martes, 7 de diciembre de 2010

34 historias mexicanas

Espiando a Juan José Millás

Alb acudió al aeropuerto de Barajas como dicen los taxistas de Nueva York que acuden los ancianos: con tres horas de anticipación. Enseguida guardó cola frente al mostrador de Aeroméxico y fue empujando su maleta y su paciencia a razón de una baldosa cada diez minutos. Escuchaba música en su iPod. Tras cuarenta minutos siendo dial humano sobre una frecuencia FM de viajeros sobrecargados, observó avanzar por su derecha, limpia y señorialmente, al escritor Juan José Millás. El célebre autor hizo puerto de inmediato contra el mostrador de Primera Clase, donde tramitó su vuelo y facturó su equipaje. Alb sonrió complacido. Si hay algo que le pone a Alb es ver el lujo disfrutado sin prejuicios políticos, con alegría.

Ya en el avión, Alb vino a ser sentado en la primera fila de la clase turista, posición que le permitía observar las últimas filas de la Primera Clase. Ahí estaba, en un asiento de pasillo, Juan José Millás. No tardó mucho en echarse su mantita. Sacó un libro de tapas negras, de grosor inaudito, y se dio a su lectura, ya mediada.

Alb, entre Knight and Day, Tetris y Tindersticks, echaba cada tanto una mirada a Juan José Millás, que siempre estaba leyendo. El vuelo duraba, en su primera etapa, doce horas. Y las doce horas se las pasó Juanjo leyendo aquel grosor, aquella espesura, aquel kilogramo y pico de palabras.

Alb pensó, complacido en su cinismo, que si él no había sido capaz de aguantar su propia intención lectora más allá de los 20 minutos, bien ganado se tenía volar en clase turista, y bien difícil tenía volar alguna vez en Primera Clase.

Así no voy a ningún lado, fue que dijo.

Días después, en la feria del libro de Guadalajara, Alb pudo observar a Juan José Millás detrás de una elegante mesa, sentado con cierta aplicación sobre un taburete metálico, recibiendo una por una a las numerosas (pero sin exagerar) personas que hacían cola para que les firmara su última obra, su primera obra, cualquiera de sus numerosas (sin exagerar) obras.

Y Alb pensó que Juan José Millás era un señor que sabía situarse siempre en el sitio más ventajoso de cualquier cola.


Nivel 9

Alb habia leído otros veinte minutos de El abrecartas, novela última de Vicente Molina Foix. Le gustaba mucho, pero no era capaz de leer más allá de esos veinte minutos. Enseguida se daba al Tetris.

El Tetris en el avión es igual que el Tetris terrestre: va cada vez más rápido. Las piezas geométricas, de diversos colores, aparecen aleatoriamente y caen en línea recta, y uno ha de tratar de que formen horizontes impecables como dentaduras.

Alb no pasaba del nivel 9, momento en el que las piezas del Tetris superaban todas las normativas sobre gravedad y atracción de materiales y se le aburruñaban en extrañas torres desquiciadas. Y perdía la partida.

Empezaba otra vez de inmediato. Había hecho 28.000 puntos pero quería hacer más. Estaba seguro de que llegaría al nivel 10 y podría afrontar el resto de su vida con una gran confianza en sí mismo.

La pieza que más le gustaba era el cuadrado.


Aterrizaje

Alb desembarcó en Guadalajara, despues de 17 horas de atisbar nubes y fronteras. Habían volado a lo largo de la costa Estadounidense, en una abombada parábola incompresible para un castellano, que siempre va en línea recta de un punto a otro.

Pero el globo terrestre, aparte de ser un globo, es sabido, no es castellano.

La larga travesía, o el periplo largo, o la odiosa odisea, había dejado a Alb exhausto de no hacer nada, agotado de tanto estar quieto, dolorido de usarse como mercancía en tránsito.

Quería fumar. Básicamente, fumar era lo único que quería. Fumar deportivamente en cuanto le fuera posible, para entenderse de nuevo como hombre libre, atleta de nicotina y actante principal de la trama.

Pudo hacerlo a la salida del aeropuerto, mientras la organización reconocía a los visitantes, a los que Alb no conocía, y metía sus maletas en un furgón, y sus cuerpos, uno a uno, en un autobús de tamaño mediano.

Al lado del cenicero, con el humo alicuotamente distribuido entre sus dos pulmones alquitranados, Alb pensó que lo primero que hacía en cada país que visitaba, ya fuera viajando en avión, ya en tren, ya en autobús, era, de forma similar a aquel Papa que besaba el suelo, pervertir inmediatamente el aire, mezclarlo con lo peor que llevaba en los bolsillos, y exhalar la parte más contaminada de su cuerpo.

Siempre.


Pequeña jefa apache

Alb se sentó en uno de los asientos situados hacia la mitad del autobús. Circularon hacia el hotel. Era de noche. Junto al conductor, mirando hacia ellos, viajaba de pie una mujer menuda. Tenía la piel tostada, una acreditación colgando del cuello, unos papeles en una mano. Con la otra se sujetaba a una barra de aluminio.

La mujer menuda era la mandarina de la organización, la que contaba las cabezas (una, dos, tres...), la que conocía todos los nombres.

Empezó a pronunciarlos.

Unos dijeron presente: los más viejos. Otros dijeron yo: las mujeres. Alb se limitó a levantar la mano. Recibió una bolsa de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, roja, con folletos y papeles y pins y bolígrafos dentro. También recibió el "gafete", acreditación para entrar en la FIL, que llevaba inscrito su nombre y la categoría profesional; en su caso, PARTICIPANTE.

Alb verá mucho a la pequeña jefa apache durantes estos seis o siete días. La pequeña jefa apache estará siempre en la puerta del hotel, hablando con los conductores de autobús o furgoneta que llevan a los PARTICIPANTES a la feria, corriendo luego a su despacho a seguir poniendo las cosas en su sitio, menuda y nerviosa, eléctrica de excel, mandando en dos de cada tres palabras que pronuncia.

Alb visitará cada día el área de trabajo de la Organización: allí está el acceso gratuito a internet. Cada mañana, y un poquito por las tardes, se sentará en una butaca y mirará su correo, las noticias, las caras y biografías de gente a la que habrá conocido durante el transcurso de la jornada. Y, casi siempre, encontrará allí, en la salita vecina, a la pequeña jefa apache, sentada a una mesa circular, con varias compañeras, todas tecleantes y con brillos de pantalla de ordenador en las pupilas.

Por ello, seguirá la evolución de sus vestidos, que no serán vestidos sino siempre pantalones. La diminuta mandarina lleva vaqueros, telas, colores y cintas en las piernas: tiene un guardarropa interminable. A veces, para hacer honor, o hacer fraguar, su futuro mote (pequeña jefa apache) la organizatriz se sentará a lo indio sobre su silla: es tan pequeña que puede cruzar las piernas dentro de un envase de donuts.

La pequeña jefa apache aparecerá todas las mañanas con el pelo húmedo.

La pequeña jefa apache tomará cocacolas.

La pequeña jefa apache le dejará un bolígrafo a Alb; un bic.

A estas alturas, resultará obvio que Alb estaría dispuesto a mantener relaciones sexuales con la pequeña jefa apache (lo que en primera persona se dice: follar), y más cuando la oye dar este discurso a sus subordinados: “No perdéis de vista al invitado, ¡nunca! Lo lleváis a la charla, lo metéis dentro, os tragáis la charla hasta el final, lo agarráis y lo traéis de vuelta al hotel. Sois como sus guardaespaldas, siempre pegados a ellos.”

El último día, la pequeña jefa apache dirá adiós al conjunto de los invitados desde la puerta del autobús. Dirá: Fue un placer enorme conocerlos a todos, hasta la próxima.

Se llamaba Erika.


Una mujer rebelde defiende a su hombre hasta el final

Después de dormir el domingo, Alb se levantó dispuesto a conocer la ciudad. Cogió un taxi y fue al centro.

El taxista le cobró 80 pesos.

Guadalajara, su cogollito, le pareció a Alb muy sudamericana. Y poco más. Alb se sentía dentro de su propia imagen de Latinoamérica, formada a base de documentales vistos mientras se hace zapping, reportajes de El País Semanal y películas de John Sayles. Alb, insatisfecho, echó a correr por las calles y dobló con determinación algunas esquinas, pero siguió sintiéndose, allá en Latinoamérica, dentro de su propia imagen preconcebida de Latinoamérica. La vida era como la televisión, pero contigo dentro.

Concluyó que el turismo no era su fuerte, y entró a un bar.

El bar tenía puertas volanderas, como las cocinas y los westerns, y era sórdido con contundencia. Se sentó y pidió una cerveza Victoria.

Una jukebox de nueva generación ametrallaba canciones románticas. Todas hablaban de amores imposibles o amores indestructibles. La camarera que lo atendía era bajita y fea y llevaba encajados en el escote un móvil y un mechero. Se movía por el bar cantando cualquier canción que en ese momento saliera de la jukebox, que ella misma manipulaba entre servicio y servicio.

Una decía, y Alb anotó mentalmente la frase: Una mujer rebelde defiende a su hombre hasta el final. Al parecer, la canción iba de una mujer enamorada de un desgraciado, lo que quiere decir que no tenía un duro, asunto que provocaba venenosos bisbiseos en su entorno familiar.

El bar, observó Alb, estaba exactamente lleno de desgraciados. Había, los contó con la punta de la lengua, siete desgraciados mexicanos bebiendo solos en mesas de caña trenzada y tablero desgastado. Nadie hablaba y había murales en las paredes, terriblemente similares a los ya vistos en alguna revista alguna vez. Había que beber otra cerveza.

La camarera enana y fea y con un móvil y un mechero coronando sus pechos planos se la trajo. También le trajo, como antes, unas cortezas esponjosas y un botecito rojo con salsa picante. Esta vez le dirigió la palabra. Dijo:

-¿Me vendes un cigarrillo?

Alb fumaba LM light en paquete blando, que es el tabaco más barato que existe en Madrid. Le dio uno, y agitó la mano en señal de no ir a aceptar ningún dinero a cambio.

Luego, cuando pagó, no dejó propina.

Alb nunca deja propina.


LM Light en paquete blando

Alb fumó mucho a las puertas del hotel. Fumaba nada más salir del hotel y fumaba justo antes de entrar al hotel. Había dos papeleras allí, con ceniceros en la cima.

Un día, Alb vio a un trabajador del hotel, uno de piel notablemente más oscura que el resto, salir un momento al lugar donde él estaba fumando. Se acercó a la otra papelera y, con las manos, fue retirando una a una todas las colillas ensartadas en la gravilla del cenicero. Las tiró en la propia papelera.

Después hizo lo mismo con el cenicero que estaba utilizando Alb. Y se fue.

Alb terminó de fumar. Había tirado la ceniza de sus últimas caladas al suelo, mientras el muchacho retiraba todas las colillas del segundo cenicero.

Pensó entonces en apagar el cigarrillo y tirar la colilla en la papelera, dado que era allí donde finalmente iría a parar de todos modos.

Sin embargo, acabó inaugurando la gravilla del cenicero con su LM Light en paquete blando, porque ese era el orden del mundo.


5-0

Alb es del Barcelona.

En Guadalajara oyó la pregunta: ¿a qué equipo le vas?

Alb le va al Barcelona.


Neuman

Alb tomó notas en un cuaderno durante toda su estancia. Era un cuaderno comprado en el chino de su barrio, tenía un dibujo de spiderman en la portada.

Alb pensó dos veces (2) en el libro de Andrés Neuman Cómo viajar sin ver. No por nada en especial; pero sí dos veces.

Alb rellenó durante su estancia en México cinco páginas y media de su cuaderno.

Le sobraron noventa y cuatro páginas y media.

Cuadriculadas.


El plano y el territorio

Alb acudió por primera vez a la feria andando. Estaba a media hora de su hotel. El camino se iniciaba en el lado derecho de una avenida con mucho tráfico; enseguida había que cruzar al otro lado, para ello se utilizaba un paso elevado, blanco y metálico.

Después se seguía un poco, hasta dar con un monumento a Pablo Neruda. Se doblaba a la izquierda, y se avanzaba todo recto por la Avenida Rosales hasta la Feria Internacional del Libro.

Era tan fácil, que Alb fue todos los días a pie a la feria, y volvió todos los días a pie de la feria; menos uno (coming soon).

¿Cómo era la feria? Si atendemos al plano, era grande, tenía dos partes, una nacional y otra internacional, en la nacional estaban las editoriales mexicanas y españolas, muchas con stands gigantescos, palaciegos, audiovisuales; en la internacional estaban pequeños sellos, delegaciones estatales, en stands diminutos o grandes pero modestos, rasos, anodinos, provincianos.

Seguimos el plano: la feria tenía dos cafeterías, una en el interior, sin paredes, abierta al paso de profesionales y público, y otra en la terraza, a la sombra del hotel Hilton; y a la de numerosas sombrillas que los camareros movían con diligencia, evitando males mayores en el blanquito europeo.

Finalmente, había varias salas de conferencias, con nombres de eximios escritores mexicanos. Juan José Arreola, verbigracia.

¿Cómo era la feria para Alb? Una concatenación de detalles malintencionados, un crucigrama abierto a respuestas libres; una lectura torticera.

Alb vio a dos operarios de rodillas; los vio de rodillas siempre muchas veces. Pegaban con cinta adhesiva las esquinas de la moqueta al suelo, todos los días, a lo largo de X mil metros cuadrados de moqueta, Sísifos del suelo.

Alb vio a un muchacho con un recogedor. El recogedor lo componía un palo de cepillo y un bidón de aceite, cortado al bies. Cada bidón daba para dos recogedores.

Eso era la feria para Alb.


Lo que no vio nunca Alb en toda su estancia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México)

A alguien leyendo.


Lo que pasó en la primera intervención de Alb en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México)

La pequeña jefa apache ordenó dejar una nota en la habitación de Alb. Una nota oficial, ay. Decía: que esté usted en el hall del hotel a las 18.30 horas para llevarlo a su charla. También lo llamaron por teléfono (dos veces) para (ay) que estuviera en dicho hall a dicha hora.

Estuvo. Alb es puntual; infinitamente puntual.

La charla se desarrollaba en una sala denominada Vinoteca, sala perteneciente al enorme stand-complejo de Castilla y León, invitada de Honor de la Feria. Iba sobre Segovia y Ávila. Alb es de Segovia.

Así que tenía que hablar sobre Segovia.

Pero Alb no tenía mucha idea de Segovia, ni de lo que se supone que una persona ha de decir sobre Segovia por haber nacido en Segovia en una Feria del Libro. Fue y dijo: que Segovia no aparecía en sus libros, y que estaba difícil que apareciera. No por nada, pero así eran las cosas.

Este discurso, notó Alb, no resultó especialmente simpático para el público asistente, ni para el otro participante, que amaba Ávila y veía entre Ávila y su obra una relación amniótica.

Alb celebró esta amniosis, pero perseveró en su descastamiento hasta los límites de su honestidad intelectual y de sus buenas maneras de contertulio. Creyó haber sido bastante ecuánime en su exposición, evitando la bilis habitual que, en ocasiones precedentes (Valladolid, 2007), hizo a algunos asistentes señalarlo con el dedo y augurarle un futuro funesto.

Pero así y todo, Alb notó que no iba a ser elegido “empleado del mes” por Castilla y León, y que su nombre bajaba enteros en el pool de los seleccionados y lo llamados y los premiados en su tierra por comportarse como un escritor, y no como un funcionario.

Antes de la charla, se sirvió un vino.


Mondadori

Aurelio Major le hizo llegar a Alb una invitación para la fiesta de Mondadori. Se celebraba en el Hilton, en un patio interior.

Alb siente mucho interés por Aurelio Major, y hay veces en que traza mentalmente su retrato para utilizarlo posteriormente en una novela de espías. Aurelio Major suele tener muchas respuestas.

Alb: Aurelio Major, ¿quién coño va a ganar el Tusquets este año?
Aurelio Major: Estoy investigándolo.

Pero no todas, no; Aurelio Major no tiene todas las respuestas, Alb.

Aurelio Major: Alb, si quieres te presento a X. O mejor no. No es un escritor, es un funcionario.

Cualquier persona a la que Alb le roba una frase, mola.


Pero sigo siendo el Reig (parte primera)

Alb deambulaba, al día siguiente, por la feria. Se encontró con Valerie Miles y la acompañó hasta el stand que buscaba, que era de revistas.

A Alb Valerie Miles le ha acabado pareciendo muy sexy. Por eso sólo habla con ella de dinero.

Alb: Valerie Miles, ¿cuánto pido por mi próxima novela?
Valerie Miles: [una cantidad exorbitada]
Alb: [se ríe]
Valerie Miles: [repite la cantidad exorbitada]
Alb: [sin palabras]

Alb tiene otra pregunta para Valerie Miles. Alb es tímido o retraído o asocial, de modo que no suele estar en la pomada de su sector (literario). Sin embargo, pregunta mucho en cuanto tiene ocasión. Es una especie de patoso con momentos de Nureyev.

Alb: Valerie Miles, ¿quién ha ganado el Premio Internacional de Novela Tusquets Editores?
Valerie: Rafael Reig.
Alb: ¡No me jodas! ¡Qué hijo de la gran puta!

Alb lleva un tiempo sin ver a Rafael Reig. Esto es largo de explicar, por lo que supongamos que Valerie Miles y Alb se han despedido, y que Alb camina hacia la terraza de la FIL, para pensar sus cosas.

Y piensa: que lleva algunos meses sin ver a Rafael Reig. Que le pasa a menudo que, cuando lleva algunos meses sin ver a alguien, empieza a maliciar que ese alguien lo evita; luego empieza a sospechar que lo evita; luego empieza a cerciorarse de que lo evita. Así que me evita, el hijo de puta.

Y piensa: que la puntilla es un mail no contestado. Que ese mail no contestado sirve de prueba A de la acusación y cimiento de todas las amistades desunidas. Alb es un experto en dos cosas: inventarse enemigos imaginarios e imaginarse amigos inventados.

A pesar de que en ese momento, Rafael Reig le parece una invención personal como amigo, y de que este premio lo vuelve en cierto sentido menos frecuentable, Alb escribe un SMS a Rafael Reig en el que le dice: Felicidades desde Guadalajara, ahora sí que va a ser difícil verte.


Pero sigo siendo el Reig (parte segunda)

Alb estaba chateando con España. Le dijeron desde España que Rafael Reig estaba en Guadalajara, que había salido la foto de Reig en Guadalajara, recibiendo su premio.

Alb miró su móvil, sin mensajes. Cerró el chat y caminó hacia la Feria.

Los operarios pegaban la moqueta con cinta adhesiva, los muchachos recogían del suelo desperdicios con bidones cortados al bies. Alb leía El abrecartas y tomaba cocacolas light.

De vez en cuando, en la terraza de la Fil, levantaba la cabeza y miraba el hotel Hilton. En el ipod sonaba Killing in the name of y Alb imaginaba el Hilton volando por los aires. Sonreía.

Deambuló por la feria. Se encontró con Aurelio Major y Valerie Miles.

Aurelio Major: Toma, Alb [sacó de su saco una cartulina de color gris], nos hemos encontrado con Rafael Reig y nos ha dado esto para ti: una invitación personal para la fiesta de Tusquets.
Alb: Vaya, qué amable. ¿Dónde es?
Aurelio Major: En un palacio.

Al palacio fue Alb en el coche de Antonio Ortuño. También fueron en dicho vehículo Aurelio Major y Valerie Miles. Take it for granted.

El palacio estaba lejos. Parquearon el auto en el estacionamiento subterráneo del propio palacio. Luego subieron unas escaleras de hormigón que les depositaron en un frondoso jardín. Había palmeras, había cipreses, qué no había.

Alcanzaron la puerta palaciega, entraron, pisaron mármoles y se confundieron a sí mismos entre pasillos y espejos y estatuas y lienzos y servicio doméstico.

Un corredor de suelo ajedrezado, con piano al fondo, con pianista al teclado, les dio la pista. Siguieron la música. Alcanzaron una sala de techo alto y sillas pegadas a lo largo de las cuatro paredes. En una esquina, una muchacha mexicana cuidaba del delicado ambigú (mexicano) a disposición de los invitados. Y más: cruzaron el salón y llegaron por fin al patio interior, o terraza elevada, con calefactores (elevados) y mucha gente estupenda.

Alb entró en su particular colpaso social. Se quedó solo enseguida. Aurelio fue a espiar, Valerie fue a espiar, Ortuño fue a espiar. Alb encendió un cigarrillo y dio muestras de estar esperando a alguien. No les engañaba, no. Alb se dio la vuelta y acabó su cigarrillo mirando una palmera.

Se sirvió una copa de vino, otra copa de vino; con la tercera copa de vino volvió a la balaustrada y oteó a la gente estupenda. No le sonaba nadie, aunque algunas marcas de ropa eran vagamente conocidas. Localizó a Rafael Reig detrás de una columna. Debía saludarlo. Pero Reig hablaba con Luis García Montero y Almudena Grandes, y Alb no veía fisuras en el conciábulo colorado, modos de inmiscuirse, colorete que poner al sanedrín. Ni siquiera sabía quién era Segismundo Casado, Alb.

Así que, después de media hora (de reló) solo en la barandilla de la terraza del palacio de la fiesta de Tusquets Editores, nuestro héroe se internó en el salón del ápage y empezó a llenar un plato de comida por el mero hecho de hacer algo con las manos, la mente y el guacamole. Se sentó en una silla apartada y miró la comida, que no tocó.

Ya muchos invitados lo imitaban, llenaban sus platos y tramitaban la gastronomía azteca (mexicana). Eso creaba confusión a su alrededor, y era posible pensar que alguien le hacía compañía, o al menos cobertura.

Entonces Alb vio venir a Rafael Reig, solo en su deriva no impecable. Rafael Reig abandonó la sala cebadera y se paró un momento (aún era visible para Alb) junto al piano, y al pianista, con el que habló unos instantes sobre habaneras y cumbias. Después entró en el baño.

Alb, como esos Corleones que tienen su pistola guardada detrás de la cisterna, dejó su plato en el mero suelo y se encaminó hacia el baño. Era difícil no verlo como un asesino profesional irremisiblemente activado.

Abrió la puerta del baño. Salió un hombre. Vio a Rafael Reig detrás de una mampara.

Alb: Sorpresa.

Eso dijo (nuestro héroe): sorpresa.

Rafael Reig abrió los brazos, sonrió, se dirigió hacia Alb y Alb hacia él y se dieron un fuerte abrazo de lejía, humedad, arañas y grifos.

Rafael Reig: No podía decir nada, tío. A mi novia le he dicho que salía a por tabaco.

Convendrán conmigo en que este ha sido uno de los momentos más grandes de la historia de la literatura contemporánea.


Conversaciones

Gabriela Wiener: Hola.
Alb: Hola.

Lolita Bosch: Hola.
Alb: Hola.

Claudio López Lamadrid: Hola.
Alb: Hola.

Juan Cerezo: Hola.
Alb: Hola.

Diana Zaforteza: Hola.
Alb: Hola.

Imma Turbau: Hola.
Alb: Hola.


La extraña noche en que Alberto Olmos no conoció a nadie

Alb se levantó en su (quizá) cuarto día en México con una sensación cercana al desasosiego. Si no era desasosiego, estaba en el canal siguiente.

Se sentía harto de fiestas (2) y de personas (87), y creyó conveniente velar por su propia consistencia mediante el método más radical que existe: no salir de su habitación.

Ahí estaba Alb, nuestro héroe: tumbado en la cama, acabando la novela de Vicente Molina-Foix, escuchando vídeos musicales y con los dos cerrojos de la puerta echados.

Las apaches son muy hábiles.

De vez en cuando, Alb abandonaba la lectura horizontal y acudía a la ventana a fumarse un cigarrillo. Echaba la ceniza, y luego apagaba el cigarrillo, en una esquinita del alféizar. Mientras fumaba, miraba la ciudad de Guadalajara. De noche, con todas las luces encendidas, aquel inmenso municipio era terriblemente propenso a la metáfora. Luces=ojos, luces=alfilerazos, luces=puntuación tipográfica, luces=flores, luces=corazones. Alb cerró la ventana, y corrió las cortinas, no fuera a escribir un poema.

Y volvió a la cama, pero no leyó. No dejaba de pensarse como ser anómalo, y de entrometerse en los giros de su propio código genético. Pensaba, en efecto, en qué hacía allí metido, cuando estaba en “el extranjero”, un lugar donde hay tantas cosas interesantes. ¿Era su habitación de hotel “el extranjero”?, se preguntó Alb, claramente al borde de una reflexión potente. ¿Son las habitaciones países, o embajadas de un mismo país universal? ¿No resultaba ofensivo para la ciudad de Guadalajara (México) y para todos aquellos que no han estado nunca en la ciudad de Guadalajara (México) que Alb estuviera en Guadalajara (México) sin estar en Guadalajara (México)? ¿Por qué eres así, Alb?, se preguntaba. Y realmente no tenía una respuesta.

Varios de los participantes en la Feria habían visto ya los murales de Orozco. Alb, no. Varios, además, habían viajado a una población cercana donde se fabricaba una cerámica excelente. Alb, no. También se habían ido muchos a comer a otra localidad cercana, realmente preciosa. Alb, no.

Todo eso le daba igual.

Desde que subió al avión en Madrid, lo único que esperaba de Guadalajara (México) era no perderse el Barça-Madrid. No era un chiste. Y a Alb le desasosegaba, sí, que no fuera un chiste.

Nuestro héroe consideró que, dado que su vida entera hasta fechas muy recientes, había sido quedarse en su cuarto leyendo libros, la vida en la que pasan cosas (la vida en la que pasan cosas) se le atragantaba un poco. De modo que su modo de vivir, consideraba, ya lanzado, estaba determinado por una práctica peculiar: la dosificación.

En efecto, Alb no podía ir a tres fiestas seguidas, ni ganar tres premios seguidos, ni acostarse con tres mujeres distintas seguidas: tenía que parar un poco. Parar y pensarse un poco. Mirar alguna pared y decirle: tú y yo no tenemos prisa.

Las paredes, pensaba Alb, en su habitación de hotel, las paredes me concentran.

Estar concentrado era lo más importante para Alb. La vida de pasar cosas estaba bien, pero cuando pasaban demasiadas cosas era un desperdicio, porque Alb no las disfrutaba. Podía ir a París y ver un museo (de hecho, un cuadro en un museo) y eso era, para él, un París satisfactorio. Ver doce museos (y cien cuadros por museo) era un París infernal.

Además, concluía Alb, a él no le gustaban los museos, ni la cerámica (¿a quién en su sano juicio le gusta la cerámica?) ni los murales; a él le gustaban las cosas, la pequeña mecánica de la vida. Los semáforos, por ejemplo.

Las naranjas, por ejemplo.

Los cuartos de baño, por ejemplo. Los vasos. Y el tenedor.

Así que Alb estuvo en México, y vio tenedores.


Tapatía

Alb aprendió que las mujeres de Guadalajara se llaman tapatías. Ese es su gentilicio. Las tapatías le parecían a Alb todas iguales, esto es, muy guapas; pero iguales. En su maldad o impropiedad o salida de tono, llegó a oír en su cabeza la frase: He visto todas las versiones tostadas de Cristina Ricci. Y no pudo por menos que avergonzarse.

Las tapatías, en efecto, tenían la piel oscura, los ojos redonditos, y eran menudas y compactas.

No dejaba de repetirse que le parecían todas iguales. Y no pudo, no, no pudo, por menos que avergonzarse.

Se fijó, en cualquier caso, en que todas las tapatías tenían dos querencias cosméticas, o estéticas, inalienables, ya fueran quinceañeras o veinteañeras; ya trabajadoras de la limpieza o subsecretarias: se pintaban los ojos y se ceñían mucho los vaqueros.

Los ojos contorneados de las tapatías resultaban muy efectivos, y en algunos momentos cortazarianos Alb sólo veía ojos (ojazos) por todas partes, en una mirada múltiple y esférica, total.

Los culos de las tapatías, sin embargo (avergüénzate, Alb) no acababan de convencerle. Era como si la tapatía quisiera tener un buen culo, pero no pudiera. La verdad es que las tapatías estaban buenas (pensaba Alb), realmente eran unas mujeres estupendas, pero su propensión a ceñirse los vaqueros resultaba, cuando menos, intrigante.

Alb echó de menos más vestidos. Los vestidos son bonitos.

Unai Elorriaga

Alb vio a Unai Elorriaga.

Ya no lleva gafas.


Agustín Fernández Mallo (trilogía)

Alb vio a Agustín Fernández Mallo. Tres veces. La última fue a la salida del hotel Hilton (luego aclaramos qué hacía Alb en el hotel Hilton...)

Lo vio, y lo miró; y bajó la vista. Eran tantas las veces que lo había visto, que Alb consideró que ya era hora de saludarlo. Así que se dirigió hacia Agustín Fernández Mallo con considerable ímpetu, superando las arenas movedizas de su timidez.

Alb: Hola, Agustín Fernández Mallo.
Agustín: Hola, Alb.


Juan Manuel de Prada da la mano a las señoritas

Juan Manuel de Prada da la mano a las señoritas. Alb lo vio en la terraza de la Feria del Libro. Alb llevaba un rato allí, leyendo. La única persona que Alb vio leer en la Feria del Libro fue a sí mismo.

Tenía delante una mesa con dos sillas ocupadas. Las ocupaban dos señores, de más de cuarenta años, con el pelo engominado. Traje y corbata. No le llamaron la atención hasta que Juan Manuel de Prada apareció por dicha mesa, acompañado de una mujer rubia, de tacón, con vestido de noche. Era muy delgadita, y Prada se expandía constantemente, como el universo.

Alb observó cómo JMP dio asiento a la señorita que lo acompañaba, que ubicó el pespunte de su culo en la vulgar silla plástica, y luego se sentó él, estiró las piernas, cruzó los brazos y escuchó lo que le decía uno de los señores engominados, que se inclinó para hacerle llegar sus palabras.

La escena, la estampa, le pareció a Alb digna de apunte.

Pero enseguida subió el sonido de su iPod para no escuchar (aunque, de hecho, nada escuchaba) las conversaciones que podían tener lugar en la mesa vecina.

Pensó, sin embargo, en su condición autoral, condición tan cercana a la invisibilidad que le permitía atender con sumo sigilo a todo tipo de lance literario, ya fuera intelectual, ya verdulero. Se sintió muy cómodo pudiendo saber que ese señor era Juan Manuel de Prada y pudiendo saber que ese señor no sabía quién era él.

Algún día, sopesaba Alb, podía ocurrir que él fuera tan famoso que alguien, otro escritor, lo viera, lo reconociera, lo espiara, lo tasara, y anotara las manos que daba o no daba a las señoritas, y los modos en los que se sentaba, y el modo en el que otras personas se dirigían a él.

Era una idea que no le gustaba demasiado.


De cómo Alberto Olmos llegará lejos

Rebobinemos: es el primer día de Alb en la feria y, como es lógico, ha buscado sus libros. No los ha encontrado.

El primer sitio donde ha realizado su pesquisa ha sido en el stand de Castilla y León. Es un stand enorme, acotado por grandes pancartas, estandartes, fotografías y marcas de vino con denominación de origen. Dispone, este stand inmenso, de escenario y librería. En la librería, Alb no ha visto sus libros.

Después, ha acudido a diversos stands, entre ellos el de la librería Colofón, donde sólo tenían su primera novela, publicada por Anagrama hace 12 años. De los libros publicados hace unos meses, sin embargo, no hay rastro.

Alb ha hervido. Ha hervido de pie, con cierta tranquilidad. Alb se ha visto hervir muchas veces y nunca ha habido que lamentar daños mayores.

Saltamos de casilla: es el día dos de Alb en la feria. Nuestro héroe ha contactado por sms con su editor, Fernando Varela, y ha quedado con él en la terraza de la Fil. Alb ya está sentado, leyendo. Fernando Varela llega después.

Fernando Varela: Hola, Alb.
Alb: Fernando Varela, ¿dónde coño están mi libros?

Fernando Varela indica a Alb dónde están sus libros: en el stand J11. Van hacia allí. Llegan. Fernando Varela señala una mesa de un metro por un metro, y Alb comprueba que sus títulos últimos están en ella. Destacan mucho en el metro cuadrado de stand del que disfruta Lengua de Trapo en la Feria del Libro de Guadalajara: Alb no lo puede negar.

Alb: Fernando Varela, mis libros no están en la librería del invitado de honor de la Feria. ¿No era que iban a ponerlos? ¿No era que iban a comprarlos? ¿Eh?

Fernando Varela está al tanto de dicho despropósito: invitado un autor por su comunidad autónoma, sus libros no están en la librería de la comunidad autónoma que lo invitó. Es fácil entender que un autor sin libros resulta irrisorio, como un charlatán o un perro de caza disecado.

Fernando Varela promete quejarse, y las quejas (saltamos casilla) surten efecto el tercer día de Alb en la feria, día en el que encuentra en la librería de Castilla y León, invitado de honor de la Feria, los siguientes libros suyos (indicamos entre paréntesis el número de ejemplares): El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

En días sucesivos, nada más poner un pie en la feria del libro de Guadalajara, famosa por su asistencia total de 450.000 personas, Alb acudirá a la librería de Castilla y León a mirar sus libros. El primer día de disponibilidad de los mismos, quedaban aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

El segundo día de disponibilidad de los mismos, quedaban aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

El tercer día de disponibilidad de los mismos, quedaban (uf) aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

Alb, lejos de rellenar con ácido sulfúrico una botella de tequila y dar tragos largos hasta caer muerto, se lo tomó con resignación. Qué le vamos a hacer, fue que dijo.

Lo que no esperaba Alb de su fatal destino era que él mismo fuera a tener que comprar sus propios libros. No hay muchos autores que acudan a una feria internacional del libro y se conviertan en los únicos que compran sus propios libros: admitámoslo.

Tuvo, Alb, que hacerlo. Había alguien interesado en leerlos y Alb entendió farragoso enviárselos desde España. Tuvo que decidir si comprarlos en el stand de 1metro cuadrado de Lengua de Trapo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (X mil metros cuadrados de feria) o en la librería de Castilla y León. Le pareció a nuestro héroe que en el primer punto de venta su bochorno pasaría piadosamente desapercibido. Comprar los propios libros es como auparse en la barra del bar y beber a morro del grifo de la cerveza: extraordinariamente soez.

Alb estaba ya en el metro cuadrado que la feria le había reservado para su obra. Había cogido un ejemplar de cada uno de sus libros y se disponía a pagarlos. Entonces, una tapatía en funciones de dependienta de aquel stand se acercó a él y le dijo: ¿Tú eres Alberto Olmos?

Alb reconoció, con sus propios libros en la mano, que lo era. Esta anagnórisis patética convocó al mandamás del stand, un señor muy serio que, evidentemente, no iba a permitir que un autor comprara sus propios libros, aún en el peculiar caso de que ese autor auto-adquirible fuera asimismo su único cliente. Se los regaló. Alb insistió con firmeza en su deseo de pagar aquellos libros (que él había escrito sin saber que los iba a comprar tantas veces en su vida), dado que, como había comprobado, México no es un país que pueda ir regalando cosas, ni siquiera libros. Pero no había manera.

No había manera de que Alberto Olmos vendiera un libro suyo en la Feria Internacional del Libro, ni siquiera a sí mismo.

El señor serio y jefe máximo de aquel stand donde había un stand de metro cuadrado de Lengua de Trapo, le dio algunos datos que, no por inocentes, dejaron de resultar más culpabilizadores. Dijo el señor que en México el sueldo mensual medio era de mil pesos, por lo que los libros, como esos mismos que Alb tenía en la mano, y que costaban de media 200 pesos, eran sin duda un bien de lujo, muy difícil de colocar.

Alb llevaba varios días en la feria y, aunque sólo había cambiado 200 euros en pesos, tenía aún 2000 pesos en la cartera, con los que no sabía qué hacer, salvo comprar sus propios libros, cosa que de momento le estaban poniendo difícil.

Todo era contradictorio y amarillo, en efecto.

La dependienta tapatía que había quitado la máscara a Alb volvió a hablar con él. Le dijo que quería comprar uno de sus libros, sólo uno. Estaba a punto de comprar Trenes hacia Tokio cuando se dio cuenta de que El talento de los demás podía encajar más en su ánimo lector. Le pidió a Alb que le recomendara uno de los dos. Alb le recomendó el más barato, Trenes hacia Tokio, pero la joven tapatía compró el más caro, El talento de los demás. Estaba muy triste por no poder comprar los dos.

Alb le dedicó el libro, y ya antes de firmar su dedicatoria pensó hacer lo que hizo.

Lo que hizo fue: acudir al stand de Castilla y León y comprar en su librería su propio libro, Trenes hacia Tokio. Entonces, se produjo una extraña epifanía fiduciaria, dado que al ir a pagar, el dependiente de la librería de Castilla y León le dijo que Trenes hacia Tokio costaba 49 pesos, es decir, apenas 3 euros.

Alb: ¿En serio?
El dependiente: ¿Por qué le iba a mentir?

¿Justicia poética? ¿Precio especial para la persona que ha escrito el libro? ¿Amor universal? No, lindos míos, un simple error administrativo.

Alb se alejó de aquella librería como si acabara de robar su propio libro, pero, al mismo tiempo, no dejaba de pensar en volver y comprar todos los ejemplares de Trenes hacia Tokio que había, si el precio equivocado se manifestaba igualmente al pasar el código de barras de los tres ejemplares restantes. ¿Cuánto costaría El talento de los demás?, pensaba Alb. La posibilidad de comprar sus propios libros tan baratos le creaba ansiedad.

El plan de Alberto Olmos para conquistar el mundo continuaba. Se pegó a una papelera y apoyó Trenes hacia Tokio para escribir la siguiente dedicatoria: Minerva (que así se llamaba la tapatía) no puedo consentir que no tengas este libro mío. Y firmó.

Después, buscó el stand J-11 y pasó por delante de él a gran velocidad, la suficiente como para no ser detectado pero sí poder comprobar que Minerva estaba en su puesto.

Dio una vuelta a todo el stand. Se detuvo y miró a su alrededor. Un guardia de seguridad fue la opción más certera.

Alb: Señor guardia de seguridad, ¿me disculpa?
Guardia de seguridad: Dígame usted.
Alb: Mire, ¿podría ir al stand J-11 y entregar esta bolsita a una joven llamada Minerva?
Guardia de seguridad: [expresión de desconcierto]
Alb: Sólo es un libro.
Guardia de seguridad: ¿Cómo es la muchacha?
Alb: Pelo corto y... [estuvo a punto de decirle que todas las tapatías eran exactamente iguales, y de recomendarle alguna película de Cristina Ricci, pero no] Pelo corto y ya está. No hay más chicas allí, señor. Se llama Minerva.
Guardia de Seguridad: Minerva, ok.

El guardia tomó la bolsita y se encaminó hacia el stand J-11. Alb lo vio entrar en el stand; lo vio salir. Se miraron. El guardia hizo un gesto con el mentón: misión cumplida.

Alb levantó el pulgar, y se alejó apresuradamente del pasillo J hacia letras menos comprometidas.

Sabía que comprar su propio libro a sus propios lectores le llevaría lejos.


Otros usos de la mujer en Guadalajara

[BOLETÍN OFICIAL DE GUADALAJARA. USOS DE LA MUJER EN NUESTRO MUNICIPIO. (...) 7.5. OTROS USOS DE LA MUJER EN NUESTRO MUNICIPIO.]

Las mujeres de Guadalajara pueden asimismo usarse para los siguientes cometidos:

1. Estar de pie con sonrisa. En la Feria Internacional del Libro las mujeres de Guadalajara podrán usarse para estar de pie en los stands de las grandes multinacionales editoras. Lucirán vestido, gastarán tacón; pelo largo obligatorio. Grandes pechos: obligatorio. En una banda que les cruce dichos pechos grandes llevarán escrito el nombre de la editorial (Alfaguara, Planeta, etc.). Saber leer: facultativo.

2. Estar de pie sin sonrisa. En la Feria Internacional del Libro las mujeres de Guadalajara podrán usarse como guardias de seguridad de la empresa Centurión. Llevarán pantalones de licra ajustados, y una porra negra, larga y gruesa. Pechos: indistintos. Culo: compacto. Saber leer: desaconsejado.

3. Hiltonear. Las mujeres de Guadalajara podrán usarse como meseras de restaurante-pub-club-bar Angus, sito en los bajos del hotel Hilton. Lucirán minifalda de cuero o látex y sujetador del mismo material, todo de color negro. Pechos: grandes. Culo: perfecto. Muslos: perfectos. Rostro: perfecto. Pelo: perfecto. Horarios: desayuno-comida-y-cena. Palmaditas en el trasero: facultativas.


Vemos arder a Alb

Alb, sí, se sentía culpable. La culpa, más que ser castellana, era para con Castilla. Y León. Esta comunidad había pagado su estancia en México y él, además de no promover el turismo en Segovia, se estaba perdiendo todos esos desayunos comuneros, esas comidas territoriales, esas cenas en comandita.

Alb había empezado a subirse la comida a la habitación para no ver a nadie.

Ni siquiera ordenaba comida mexicana, que probó el primer día por eso de conocer mundo; sino simples hamburguesas con cocacola. Ya en su cuarto, encendía la MTV y era plenamente consciente de que su modo de ser en el mundo era de dos por uno; incluso de tres por uno.

Los dedos se le manchaban con el ketchup: era ese tipo de persona.

La segunda intervención castellanoleonesa de nuestro héroe tuvo lugar un jueves. Participaba en una charla titulada Qué hay de nuevo. Voces emergentes de Castilla y León. Eran seis las voces emergentes, y uno el moderador.

Los participantes se reunieron con cierta antelación en los aledaños del área de ponencias. Alb conocía a casi todos, pero no al moderador, al que saludó educadamente. Era un señor con mechas, con zapatos de punta afilada, con camisa fantasiosa, americana de diseño, pendientes y un chicle, en la boca. A Alb le pareció un moderador muy modernito y aparente.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara no deja una silla sin hundir, una sala sin llenar, un ponente sin público. Rellenan las salas con estudiantes de la Prepa, material humano admirablemente dócil, dado que nunca fallan en su función de relleno, maniquí múltiple, falso asistente.

-A ti qué charla te ha tocado –se dicen entre ellos, y miran unos papeles.

Le recordaban a Alb ese mundial de fútbol donde la población llenó los estadios por orden del gobierno, que además los proveyó con la camiseta de cada equipo contendiente, para que supieran cuándo celebrar un gol, cuándo llorarlo, hasta que al día siguiente se ponían otra camiseta e iban al campo a celebrar y llorar los goles según les mandaran.

En la charla Qué hay de nuevo, por tanto, Voces emergentes de Castilla y León, había como mucho 5 personas que algún interés tenían en lo que iba a contarse, y unas 40 que lo más que tenían era 15 años.

Era como hablarle a un paisaje.

Alb ocupó su sitio en la mesa, junto a su nombre en una plaquita de metacrilato. Los demás participantes se emparejaron con su propio metacrilato, mientras daba comienzo el tostón.

El moderador, en este ínterin, sacó una cámara de fotos y se dirigió a una estudiante de la primera fila. Dijo lo siguiente:

-Niña, niña. Haznos una foto –la estudiante cumplió con la orden, y devolvió la cámara al moderador-. Ahora yo a ti –dijo éste-, no te tapes.

Alb notó una enorme vaharada de vergüenza ajena. Se inició la charla.

El moderador dijo lo siguiente:

-No he leído a ninguno de los escritores que están en la mesa. Y no sé si voy a leerlos.

Con dos cojones.

Alb miró a su vecino de mesa, buscó sus ojos, trató de dialogar con ellos y de diagnosticar si el mal humor que, con dos frases, le había provocado el moderador de la charla era problema suyo (Valladolid, 2007) o un asunto paladinamente catalogable como desvergüenza (del moderador) y desfachatez (del moderador).

El moderador, del que Alb ya miraba en un folleto que se estaba repartiendo su filiación y méritos literarios (era poeta), empezó lo que parecía una presentación uno a uno de los participantes (emergentes). Lo hacía mirando la biografía en dicho folleto, de la que leyó una frase a boleo para presentar al primero, antes de darse cuenta de que no le apetecía fingir que sabía quién era, momento en el que invitó al susodicho a hacer su trabajo (del moderador).

El susodicho, algo perdido por la nula presentación del encargado de presentarle, se vio en la tesitura de hablar a un público que no sabía quién era él, y que escuchaba sus palabras perdido en el vacío arreferencial de una moderación inexistente.

Alb ardía.

Los autores emergentes de Castilla y León fueron haciendo pie en el lodo que había instaurado el moderador con su absoluto desconocimiento de a quién estaba moderando, y con su absoluto desprecio hacia la obra de los mismos (“y no sé si los voy a leer”), hundiéndose poco a poco en ese lodazal de desvergüenza y desfachatez.

Cuando Alb tuvo la palabra, hizo caso omiso a la dirección que el moderador le indicó que siguiera (preséntate) y dijo, sin embargo, lo siguiente:

-Bueno, antes de comentar quién soy yo, que tampoco soy nadie, quiero contradecir ligeramente la impresión causada por mis compañeros de mesa, impresión a mi juicio errada. Sus literaturas no son en modo alguno similares. Empezando por el fondo, tenemos a Ángel Vallecillo, que practica en su novela Colapsos una literatura que podemos considerar postmoderna. Su prosa está guiada por la violencia y la agresividad, por los paisajes norteamericanos y la fragmentación. Nada que ver con lo que hace Óscar Esquivias, que es un autor de gran solidez, muy atento al estilo, posiblemente el autor más castellano de la mesa. Su novela mayor, ambientada en su ciudad natal, Burgos, y titulada Inquietud en el paraíso, es una obra que yo no podría hacer, por ejemplo, dado su factura impecable, casi germánica. A su lado esta Alejandro Cuevas, que practica quizá sí una literatura similar a la de Esquivias, pero en un timbre más jocoso, deslenguado y gamberro, quizá similar a la de otros autores españoles como Antonio Orejudo o Rafael Reig. A mi lado está Ana Isabel Conejo, que es poeta y narradora de literatura infantil y juvenil; su poesía atiende al metro clásico y, al menos en el poemario suyo que he leído, Atlas, parece buscar un saber ecuménico, un culturalismo de perfil bajo, sutil y sensible.

Y dijo también:

-Y bueno, luego estoy yo, que soy una especie de escritor pop que lo único que quiere es tirarse el rollo con sus libros. Gracias.

Alb sentía que había salvado una bola de partido. Porque, a partir de su intervención, ciertamente hubo un poquito más de respeto.

Sin embargo, el moderador continuó boicoteando su propia moderación, con desvergüenza, con desfachatez, sin sentir en ningún momento que su presencia en aquella mesa era estrepitosamente anormal.

Alb volvió a ejercer de moderador. Y dijo:

-Al único al que no he leído es a Rubén Abella. Rubén, me gustaría que nos dijeras de qué escribes. No tengo ni idea y quiero saberlo.

Rubén Abella habló de su literatura, que practicaba por las mañanas, y que buscaba sobre todo resolver el nudo conceptual de las apariencias, de la falsedad y del autoengaño.

El moderador pidió preguntas al público. El público hizo una pregunta y después el moderador hizo otra (otra) pregunta a Ángel Vallecillo. ¿Qué pensáis de Juan Manuel de Prada?, esa fue la pregunta.

Y Vallecillo dijo:

-Bueno, esta pregunta que la conteste Alberto. Yo quiero contestar a la que ha hecho el público.

Y contestó al público, como todos los demás hasta que la pregunta pública llegó a Alb, que la contestó e hizo, asimismo, un retrato a vuelapluma de la obra de Juan Manuel de Prada, dado que, a pesar de la desvergüenza y de la desfachatez, el moderador formaba parte de su equipo.

Entró, mientras tanto, en la sala el Gran Poeta de Castilla y León, momento en el que el moderador interrumpió cualquier discurso para, en tan sólo 30 segundos, citar a ese poeta, Gran Poeta, de Castilla y León y consumar el encendido elogio.

El Gran Poeta de Castilla y León tardó muy poquito en largarse de la sala.

Y Alb ardió, ardió y ardió. Pero no explotó (Valladolid, 2007), porque era su propósito inalienable el de no montar un pollo bajo ningún concepto, por muy difícil que le estuvieran poniendo no montar un pollo de la hostia, y realmente aquel moderador se lo estaba poniendo más difícil de lo que nadie podría siquiera imaginar.

Gestor cultural. El moderador era gestor cultural. Y poeta. Alb leía su biografía y veía nuevamente (Valladolid, 2007) la desvergüenza y la desfachatez convertidas en modo de vida, la nulidad intelectual, la fatuidad, los zapatos de puntas afiladas, el baboseo, la prebenda, el pesebre, el interés propio, el desprecio por la cultura, la corrupción, la estupidez, el amiguismo, la escayola, la poesía como punto de apoyo de una profesión fantasmal, la poesía de mierda, la poesía deyectable, la poesía de la chorrada, el lirismo de botica, la estafa, el dinero, los bolos, el asco. Gestor cultural.

Acabado el acto, los seis participantes fueron juntos a un bar, y luego a otro, y luego a otro. Sin el moderador.

-Alberto –dijo Ángel Vallecillo-, no tenía ni idea de que habías leído mi libro.

-Sí, hace tiempo –Alb-. Yo tengo muchos defectos, pero un gran virtud: curiosidad.


El narrador de tan verídica como patética historia tiene una pregunta para usted

El narrador: ¿Cuántas historias van de estas prometidas 34?
Usted: 23. Con esta, 24.
El narrador: Gracias.


Trozo 25, Veracruz

No todo fue sufrir: Alb una vez se divirtió. Como es lógico, había una chica.

Ah, la chica: lo tenía todo: dinero y catalana. Tener catalana es difícil, pero se consigue en ocasiones. La sintaxis lo aguanta. Y España, también.

Diana Zaforteza (Alfabia) era la chica. Alb la conoció en la fiesta de Mondadori, donde, de hecho, no habló más que con su vaso de whisky on the rocks. La fiesta de Mondadori era en un hotel, con farolillos. Todo era muy pijo y obsolescente. Algunos autores envejecían más rápido que sus metáforas.

Lo que más le gustó a Alb de la fiesta de Mondadori fueron esos sanitarios de plástico de festival de música de las afueras de Alcorcón. Eso sí, el papel, como siempre en Mondadori, era de primera calidad.

Diana Zaforteza y Alb hicieron buenas migas en cuanto Alb le preguntó por el precio de sus zapatos. A este campestre lo tenemos que adoptar, se dijo, pensó Alb, supongo yo, Diana; y a fe que lo adoptaron.

Diana and Company abandonaron la fiesta de Mondadori con destino temerario. Los catalanes son así: se creen que todo lo solucionará, algún día, el pago de un rescate. Alb subió al taxi con Diana and Company y vio cómo el vehículo doblaba esquinas, perseguía sombras, dejaba atrás todo atisbo de encontrar un hueco en Random House Mondadori.

Ellos eran tan indies, tú.

¿Dónde se dirigía aquel taxi, lleno de catalanes y uno que no?

Alb: ¿Dónde es que vamos?
Diana: Al Veracruz.

Los catalanes pagaron el taxi, pagaron la entrada, pagaron la botella de whisky, pagaron unos tentempiés. A fin de cuentas, eran editores; Alb ya no espera nada de los editores, salvo que paguen las copas.

El Veracruz, por ilustrar la guía, era, y es, un sitio de bailar. Los mexicanos de Guadalajara van allí a sacar a las hembras tapatías a mover las pecas y el tobillo, sobre un suelo de baldosín blanquito y bajo un techo de espejos sin bisel y luces muy modernas en los años ochenta.

La música es en directo. La performa una orquesta de hombres gordos y vestidos todos igual que dejan su sitio a la siguiente orquesta (identificable porque llevan la corbata de otro color) a la cuarta canción: se cansan enseguida de zarandear tanta pareja circunstancial.

¿Bailó Alb? Poco lo conocéis. No baila desde que, en 1992, en un campamento, le prometieron una cocacola por participar en el concurso de baile del final del campamento y, después de bailar lo mejor que pudo, no sólo no ganó, sino que no le dieron cocacola alguna. Esta anécdota es real.

Bailó la editora con su amigo, mientras Alb bajaba la botella junto a una señora que seguramente había tenido delante príncipes de Persia, magnates del aluminio y gigolós de tronío inmarcesible.

Alb miró bailar a la editora. A Alb las catalanas flacuchas y podridas de pasta le gustan mucho y no hace falta abundar en descripciones que puedan comprometer su futuro profesional en la Barcelona del presente siglo.

Adjetivos, adjetivos; ya vamos sobrados de adjetivos.


¿Qué libros, entre compras y regalos, se llevaba Alb de vuelta a España?


El arte de la guerra, de Sun Tzu (porque nunca ha leído este libro tan famoso y era barato)

Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (porque nunca había leído a Yuri Herrera)

Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (porque tenía buena pinta)

Lo bueno de verdad, de Virginie Despentes (porque le pone mucho Virginie)

Catedral, de Raymond Carver (porque Anagrama le pone los precios muy baratos en México)

Salón de belleza, de Mario Bellatín (porque se lo dio un señor)

Jerusalem, de Gonçalo Tavares (porque lo recomendaba Vila-matas en algún sitio)

Agua perro cabeza caballo, de Gonçalo Tavares (porque no lo recomendaba Vila-matas en ningún sitio)

Grandes hits, de Tryno Maldonado (porque las ediciones de Almadía son para comprarlas)

Arte poética, de André Breton y Jean Schuster (porque leyó un poema y le gustó)

Población de la máscara, de Francisco Hernández (porque se lo dio una chica)

Escenas sagradas del oriente, de José Eugenio Sánchez (porque ídem)

Quemar las naves, de Alejandro Cuevas (porque este libro no se encuentra en Madrid. En realidad Alb nunca lo ha buscado: lo da por hecho)

Rostros, de Ana Isabel Conejo (porque se lo dio Ana Isabel Conejo)


Rostros

Este relato es una versión de la realidad: escribir es interpretar. Hemos mentido, hemos obviado, hemos hurtado información: todo en aras de un retrato particular de nuestro héroe.

No hemos contado, por ejemplo, que Alb viajó a México sentado por casualidad al lado de Ana Isabel Conejo; y resulta que su vuelta a España también se produjo en dicha compañía, de manera esta vez premeditada. Alb y Ana Isabel se vieron obligados a charlar durante 35 horas, y a estar callados durante 35 horas, cosa aún más comprometida. 35 horas aéreas, encima.

En la feria se vieron poco; apenas nada. De modo que cuando Alb y Ana Isabel instalaron en la Clase Turista sus ganas de volver a sus vidas reales y patrias, reanudaron una conversación y un silencio que la tierra de México partió en dos.

-Hola, Ana.
-Hola, Alb.
-¿Por dónde íbamos?

Alb, a los poetas, siempre les hace la misma pregunta. Es la que viene ahora:

-Ana Isabel Conejo, ¿tú cuentas los versos?

El primer avión volaba de Guadalajara a México DF. Había un runrún de controladores en las charlas, de controladores en las mentes, de controladores que iban a dejar todos los aeroplanos detenidos en el cielo, confusos de destinos truncados y pistas de aterrizaje improvisadas. Pero Alb, escéptico irremediable, no hacía caso a los rumores.

-¿Tú cuentas los versos?

Ana Isabel le dio a Alb, mientras el avión se decidía a despegar, un libro suyo, titulado Rostros.

-Gracias –Alb-, ¿te importa si lo leo delante de ti?
-¿Por qué iba a importarme?

A Alb no le gusta que lo lean delante de él. Le da como aprensión. Pero, con el permiso de la autora, Alb leyó su poemario delante de ella.

-Ya está.
-¿Ya?
-Bueno –Alb-, es un poemario. Los poemarios se leen en 7 minutos, ¿no?
-...
-¿No?

El vuelo se inició; el vuelo terminó. Tras horas de espera, y controladores rumorosos, tomaron el segundo vuelo, del DF a Madrid.

Ana Isabel continuó con su lectura en este segundo vuelo; en concreto, la de un libro muy gordo de Roland Barthes. Subrayaba el volumen con entusiasmo, y un lapicero. Alb miraba esa lectura tan contundente y envidiaba la pasión por subrayar, perdida en algún confín universitario. Él no tenía nada que leer, porque tenía mucho que leer, pero nada, en realidad, que quisiera leer. Así que tomó el folleto para ver qué películas echaban en el vuelo. De diez horas.

Eran siete, las mismas siete películas que echaban en el vuelo de ida, de Madrid al DF. Alb no podía creérselo. De toda la vida de dios, un vuelo propone películas distintas en la ida que en la vuelta, dado que todo el que va vuelve, y quiere ver unas películas, pero no las mismas. ¿Cómo podían echar las mismas películas? Alb no lo comprendía. Las mismas películas. Otra vez Knight and Day y Toy Story 3 y Origen y cuatro más. Alb no quería ver de nuevo todas las películas que ya había visto en el viaje de ida; quería ver otras películas. Cuando volaba a Japón, veía un montón de películas a la ida, y otro montón a la vuelta, y era feliz porque no había pagado entrada por ver ninguna. No le importaba que fueran malas, sólo que fueran distintas. En este vuelo de vuelta a España, las películas era las mismas. No Toy Story 4, sino Toy Story otra vez 3. Es difícil para el ciudadano medio comprender la infelicidad de Alb en esta tesitura, dado que Alb disfruta tanto de ver películas a 10.000 pies de altura que si no ve películas gratis cuando está a 10.000 pies de altura se siente viajando en vano. Para esto se hubiera quedado en el hotel viendo la MTV.

Así que Alb se echó a leer unos libros, durante 20 minutos. Luego miraba a Ana Isabel Conejo, que subrayaba a Barthes con cierta sospechosa pasión. No es para tanto, coño, el Barthes, mascullaba Alb, no es para tanto.

Como no había películas nuevas, Alb miraba mucho la pantalla con mapa del avión, ese planito del mundo entero en color verde y con un avioncito indicando el punto de la ruta donde ahora se halla el avión real. Era entre absurdo y apoteósico ver el mundo entero en una pantalla de 24 pulgadas, y tú en ese avión yendo de un lado del planeta a otro lado del planeta, todo pintado en verde.

-¿Tú crees que ese mapa es real? –Alb a Ana Isabel- ¿No crees que es un vídeo que ponen siempre y listo? Yo creo que nos engañan. No se tomarían la molestia de monitorizar el vuelo si el vuelo, como es obvio, es siempre el mismo. Ponen un vídeo y ya está.
-...- Ana Isabel.

Alb miraba el mapa en la pantalla, fascinado con los nombres tan absurdos que se ponen a las ciudades en los sitios más dispares. Fascinado por la curva del trayecto que estaban acometiendo. Fascinado por entender el planeta Tierra de un solo vistazo.

Leía otros veinte minutos. Iba al baño. Miraba al subrayado Barthes. Conversaba con Ana Isabel sobre Las palabras y las cosas, de Michel Foucalt. Sobre Apple. Sobre sus vidas privadas. Sobre The Smiths.

Y miraba el mapa, la única película que, siendo la misma, le resultaba tolerable.

A las siete horas de vuelo, cuando todo el avión dormía o, al menos, lo intentaba (Alb nunca duerme en los aviones) la pantalla del mapa concentró toda la atención de Alb. Lo explicamos en detalle en el último párrafo de esta historia.

El avioncito del dibujo marchaba de izquierda a derecha, y siempre de izquierda a derecha, del DF a Madrid, muy recto, con la cola a la izquierda, muy recta, y el morro a la derecha, muy recto y determinado hacia el aeropuerto internacional de Barajas. Sin embargo, en un momento dado, el avioncito estaba apuntando hacia abajo, hacia el polo Sur, esto es, tenía la cola arriba y el morro abajo, como cayendo en picado por ese mapamundi de color verde chillón.

-Hostia.


Piglia, teoría del cuento

“Atención, señores pasajeros. Les habla su comandante. Hemos tenido noticia de que el espacio aéreo español sigue cerrado debido a un problema con los controladores. Por ello, vamos a aterrizar en las islas Azores. Aprovecharemos también para cambiar el filtro del aceite de uno de los motores. Esperamos seguir con nuestro viaje en 24 horas. Muchas gracias por su atención.”

http://www.elmundo.es/america/2010/12/04/mexico/1291478975.html


El cielo, resurrección

Alb le estaba perdiendo el respeto a matarse. Tantos aterrizajes y despegues resultaban ya rutinarios. Este aterrizaje en concreto era un aterrizaje en falso, un aterrizaje menor, un alunizaje de andar por casa, un desvío en la autopista para que orinaran los niños. Un pequeño paso para el hombre, más pequeño para la literatura.

La isla se llamaba Santa María. Desde el avión sólo se veía el mar. Los pasajeros miraron el mar durante un rato. Algunos se pusieron en pie. Otros buscaron a las azafatas. Les preguntaban dónde estaban y cuándo dejarían de estar en el lugar donde estaban, que no era más que mar por las ventanillas. Estuvieron casi una hora coqueteando con la conquista de aquella isla. Finalmente la conquistaron.

Descendieron del avión.

Por unas escaleras temblequeantes, a un suelo de asfalto humilde. Alb miró el avion en el que viajaba. Podía verlo entero, ahora. Luego miró a su alrededor. El aeropuerto de Santa María era un poco de asfalto y un chamizo. No había ningún otro avión, ni avioneta, ni helicóptero. El avión en el que viajaba Alb convertía en aeropuerto todo lo que tocaba. Cuando se fueran de Santa María, se llevarían el aeropuerto con ellos.

-Onetti –dijo Alb-. ¿No era Santa María lo de Onetti?

Hicieron cola ante un funcionario, que selló sus pasaportes. Luego hicieron cola para tomar un autobús. La cola era de personas y maletas, pero sobre todo de rumores. Alguien sabía algo, y enseguida ese algo era sabido por otros, y otros, y otros, y Alb. Así llegó Alb a saber que había sufrido (en sus carnes) un “aterrizaje de emergencia”; no un aterrizaje ramplón y sosito, no: todo un señor “aterrizaje de emergencia”. Lo era porque no habían llegado a Lisboa o París o Sevilla; lo era porque habían aterrizado en el primer tramo de asfalto de más de 900 metros que había a mano; el que había a mano estaba en mitad del océano Atlántico.

Alb revivió el aterrizaje “de emergencia”. Consideró que habían estado a punto de estrellarse con notable elegancia. Una emergencia elegante era algo que desconcertaba a nuestro héroe.

Por la cola avanzaban los rumores, pero ella misma no avanzaba gran cosa, por lo que Alb dejó su maleta al cuidado de Ana Isabel y fue a fumar a la calle. Había un autobús allí, enormemente destartalado; y un camión, donde se iban amontonando las maletas de los pasajeros accidentados.

Alb prendió un cigarrillo. Vio a Manuel Vilas enfrente de él. Y se dijo, bueno, qué mejor ocasión para saludar al autor de El cielo y Resurrección. Y a eso fue.

Alb: Hola, Manuel Vilas, autor de El cielo y Resurrección.
Manuel Vilas (autor de El cielo y Resurrección): Hombre, Alb, ¡el mayor canalla de internet!
Alb: Para servirle.


Dormir

El hotel al que los llevaron se llamaba Santa María, también. Era grande, plano, crudo. Alb entró en su habitación y puso la tele y miró por el ventanal, a ras de suelo, y usó el retrete y removió las toallas, y llamó por teléfono, y apagó la tele y se metió en la cama y se durmió.

Sonaron golpes en la puerta. Sonó el teléfono. Alb oyó los golpes, oyó los timbrazos junto a su cabeza, sobre la mesilla. Pero era incapaz de dar a su cuerpo altura, de dar a su alma conciencia, de responder a tantos requerimientos.

Alb pensaría después que el fin del mundo debería llegar en uno de esos momentos en los que su cuerpo ya ha dicho basta.


La fabulosa historia del asturiano que cantaba y quería matar a los controladores y a los socialistas

-Azafata, ¡azafata!, ¡por favor! Una cocacola. ¡Por favor!

Su asiento estaba un par de filas por delante del asiento de Alb; a lo mejor tres filas por delante. Alb miraba hacia los gritos, pero los gritos, como es sabido, no se ven. Adjudicaba esas palabras alzadas ahora a una cabeza, ahora a otra, bien a un señor junto a la ventanilla, bien a otro que intuía agarrapatado en un asiento de pasillo. Cada tanto, el señor gritón gritaba, y a Alb se le ponían las consonantes del nombre como escarpias. Y a Ana Isabel. Y a cualquiera.

-¡Azafata! ¡Azafata! ¡Qué gran país, México! ¡Enhorabuena, mujer! ¡Ni España ni nada! ¡Viva México!

-Joder –Alb.
-.... –Ana Isabel.

Esto era volando. Pero de pronto dejaron de volar, va dicho, y aterrizaron con imperceptible emergencia, y estuvieron una hora a ver si volaban de nuevo o les ponían un sello sorprendente en el pasaporte.

En esa hora, el hombre que grita gritó más aún:

-Una pistola, sí. ¡Una escopeta! Estos hijos de puta. No hay quien lo soporte. Los cogía y los ahorcaba. Como coja la escopeta, los mato. ¡Yo tengo cosas que hacer, me cago en dios!

Estas palabras iban para nadie, pero, a veces, iban para un teléfono móvil que el señor gritón cogía en cuanto sonaba el primer pitido.

-¡Hola! Sí, estamos jodidos. No sé. En las putas Azores. En las putas Azores, me cago en dios y en el PSOE de los huevos. A ver si se van de una puta vez a tomar por el culo los socialistas. Como coja una pistola... Partido de gentuza y de perros. Hijos de puta. Putos socialistas. Bueno, lo dejo que a lo mejor aquí hay alguno que vota al PSOE...

Sí, eso oyó Alb: lo voy a dejar que a lo mejor aquí hay alguno que vota al PSOE.

Desembarcaron, fue contado, Alb durmió, fue señalado, y Alb despertó. En su hotel se hospedaba la mayor parte del pasaje y Manuel Vilas y el Señor Gritón y Ana Isabel. Era un hotel muy grande y, por lo que se vio, bastante vacío en el ínterin del incidente.

Alb se había quedado sin maleta, pero eso es anécdota menor. Las llamadas a su cuarto de hotel eran para que acudiera a reconocer su maleta en el camión. Como no acudió, su maleta ahora no se sabía dónde estaba, ni cuándo estaría en algún sitio detenida y asidera.

-Bueno –dijo Alb, ejemplo de resignación civil-, da igual.

Salió a la puerta del hotel a fumar. Allí había otros incidentados pasajeros, con los que intercambió unas palabras, las suficientes como para hacer piña para coger un par de taxis y viajar a un bar en la pequeña ciudad de Santa María.

-Esperamos a Tito –dijo uno.

Llegó Tito. Enseguida fue todo gritar y jurar y provocar. Tito era el hombre gritón, y enseguida el universo de lo real cambió su eje disperso por el eje neto de aquella personalidad indoblegable. Era asturiano.

Era Tito.

Alb no pudo por menos que agrietarse ante la perspectiva de aguantar al señor gritón durante toda su estancia en la isla aquella. Dios, pensó, y respiró con resignación civil ejemplar.

Dos taxis los dejaron a las puertas de un bar entre señorial y cutre. Era señorial por las mesas y cutre por las sillas. Se sentaron. Pidieron cervezas y cervezas, copas y pizzas. La noche iba para largo.

A la mesa había ocho personas, todas varones y Alb y Tito y la conversación era una conversación de machos y Tito, que no Alb.

-Y al final me fui de putas, claro –Tito.

-Jajajajaajaja (ad infinitum) –el resto de los varones.

Primeramente, Alb atendió al discurso continuado de Tito. Informaba de que había ido a México a cantar, a cantar rancheras, y que en varios tugurios le habían confirmado que, en todo México, nadie cantaba rancheras como él. Que su voz era única. Luego habló de su estancia en Alemania, de las peleas en las que se metió, de cómo era la policía, de cómo eran las alemanas y cómo las salchichas. Luego habló de Asturias, de su trabajo en su patria chica, que era cortar árboles, o algo similar, y que le había provocado lesiones en las rodillas de tal gravedad que no podría cortar más árboles en su vida, pero aún así él iba a ir a cortar árboles, con la nieve llegándole, precisamente, a la altura de las rodillas.

Todo muy macho, pensó Alb.

Bebía cerveza, Alb.

Tito también dijo que era fan de Fernando Alonso, un asturiano, comentó, que a algunos asturianos les caía mal porque decía públicamente que no le gustaba ni la fabada ni la sidra. Qué hijo de puta, pensó Alb, en su cinismo, un asturiano al que no le gusta la fabada ni la sidra: ¿se puede ser más hijo de puta?

Bebía cerveza, Alb.

Después de este monólogo, el asturiano vio a otros comensales y, sin embargo, pasajeros, proponer anecdotarios personales de cierto interés, anecdotarios que no llegaban a desarrollarse en todo su atractivo porque, enseguida, Tito tenía algo que decir. Tito siempre tenía algo que decir. Y ahí vio Alb el envés de la trama, de la moneda del yo, del payaso y del bufón. Vio que Tito, siendo la alegría de la huerta, el líder del corrillo de los machos, era, asimismo, un alma atormentada por el silencio (perdonen lo elevado), un estratega (en verdad) de la conversación: lo explicamos.

No era que Tito fuera facundo con inconsciencia, inocente en su protagonismo, sino calculadamente egocéntrico, rapiñeramente hablador. No era que fuera social, sino extremadamente desapegado con el otro, cuyas palabras nunca le interesaban más que como trampolín de una nueva historia protagonizada por él.

Vivía de recibir risas.

Y las recibió.

Y cuando se acabó el fabulador, alguien invitó al cantante que había en él, y el cantante vino, y Tito cantó rancheras, y boleros, y se arrancó por soleás, y cantó también canciones de Asturias, que el narrador de esta tan verídica como desazonada historia no sabe cómo se llaman, pero como Víctor Manuel, y por ahí.

Uf.


Chicas y machos

Seguían en el bar, porque la noche fue efectivamente para largo.

Cuando Tito puso sobre la mesa su repertorio mexicano, al que volvía de cuando en cuando, después de una breve visita a tonadas ibéricas (incluido Portugal, sí), dos jóvenes mujeres de la mesa vecina fijaron sus ojos negros en él, y en la mesa toda, y en el espectáculo no anunciado del que podían disfrutar en su, también, accidentada estancia en aquella isla.

Eran mexicanas, y muy monas.

En un momento dado, solicitaron al cantante pseudomexicano una canción en particular, Cucurrucucú, paloma, para ser ornitológicamente exactos.

Tito, qué contratiempo, no se la sabía. Eso no fue obstáculo para que varios comensales accidentados invitaran, aprovechando el cambio de disco en la juke box asturiana, a las chicas a sentarse junto a ellos.

-Venid, venid –dijo el señor que estaba al lado de Alb. Y giró su cabeza hacia nuestro héroe- Qué guapas, ¿eh?

Alb vio venir la feminidad, inmiscuirse como ácido sulfúrico en el bloque de granito y testosterona que formaban los ocho hombres. Fue triste y aleccionador.
Triste, porque Alb, hay veces, siente pena por la Humanidad, condenada desde las cavernas a ese tira y afloja de la carne más obvia. A pesar de la hora, año 2010, y de los intentos teóricos (queer et alia), la vida seguía siendo así de simple.

Aleccionador porque aquello fue un sindiós de alianzas matrimoniales ocultadas, de cambios en el modo de cruzar las piernas, de canciones de Tito dirigidas exclusivamente a las damiselas; de ojos dirigidos exclusivamente a las damiselas; de reinado de un par de pares de tetas, del imperio de la juventud y del toreo de salón de las melenas con horquillas.

Alb miraba a todos y cada uno de los señores, y todos y cada uno de los señores eran otros desde que unas chicas se habían dignado a posar sus culos en sillas aledañas.

Él, sin embargo, decidió ignorar a las muchachas. No era que las muchachas fueran a lamentar especialmente su desinterés por ellas, pero a Alb, algunas veces, le gusta practicar el desprecio por la carne, por las jovencitas más seguras de sí mismas, sólo por joder, deporte que en ocasiones le procura placeres realmente incomprensibles y malignos.

Pasada otra hora, larga fue la noche larga, Alb quiso marcharse, y formó conciábulo con el más inteligente de la manada macho, que también quería dejarlo ya. Llegaron al acuerdo de pedir un taxi.

Este hombre listo era, además, el encargado de informar sobre los avances en la salida del avión accidentado. Estaba siempre al teléfono, hablando con Españas y señoras, al filo de la información.

Cuando Alb y el señor listo se estaban marchando, el señor listo cruzó algunas palabras con los que se quedaban. Les anunció lo siguiente:

-Me dicen, extraoficialmente, que lo más seguro es que salgamos en 24 horas.

Entonces, el hombre que había estado sentado junto a Alb toda la noche, el que le había señalado que las muchachas eran muy guapas, se levantó y se les acercó. Empezó a hablar con el señor listo ante la mirada atenta de Alb.

-No creo –decía el hombre que dijo que las chicas eran muy guapas-, no creo que salgamos mañana, tío. Es imposible que traigan un motor en 24 horas. Imposible. Tienen que volar a Madrid y luego a México y luego traer el motor. Yo creo que estaremos aquí hasta el lunes por lo menos...

Aquí acabaría la historia Raymond Carver, y cualquier alumno de taller. El lector puede intuir perfectamente el interés que el señor que consideraba guapas a las muchachas mexicanas tenía porque el avión no saliera nunca y porque le obligaran a estar en el mismo hotel (fue preguntado) que ellas una noche más y otra noche más y otras muchas noches más. No había parado de hablar con ellas, con una en concreto, durante toda la velada.

Pero este narrador humilde no es Carver, y además no quiere dejar de delatar el comentario que Alb le hizo después de oír su opinión, muy experta, sobre reparación de motores de aviones accidentados.

Fue esto lo que le dijo Alb:

-Parece como si no quisieras que saliéramos de aquí, tío.

En fin, Alb, en fin.


Madrid

Alb llegó a Madrid el domingo por la mañana. Venía de 27 grados centígrados; en la capital de España hacía un frío inmaculado.

Salió a la parada de taxis. Se fumó un cigarrillo. Hizo una llamada.

Subió a un taxi.

-Lléveme donde hace calor-dijo.


Next

A Alb le gustan las películas de Nicolas Cage. No las buenas, todas las películas de Nicolas Cage. Es salir Nicolas Cages en una película y es Alb viéndola. Nadie es perfecto, salvo Nicolas Cage.

La peor película de Nicolas Cage se llama Next. Va de un tipo que puede ver el futuro o, al menos, el futuro inmediato. Eso procura a los técnicos de efectos especiales oportunidad de mostrar en la pantalla imágenes muy pintonas, de varios Cage andando en varias direcciones y de varias cosas pasando al mismo tiempo con los mismos personajes multiplicados.

La pusieron no hace mucho en la 1.

Alb piensa en esta película porque una frase de esta película le rondó la cabeza durante todo su viaje mexicano: “He visto todas las posibilidades, y en todas acaba mal.”

Alb, en la feria internacional del libro de Guadalajara, vio todas las posibilidades. Estaba él, un autor poco conocido, pero prometedor; estaba Juan Manuel de Prada, autor reconocido y de un lado; estaba Juan José Millas, autor reconocido y del otro lado; estaban autores que viajaban en primera clase; estaban autores como Gamoneda, que recibían fastuosos homenajes; estaban autores menos conocidos que Alb; estaban autores que sin estar estaban: Mario Vargas Llosa.

Y Alb pensó que él podía ir hacia alguno de esos sitios, ocupar una de esas casillas, como por ejemplo la silla metálica de Juan José Millás donde firmaba libros, o el sillón emérito de Gamoneda, donde todo el mundo le daba la razón finalmente.

Y en eso pensó Alb, en un futuro, muy lejano, cuando tuviera 80 años, cuando le hicieran un homenaje por toda una vida dedicada a la literatura, un homenaje que, realmente, no era otra cosa que ver a todo el mundo dándote la razón, diciéndote, sí, tío, sí, señor, sí, ilustre escritor, usted tenía razón en todo lo que escribió, su obra es inmortal, nadie pone en duda ni una coma, reciba nuestro beneplácito eterno.

Y esa perspectiva, la de un momento en el que todo el mundo le diera la razón, le pareció a Alb inmensamente triste.

Pero ese era el punto más alto al que llegaría como autor en toda su vida: a un homenaje cuando las arrugas le impidieran bailar, y la artrosis le impidiera bailar, y la curvatura de la vejez le impidiera bailar. Un homenaje.

Alb no le va a bailar, pero en los alrededores del baile es donde está la literatura, porque siempre hay alguien que puede invitarte a salir a la pista, y esa posibilidad es ahora, sentenció Alb, y ahora es el momento, sentenció, y ya no necesito que nada más suceda.