viernes, 25 de mayo de 2007

-97.000

En el hospital, correteo detrás de mis tíos. Son dos. Uno lidera. Es delgado. El otro, que siempre me ha recordado a Paul Newman, le sigue. Es algo débil de carácter. Yo, en todo caso, pienso que sigo a Paul Newman.

No sé dónde vamos, pero no dejamos de recorrer pasillos y tomar ascensores. Subimos y bajamos. Todo está lleno de ancianos y patas de silla. Hay gente detrás de ventanillas. Son jóvenes. Hay colas de personas heridas. La cola es un largo reguero de sangre y virus y papeles en la mano. Mi tío líder lleva papeles en la mano. Los pone sobre mostradores, recibe sellos y copias; recibe formularios. Recibe respuestas confusas a preguntas confusas. El DNI de mi abuela va y viene de mano en mano, como un cuerpo de plástico donde viaja su alma.

De nuevo en la planta cuarta, doy un paso al frente, sobrepaso a Paul Newman y arrebato, sin mucho tacto, la carpeta de las manos de mi tío.

Quiero verla. Quiero leer cada papel, cada nota, cada firma. Quiero tocar eso.

Quiero ver dónde dice y cómo dice y quién dice que mi abuela se ha muerto. Quiero saber qué es la muerte aquí, por escrito y dictaminada. Quiero ver qué pasa cuando te mueres y tus familiares vagan por el hospital buscando respuestas confusas a preguntas confusas. Quiero leer la página final y clínica de una vida. Ver la resta.

La causa de la muerte ha sido: neumonía respirativa. La hora: 20.10. La edad: 97.000 años.

El DNI de mi abuela ha empezado a decir mentiras desde las 20.11.

El documento sigue sumando.

Sin embargo, todo es resta.

Ya queda menos.

jueves, 17 de mayo de 2007

Cuatro pisos con una sola pierna

Realmente me acabo de bajar los pantalones y los calzoncillos y me acabo de sentar sobre la taza del wáter y, realmente, estoy iniciando la servil labor natural de la excrecencia.

Realmente ha sonado el timbre de la puerta de mi casa.

-Joder –yo, realmente.

El timbre ha vuelto a sonar. Dos veces más. Tres veces más.

-Me cagüen...

He detenido el proyecto defecatorio en un punto en el que a ciencia cierta resulta casi imposible hacerlo. Todo por el timbre.

Camino hacia la puerta subiéndome los pantalones y no me abrocho sino que solamente me ajusto el cinto. Miro por la mirilla y veo una cabellera blanca, femenina. Debe de ser la vecina que se encarga de la comunidad, que hoy no se peinó: todo esto lo pienso sin palabras. Es decir, lo pienso.

Abro.

No es la vecina. Es: una señora menuda, de pelo sucio y gris, de ropa sucia y gris, con una muleta bajo la axila izquierda y sin pierna izquierda.

-¿Sí? –digo, atónito, y miro por la barandilla de la escalera interior del edificio, los escalones.

La mujer muestra ahora un portafolio negro y dice:

-Estoy recaudando dinero para una pierna...

-Por favor –yo, sin piedad-, mire el barrio donde vivimos, por favor... –y empiezo a cerrar la puerta.

Veo cómo la señora, sin inmutarse, se gira sobre su única pierna y se encamina hacia la puerta frontera, la de mi vecino, en el Cuarto Dcha.

Cerré la puerta y ahora vuelvo al baño. Me quito toda la ropa. Ya no me apetece servir a mi organismo su alivio mingitorio. Me ducho.

Mientras el agua cae sobre mi cuerpo (me veo las dos piernas cubrirse de afluentes cálidos) me empiezo a irritar.

Estoy extraordinariamente enfadado. Con esa mujer. Porque enseguida he pensado que la pobre mutilada ha subido a pie (no hay ascensor) hasta mi casa, para pedirme dinero para una pierna. Pienso, primero, que hace falta ser gilipollas, con la cantidad de puertas bajas que hay en Madrid, con la cantidad de peticiones que podría realizar sólo en puertas bajas, en primeros, en, como mucho, segundos pisos, subir cuatro pisos en mi barrio para pedirme a mí dinero. ¿A qué subir al cuarto, sin ascensor? No pidas dinero para una pierna, jodida retardada, pide dinero para un cerebro.

Pero me irrito aún más al entender. Entender que esta tía hace eso precisamente para despertar la caridad. Para hacerme pensar, jo, pobrecita de mi alma que ha subido cuatro pisos con una sola pierna, cuando ya yo, más joven y bípedo, me fatigo considerablemente cada día que tengo que subir de vuelta a casa.

Entonces la mujer deja de ser gilipollas y empieza a serme detestable. Hija de la gran puta. Vete a tomar por el culo con tu pierna única: vete a pedir dinero a la gente que tiene dinero; vete a tomar por el culo con tu puta pierna única.

Vete a pedir dinero en el barrio de Salamanca. Vete a la calle José Abascal. Vete al Palacio de la Moncloa.

Vete a tomar por el culo con tu puta pierna. Única.

Vete al Banco Bilbao Vizcaya. Vete a Banesto. Vete a tomar por el culo.

Vete a Rafa Nadal, vete a Fernando Alonso, vete al presidente del Real Madrid.

Vete a tomar por el culo.

Joder.

Luego pienso que he quedado. Para comer. En un restaurante en Lavapiés. Y luego esta noche tengo una fiesta y compraré un regalo, si tengo tiempo e inspiración. No me estoy muriendo de hambre. Tengo trabajo y todo eso. Realmente estoy mejor que esta hija de la gran puta y por eso empiezo a sentirme mal. Y eso sí me jode: que me haga sentir mal.

Que me haga sentir culpable.

A mí.

Esta hija de puta.

Estoy hasta los huevos de toda esta mierda.

viernes, 4 de mayo de 2007

Filipinas

En el restaurante donde como habitualmente no me hacen ni caso. Estoy en la barra, con un billete de diez euros en la mano, tratando de conseguir cambio para comprar cigarrillos. El camarero, que es como peruano, como ecuatoriano, como bantú, se la pasa poniendo cafés y mirando papelitos debajo de la barra. A mí, ni caso.

Salgo del restaurante con el billete aún en la mano. Diez euros. Mi salida coincide con la de los chavales del instituto. Las Juventudes de Chamberí, niños monos, niñas monas, con mochilas y móviles y muchas ganas de llamarse por teléfono para quedar en la esquina del fondo, un rato.

Localizo un bar. Entro y pido cambio. Me dan todo en monedas de 1 euro. El dinero, amén de ser sucio, pesa como pecados por cometer. Me acerco a la máquina expendedora de tabaco y espero que OFF cambie a ON. Cambia. Fortuna. 2,55 euros.

Salgo.

Ocupo un banco vacío, en la calle García de Paredes. Enciendo un cigarrillo, cruzo las piernas y hago como que estoy muy concentrado en los quicios del universo. Chirría Plutón, pienso; se nos descuajaringa la órbita lunar, propongo; un agujero negro no pega como regalo de Navidad, asumo. Dios tiene su morbo. Afirmo.

Mientras doy caladas a mi cigarrillo, veo pasar, por delante de mis ojos, alumnas de tres en tres. Esto me ha hecho dejar de lado mis cavilaciones intergalácticas y concentrarme en la recurrencia del tríptico adolescente.

¿Por qué van de tres en tres las muchachas? ¿Cuántos son ellos?

Un grupo de tres chicas se me aproxima. Y, cuando doy una de las caladas epigonales a mi cigarrillo, se detienen ante mí, lideradas por una muchacha que apenas alcanza, a mis ojos, los 12 años. Es morena, la nariz chata, gafas, ojos con serpentinas.

Me mira el cigarrillo. Sonríe.

-Perdone... -dice.

-... -yo.

-¿Tiene fuego?

Y saca un cigarrillo. Lo sujeta ante su cara, su cara de 12 años, y veo en los nudillos de su mano una palabra escrita, cada letra sobre un hueso. No entiendo qué pone.

-Pero... -yo, confuso-, pero ¿cuántos años tienes? ¡Por favor!

Se ríe, la niña. Sigue con el pitillo pegado a los labios.

-Darte fuego debe de ser ilegal, por lo menos...

-Porfa...

-Que no, que no...

La muchacha parpadea diecisiete veces seguidas, llenándome la cabeza de aire inocente.

-Toma, anda. Pero enciéntelo tú misma... Yo no quiero... Seguro que es ilegal...

Le paso el mechero. Enciende el cigarrillo. La miro.

-¿Tú tienes origen filipino?

-Sí -me confirma, con cierto orgullo transcontinental, y luego me devuelve el mechero-. ¡Adiós!

Se marchan. Ella, la niña filipina, y sus dos amigas, sosas y rubias y con padres en el barrio.

Enciendo otro cigarrillo. Miro la calle. Los quicios del universo me dan un poco igual; ahora sólo pienso en los nudillos de la chica, en esa palabra de cuatro letras que lleva boligrafeada en la piel, sin sentido.