martes, 11 de septiembre de 2007

Belén de Chueca

Mi vecina pisa azulejos de colores y lleva un niño en brazos. Su buzón dice que se llama Vanesa. También dice el buzón que vive con Javier. Como no dice Javiercito uno puede pensar que es su novio, su marido: uno que a veces tiene un mal día. Pero Javiercito nunca tiene un mal día y del banco no le escriben. Lo que quiero decir es que Vanesa vive bien acompañada.

La veo desde la terraza. Su cocina es aburrida. Moderna, pero aburrida. Las cocinas por lo general son estancias tediosas, muy útiles eso sí, pero donde nadie entra a hacer otra cosa que lo que mandan los electrodomésticos y la comida en el frigorífico. Si hay carne, se cocina carne; pero si no hay carne la libertad se resiente. Yo en la otra casa no tenía aguacates ni exprimidor de naranjas: ahora que los tengo me doy cuenta de que antes vivía reo de microondas, en una cadena perpetua de frituras. Todo lo que me han dejado los antiguos inquilinos ha abierto el arco de mis libertades. Un rayador de queso, por ejemplo. Papel de cocina, por ejemplo. Pimienta. La Constitución es un Libro de recetas.

Vanesa no sé qué cocina. A su hijo muchas veces parece que lo va a echar al fuego. No lo suelta. Tiene un par de años. Cocinan juntos la cena y Vanesa le habla. Luego salen de la cocina y la luz se apaga y sus secretos tendrán.

Está muy sola, Vanesa. Cuando una mujer lava los platos sola, es que realmente la soledad se agarró fuerte y es difícil de sacar. Lavar platos, aunque sean sólo dos y el niño espere ahí al lado viendo el telediario de Iñaki Gabilondo, procura mucha angustia. Yo lo sé. La cabeza gacha, sobre el fregadero, y las manos emporcadas de Mistol; rasca que te rasca la grasa; tenedores y cuchillos, siempre al final; aclarar la espuma y pasar la bayeta por la boca del fregadero: todo impecable, pero mañana hay que volver a hacerlo. Volver a agachar la cabeza y pensar. Lo malo de lavar platos es que uno piensa mucho. Piensa sobre un sumidero cenagoso de verduras y trocitos de carne. Luego retiras con la punta de los dedos ese empozamiento. Siempre hay un suspiro al acabar. Mañana, pescado.

Vanesa vive puerta con puerta con unos gays. Tienen el mismo sexo y el mismo nombre, pongamos que Luis. Los Luises. Los Luises son muy igualitos en todo, y se han trabajado los músculos en la misma dirección, de modo que no sé si he visto a los dos o sólo a uno, varias veces. Vanesa habla mucho con ellos. A veces llama a su puerta para decir, eh, sólo quería que supierais que ya estoy aquí. Y los Luises saben que está aquí y le dan conversación de descansillo. Las conversaciones de descansillo, al contrario de lo que dictaminó un científico ahora en decadencia, no caen escalones abajo, sino que suben. Hasta el cielo.

Vanesa pregunta: ¿A qué temperatura tienes el frigorífico? Un Luis responde que a 5 grados. Vanesa pregunta: ¿A qué temperatura tienes el congelador? A menos 16 grados. Conversación de descansillo.

Es jueves. Me he puesto unos vaqueros de Springfield y una camiseta, también de Springfield. He salido de casa. Al bajar los primeros escalones, les oigo. Acaban de empezar una nueva charla de rellano.

-Hoy está malito.

Tras el recodo, me los encuentro. Vanesa está a la izquierda, con Javiercito en brazos. La puerta de su casa está todavía cerrada. A la derecha, un Luis, en calzoncillos. Está completamente depilado y es muy musculoso. Se apoya garbosamente en el marco de su puerta, entreabierta. Durante un segundo, congelo la estampa. La luz del descansillo, amarillo estrella, los atrapa en su caída como la tela de araña de una catedral. Me acuerdo de esos belenes donde siempre falta Dios.

Dejan de hablar.

-Hola –saludan.

-Hola –contesto.

Los dos me miran de arriba abajo.