso, esa última lección, dejará un número temblando en la pizarra, quiza trazado en ceniza. Siendo optimistas, 89, por ejemplo.

Nadie me avisará de que no habrá 90 ni 120, moriré con 89, siendo, sí, optimistas; y si pude darme cuenta de lo que pasó a los 16, a los 23 y a los 32; y si pude darme cuenta de lo que pasó a, estimemos, a los 39, a los 51 y a los 68 (el tiempo pasó, a trompicones soy otro) y si mientras, a los 11, 35, 43, 67, no me enteré de nada por la inopia de la tiza, me pregunto para cuando muera, 89, si alguna vez me enteraré de que he muerto, si hay un momento en el que lo sabes, allá en la muerte, una oportunidad de digerirlo, y si es también un número, y cuál, más o menos, raíz cuadrada de qué otro número o cadáver, solución de qué infinito, cero patatero o máximo exponente, y si no me convendría por una vez suspender las matemáticas.