jueves, 26 de diciembre de 2013

raudo # 93

Sin saber cómo -no hay conversación precedente e incitadora, no hay link previo, ni siquiera un aniversario-, me encuentro viendo de nuevo JFK, aquella película de los años noventa, de Oliver Stone, cuando Kevin Costner era una gran estrella -y una gran persona, nuestro héroe romántico-político-, cuando tantos otros actores no eran nadie -luego lo fueron, lo dejaron de ser, lo siguen siendo: según casos-, y uno no sabía ni sus nombres -que Gary Oldman hacía de Lee Harvey Oswald; que Vincent D'Onofrio aparece treinta segundos; aparte: que está Jack Lemmon-, y, como entonces, las tres horas se me hacen cortas -cliché- y exactamente igual de intensas, de fascinantes, y, ahora, con la Red, hasta dejo de ver la película -la pauso- unos instantes para mirar en la Wikipedia quién es Garrison y qué cara real tenía Ferrie -las cejas de Joe Pesci, madre de dios-, y, luego, piensa uno en lo inconcebible que puede llegar a considerarse que se haga una superproducción para decir -entre otras cosas- que el presidente de los Estados Unidos número 36 estuvo detrás -o, al menos, informado, al tanto, en el ajo- del asesinato del presidente número 35: que uno tenga el valor de rodar o de intervenir en una película así, que esa película -que fue un gran éxito- se distribuyera por todo el mundo con su desolador mensaje y su inçómoda -esta sí- verdad, además: que en toda la historia del cine español no haya una sola película tan valiente, tan informada, sobre ningún tema histórico fundamental, ni sobre la Guerra Civil, ni sobre el franquismo, ni sobre ETA, ni sobre los GAL, una película documentada y espectacular, partidaria pero inteligente; amén de sopesar cómo, ante la realidad, tratamos siempre de hilvanar un relato racional y en el cual todas las piezas encajen, cuando la realidad, por principio, es desbarajuste y cabos sueltos: y entonces el malvado, el criminal, acaba siendo un creador genial de hechos y de las consecuencias de esos hechos, que obedecen milimétricamente a sus designios, algo no sólo difícil, sino realmente imposible: lo único que echa por tierra las tesis conspiratorias sobre el asesinato de JFK es que presupondrían que los asesinos, los "autores intelectuales", son, en rigor, las mayores inteligencias de la Historia: "La política es el campo de acción de cerebros mediocres", nos dice Nietzsche, sin embargo.