sábado, 17 de noviembre de 2007

D.Y.C.

Esto es que espero. En la calle Fuencarral hay un recuadro de acera, un área de boulevard, un espacio con olivo y Starbucks, un sitio para darse citas y gastar el dinero y, justo ahora, dejar que te pinchen la sangre y te digan si sida sí o sida no, porque puedes tener el sida y no saberlo, folla uno tanto y tan sin condón y tan a la buena y sobre todo a la muy mala de dios que vete tú a saber si no te pegaron las siglas o lo que viene después de las siglas o la tontería, que es un virus no registrado que le saca ya muchas cabezas a todos los demás. V.I.H. No me acuerdo qué significa.

La plaza no tiene nombre o al menos no colgando. No encuentro placa que me diga qué nombre se le da a esta plaza. Veo carteles de tiendas de ropa y carteles de conciertos, de eventos sexuales pansexuales homosexuales, de nuevas aperturas y nuevos productos. El nombre de la plaza, no. Veo ventanas encendidas, llenas de lámparas de colores y siluetas que se mueven confusas tras las cortinas, y pienso si molaría vivir ahí, encima de una plaza sin nombre, y en cuánto costará el alquiler de ese apartamento y de ese apartamento, y en qué gente fuma en el bordecito de los ventanales de aluminio, y dónde compraron los muebles, tan modernos y tan iguales a los de su vecino, y por qué todos los apartamentos de la plaza se parecen por dentro y por fuera y en si en alguno de ellos vive alguien que yo conozca y pueda dejarme que suba y me asome. Y escupa.

Esperar me duele. Soy puntual como el punto y coma, que es un signo ortográfico que sólo usamos los sibaritas de la gramática, un signo perplejo, intermedio, que no pone fin ni pone pausa; pone inquietud.

Mi puntualidad es obediencia y relojes que no tengo. Mi puntualidad, para ser precisos, es ordenanza de la palabra, rigor de decir: si quedamos a las nueve quedamos a las nueve porque hemos dicho que quedamos a la nueve. Si quedamos a la nueve y no vienes a las nueve la palabra tampoco vale nada y entonces qué carajo vale algo. Dime tú, zorra que espero.

No viene. Su no venir es mi sí quedarme, mi espaciado deambular de esquina a esquina, de farola a olivo, de rostro a rostro. Miro todas las caras del mundo. Una a una, miro todas las caras del mundo. Soy incapaz de esperar para ser sorprendido. Si vienes y no te veo del susto me muero. Mándame un sms con cuándo llegas. Dime que estarás pronto en mí. No vengas violenta.

No viene y me siento chapero o puta o tonto al que dieron calabazas muy gordas. Miro y miro. Cuando me arranquen los ojos harán de mí un candelabro sin llamas. Nada veré y nada existirá. Todo lo que miro en realidad lo creo. Esto ya lo dije muchas veces pero uno no tiene todas las ideas del mundo: sólo dos, y hay que sacarlas de titular en todos los partidos.

Veo a un mendigo. Acaba de llegar y empiezo a inventármelo. Lo primero que pienso es: Los que mejor visten son los mendigos. Esto lo dije un diseñador, probablemente con casa en Miami; pero mientras acude a reclamar su autoría voy a creerme que la frase es cosecha propia. Viste: gabán de piel de camello, impecable, impoluto, imperial. Un lujo de abrigo. Viste: vaqueros, zapatillas, guantes de cuero: en la mano derecha, el de un motorista; en la izquierda, el de un caballero: negro, prieto, delincuente.

Lleva calada una gorra de béisbol y arrastra un carrito de supermercado lleno de cosas. El carrito, si lo suelta, se cae plaza abajo, y el mendigo, indolente, acude tras él como tras uno de esos niños a los que nunca acaba de pillar el autobús. Tiene más carritos, atados al olivo. Uno, también de supermercado; el otro, de esos que las amas de casa llevan a los supermercados: de tela plástica y con asa.

Sus posesiones están en el alcorque del olivo, ataditas para que no se las roben los ejecutivos de la Telefónica. Entre ellas se cuenta también (¡son tantas, joder!) un colchón blanco, doblado sobre sí como un kebab vacío. El mendigo lo coge, lo lleva a un extremo de la plaza y lo extiende. Luego, del interior de una enorme bolsa de El corte inglés, saca una manta. Se tira un buen rato haciéndose el lecho, con su abrigo y su gorra y sus guantes mixtos y, no lo dije, su barba extensa y castaño claro. Barbitaheña, dizque dice el Quijote.

Como sea.

Es entonces, cuando ya todo él me parece Nueva York en harapos, cuando ya todo él es la frase del diseñador con casa en Miami y pienso seriamente en robarle el abrigo y la elegancia, es entonces, then, cuando veo bien su gorra, calada sobre sus mechones oscuros, sucios, metastásicos. Y sobre la gorra pone DYC, whisky de Segovia. Lo de whisky de Segovia lo sepo yo, tanto no pone. DYC. Pone sólo DYC. Y me sonrío. DYC. Por una letra no pone NYC, New York City. Por una letra la realidad no me ha dado la razón.

Pero he estado tan cerca, tan competente, que esperar valió la pena, y todo lo que vi me hizo bien.