martes, 11 de agosto de 2009

El talento de los demás, en Maestros Antiguos


“El genio no es elegirse genial y acertar; el genio es elegirse genial y posar

El talento de los demás consiste en eso, en acertar y posar. Alberto Olmos acierta y posa con cada frase: se atusa el pelo para quedar mono en la foto después de cada frase. Uno de sus personajes dice que desprecia a todos aquellos que hablan como pidiendo que alguien coja un magnetófono y grabe cada frase que sale por su boca. Eso hace Alberto Olmos. Le está pidiendo al lector que subraye cinco frases de cada párrafo. Ojo, no juzguéis demasiado pronto: ¿qué pretende ser una novela sino una sucesión de aciertos del novelista grabados en un magnetófono? Nadie ha dicho que posar sea malo. Posar es hacer literatura y puedes posar mejor o peor. No se trata de que se note más o menos (Carver posa que te cagas, a Lezama Lima se le nota a la legua), sino de la calidad de tu pose. Y la pose de Alberto Olmos tiene calidad, que es algo así como conseguir que tus palabras sean las únicas posibles en ese momento.

Así, salvando el comienzo, con el que Olmos parece pretender que le elogiemos la cantidad de palabras raras que conoce (¿estajanovista?, ¿sanedrín?, ¿fámulos?, y, sobre todo, ¿qué pasa después de las cuarenta primeras páginas?, yo que me había acostumbrado a tener que poner la RAE online cada dos páginas, ¿no hay más, o de repente me he vuelto muy listo?), el libro se agiliza y te envuelve en una sucesión de aciertos sobre el talento, de personajes sin talento, de personajes convencidos de que no tienen talento y de personajes que no pueden poner en práctica su talento porque están demasiado ocupados intentando creerse todo el talento que dicen poseer. Hay cinismo, hay lucidez y hay sexo, que parecen ser los pilares de Alberto Olmos y que, por supuesto, son unos pilares de puta madre porque todos nos identificamos con esos pilares actualizados al siglo XXI.

Pero lo más importante, para mí, de lo que me está diciendo Alberto Olmos (o de lo que yo estoy entendiendo, sea lo que sea lo que él, o alguno de sus personajes, me esté intentando contar) es encontrar en El talento de los demás, una posibilidad, una puerta abierta, apenas un resquicio por el que entra una mísera línea de luz entre las ruinas de todo lo que Alberto Olmos (y es algo que siempre se agradece) destruye: las ínfulas de pacotilla, la falsedad del talento, los progres comprometidos con la guitarra al hombro y los niños de papá con el dinero al hombro, las poetisas, los novelistas, los cantantes, los cineastas, los diseñadores de moda, las hordas empeñadas en triunfar sobre los demás, en hacerse un hueco a machetazos, en ser el último superviviente del batallón, el que lo contará, el que lo cantará, el que lo poetizará, el que lo diseñará cuando el resto haya muerto, cuando haya masacrado al resto para poder lucir el traje de genio en el funeral multitudinario. Entre todos estos individuos llenos de palabras, llenos de talento, hay una frase que, medio escondida, se convierte en el santo y seña del protagonista, aquel que, sin saberlo, solo compite contra sí mismo, solo trata de superarse, es decir, de odiarse a sí mismo. Todo su tormento, junto con esa frase, nos está diciendo algo que ninguno de los otros es capaz de vislumbrar entre tanto sueño de grandeza: el talento es frenético, cruel y, sobre todo irracional. “tener talento es lo mismo que estar en primera línea: te dan un par de medallas y luego te devuelven a tu casa hecho pedazos”. A Mario Sut se le escapan, como si alguien se la hubiese introducido en el cerebro, estas palabras:

“ganar sobre todo cuando es imposible”
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Gracias.
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