martes, 2 de octubre de 2007

Bolsas

En el Día de la calle Infantas un señor te abre la puerta cuando entras y también cuando sales. Es un mendigo. Con una mano tira del picaporte y con la otra tira de tu caridad. La puerta la abre siempre con éxito; la caridad se le resiste.

En el Día de la calle Infantas hay sólo dos cajeras y una cola muy larga. Llega hasta los yogures. La forman los ciudadanos del barrio de Chueca, muchos de ellos con prisa por pagar y el elástico de la bragas a la vista, el móvil en una oreja y en brazos poca compra para tanta espera. Yo he comprado muchas cosas porque no quiero un tiempo de supermercado sino un tiempo que no le dé dinero a nadie.

Está difícil pasar el tiempo sin hacer ricos a los demás. Salvo para el mendigo, me paso las horas, o tengo esa impresión, haciendo caja para otros. El mismo alquiler me ha vuelto ya consumidor irredento: puedo decir que no hay un solo segundo de mi vida en el que no esté gastando dinero. Sólo hay una cosa que iguale en constancia al gasto: la propia vida; y es triste pensar que el gasto habrá de sobrevivirme, al menos hasta final de mes.

He comprado naranjas. Y muchas más cosas. Pero las naranjas es lo único que compro con entusiasmo. Son pequeñitas, vienen en bolsas de red y me encanta sacarlas de la red rompiendo con las yemas de los dedos esa malla debilucha. Hago zumo con ellas. Con dos tengo para un vasito. Las corto por la mitad y las vacío contra un exprimidor Ufesa, que me hace temblar la mano como un asesino de niñas. Luego me bebo el zumo sin pestañear, casi de un trago, porque en realidad del zumo sólo me gusta la zeta.

La cola sigue avanzando. La chica que tengo delante, la de las bragas sobresalientes, ha recordado varios olvidos en los últimos metros. Me pide que le guarde el sitio y se va a buscar algo. Vuelve. Repite la operación varias veces. Cada vez que regresa, reviso su compra. No ha comprado más, ha comprado distinto; ha cambiado carne de pollo por carne picada, o al revés; es una compradora ociosa, no como yo, que soy un comprador absolutamente profesional, es decir, que no disfruta.

Llegamos a la bifurcación. Una parte de la cola se dirige a la caja de la derecha y la otra a la caja de enfrente. Las dos están atendidas por latinoamericanas bajitas, oscuras y feas. Trabajan a toda prisa. Venden las bolsas y pesan las frutas; dan el cambio y el tíckett lo echan a volar. Algunos clientes adictos al tíckett de sus compras son capaces de coger el papel al vuelo, y luego hacer como que suman, para asentir finalmente con la cabeza.

Yo he puesto mis naranjas sobre la cinta, y luego lo demás. He dejado la cesta roja sobre un montón de cestas rojas y he pedido dos bolsas. La cajera pasa los productos por el lector y yo los voy metiendo en las bolsas, sopesando cuando habré de empezar con la segunda. Luego me canta lo que le debo y yo le pago como quien desenfunda un Colt: llevo el billete en la mano.
Me da el cambio.

Agarro las bolsas y me dirijo hacia la puerta. A través de los cristales sucios y llenos de pegatinas, veo asomar la nariz del mendigo. La puerta empieza a abrirse. Salgo por ella.

-¿Una ayuda por favor?

Sigo por la calle Infantas hasta la plaza Vázquez de Mella. Me pesan las bolsas y hago una parada para cambiármelas de mano.