lunes, 7 de marzo de 2011

Sin romanticismos, por favor

Me agrada hablar con gente más joven que yo porque están bonitamente equivocados, inmersos en un error de estirpe idealista que pueden permitirse, como uno también se lo permitió, mientras la vida no despliegue ante ellos la baraja de lo real, los naipes posibles, el juego de verdad.

Uno de estos errores pude apreciarlo (o creí apreciarlo y considerarlo erróneo: sin soberbia, por favor, Alberto) en una charla reciente con mi amiga I., de 25 años de edad. Me echaba en cara mi joven amiga la excesiva presencia que en mis reflexiones sobre literatura tenía últimamente el dinero y, en general, elementos de todo tipo que se apartaban de la más pura pasión literaria. I. no asumía, no comprendía, no toleraba que dentro de las intenciones creativas de un escritor pudieran colarse en ningún momento cálculos espurios como el número de ejemplares vendidos, las críticas recibidas, el dinero recibido, lo que otros autores estaban publicando en ese mismo momento, por no hablar de: la existencia de editores, correctores, jefes de prensa, periodistas culturales, presentaciones de libros; para acabar en los barros del márketing, los booktrailers y la foto de la solapa.

Mi amiga I se quedó especialmente escandalizada ante el hecho de que yo, como tantos otros autores (según le dije), utilizara Google Alerts, servicio, como es sabido, que te envía un mail cada vez que tu nombre aparece citado en algún texto de nuevo cuño publicado on line, ya sea en un periódico digital o en un blog.

"¡Estáis enfermos!", fue que dijo.

El origen de este pasmo poético es fácil de localizar: se encuentra en la pasión por la literatura que a todos nos dio impulso primero, y en el manoseo, tan infinito como incapaz de desgaste, de una serie de iconos de las letras que a todos, como digo, nos sirvieron en su día de referencia.

Básicamente, son tres: Franz Kafka, Fernando Pessoa y César Vallejo.

Mi amiga I. apelaba a este último con furor, pero nos valen los tres para hilvanar la preguntadera recriminatoria pertinente: ¿te imaginas a Vallejo yendo a una presentación, te imaginas a Kafka ganando un premio, te imaginas a Pessoa pidiendo un spot?; ¿te imaginas a Pessoa tocando la batería como Agustín Fernández Mallo, a Kafka haciendo jamsessions de escritura como Patricio Pron, a Vallejo avisándote por mail de su nuevo proyecto de revista, como Jorge Carrión?

El problema, en este tramo en concreto de la reflexión, no es otro que el de conceder a Kafka, Pessoa o Vallejo una santidad que, irónicamente, procede de despojar a la leyenda de su condición de márketing primitivo, pues, a fin de cuentas, Kafka y Pessoa y Vallejo son marcas comerciales de facetas idénticas a Apple, Ikea o Absolut Vodka. Es decir: tienen prestigio, otorgan distinción y no exigen valoración propia.

Decir Kafka, simplemente, llena toda la conversación, y no es necesario ni haberlo leído, o no todo, ni mucho menos haberlo pensado. Entendemos Kafka como divisa de pureza... desde que nos enseñaron (¿quién?, ¿dónde?) que era divisa de pureza. Como nos enseñaron que Pessoa no publicó casi nada en vida, y que Vallejo sufría versos y veía llover sobre París así luciera un sol espléndido.

No eran humanos, en definitiva.

Sin embargo, hay que asumir en primer lugar que Kafka no tuvo nunca oportunidad de subir un vídeo a Youtube, ni de conceder o no una entrevista a MarieClaire.... Les ahorro los miles de ejemplos más que se me ocurren. Porque, además, tampoco parece que haya nadie en los alrededores del presente que pueda decir: yo he tomado un café con Kafka.

Nadie.

Ni con Pessoa ni con César Vallejo.

De modo que nadie puede ir con el cuento de que uno de estos autores ha mostrado la más desesperada de las envidias porque no ha salido en el número de Granta, o porque nunca lo sacan en Babelia. Su posible mezquindad (en cualquier grado, y siempre humana) nos es tan ajena que presumimos, cuando jóvenes, que no salían de su habitación, donde, salvo ligeras colaciones, no dedicaban su tiempo a otra cosa que escribir en éxtasis místico palabras inmortales.

La realidad, sin embargo, y a pesar de la dificultad, es todavía rastreable. En el fabuloso volumen Cuando Kafka vino hacia mí, se recoge la siguiente confesión postal de Franz (tan humano): “Donde André se han vendido once ejemplares. Diez los he comprado yo mismo. Me gustaría saber quién tiene el undécimo.”

Pregunta: ¿te imaginas a Franz Kafka yendo a la librería a ver cuántos libros suyos se han vendido y a comprar él mismo diez ejemplares?

En este mismo volumen, uno de los convocados a dar testimonio de su experiencia Kafka afirma: “Le daba mucha importancia al hecho de ir bien vestido.”

Pregunta: ¿te imaginas a Franz Kafka dándole importancia al modo de vestir?

Por no hablar de su pertenencia a la tertulia que se celebraba en la Farmacia de Berta Fanta (a veces acudía Albert Einstein) y de su trato habitual con autores de singular estatus, como Franz Werfel.

A estos deslucimientos de la visión mitificada de Kafka, podemos sumar otros relativos a Pessoa, que tuve ocasión de conocer en una reciente visita a Salamanca de boca y sabiduría de un estudiante portugués allí radicado. Sus palabras me dejaron muy sorprendido. Parece ser que Pessoa, entre lo mucho que dejó escrito, dejó un diario tremendamente malicioso, donde quedaba patente su estrategia delirante de convertirse (palabras textuales; planes textuales) en el mejor poeta de la Historia de Portugal después de Camoes (siglo XVI).

Pregunta: ¿te imaginas a Pessoa no escribiendo por amor al arte literario sino con la intención expresa de llegar a ocupar el puesto de mejor poeta de su país en los últimos cuatro siglos? ¿Se puede escribir así buena poesía? ¡Horror!

Dado que escribo este texto a primera sangre, sin fondear durante meses en las bibliotecas y los estudios precedentes, me vienen de memoria otros ejemplos que, en su día, dieron con mi propio romanticismo por los suelos. Uno es el de José Donoso. En su libro memorístico Historia personal del boom, declara con honestidad (ahora sí admirable) que, antes de ponerse con la que a buen seguro es su mejor novela, El obsceno pájaro de la noche, se debatía en un sinvivir de envidia por lo que, ya mismo, habían logrado Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez; o sea, grandes éxitos. Así que toca preguntar: ¿puede uno escribir su mejor libro si está pensando en que Vargas Llosa ha tocado la gloria con La ciudad y los perros y García Márquez el cielo con Cien años de soledad?

Pues parece que sí.

También recuerdo, porque la tengo reciente, la lectura fatal de la Correspondencia de Delibes, donde se da cuenta de la pasión de mi coterráneo por las ventas ajenas, los premios posibles, las librerías donde tienen o no sus libros y los adelantos que su pureza narrativa merece.

Mención rauda para Juan Goytisolo, que, en Reinos de Taifas, aclara cómo consiguió que Jean Paul Sartre retirara un prólogo de un libro de Fernando Arrabal, prólogo que a Goytisolo le daba mucha envidia. Lo hizo, en resumen, dando a entender a Sartre que Arrabal no era suficientemente rojo.

La lista, como es obvio (lista de debilidades, de máculas, de cutrez), podría hacerse muy larga: Galdós escribiendo un episodio nacional cada tres meses, como un oficinista en nómina, etcétera.

Me pregunto, y por eso escribo, para ver si me aclaro, cuál es el dilema aquí. Me pregunto por ejemplo por qué Arthur Schnitzler, contemporáneo de Kafka, no sólo no goza de su reconocimiento y posteridad (esto no es exactamente lo que me pregunto) sino (a esto voy) de su halo. ¿Nadie se ha preocupado de pintar a Schniztler como un monje de las letras, o es él mismo el que no se preocupó de dejar perfectamente dispuestas para las generaciones venideras pistas de su pureza?

¿Pensamos en Kafka o Pessoa como los autores que fueron, los autores que nos han dicho que fueron o los autores que ellos mismos quisieron que pensáramos que fueron?

El problema, a mi juicio, está en el absoluto desconocimiento de los motores del hecho literario y, más aún, en la asunción del "escritor" como un alma ajena a la deriva del ciudadano que la aloja. Lo que mi joven amiga no puede ver (considero) es que un autor en marcha está todo el tiempo tratando de no verse a sí mismo en un callejón sin salida, dado que, como decía Norman Mailer, "todo" puede acabar con el talento de un autor (y citaba): el éxito, el fracaso, el matrimonio, el alcohol, la pereza, la soberbia, la envidia... Todo.

Aunque a menudo los autores mismos no lo vean, no es igual publicar en una editorial pequeña que en una editorial multinacional, recibir adelantos de mil euros que ganar 360.000 en un premio, vender 304 ejemplares o vender 500.000. No es igual para la escritura. El autor tiene que escribir a partir de ese hecho en su contra, dado que todos los sucesos están en contra de esa pasión primera por la literatura, y puesto que no pueden obviarse, negarse, ignorarse, uno se ve obligado a gestionarlos continuamente y a incorporarlos a su trabajo.

Lo afirmaba Enrique Vila-Matas en un pasado encuentro en León, tanto pública como privadamente: lo mejor de ser joven autor es que dispones de libertad para escribir lo que quieras. Aquí volvemos a la pregunta escandalizada: ¿es que Enrique Vila-Matas no escribe exactamente lo que quiere? ¡Qué decepción! ¡Qué sacrilegio! Pensémoslo de otro modo: ¿es que Enrique Vila-Matas puede querer querer escribir una novela histórica, un folletín, una novela negra, un novela pornográfica y obscena o un libro de recetas de cocina japonesa? Respuesta: no puede querer querer eso. Su campo de acción se va limitando según se va haciendo dueño de él; ocupar una posición es estar siempre repasando su perímetro, es decir, sus límites.

Dicho de otro modo: salvo que nada sea publicado, la obra completa de un autor se configura como reacción a las obras que han ido publicándose (las suyas propias), y a todo (o nada) lo que han generado. Yo he escrito mi próxima novela como solución a una trayectoria, no como pieza verbal sacrosanta aislada del mundo. La necesidad artística "pura" pasa a ser, cuando uno mismo es su propio precedente (y no Kafka), simple supervivencia de la vocación, que ya no puede seguir líneas rectas, sino modularse en función del entorno.

En este contexto, tan delicado, es donde debería señalarse el mérito, pues el modo en el que un autor hace avanzar su obra refleja su mayor o menor compromiso (ahora sí) romántico con la literatura, que, como cualquier otro oficio, está sujeta a servidumbres y tentaciones y corrupción, y donde la pureza no es escribir para el mito ni escribir desde la modestia (siempre falsa) o la honestidad (autoengaño), sino escribir para dar testimonio de resistencia.

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Tiempo: 2,5 horas.
Fumados: 9 cigarrillos.