viernes, 29 de abril de 2011

Forzar tarjeta

He visto a los mejores cerebros de mi generación hacerse del Barça. Fue en 1988, cuando Johan Cruyff fumaba en el banquillo; cuando los futbolistas no salían al campo acompañados de un menor; cuando nadie del mundo del fútbol pretendía ser un ejemplo para la sociedad y a Risto Stoichkov le faltaba un diente.

Éramos del Barça porque ganaba y porque jugaba bien. Teníamos quince años y una pelota y sistemas muy estrictos de rotación en la portería: el peor siempre hacía de guardameta. Ocupar los tres palos era una especie de minusvalía. Nunca he visto a ningún niño jugar bien de portero. Los mejores porteros siempre eran los mismos que metían muchos goles. Quitaban los guantes al otro cuando meter muchos goles no servía de nada, porque nuestro portero se había dejado meter muchos más. Zubizarreta también era malísimo. Y Arconada. El portero era un jugador que sólo salía en las repeticiones cuando se equivocaba. Parar balones no tenía ningún mérito. Contaban este chiste: N´Kono las para todas porque siempre le tiran a dar. N´Kono era el portero negro de Real Club Deportivo Español.

En las noticias hablaban de avalanchas en las gradas. La gente moría aplastada contra las vallas de metal que rodeaban el campo. Las fotos salían saturadísimas de azul deportivo y rojo sangre. También era noticia que alguien se saltara esas vallas e interrumpiera el juego durante unos minutos. Los propios jugadores tumbaban al espontáneo y lo echaban a patadas del campo.

Cuando se lesionaba un jugador, él mismo iba cojeando hasta la banda, para recibir asistencia o dejar su sitio a otro jugador. Era habitual oír al comentarista narrar un lance violento y apuntar algo como: El jugador prefiere salir por su propio pie del campo que en camilla. Si salía en parihuelas era porque le habían partido la pierna.

Una vez Simeone le clavó los tacos en el muslo a Koeman: en la tele se vieron incluso los agujeros en su carne, redondos y profundos como dedales. Romario le dio un puñetazo a un defensa del Sevilla a la salida de un córner. Stoichkov volcaba las cámaras como McEnroe, para sacar un córner. Menotti decía a sus masajistas que al rival no había que atenderlo, había que pisarlo.

Quizá todo cambió, poéticamente, cuando Johan Cruyff sufrió un ataque al corazón. Dejó de fumar e hizo un spot televisivo donde rompía de un puntapié una cajetilla de cigarrillos. Fue entonces cuando los futbolistas y entrenadores empezaron a decirnos lo que teníamos que hacer. Dejaron de ser héroes para convertirse en modelos. Modelos morales y modelos estéticos.

De pronto todo se llenó de melenas y diademas, se pasó de 4.4.3 a un buen corte de pelo, de salir desdentado al (y del) campo a lucir sonrisas de porcelana. Los hermanos Laudrup sólo fueron un aviso de lo que se avecinaba: los futbolistas tenían que ser guapos y recortarse las cejas; David Beckham dio muerte al tipo que jugaba sin saber que lo estaban mirando, al tipo que se tocaba naturalmente los cojones en el área chica.

Salir al campo ya no era saltar al campo sino desfilar al campo. Alguien tuvo la idea de que los futbolistas aparecieran acompañados de un niño. Alguien tuvo la idea de que se sujetaran pancartas en el círculo central con mensajes contra el racismo. Quitaron las vallas. Insultar al árbitro era merecedor de tarjeta amarilla, o roja. Los porteros empezaron a colgar una toallita de la red para secarse el sudor cuando su equipo no estaba defendiendo. Decían que Vitor Baia, el nuevo portero del Barcelona, era muy guapo y muy coqueto, porque siempre salía el último de las duchas.

Luego alguien (un genio) se inventó la nueva estética del fútbol: volver a Roma. Los spots televisivos mostraban a los futbolistas en medio de coliseos, en parajes perdidos en territorios míticos, chutando balones de fuego. En los anuncios los futbolistas jugaban contra el equipo del mal, que eran unos demonios infográficos con cuernos y sin segunda equipación. Les vencían al arrullo de músicas barrocas, Carl Orff genuino o de imitación.

Paralelamente a los anuncios de ropa deportiva, videoconsolas y bebidas isotónicas, los futbolistas pedían en otros anuncios que compraras un bolígrafo o un llavero solidario. Aprendimos que a vender llaveros se le llamaba: "ceder tu imagen".

Guardiola era famoso porque daba los pases sin mirar. Guardiola vivió ese momento técnico según el cual el centro del campo era en realidad lo más importante. Aprendimos a mirar un poco más abajo los campos de fútbol. El delantero no tenía tanto mérito como creíamos, y años después nos enseñarían que también el guardameta podía ser el mejor jugador de un partido, allí al fondo del césped.

Guardiola llegó al banquillo del Barça después de perderse, precisamente, en Roma; la Roma. Después de colgar la camiseta del Barcelona no se supo nada de él, salvo que había sido acusado de dopaje allí en Italia. Luego le hicieron entrenador del primer equipo azulgrana y con él todo cuajó: Roma, la solidaridad, el medio campo y los porteros que cobraban 6 millones de euros por temporada.

Guardiola era como un Cruyff que nunca hubiera dejado de fumar; llegaba sano de casa. Vestía trajes y estaba en forma y le quedaban estupendamente los jerseys de cuello de pico, normalmente malvas. Guardiola tenía un discurso y lo llamaban filosofía y era una filosofía platónica: el bien era la belleza y la verdad. La verdad era el bien y la belleza. La belleza era la verdad y el bien. Ganar es de buenas personas.

Todo lo que tiene que ver con el éxito en nuestros días tiene que ver con el bien. Ya nadie triunfa si no es porque su triunfo es ejemplar. La diferencia entre las empresas y empresarios de nuestros días y las empresas y empresarios que capitanearon el capitalismo desde el siglo XIX es que las empresas y empresarios de nuestros días no nos explotan, nos instruyen. La crisis en la objetividad del juicio y la tasación de las virtudes profesionales surgida a partir de las teorías relativistas de los años 60 lleva a enjuiciar y calibrar un producto por sus intenciones: la intención de la obra es su calidad. Si alguien intenta hacer una película contra el racismo su película es una buena película; una novela que denuncia el maltrato de género es una buena novela; la palabra bondad ha dejado de tener dos significados; el bien siempre fabrica lo bueno.

Guardiola fabrica el mejor fútbol. Nos gustaba el Barcelona porque jugaba mejor que nadie y nos daba placer. También nos gustaba la Selección Española porque era un Barça de veraneo. Y el seleccionador, Del Bosque, un Guardiola de entretiempo.

Éramos tan felices. Nos daba igual la doctrina moral continuada, la pérdida de lo tribal en beneficio de la catequesis; nunca pensamos que realmente se lo tomaran en serio.

La cosa empezó a resquebrajarse en la final de la Copa del Mundo. Del Bosque no ganaba a Holanda. Holanda nos devolvía al fútbol racial, a los cojones, a la tribu, a la selva, al conflicto esencial: la competición.

Del Bosque, por primera vez, en aquel banquillo sudafricano, sacó su sangre. Gritó, protestó, seguramente insultó al árbitro. Estaba nervioso porque para ganar la Copa del Mundo no valía el anuncio que acababa de hacer para ayudar a unos niños, ni la cena de gala en favor de la lucha contra el cáncer. Para ganar, esta vez, había que mostrar que de eso va el fútbol.

Y ganó. Y volvieron los llaveros y los bolígrafos y esos marquesados del bien. Pero es que ahora sabíamos que es muy fácil parecer una buena persona cuando te va bien.

Luego vimos otro partido. El Barcelona en la Copa de Europa. Alves en la banda. Se dispone a sacar pero nunca saca. El árbitro le muestra tarjeta amarilla por perder tiempo. Eso buscaba Alves, siguiendo órdenes de Guardiola: acumular en este momento de la competición la quinta tarjeta amarilla, perderse entonces el partido siguiente, intrascendental, y estar dispuesto para jugar otro más importante.

Forzar tarjeta se convirtió en la gran fisura del Barcelona de Guardiola. Forzar tarjeta era el modo elegante de hacer trampas, la sutil forma de adulterar el fútbol, la diplomacia del ganador de nuestro tiempo.

Forzar tarjeta nos insinuaba un vestuario donde se establecían estrategias para el éxito, donde no se hablaba de galas benéficas ni de respetar al contrario, sino de ganar siempre y a cualquier precio, pero dejando perfectamente ocultos la ambición y el saldo moral. Forzar tarjeta ponía de manifiesto que uno tiene también malos pensamientos, objetivos personales y corporativos, un sueldo millonario que asegurar e incrementar.

El Barça entonces nos pareció cada vez menos modélico, como un club que habla mal del mundo a sus espaldas. Estábamos hartos del niño bien y sus flequillos, y de esa raya en el pelo, impecable. Así que por una vez, algunos de la generación que en 1988 se hizo del Barça fuimos con el Madrid en la Copa del Rey. A ver qué pasaba.

Pasó que ganó el Real Madrid. Pasó que ya no éramos los mejores y que a nadie le importaban los niños de África si no conseguías la prima millonaria del club para determinada competición. Pasó que había que elegir entre ser buenos perdedores y ganar. Pasó que ahora ganar no entendía de bien o mal; pasó que ganar era lo de siempre.

Guardiola, como Del Bosque cuando las cosas no iban bien, empezó a atacar, a decir tacos, a soltar pullas, a olvidarse la corbata en casa y no contestar las llamadas del club de caballeros. Su equipo jugó de nuevo con el Real Madrid, esta vez el encuentro de ida de las semifinales de la Copa de Europa. Su equipo hizo el peor partido posible. Aburrió. Y forzó tarjeta. Cada falta recibida era representada por un jugador del Barcelona como un intento de asesinato. Sergi Busquets fue nominado a cuatro oscars: todos los de mejor actor, hombre, mujer, primerizo y primeriza. Cualquier golpe que le dieran él lo recibía en la cara. Daba igual si lo había recibido en el tobillo: lo importante era la cara. Todo el mundo entiende que si te golpean la cara te han hecho mucho daño. La cara es el actor del alma.

Y Messi. Messi también ha cambiado cuando ha perdido. En la derrota contra el Madrid disparó contra la grada, plagada de madridistas. En el partido de semifinales pateó a unos y a otros, fingió, se quejó al árbitro, fue en definitiva humano.

Ganaron. Dos goles de Messi. Todo volvía a su sitio. Mourinho propuso que el Barcelona recibía ayudas arbitrales porque hacían promoción gratuita de Unicef en sus camisetas, y porque "eran muy simpáticos". Demasiado tarde: ya lo sabíamos. Guardiola volvió a anunciar llaveros y Bancos, del mismo modo que Del Bosque anuncia Bancos y bolígrafos. El modelo de bondad simulada se tambaleó un poco, pero aún no había acabado su ciclo.

Ahí seguimos.

Pero ya no somos del Barça.

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Fe de erratas: Menotti->Bilardo. Koeman->Julen Guerrero.