sábado, 5 de junio de 2010

One hit wonders

Me precio de haber pronunciado la siguiente frase durante una charla literaria: Soy la persona de España que más ha leído literatura que no merece la pena leerse.

Efectivamente, creo que he perdido muchísimo tiempo leyendo a autores que nadie recordará nunca, que nadie conoce, que nadie leyó conmigo, que nadie cree que existen.

Esto no quiere decir que fueran atroces: de hecho algunos me gustaron mucho. Quiere decir que si, como es mi caso, no he leído aún Las suplicantes ni Pablo y Virginia ni Clarissa no debería ponerme a leer a un chaval de 20 años.

Pero pasa que a mí me gusta leer a un chaval de 20 años antes que a Goethe. De hecho me interesa más cualquier bodrio escrito por un autor nuevo que Goethe entero. Es lo que hay.

Al hilo de todos esos libros desconocidos que he leído, comentaba en la charla del otro día la particularidad de algunos autores que nunca volvieron a publicar (según mis fuentes). Nombraré a tres.

Jordi Martín Jurado, y su obra Niños.

Juan Gracia, y su obra Todo da igual.

Bruno Francés, y su obra Carpe diem.

Curiosamente, Niños fue premió Jaén de Novela, y la publicó Debate; Toda da igual la editó Mondadori; y Carpe diem fue premio Ateneo Joven. Quiero decir que no son novelas que no hayan salido de su comarca, geográfica o literaria.

Sin embargo, no conozco a nadie que las conozca. Están bastante bien las tres.

Pensaba el otro día, sobre todo, en Niños. He llegado a la conclusión de que la crítica literaria, incluso las palabras críticas, son completamente absurdas, y que lo único importante es la primera impresión, reseñable en un agradecidamente parco: Me ha gustado, Me ha gustado mucho o Me ha gustado muchísimo, con sus reversos negativos y asimismo magros: No me ha gustado, No me ha gustado nada, Me ha horrorizado.

Con eso vale. Lo demás es palabrería; interesante, pero palabrería.

De hecho, como con las críticas que recibo yo, no soporto leer una reseña en la que, al principio o al final (lo primero que leo de una reseña es la última frase), no afirmen rotundamente si la novela les ha gustado o no. Muchas no lo dicen. ¡Me ponen enfermo!

Y, aparte de la primera impresión, el paladar directo, la primera sangre del gusto, está lo que alguien me ha comentado que se llama "retrogusto". Es decir, pasan los días, vuelves de pronto a pensar en una obra y dices: Sí, sí, sí que era buena. O: Uf, en realidad era malísima.

En eso también creo.

Algunas novelas te engañan un poco en su primera lectura, porque esta se produce al calor de la novedad, con la que uno quiere casi siempre estar de acuerdo. Pero, cuando pasa esa semana de empatía con tu entorno cultural, muchas obras se te revelan de pronto realmente malas, o sosas, o huecas, y les bajas la nota.

El caso es que Niños, de Jordi Martín Jurado (y estoy seguro de que este post va a otorgar al escritor (¿por una novela ya es uno escritor?, ¿para siempre?, ¿por una novela de 1998 también?, ¿caduca el escritor?) su entrada principal en google), en el momento del retro-retro-gusto, me ha parecido muy buena. Tengo un recuerdo estupendísimo de la novela. La leí hace 12 años y aún sé de qué va: eso no me pasa con Rojo y negro.

Niños va de un señor, no sé si el narrador, que fabrica niños. Los fabrica y los tira por la ventana o los manda a robar bancos o a hacer surfing: cosas así. La novela, en pequeños trozos, acumula este tipo de historia perversa, bastante ácida (según mi memoria), y deja claro, es uno de sus leit motiv, que (el narrador) no soporta básicamente dos cosas: las ideologías y a los periodistas.

Creo que, si se publicara ahora, esta novela sería completamente moderna, postmoderna, fragmentaria, anti-realista, anti-patriótica y todo eso que se pide a un joven autor debutante. Dato: Carlos Boyero (y Constantino Bértolo, pero sobre todo Carlos Boyero) estaba en el jurado.

Todo da igual, de Juan Gracia, era una especie de American Psycho madrileño, más inmoral que amoral, y que recuerdo que me incomodó, y que su protagonista me cayó fatal. Ya digo: más inmoral que amoral. Muy cruel.

Carpe diem era una historia del género negro de andar por casa: es decir, ese género negro que sucede en España, que para que te lo creas tiene que ser un poco cutre, sin grandes complots ni retorcimientos en la trama. Ahora que la cito, me viene a la cabeza Los asesinos lentos, de Rafael Balanzá, que leí no hace mucho, y que es también una primera novela que a lo mejor dentro de diez años no recuerda haber leído nadie.

Pues si Los asesinos lentos trata de un tipo que le dice a otro que le va a matar, pero no cuándo, Carpe diem eran unos jóvenes que se iban (al estilo de Fin, de David Monteagudo) a una casa a pegarse un tiro en la cabeza... o no.

Me pareció un libro muy entretenido.

Otros autores que siento a menudo que sólo yo he leído son, por ejemplo, David de Benedicte y José Machado. Ambos tuvieron una primera obra a la que, finalmente, ha seguido una segunda; pero a lo que voy es a que durante bastante tiempo formaron parte de ese rincón Rulfo donde se juntan a callar los escritores que sólo tiraron una vez los dados.

David de Benedicte ganó con Travolta tiene miedo a morir el premio Francisco Umbral de novela, y la verdad es Travolta tiene miedo a morir era una calcomanía lírica del estilo de Umbral, incluso meritoria en su seguidismo.

José Machado, por su parte, publicó A dos ruedas en Alfaguara (nada menos), y, aparte de sacar a Andrés Pajares en su libro, lo puso todo perdido de Ray Loriga, al que A dos ruedas (pienso en Héroes) se parece quizá desmedidamente.

Más recientes, y más cercanos (publica Lengua de trapo), están los nombres de Alberto Ávila Salazar y Pablo Sánchez. (Me acabo de dar cuenta de que no he nombrado a ninguna mujer hasta ahora.) El primero ganó como yo el premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid. Su novela se tituló Todo lo que se ve, y me pareció bastante buena. De hecho no soy capaz ahora mismo de encontrar símiles para su estilo o su historia, supongo que porque Ávila Salazar proviene de lecturas axiales distintas a las mías.

Pablo Sánchez también ganó un premio; el Lengua de Trapo, de hecho. Así a ojo es posible que sea la mejor novela premio Lengua de Trapo de toda la historia del premio. Su libro se tituló Caja negra y su componente autobiográfico y metaliterario era la fuerza motriz de su propuesta. Recuerdo que me gustó mucho su insolencia, su crítica a su ciudad natal (Barcelona) y la burla constante respecto al mundillo literario y cultural.

También leí en su momento (y me he acordado por el paréntesis de más arriba) Muertos o algo peor, de Violeta Hernando. Recuerdo el título del libro, y recuerdo el nombre de la autora: juro que no he buscado en google. Y quizá lo recuerdo porque fue bastante sonado el hecho de que la autora tuviera 17 años (¡o menos!). Lo que sí se me ha olvidado es de qué iba el libro, aunque recuerdo (¡) que la editorial se llamaba Montesinos.

La misma editorial que publicó Los minutos de la basura, de Eloy Fernández Porta, que también leí entonces, cuando nadie sabía que Eloy Fernández Porta iba a resolver posteriormente en el ensayo todos los enigmas de nuestro tiempo. Me interesó mucho este libro, con una contraportada o cuarta de cubierta en la que se sometía al lector a un test para ver si realmente tenía en las manos la novela adecuada, o el libro en las pastas las manos adecuadas.

Con motivo de una entrevista para la televisión que me hicieron con mi primera novela, recuerdo haber conocido a dos autoras primerizas que acudían también a la cita. Una era Berta Vías Mahou, con su novela Leo en la cama. La otra no recuerdo cómo se llamaba, pero sí el título de su libro: La reina de las putas.

Mi memoria no merece medalla en este caso: estamos de acuerdo.

Sólo leí Leo en la cama. Pensaba que Vías Mahou se había arrinconado con Rulfo y compañía pero hace no mucho descubrí que anda publicando cuentos y, sobre todo, traducciones, con la editorial Acantilado (nada menos).

Otra pareja que comparte editorial (y la comparte también conmigo: nada mejor para que alguien lea todo tu catálogo que publicarlo) son (o fueron) Berta Serra Manzanares y Ada Castells. Publicó Anagrama.

Serra Manzanares hizo una primera (creo que era primera) novela muy ambiciosa, ambientada en Estados Unidos: El Oeste más lejano. Me dejó un poco frío, la verdad. Ada Castells escribió El dedo del ángel, una historia de cocina y sodomía, y Menorca monacal o sectaria (había mucha misa en esa parte del libro), que me resultó muy gamberra y provocadora. Ambas autoras han publicado al menos un libro más (con Anagrama también).

Finalmente, he leído hace unos meses Los dueños del ritmo, de José Eduardo Tornay, editado por La Fábrica en esa colección de novelas breves que son más largas que muchas novelas que no van de breves. Está muy bien escrita, no en términos de corrección sino de creatividad expresiva. Su trama socioindustrial nos retrotrae a esa literatura siglo XX en la que siempre parecía que acababan de cerrar una fábrica y levantar un barrio obrero, mientras pasaba un Mercedes Benz por algún sitio.

Ahora mismo acabo de acordarme de María Folguera. También ganó el Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, pero antes que yo. Su novela Sin juicio vio la luz cuando ella tenía 17 años. Me gustó mucho. La autora anda ahora dedicada al teatro y ha ganado un premio con su drama Hilo debajo del agua. Su alejamiento del género narrativo me parece encausable: creo que tiene un talento destacado dentro de los escritores nacidos en los años 80.

Así a bote pronto no recuerdo más libros que puedan tenerme a mí como único lector a día de hoy, libros olvidados, libros primeros, marginales, simpáticos, irrelevantes. Supongo que siempre hay alguien que se acuerda de un libro.

O no.
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update:

Levantar ciudades, de Lilian Neuman
Tengo palabras de fuego, de Adolfo Muñoz
La matriz y la sombra, de Ana Prieto Nadal