viernes, 12 de febrero de 2010

Teatro

Durante el último mes he asistido a cuatro representaciones teatrales. Cierta curiosidad, ligeros compromisos con alguno de los actores, regalos de cumpleaños y la portada que El Cultural dedicó a Tom Stoppard han tenido la culpa. La obras fueron: Drácula, Glengarry Glen Rose, El corazón, la boca, los hechos y la vida y Realidad. No tengo intención de ir al teatro nunca más.

Mi relación con el teatro, como la de tantos otros, se remonta a los montajes navideños que se preparaban en la escuela. Uno siempre hacía de pastorcillo, con la cazadora vaquera puesta del revés, para que el forro, oh imaginación escénica, simulara un chaleco bucólico. Luego, hubo algunas representaciones más, por motivos que mi memoria no acaba de rescatar, pero supongo que tenían que ver con concursos interprovinciales de teatro o festivales de estudiantes de EGB. Finalmente, en el origen, el teatro fue una cosa que nos llevaban a ver a veces, y que siempre era de Lorca, con mujeres que daban gritos, mientras los niños comían pipas, que era un poco más entretenido.

Todo lo que rodea al teatro, para mí, para tantos otros, remite al concepto de obligación. Tus padres estaban obligados a ir a verte al colegio, bajo la amenaza emocional de devenir pésimos progenitores, y tú mismo estabas obligado a llenar teatros con tus granos y tus pipas, bajo la amenaza de dejar en la indigencia a los profesionales de ese arte milenario.

Cuando llegué a Madrid, el teatro me estaba esperando. En la universidad gusta mucho, sobre todo a las estudiantes, y la que te gustaba a ti siempre andaba sobre unas tablas, declamando a Buero Vallejo o a Bertolt Brech. Vi algunas obras, claro, obligado de amor (oh). Lisístrita, por ejemplo, con todas esas mujeres esquivas; alguien que estaba debajo de un almendro, también. Y la de Buero Vallejo, que no recuerdo cómo se titulaba, pero que creo que iba de suecos amargados, nórdicos en todo caso.

Durante la Universidad, y después, acudí a algunas representaciones "serias". Luces de bohemia y La vida es sueño. Recuerdo Calígula, de Albert Camus, con Luis Merlo en el papel protagonista. Recuerdo que Merlo rompía un espejo con un taburete, y que eso me impresionó bastante, porque nunca había pagado por ver a la gente romper espejos. Pensé que, cada vez que hacían la obra, cada día de hecho, Merlo quebraba un espejo, y quién sabe si no acababa semanalmente con un taburete. Pensé si los que estábamos allí en el teatro dábamos para pagar tantos espejos, y no tantos taburetes.

Luego vi Arte, en su primera representación. Recuerdo que la comenté con una chica, amiga de un amigo. Le dije que me parecía una estupidez armar una obra en torno a algo tan anodino como un cuadro en blanco, que a lo mejor no estaba tan en blanco. La chica me dijo que la obra no iba de eso. Yo, incauto aún ante la retórica snob, le pregunté de qué iba. Por supuesto la chica no me lo dijo.

También vi, en su día, una obra de Josep María Flotats haciendo de judío. No recuerdo nada de la obra, salvo que, justo antes de que se iniciara, Cayetana Guillén Cuervo entró en el patio de butacas con una abrigo espectacular, blanco o rojo, o ambos, y se sentó en las primeras filas. Ahí entendí que el teatro daba mucha importancia a llegar tarde y vestir bien, o, en su defecto, a localizar entre los espectadores a las Cayetanas varias, tardías y coquetas.

Mi problema con el teatro, como el de tantos otros, tiene algo que ver con la competencia de las demás artes. Hay libros que me han marcado, películas de cuyo visionado he salido tóxico de emoción, drogado; canciones que me hacen llorar o que me ponen los pelos de punta. Poco más. No sé muy bien qué tengo que sentir en una exposición, por ejemplo. Fotografías, esculturas, pinturas: las miro y aún cuando me gustan (Juan Muñoz, por ejemplo; García Alix, por ejemplo) no dejan en mí un poso que me sirva.

El teatro tampoco. Sólo Calígula, de toda la lista anterior, me alimentó un poco, y no porque me sorprendiera pagar por ver romper espejos. Había en el texto frases bastante violentas, recuerdo. Calígula era un hijo de puta muy interesante.

(También, nobleza obliga, vi mi propia novela, Tatami, vuelta teatro, y debo decir que su recuerdo, muy digno, me resulta cada vez más grato, sobre todo después de confrontar su representación con las que he ido padeciendo.)

De las cuatro obras que he visto estos días, sólo Glengarry Glen Rose me ha gustado. Su autor, David Mamet, vio esta obra llevada al cine, y yo vi ese cine llevadero, hace años, y me gustó mucho, sobre todo la famosa escena de Alec Baldwin humillando a sus subordinados. Curiosamente, en la adaptación teatral madrileña, esa escena fue eliminada.

Antes vi Drácula. Me aburrió mucho. Según yo lo veo, la adaptación no fue otra cosa que darle a cada actor un ejemplar de la obra de Bram Stoker y encargarles la lectura de las líneas de diálogo de un personaje en concreto. Los actores leyeron esas líneas ante nosotros (sin el libro en las manos, menos mal) y nosotros asumimos que a)sabían leer, b)tenían buena memoria (sin el libro en las manos) y c)nosotros también la teníamos. Nos sabemos Drácula entero todos, aunque sólo sea por los cromos de los Phoskitos, y ver esa historia recalentada sobre un escenario no puede en ningún caso revivir su nervio narrativo, su originalidad ni sus resonancias atávicas.

Con Drácula entendí, quise entender, el teatro de "vanguardia". Realmente hubiera preferido ver a una mujer haciéndose incisiones con un vidrio roto en un muslo, o a un tipo vomitando, antes que a un grupo de personas disfrazadas y leyendo en voz alta (sin el libro).

De Drácula pasamos a El corazón, la boca, los hechos y la vida, en la Sala Triángulo, no muy lejos (Centro Dramático Nacional sito en Lavapiés). (Eso de decir dónde es la obra de teatro tiene su miga: nadie dice que leyó tal libro en el metro o vio tal película en tal cine: es irrelevante; sin embargo, en el teatro, que es un acto social de cierto snobismo, parece imprescindible anexar al título de la obra y al nombre de su autor, el nombre del teatro donde lo hemos ido a ver.) La obra era de David Fernández. Iba de Bach.

Iba de Bach un poco, así como por ensalmo. Consistió en el tal David saliendo a escena con todas los gadgets que tiene en su casa: ipod, iphone, playstation portable, wii, portátil, violonchelo eléctrico y teléfono móvil. Al final de la obra, llamó a su padre.

Antes hizo malabarismos con un LED. En él aparecían mensajes y el actor y autor los movía por el escenario, simulaba que salían de su boca, de su culo; se metía con la ministra de Cultura, González Sinde, daba instrucciones al público para que accionaran los mandos de la wii... y más cosas que no recuerdo.

David Fernández cantó ópera, danzó, gesticuló lo indecible, tocó el chelo, rapeó y se bajó los pantalones. Todo consecutivamente sin que uno llegara a entender la razón última del salpicón de habilidades, aparte de demostrar quizá la inscripción de esas habilidades en su Currículum Vitae.

Drácula no me gustó nada, pero me sería complicado calibrar si esta obra me gustó menos, un poco menos o, quizá, un poquito más.

En todo caso, encontré en ella (siempre saca uno provecho de todo) cierta similitud con algunas novelas actuales (en realidad: con algunas novelas de todos los tiempos). Se trata, a mi juicio, de disfrazar la incapacidad de elaborar un discurso artístico mediante una supuesta ruptura del propio concepto clásico de discurso artístico. Todo vale, a condición de que el material utilizado en las obra resulte clamorosamente contemporáneo. La herida de no tener nada que decir viene suturada por la costura del No hace falta tener nada que decir, sólo la desvergüenza de subirse a un escenario y encender algunos ordenadores.

Fue irritante y aleccionador. Bueno, de hecho, ni siquiera fue irritante.

Después de ver Glengarry pensé que me gustó únicamente esta obra porque en ella había algo que no tenían las demás: literatura. Algunos monólogos de los personajes eran brillantes, graciosos o iluminadores. Esto me llevó a pensar en por qué el teatro, el drama, se cuenta entre lo géneros literarios, y no, por ejemplo, el cine. Quizá, pensé, o quiero pensar ahora como si lo pensase entonces, sólo puede ser teatro aquello que es también literatura. O a mí sólo me gustará un teatro eminentemente literario. Porque entiendo que el teatro puede prescindir de la palabra, y ser otra cosa, del mismo modo que el cine (aquí disiento de Fernando Fernán Gómez, que afirmaba que el cine que le gustaba era el que tenía, precisamente, literatura) que más me atrae es el cine "de imágenes", aquel que, siguiendo a Billy Wilder, trata de seguir al dictado el mandamiento "cómo contarlo sólo con imágenes", y no abusa de la voz en off o de los diálogos. De ahí, entiendo, que a día de hoy el cine asiático sea el más estimulante del mundo.

Sin embargo, un teatro que no establece su cimiento en la palabra, ya sea dialógica, ya en forma de monólogos o imprecaciones al público, siempre será para mí no-teatro, y, por tanto, la entrada donde dice Teatro constituirá una suerte de engaño, dado que si quisiera ver mimo, danza, circo o boxeo o rap, hubiera ido a verlos, como de hecho voy, en el último caso.

La mezcla de géneros, expresiones y disciplinas es loable como exploración de nuevas formas artísticas, pero del mismo modo que cuando toma uno una copa con ginebra algo de ginebra tiene que haber en la copa, en el "teatro", bajo mi inocente punto de vista, siempre debería haber algo de literatura.

Y en estas llega el imparable (unstoppable) Stoppard.

Me hace gracia que, cuando se muere una gran figura creativa, o, como es el caso, cuando alguien simplemente lo decide, todos incorporamos, por culpa de los medios, esa figura creativa a nuestro iconostasio artístico o enciclopédico, a pesar de que nunca habíamos oído hablar de ella, y además sin tomarnos la molestia de esperar a que esa figura nos demuestre su condición canónica. Quiero decir que yo fui a ver la obra de Tom Stoppard como sí ya supiera que era "uno de los grandes dramaturgos de la segunda mitad del siglo XX", etiqueta que recibí de El Cultural, y no, como era el caso, sin saber quién era y esperando a saberlo para considerarlo "uno de los grandes..." etcétera.

Realidad, la obra que vi, resultó tan mediocre, tan insulsa, tan torpe y tan ridícula que debería uno encontrarse por la calle a varias decenas de personas con la cara roja de vergüenza, indeleblemente roja, como castigo menor por sucumbir a la tentación de, deprisa y corriendo, crear genios vivos para no otra cosa que poder darles la mano y sentirse parte de la Historia.

Hace tiempo que un par de matrimonios tomando ginfizz en sus espaciosas casas y preguntándose si no le estará siendo infiel su cónyuge dejó de tener el más mínimo interés. Y hace mucho más tiempo que Woody Allen consiguió la medalla de oro del "humor inteligente". Lo que nos da Realidad es una sucesión de tópicos dañinos para el paladar a medio camino entre Escenas de matrimonio (de José Luis Moreno) y cualquier comedia romántica de Sandra Bullock.

Nuevamente, entiende uno que, casi como salto al vacío, salten a las salas personas que gritan y se echan chocolate por sobre la cabeza, o que follan delante de los espectadores o se tuercen un tobillo dándole patadas a un yunque. Cualquier cosa para que el teatro no muera de muermo.

Pero yo ya no tendré nada más que decir sobre este tema, mañana.

lunes, 1 de febrero de 2010

Cinta

Hace dos semanas que vi La cinta blanca, una película calificada de obra maestra que estoy a punto de olvidar por completo. Antes de que pase al olvido, apuntaré lo que recuerdo, para luego apuntar lo que recuerdo que pensé en su contra. Luego lo olvidaré todo, felizmente.

La cinta blanca empieza con una voz en off sobre imágenes en blanco y negro. Un médico (nos cuentan y vemos) vuelve a casa a caballo. El animal tropieza con un cable (no lo vemos) y cae con jinete contra la tierra. La caída está filmada utilizando efectos digitales y es considerablemente burda. Recuerdo.

Después hay un pueblo, una villa, un villorrio. En él, una pandilla de niños y niñas pasea de una casa a otra y parecen esconder algo. Tienen la pinta de una cofradía de la conspiración, un club juvenil de travesuras o un pequeño batallón de maldades.

La voz en off es un repelente señorito con gafas, profesor particular de los niños del hacendado. Anhela el amor de una joven, cuyo padre está dispuesto a darle su mano si espera un año (?). Luego hay una mujer con hijo aquejado de síndrome de down. También una familia de labriegos muy numerosa y de vida miserable.

Hay un señor, no recuerdo su cargo, que tiene varios hijos. Se trata de una especie de notario severo o funcionario elevado, con despacho y un canario (no sé) en una jaula.

Hay algunos personajes más que no recuerdo con exactitud.

La acción (recuerdo) del filme nos deja estos avatares: el médico (va dicho) que cae del caballo. El incendio de un granero (creo). Una joven que muere o resulta gravemente herida en un accidente en la fábrica (o similar) del hacendado. De estos tres lances surgen, a su vez, los siguientes: una investigación de la caída del caballo (sospechas hacia los niños), una venganza del hermano de la joven materializada en la destrucción de un campo de repollos (o similar), un despido (o similar) del padre del joven, y su posterior suicidio; la tortura del hijo del hacendado, su marcha junto a su madre a una ciudad vecina, su vuelta junto a su madre, la confesión de su madre al hacendado de que le ha sido infiel o de que se ha enamorado de otro; la tortura del hijo con síndrome de down de la mujer que cuida del médico. Algunas cosas más: relación sexual entre la mujer con hijo aquejado de síndrome de down y el médico; que es muy vieja y le da "asco" acostarse con ella, dice el médico; desaparición de la mujer. El notario (o algo): lecciones a sus hijos, castigos, una cinta blanca en el brazo para recordarles su pureza; permiso para tener pájaros en casa; cuando muere su canario, el hijo le regala su pájaro; ataduras al hijo mayor (o mediano) para que no se masturbe; el pájaro aparece decapitado y con las tijeras clavadas en cruz cuerpo adentro. Una niña sueña que algo malo va a ocurrir.

La voz en off habla de la Primera Guerra Mundial. Me han dicho que empieza hablando de "lo que pasaría después" refiriéndose al Nazismo, pero no lo recuerdo. La película no sé muy bien cómo acaba. Es en alemán.

He visto de Michael Haneke las siguientes películas (por orden de visionado): Funny Games (en su estreno español), La pianista (ídem), Caché (en reposición en el Círculo de Bellas Artes), Código desconocido (en su estreno), El tiempo del lobo (en DVD) y El castillo (en vídeo).

Mi favorita es Caché. Es una película que recordaré dentro de 30 años. Me gusta mucho La pianista. Me gusta Funny Games. Me interesa El tiempo del lobo. Me aburre Código desconocido. Me aburre mucho El castillo.

La cinta blanca también me aburrió. A mi juicio es una película anodina, de prestigio inmerecido o ajeno a mi gusto estético.

Siendo Haneke, esperaba imágenes insoportables y juegos con la moralidad del espectador, así como con el lenguaje cinematográfico. La cinta blanca, sin embargo, es enteramente tradicional en su planteamiento, y las imágenes que esperamos de Haneke (básicamente dos: el pájaro decapitado (aunque ahora mismo no estoy seguro de si es decapitado o sólo empalado con las tijeras) y los ojos (no recuerdo bien) arrancados o quemados del niño con síndrome de down) llegan en este filme demasiado tarde, cuando yo (como espectador) ya estoy muy alejado del núcleo narrativo y mirando el reloj; y mirando a los demás espectadores para cotejar mi sensibilidad.

La historia de amor (profesor con criada) me resulta ridícula, y no aporta nada al resto de la trama. La historia de la familia miserable tampoco parece muy relacionada con el grupo de niños malvados que presagian (?) el nazismo.

La "lección" que parece intentar darnos la película es la siguiente: así surge el totalitarismo. O: así un país vota a un señor con bigote. Y: así nace el mal. No lo pillo.

Chiste: si no te dejan masturbarte de pequeño, luego sales nazi. ¿Esa es la idea?

No lo pillo.

La visión de un pueblo aherrojado por la moral puritana no es significante: cualquier pueblo del mundo está a su vez dominado por ese tipo de moral, tanto en Segovia como en Ohio como en Tochigi. Ese caldo de cultivo no explica en absoluto una evolución hacia el nazismo.

Además, el escenario rural no está retratado con especial fuerza. Recordaba en los días posteriores al visionado de La cinta blanca una película mucho mejor en este sentido: Escenas de caza en la baja Baviera (Peter Fleischmann, 1969).

La cinta blanca viene a sumarse al ya inmenso listado de película decepcionantes que he visto en los últimos años.

No quiero acabar este post sin decir que la decisión del director de mostrar de manera explícita las consecuencias de la tortura al niño con síndrome de down, en contraposición a su decisión de no mostrar imágenes del hijo del hacendado después de su tortura, me pareció, in situ, directamente miserable.

martes, 19 de enero de 2010

Yo opino igual

¡Mueran los 'heditores'!

Sufrimos un bombardeo de mensajes que predican, con voz epifánica, que Internet libera a la cultura de la tiranía de los editores y otros empresarios. ¿Estamos seguros de que, de ser así, represente un claro progreso?

LUISGÉ MARTÍN 19/01/2010

Aristóteles distinguió hace ya muchos siglos entre la democracia, que es el gobierno del pueblo, y la oclocracia, que es el gobierno de la plebe o, si se prefiere, de la muchedumbre. En la primera, elegimos a los que creemos mejores y delegamos en ellos -bajo vigilancia crítica- para que nos dirijan. En la oclocracia, en cambio, no elegimos a nadie ni delegamos nada: todos opinamos de todo, todos hacemos todo y todos somos sabios en cualquier materia y profesión.

En estos días se repite hasta la saciedad que Internet democratiza la cultura, pero yo creo que lo que va a hacer, si nadie lo remedia, es oclocratizarla, y eso, lejos de parecerme una virtud o un beneficio social, me parece una amenaza apocalíptica.

En el artículo de Javier Calvo Por un libro universal (EL PAÍS, 24 de diciembre de 2009) se repetían algunas de esas ideas recurrentes en las que se predica, con voz epifánica, el advenimiento de una cultura liberada por fin de las cadenas de los editores. ¿Pero esas cadenas tan esclavizadoras son reales?

A las oficinas de una editorial media llegan al cabo del año casi 1.000 manuscritos. En España deben de circular durante ese tiempo más de 5.000 originales diferentes. La inmensa mayoría de ellos son impublicables, como sabe bien cualquiera que los haya ojeado, y lo primero que hace el editor (gastando dinero para ello) es separar el grano de la paja. Luego, de entre todos los granos elige aquellos que tienen más afinidad con su línea editorial: literatura de autor, best sellers, creación experimental... Mi biblioteca, como la de cualquier lector curtido, está llena de libros de las editoriales que publican el tipo de literatura que me interesa. Es decir, me he aprovechado de la labor y del saber hacer de sellos como Anagrama, Seix Barral, Alfaguara o Tusquets, y lo he hecho porque confiaba en el criterio profesional de sus editores.

Pero los editores, además, editan los libros, si se me permite decirlo de un modo tan tautológico. Es decir, les aportan valor añadido: hacen sugerencias, corrigen deslices o erratas, proponen cambios, pulen el estilo... Los autores estamos absolutamente ensimismados en lo que hemos escrito y aquellos amigos a los que pedimos opinión no son capaces siempre, aunque lo intenten, de examinarnos con distancia, de modo que los editores son los únicos que pueden enfrentarse a la obra con competencia y desapego a la vez.

Lo que se nos propone ahora es la desaparición del editor. La extensión del modelo de edición tradicional al e-book, se nos dice, es "perjudicial para el autor y el lector". ¿Es beneficioso, entonces, que en vez de 150 novedades anuales clasificadas por sellos editoriales definidos haya en la Red 5.000 textos sin depurar? ¿Es beneficioso que José Saramago y mi prima Paqui (que es casi analfabeta pero se divierte contando historias) estén en pie de igualdad? ¿Es beneficioso que los textos tengan faltas de ortografía, incoherencias narrativas y redundancias? Y aún peor: ¿es beneficioso que desaparezcan esos libros de no ficción que impulsan las propias editoriales, encargándoselos a autores? ¿Quién se ocupará de traducir una novela a otro idioma, de adelantar el dinero que supone ese trabajo?

En la mayoría de los comentarios que predican el nuevo Edén digital se huele el incienso de la España católica: ganar dinero es malo, es pecado; el editor, avaro, insaciable, no lee novelas, sino cuentas de resultados.

Yo, en cambio, he conocido a muchos editores preocupados sólo por llegar a final de año, por mantener puestos de trabajo y por poder editar libros arriesgados aunque su rentabilidad fuera dudosa. Claro que se han hecho algunas fortunas con la edición: ¿y qué? Pero lo peor es que los mismos que abominan del editor mercader nos aseguran sin empacho que una de las soluciones para que el autor tenga ingresos es introducir publicidad en el propio libro. "Cuando una mañana Gregorio Samsa se despertó de unos sueños agitados, se encontró en su cama de Ikea convertido en un monstruoso bicho". ¿Es de eso de lo que hablamos? ¿O de que al cambiar de capítulo en Ana Karenina salte en la pantalla del e-book un banner con un anuncio de agencias matrimoniales? No sé si es que me he hecho demasiado viejo para entender los códigos morales de la post-postmodernidad -o lo que sea esto-, pero reconozco que me escandaliza ver el desparpajo con que se mezcla la ética de Fidel Castro con la de Esperanza Aguirre. Por un lado se sataniza al editor empresario y por otro se recomienda poner un anuncio de Coca-Cola en mitad de una novela para defender así la independencia autoral y la libertad del lector. Antes había "visiones del mundo"; ahora, al parecer, sólo hay ángulos ciegos.

El otro asunto que me desconcierta es el del papel que se le asigna al autor en el nuevo mundo e-editorial. Dado que el editor debe desaparecer, se propone que el autor se comporte como un empresario de sí mismo y asuma el desarrollo informático y administrativo, la gestión comercial y la promoción de sus libros.

Es decir, que además de escribir bien, a partir de ahora para ser autor habrá que tener ánimo empresarial, adquirir conocimientos de márketing, elaborar banners y páginas web, dedicar tiempo a infectar viralmente la Red con nuestros productos, preparar performances y poseer algo de dinero para la inversión informática y los viajes promocionales. Los autores, por tanto, no sólo no cobraríamos, poco o mucho, sino que pagaríamos para escribir. Todo ello con la esperanza vaga de que se produjera un retorno de la inversión que nos permitiese al menos comer. Ese retorno no vendría del pago -barato o caro- de los lectores, que se considera impertinente, sino de algún tipo de publicidad como los ya mencionados.

¿Puede alguien imaginar a Kafka, a Dostoievsky o a Scott Fitzgerald en estas lides? Los autores, sin llegar al tópico romántico, suelen ser seres inadaptados, neuróticos y con una cierta incapacidad para las cosas terrenales. Hubo incluso que inventar la figura del agente literario para que se ocupara de sus asuntos. Y ahora pretendemos que compongan la melodía, dirijan la orquesta y toquen todos los instrumentos. A lo peor alguien como Saramago decidía abandonar la literatura, abrumado por esos deberes mundanos (no olvidemos que hay autores que no soportan ni las giras promocionales), pero mi prima Paqui, en cambio, saldría literariamente reforzada, pues es formidable en las relaciones públicas y en la promoción personal.

Saramago y mi prima Paqui pueden convivir en la Red, por supuesto, pero está en juego el tipo de literatura triunfante, el estilo de libro que queremos para el futuro. Con el e-book desaparecerá aproximadamente un 75% del coste actual del libro -papel e impresión, distribución, venta minorista y gastos de financiación de los invendidos-, de modo que el precio podría abaratarse enormemente sin empeorar la calidad y sin poner a la literatura en manos de Repsol o de Nokia. La distribución, por otra parte, sería universal y perpetua: un libro estaría disponible en Lima y en Tokio, hoy y dentro de 20 años, posibilitando así la difusión ilimitada de los autores, simplificando al máximo la logística de las editoriales y permitiendo a cualquier lector tener acceso a títulos hoy inencontrables. Y técnicas de comunicación digital como la de regalar el primer capítulo de una novela, ahora todavía en pañales, podrían suponer una nueva revolución en los costes de publicidad y una indiscutible garantía para el lector indeciso. ¿Nos parece poco paraíso?

No nos engañemos: lo que peligra con un sistema en el que no haya editores ni haya venta no son los beneficios de los accionistas ni los privilegios de unos pocos, sino la dignidad del libro y de la cultura que transmite. Oclocracia o democracia, that is the question.

Luisgé Martín es escritor; su última novela es Las manos cortadas (Alfaguara)

viernes, 15 de enero de 2010

Quimera / Mercurio

Boletín de autobombo

La revista Quimera incluye en su número de este mes una rechinante entrevista que me hizo hace algún tiempo Karina Sainz. Gracias.

La revista Mercurio, por su parte, publica una reseña de El estatus. Copio abajo. Gracias.

PUERTAS CERRADAS, PUERTAS ABIERTAS

ALEJANDRO LUQUE

Media docena de personajes y el espacio cerrado de un bloque de viviendas son los elementos con los que Alberto Olmos (Segovia, 1975) ha elaborado El estatus, una de esas contadas novelas llamadas a destacar en el panorama narrativo hispano por su curioso planteamiento y hábil desarrollo. Las protagonistas, Clara y Clarita, madre e hija, dejan el campo para mudarse a un piso en la gran urbe, a la espera de noticias del padre de familia, un Godot que ya se demora más de la cuenta. A su alrededor van dándose a conocer figuras como la criada Patricia, el portero mudo Jesualdo o el asistente Ichvolz. El clima pacífico, más bien anodino de la casa, ira enturbiándose paulatinamente, a medida que pasan los días enclaustrados, van tensándose las relaciones entre unos y otros, y se ponen de manifiesto los secretos y medias verdades que casi todos manejan. La narración cobra no poca intensidad con la entrada de inquietantes sospechas, invisibles amenazas y ruidos de procedencia indefinida, que vienen a sumarse a la sorda lucha por conquistar posiciones ventajosas que libran los habitantes de la casa. La vuelta de tuerca que se guarda Alberto Olmos, y tal vez el principal hallazgo de esta obra, son los diálogos de madre e hija intercalados en la historia, como si estuvieran viéndose a sí mismas, repasando y comentando su propia peripecia desde algún ignoto tiempo y lugar. “Esas somos nosotras”, se reconocen al inicio de la novela, y así logra el autor dinamizar el relato, matizarlo, completarlo y al fin redondearlo de un modo muy plausible.

jueves, 14 de enero de 2010

35 en punto

Cuando tenía 32 años me di cuenta de que no había estado atento: habían pasado los años como ejercicios de matemáticas en una pizarra. No es 24, es 26; no es 28, es 31. La clase continuaba con normalidad.

Con el 32 en el encerado vi que la edad no se escribe con tiza, sino con sangre. El 32 era rojo, dominical, día de fiesta para pensar un poco la vida. No sé por qué 32.

Me vi viejo, mayor. De pronto comprendí los años que había vivido desde la última vez que comprendí los años que había vivido. Creo que con 16 o 17 supe que iba a morir, no como los malos en las películas, sino como las películas mismas en mi memoria, como el perro de la casa y las abuelas. Supe que iba a morir con pavor. Estaba tumbado en la cama, miraba el techo y me dije: voy a morir. Pavor.

Luego seguí viviendo.

Como si nada. No es 16, es 22.

Con 23 años, quizá por acabar la carrera, también me di cuenta de que había vivido. La facultad, ese infierno, quedaba atrás; el trabajo, ese infierno, quedaba delante. Puse un pie en un infierno nuevo.

Con 32 me dio duro: me di cuenta de mi edad al darme cuenta de que personas con diez años menos eran iguales a mí. Mismas pretensiones, mismos problemas, misma copa en el bar y mismas chicas con las que follar. Dice un amigo que todas las ideas las tiene uno antes de los 30, y que luego se vive de ese almacén de provisiones intelectuales. Yo voy más allá: todo lo aprende uno en ese periodo, todo lo funde uno en ese periodo, toda tu aportación al mundo la haces con 20 años. Después no aportas nada, y te conviertes en un pelmazo.

Tener 32 (y no sé por qué 32 y no 33 o 30) fue asumir que no eres el último en llegar, el más joven de la empresa o el más joven del catálogo de una editorial. Ni el más joven de la filmoteca. Ni el más joven del autobús. Percibir esto es como percibirse rodeado: creías ir a dar caza pero de pronto te sientes tú la presa. El mundo no se acababa contigo, sino que acabará sin ti en un nuevo comienzo de los que aún no acabaron de nacer.

Comprendí entonces, 32, que mi vida iba a ser de digestiones bruscas. Que algunos números de la pizarra saldrían en sangre, que no en tiza, rojos de desasosiego. Quizá con 39 vuelva a pasarme; con 45. Con 78. Me daré cuenta, de pronto, de que pasó el tiempo.

Hoy cumplo 35 años, número de tiza, en la metáfora escolar. No me dice nada 35, 35 años. Nada. La tiza es tonta.

Sin embargo sé que me atragantaré de tiza dentro de unos años, si antes no me atraganto de tierra. Morir.

Porque morir, ese fin de curso, esa última lección, dejará un número temblando en la pizarra, quiza trazado en ceniza. Siendo optimistas, 89, por ejemplo.

Nadie me avisará de que no habrá 90 ni 120, moriré con 89, siendo, sí, optimistas; y si pude darme cuenta de lo que pasó a los 16, a los 23 y a los 32; y si pude darme cuenta de lo que pasó a, estimemos, a los 39, a los 51 y a los 68 (el tiempo pasó, a trompicones soy otro) y si mientras, a los 11, 35, 43, 67, no me enteré de nada por la inopia de la tiza, me pregunto para cuando muera, 89, si alguna vez me enteraré de que he muerto, si hay un momento en el que lo sabes, allá en la muerte, una oportunidad de digerirlo, y si es también un número, y cuál, más o menos, raíz cuadrada de qué otro número o cadáver, solución de qué infinito, cero patatero o máximo exponente, y si no me convendría por una vez suspender las matemáticas.

viernes, 8 de enero de 2010

Un héroe de nuestro tiempo

Una camiseta tiene la culpa de todo. Mi irritación mediática estaba bajo control hasta que vi las mangas cortas, negras. Fue entonces cuando me decidí a escribir este post, previsiblemente reo de impopularidad.

El tema.

He seguido, cómo no hacerlo, la aventura del director de una Organización No Gubernamental que ha sido detenido en la cumbre sobre "cambio climático" celebrada en Copenhague. La policía lo llevó preso después de que el director susodicho tratara, junto a otros tres "activistas", de entrar en una cena de gala ofrecida a los mandatarios cimeros de nuestro planeta. Los cuatro portaban carteles con un eslogan de 4 o 5 palabras, meritorio resumen de lo que presupongo un argumento mucho más extenso sobre la incompetencia política y la dejación de responsabilidades medioambientales.

La "acción" se inscribe dentro de la rutinaria estrategia de esta ONG de conseguir hueco en los medios de comunicación mediante llamativas gamberradas cercanas al marketing de guerrilla. En la televisión he visto un resumen de las "acciones" llevadas a cabo durante los últimos años. Todas incluyen una primera fase de "colarse" en lugar prohibido y una segunda fase de despliegue de pancartas. Finalmente, decía el reportaje, los ecologistas suelen ser simplemente expulsados del lugar, libres de cargos o, como mucho, pasar un día en prisión preventiva.

La "acción" de Copenhague, en ese sentido, decía el reportaje, constituye una excepción. El director de esta ONG llevaba casi 20 días en prisión.

No soy ecologista. Mi interés en la preservación de la naturaleza es muy escaso y me limito a no tirar envueltas de chocolatina por la calle y a poner la basura en su contenedor adecuado. Me da igual si el planeta Tierra desaparece. Me dan igual todos los animales y todas las plantas. No me creo el cambio climático. Desaparecieron los dinosaurios y no creo que fuera por dejar el grifo abierto. Los seres humanos me parecen menos simpáticos que los dinosaurios.

Mi primer contacto con esta ONG, o el primero que ahora quiero recordar, data de 1990. Fui a un campamento en los Pirineos. Allí había un chico que tenía una camiseta de esta ONG. Se veía bien grande el nombre de la Organización en la parte delantera. Me daba mucha envidia su camiseta y traté de cambiársela por mi cantimplora. No quiso.

El motivo de que quisiera esa camiseta era que, en televisión, salía el nombre de esa ONG en unas lanchas motoras. Las lanchas, años 90, se acercaban a los barcos cazaballenas y a los petroleros. Los petroleros se "defendían" dejando caer sobre las lanchas bidones de petróleo. Cuando acertaban, las lanchas botaban violentamente y era todo heroico y épico y descomunal. Uno, 15 años, quería subirse a esas lanchas y tener enemigos malvados.

En breve cumpliré 35 años. Ahora veo las acciones de esta ONG de otra manera. Contaré cómo he visto la última.

Cuando me entero de que el director susodicho ha sido detenido, me irrito. No ha sido "detenido", pienso, ha sido "detenido por cometer un delito". El delito: allanamiento y falsificación de documentos. Se ha tratado de entrar en un lugar donde se halla la plana mayor del poder mundial, personas a las que lógicamente muchos querrían hacer volar por los aires. La detención era matemática.

Se informa seguidamente de que esta detención se debe a la defensa del cambio climático. Me irrito y pienso: En Copenhague no están todos los dirigentes mundiales jugando al golf ni reunidos para acabar con culturas minoritarias: están reunidos precisamente para tratar el tema del Cambio Climático. El director susodicho, me irrito, va a una cumbre sobre Cambio Climático a defender que se haga algo contra el Cambio Climático. Se ha hecho una Cumbre Mundial, por dios santo, ¿le parece poco?

Si no le hubieran detenido, pienso también, si poniéndonos surrealistas le hubieran dejado acercarse al presidente de Estados Unidos y mostrarle su cartel, el director hubiera tenido que hacer otra cosa para ser detenido. Si, poniéndonos dadaístas, la seguridad del evento/cena hubiera tratado a los "activistas" de esta ONG como a hombres de aire, dejándolos entrar y salir sin hacerles ni caso, entonces... ¿qué?

Enseñar carteles a la gente cuando cena rara vez les hace entrar en razón, creo.

Así las cosas, la policía hizo no sólo lo que tenía que hacer, sino lo que el director susodicho esperaba que hiciera. El director debería darles las gracias a los policías, porque a partir de la detención, la "acción" es un "éxito". Sin detención, no hay acción.

Mientras el director susodicho y sus colaboradores estaban en prisión, hemos ido conociendo algunos detalles más. Los detenidos consideran que se les trata "como perros", por ejemplo. Dado que la cárcel está en Dinamarca, una de las naciones más civilizados del mundo, y no en el Congo ni en la dictadura del general Franco, me pregunto a qué se refieren exactamente con esa apreciación. ¿No les daban galletas para el desayuno?

Me irrita el victimismo que desprenden las informaciones que van saliendo, la apropiación que se hace de situaciones históricas donde a la gente la metían en la cárcel por cosas serias, y con consecuencias serias. Me irrita ver fabricar ante mis ojos héroes de plástico.

El reportaje de televisión aumentó mi irritación. De pronto, no vi las acciones consecutivas de esta ONG como originales performances, fundamentadas denuncias o peculiares noticias. Lo único que vi fue el nombre de la ONG en todas partes. En los carteles que despliegan, en la ropa que llevan; al fondo, cuando hacen una declaración. Pensé: en el cartel escriben, con espacio limitado dado el tamaño exigible a la letra de la proclama, breves frases de denuncia, pero tienen espacio, aún, para poner el nombre de la ONG. ¿Por qué ponen el nombre de la ONG? ¿Por qué firman sus "acciones"? ¿Cómo se llamaba aquel ciudadano chino que enfrentó 4 tanques entre la sangre y el fuego de Tian`anmen?

Volví a la actualidad, al director susodicho. Volví con esa mirada como de cuento de Cortázar: sólo veré una cosa, sólo veré el nombre de la ONG. Lo vi por todas partes. En los carteles que trataban de introducir en la cena de gala, en las concentraciones de los ciudadanos que exigían la liberación, en las fotos de archivo del director de la ONG.

Pensé en escribir este texto. Pensé: para qué: insultos, desprecio, decepción, mi libro en la basura (supongo que la de papel y cartón), mi nombre alineado con lo que en estos momentos estará diciendo (ni idea de lo que estará diciendo) la prensa de derechas... ¿Para qué?

Pero hoy hizo un frío tremendo. A lo mejor 5º grados. Nevó. He salido a la ciudad a ver a unos amigos y he sufrido muchísimo el viento racheado y el aguanieve y el malhumor ambiental. Y cuando he vuelto a casa y he mirado los periódicos on line he visto a un señor en camiseta, en el aeropuerto de Barajas, y he pensado: ya.

El señor era el director susodicho; la camiseta, una promocional de su ONG. En blanco sobre negro se puede leer el nombre de la ONG. Alrededor del director, todo el mundo viste abrigos, bufandas y gorros.

Ya.

La ONG ecologista de la que hablo es una de las pocas (si no la única) que no cobra del Estado. Me parece bien, admirable. La ONG de la que hablo se mantiene gracias a la donación de sus afiliados, que son como accionistas de los activistas, como inversores de una empresa de carteles y camisetas. Su satisfacción como tales inversores es ver esos carteles y lucir esas camisetas. Cuando ven en la televisión y en el periódico un cartel de su ONG se sienten felices, y poniéndose su camiseta de la ONG comparten un poco de la heroicidad noticiada. Además, muchas más personas, como yo con 15 años, se harán accionistas de esta ONG, movidos por el romanticismo de "detenciones", "cárceles", "trato de perros" y bidones que caen sobre las lanchas.

El director susodicho ha ido a Copenhague a que le detengan y que su ONG salga en los medios. Cuando ha vuelto, las felicitaciones que ha recibido, el entusiasmo que le ha rodeado, no parten de la sensación de que haya hecho algo decente, útil o minimamente solidario; parten de que se ha hecho famoso, y de que ser famoso es lo único que la gente respeta.

La fama es la verdad de nuestro tiempo.

martes, 5 de enero de 2010

Poética para cosmonautas

Acabo de recibir la nueva edición de Poética para cosmonautas, big bang de todo ese universo que está montando Riot Cinema.

Diseña el mono volumen Javier Arce; patrocina Javier Pinto; yo hago el prólogo; el logotipo es de Laszlo Kovacs; a modo de epílogo/ presentación figura una reseña de Agustín Fernández Mallo.

Gabriela Lendo, Daniel Castro, Alberto R. Torices, María Morán y Diego S. Garrocho completan la tribulación.

La obra es de Henry Pierrot, residente a día de hoy en Ho Chi Minh (antigua Saigón).

...existe una misión estúpida,
en algún lugar, para ti.

Muchas gracias.

martes, 29 de diciembre de 2009

Contenido

Dos lecturas on line son el origen de esta escritura, también on line. Una lectura es la del artículo de Juan Varela donde reflexiona sobre la década tecnológica que estamos a punto de dejar atrás, con especial atención a la frase: "ha sido la década de la cultura libre, el iPod, las consolas y, sobre todo, de la apropiación de la cultura y el entretenimiento por el público". La otra lectura es la de la noticia que dice: Google y Microsoft pagarán 25 millones de dólares a Twitter por "mostrar sus contenidos".

No entiendo el entusiasmo de Juan Varela, y de tantos otros periodistas, intelectuales o líderes de opinión, por el estado actual de Internet. Desconozco los motivos por los que una planilla virtual del mundo real se ve sin embargo aligerada del componente crítico que seguimos aplicando a su modelo. Internet ha revolucionado nuestra forma de aburrirnos, pero no nuestra forma de conocernos. Seguimos siendo ignorantes o cultos, snobs, racistas, obvios o engreídos, ricos y pobres, talentosos o enchufados, iguales a como éramos.

Cuando me inicié en el mundo de los blogs, se oía mucho la ilusionante amenaza: ahora, oculto en un nick, sin que nadie sepa quién soy, y con la posibilidad de decir en público lo que pienso, sacaré la verdad a la luz. Muchos incautos internautas pensaban que anonimato era sinónimo de lucidez, que por llamarse CasaArdiendo en lugar de Lucía López Lucía López iba a desfondar el paradigma intelectual de Occidente. Lo cierto es que tanto Lucía López como todos los demás enmascarados demostraron sólo una cosa: casi nadie tiene nada que decir.

Nada nuevo, nada nieztscheano, nada que cambie la vida de sus coetáneos.

El hecho de que cualquier persona pueda opinar "en público" gracias a Internet no aporta nada de por sí a nuestro propio conocimiento. Ninguna opinión localizable en la Red supera a las opiniones que podían encontrarse en el siglo XVIII: ningún internauta es más ácido que Jonathan Swift, ni más inteligente que Diderot. Ni siquiera alcanzan mayor difusión que ellos, ni que Xavier de Maistre o cualquier borracho hablando en una taberna de Dover. Es una ilusión consentida impíamente la de que escribir algo on line (como esto que yo ahora escribo) llega a más personas que si uno sale a la plaza y lo grita. La mayoría de los blogs los leen sus 50 amigos, y los visitan 34 despistados más que buscaban cualquier otra cosa en Google. Si existen blogs interesantes no lo hacen de una forma que, socialmente, supere la existencia de personas interesantes, libros interesantes, columnas de periódico interesantes. Intelectualmente, todo sigue igual: no somos mejores.

Es más, es peor: a mí, que soy un internauta medio, nadie de mi entorno (pongamos: 200 personas) nadie puede llegarme un día y hablarme de un blog que no conozca, de una web que no conozca, de un vídeo absurdo que no haya visto, de una noticia que no haya leído, de una situación que me desborde por nueva; de una foto que no tenga ya en la retina; y si, por casualidad, alguna de estas informaciones me resulta nueva, cuando llegue a casa y me conecte encontraré enseguida esa información esperándome en alguno de los cientos de blogs que controlo (en diagonal) gracias a un reader de bitácoras. La verdad desoladora es esta: todo el mundo ve las mismas páginas en Internet, lee las mismas noticias, visiona los mismos vídeos, las mismas series de televisión; la diferencia entre los usos de unos internautas y otros es imperceptible, como la diferencia que había, antes de Internet, entre unos televidentes y otros, entre unos lectores y otros, entre unos consumidores y otros.

Debería hacernos temblar la idea de que Internet represente la libertad absoluta, porque, si fuera así, desde luego que habríamos hecho un uso muy estrecho de esa libertad.

La gran estafa de Internet es la equiparación de webs y usuarios. Las webs son negocios privados: buscan hacer dinero. Su moneda de cambio es el tráfico que generan, el número de registrados que captan. Para lograr esto ofrecen un servicio atractivo, falsamente útil. Las empresas privadas de Internet no ofrecen un servicio atractivo para hacernos felices y mejores, sino para ganar dinero. Sin embargo, los opinadores del asunto obvian este hecho fundacional, y consideran que cualquier start up viene a socorrer nuestro desaliento existencial. Facebook no se creó para que todos fuéramos amigos, sino para que todos fuéramos de Facebook. Twitter no se creó para que todos dijéramos qué estábamos haciendo, sino para que no hiciéramos otra cosa que estar en Twitter. Y, una vez que estamos, una vez que somos de, las empresas privadas nos venden, venden nuestras fotos, venden nuestras frases, venden nuestra voluntaria comparecencia. Y lo hacen sin permiso, sin oposición. Entre aplausos.

Seguramente tú lo entiendes: yo no.

No entiendo que el Gobierno, elegido democráticamente, no pueda cerrar webs, pero que una web pueda cerrarse a sí misma, cancelar perfiles, borrar vídeos, borrar fotos, cambiar su diseño sin que medie el menor control. Vender los contenidos de los usuarios sin que medie el menor control. Resulta pavoroso que los Términos de Uso de cualquier página web sean más respetados por algunos internautas que el Código Civil o la Ley de Propiedad Intelectual. Me recuerdan a esos jóvenes díscolos que rompen cristales, o arañan la carrocería de los coches, que no le hacen caso a sus padres, pero que cuando van al McDonnald recogen los restos de su comida y depositan la bandeja en su sitio, educadísimos. Es como si una norma social nos dijera: si te dejan entrar en este sitio tan guay (hamburguesería, web) harás todo lo que te pidan sin rechistar.

La empresa privada en Internet está gozando de total impunidad, y cuenta encima con el apoyo de internautas avanzados, que equiparan la "libertad del internauta" con "la libertad del empresario internauta", cuando la libertad del internauta se diferencia de la del empresario internauta en algo crucial: no es la libertad de hacerse rico. Se nos evangeliza con el disfrute que podemos alcanzar viendo películas gratis, pero no se tiene en cuenta con suficiente gravedad que la web que aloja esas películas gratis cobra por sus anuncios; se nos evangeliza con el disfrute de escuchar música gratis, pero no se hace hincapié en que el maravilloso iPod cuesta dinero, y no poco. Se colabora en proporcionar a los empresarios de Internet contenido de bajo coste, como mano de obra barata, y no se relaciona ese contenido con las personas que están detrás de él, con su esfuerzo o su dignidad. Al igual que el "voluntariado", que ha conseguido que las Olimpiadas y ONGs tengan a un montón de gente trabajando gratis, mientras sus organizadores y promotores monetizan cada una de sus gestiones.

Internet no va camino de democratizar la sociedad, de hacernos iguales, de hacernos sabios ni de hacernos felices. (¿Qué diferencia hay entre que a día de hoy muchas personas pasen 6 horas al día viendo una serie de ficción en Internet -pues, lo siento, la mayoría de nosotros no se dedica on line a leer a Aristóteles ni a leerse entera la Wikipedia- y esas 6 horas que pasábamos en los noventa delante de la televisión, viendo lo que fuera que echaran? Si aquello era la "caja tonta", ¿esto qué es: mi caja tonta o la caja wikitonta? ¿Internet tan idiota como tú quieras?) De lo que vamos camino es de un cambio de poder empresarial. La pelea de fondo es quién manda en el mundo, si la Standard Oil o Google, si Wal Mart o Facebook. La gente no va a mandar nunca, por mucho que ese slogan, patéticamente, sea el que utiliza Google o Facebook, por mucho que el empresario de Internet practique un look de "soy tu mejor amigo" o "soy tan enrollado como tú". (Cada vez que veo a los dueños de Google en camiseta me acuerdo de los dibujos de El Roto en los que el "empresario" sale gordo, con chistera y puro, y a veces hasta un látigo. Esos son los empresarios que quiero yo, empresarios que no roben la equipación del rival.)

En breves segundos le daré a un botón, aquí abajo, que dice "publish post". A partir de ese momento, este post lo leerán unas 100 personas; a lo mejor lo leen 400.

O 450.

¿Y?

¿Eso era todo? ¿En lugar de contarle mis ideas a mis amigos se las cuento "al mundo"? ¿450 personas son el mundo? ¿Esta es mi participación, mi beneficio, mi oportunidad? ¿Tengo que dar las gracias?

¿En serio?

---
Datos de google analytics para este post (visitas únicas):

Día 28 de diciembre: 171.
Día 29 de diciembre: 222.
Día 31 de diciembre: 90.
Día 1 de enero: 66.
Día 2 de enero: 72.
Día 3 de enero: 76.

¡Quiero mis 45o visitas!

domingo, 27 de diciembre de 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

Género y práctica: el cuento y la novela

Me ha resultado muy sugerente, dentro de su amargura, la despedida definitiva del blog Masacre en los jardines, bitácora especializada en el género del cuento. Esta despedida no tiene desperdicio, como suele decirse, y me apetece comentarla, para luego tratar de llegar a algún tipo de pensamiento útil sobre dos géneros literarios siempre a la gresca: el cuento y la novela.

Lo más punky del último post de Masacre en los jardines está en la idea de que, creyendo ellos que favorecían el género del cuento, se han sentido de pronto compinches involuntarios de algunos autores (no se citan) que practican el relato breve de manera (a su juicio) desmañada y pedestre. El clima general que desde, no sé, cinco años atrás, se ha creado en los medios de comunicación>sección Cultura>sección Entrevistas a Escritores>tópico: el cuento NO es un género menor, ha contribuido, entre otras cosas, a dar carta de calidad a numerosos textos mediocres que ahora pueden ampararse bajo ese manto de inmunidad literaria que parece haber caído sobre cualquier pieza breve. Masacre en los jardines, entiendo, ha visto como su buena fe, su auténtica creencia en el género del cuento, se ha diluido en una corriente acrítica de interesados, interesadísimos, arribistas mediáticos, lo que les ha hecho sentir que su labor, no sólo caía en saco roto, sino en bolsillos ajenos.

También me ha revuelto el alma leer en esta despedida el miedo. Lo dicen claramente: habían llegado a una situación de popularidad e influencia dentro de la cual negar calidad a un título recién publicado llevaba aparejado enemistades feroces e inmediatas, circunstancia no sólo incómoda, sino muy contraproducente si, como parece el caso, entre los editores del blog hay autores publicados o por publicar, escritores, en definitiva, que, como todos, necesitan llevarse-bien-con-el-mayor-número-posible-de-personas-del-mundillo.

Finalmente, el "fenómeno blog" ve en este post terminal la enunciación de una denuncia necesaria: la existencia de blogs literarios cuyo único fin es recibir libros gratis, la facilidad con la que ese óbolo de papel genera buenas críticas hacia un libro o sello, y la desvengozada coba que desde una bitácora puede hacerse a un editor para que, a posteriori, vea con buenos ojos el manuscrito que uno le envía.

Ojalá vivas tiempos interesantes.

El motivo de que escriba este texto es paradójico: no soy un defensor del cuento o relato, y, si hablara sin pensar, a humo de pajas, al albor de unas copas, diría, por abreviar, sí, eso: el cuento es un género menor. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en esta despedida, despedida de unos fanáticos del relato, he sentido que estaba de acuerdo con ellos, o ellos conmigo.

Hace tiempo acuñé y pensé, no creo haberla pronunciado nunca, esta jaculatoria: Los principales enemigos del cuento son los que los escriben.

Efectivamente, si a mí, y a muchos (y al público "en general") los cuentos nos parecen mucho menos interesantes que las novelas, se debe, como es casi de cajón, a que los cuentos que hemos leído no nos han gustado, o nos han dejado insatisfechos. Por un lado, tenemos la quizá bienintencionada pero, a la postre, nociva tendencia de los suplementos y revistas literarios de invitar a algunos autores, no siempre (de hecho: casi nunca) cuentistas, a que escriban un relato realmente breve, en un par de días, para un especial de Navidad, o contra el tabaco, o sobre el tema que se le haya ocurrido al redactor jefe. Estos cuentos, sin excepciones, son espantosos. Son de encargo, son raudos, son serviles: el resultado es relleno de suplemento, y descrédito del relato.

Así sucede también con las "antologías" de cuentos: se encargan, muchas veces a novelistas, y, entre las prisas y el desinterés de los propios autores, se acrecienta, de nuevo, el descrédito.

Por no hablar de "los libros de mantenimiento": autores de novela que, para seguir en el candelero mientras fraguan su siguiente obra, sacan unos cuentos, muchas veces conseguidos tras un rastreo polvoriento entre cosas que escribieron hace veinte años, y que no publicarían si no tuvieran necesidad de publicar algo. Resultado: más descrédito.

Finalmente, los libros de cuentos de cuentistas actuales. No todos van a ser Raymond Carver, por lo que, en esa falta de calidad supina, también contribuyen, menos pero lo hacen, a que lectores y discriminadores del cuento (como el que esto escribe) rehúyan de su lectura y de su práctica.

Si admitimos, como es mi caso, que NO LEER es, no sólo legítimo, sino perfectamente compatible con todas las virtudes posibles en un ser humano (inteligencia, amplitud de miras, incluso cultura) no podemos dejar sin legitimidad modos de lectura limitada, como podrían ser: no leer novela negra, no leer nada de la editorial Lengua de trapo; no leer poesía; no leer libros traducidos; no leer novelas publicadas después de 1950; no leer novelas del siglo XVIII; y, por supuesto, no leer cuentos.

Yo casi no leo cuentos, y sólo los escribo por encargo. Sin embargo, creo que hay algunas ideas relativas al cuento frente a la novela que no son discutibles, que no dependen de tu posicionamiento o conocimiento del cuento, y que pueden conducir a reflexiones y enunciados sí discutibles, pero, al menos, realistas.

La ideas no discutibles sobre el cuento y la novela son las siguientes:

1. Un cuento es más fácil de escribir que una novela.
2. Cualquiera puede escribir un cuento; no cualquiera puede escribir una novela.
3. El cuento puede leerse y escribirse de un tirón; una novela no puede escribirse ni leerse de un tirón.
4. Muchos autores empiezan escribiendo cuentos y pasan a la novela; pocos (no conozco ninguno) siguen la trayectoria inversa.
5. Las novelas pueden expurgarse hasta producir un cuento.
y6. La suma de cuentos no equivale a una novela.

1. Cuando digo "facil" no hablo en ningún caso de calidad; hablo de ejecución. Cualquier persona alfabetizada puede escribir, con mayor o menor esfuerzo, 10 páginas. Aunque sean malas, incluso horribles, son; y puestas ya en el plano ontológico, pueden "ser un cuento". No es tan fácil en la novela. El problema, genial, tierno, de la novela es que tienes que escribirla, que da igual lo listo que seas, la cultura que atesores y las páginas del diccionario que domines: para que la novela exista tienes que estar sentado solo ante un teclado durante 500 horas. Sin eso, la novela, tu novela, no existe; y no puede llamarse novela a algo que no existe.

2. De esta circunstancia puramente fabril proceden, a mi juicio, muchas de las perversiones que aquejan al cuento: que es más tentador ser mediocre con un cuento, por ejemplo. Porque el mal trago de verse mediocre pasa en una tarde, mientras que nadie quiere verse mediocre durante los 4 o 12 meses que se tarda en escribir una novela. Por lo tanto, hay una criba natural contra las malas novelas, dado que uno no avanza en su propio libro si no le agrada un poco: el cuento es malo cuando lo terminas, la novela es mala mientras la terminas, por lo que hay más cuentos malos que novelas malas, dado que casi todas las novelas malas, gracias a Dios, están sin acabar.

3. La literatura, en cierto sentido, enfrenta el tiempo de escribir con el tiempo de leer, siendo este último siempre mucho más breve. Sin embargo, dentro del tiempo de leer, aunque es pequeño, cabe el tiempo de escribir: en tres días lees el trabajo de tres años, por ejemplo. De este hecho, también indiscutible, procede, a mi juicio, el valor mayor que le damos algunos a la novela: la novela nos acompaña durante varios días, o durante un día entero, mientras que el cuento es una inyección puntual, al margen de nuestra vida. Así, una novela que lees entre horas de trabajo y horas de trabajo, entre viajes en Metro y charlas telefónicas, consigue filtrarse en ti por varias grietas, manchada, distorsionada por tu vida y por la propia lectura fragmentaria (uno marca el punto de lectura; uno olvida quién era tal personaje; uno vuelve atrás, relee para enterarse de algo que, de pronto, suscita dudas; uno, en definitiva, trabaja la novela).

Del mismo modo, la escritura de una novela filtra la vida del escritor, porque le lleva tanto tiempo, y combate con ella tantos avatares (en mitad de la escritura de la novela, uno se casa, se divorcia, tiene un hijo, muere alguien, muere él mismo -nadie muere en mitad de la escritura de un cuento-, se enamora, se hace viejo...) que, lógicamente, no sólo por su extensión, sino por la variedad de emociones desde las que se escribe, consigue, incluso en la novela más plana, reflejar la complejidad de la vida, sus infinitas capas.

4. Sin embargo, casi todos los novelistas empiezan escribiendo cuentos. Esto se debe en gran medida a la necesidad del aspirante a escritor de foguearse con la palabra y la trama, con los diálogos, con un estilo u otro; con la lectura de sí mismo, también. Si entendemos que muchos cuentos no son sino un campo de pruebas, veremos, nuevamente, un motivo más para que este género esté lleno de no-creyentes y, por tanto, de piezas sin pasión ni respeto por sí mismas.

Hay una tendencia natural a abandonar el cuento en un momento dado y lanzarse a la novela. Una explicación podría ser esta: vanidad. Escribir una novela (y no digamos, verla publicada) se encuentra entre las metas más altas que un aspirante a escritor encuentra en su vocación. Y una vez escrita y publicada, la sensación de haber alcanzado cierto estatus (aunque sea ante uno mismo) impide muchas veces volver al cuento, como (y los ejemplos son tendenciosos: lo comentamos más abajo) como cuando uno emigra de la provincia a la gran ciudad, circunstancia en la cual volver al campo es siempre un fracaso.

También existen escritores que no salen del cuento. No es improbable que algunos de ellos perseveren en ese género por pasión inalienable hacia el relato breve, pero es más probable, a mi juicio, que la práctica algo obsesiva del cuento acabe inhabilitando para escribir novelas. Un consejo que doy alegremente es este: si quieres escribir novelas, no empieces con el cuento, empieza con novelas. No importa si no las acabas: empieza otra. Porque si te empeñas en hacer un buen cuento antes de intentarlo con la novela, te verás, en un momento dado, presa de la inseguridad que da no poder controlar 200 páginas, y te quedarás siempre en la distancia corta. Efectivamente, un cuento puede reescribirse cientos de veces sin un excesivo coste en tiempo e ilusión; un cuento puede controlarse íntegramente, perfeccionarse, incluso ser sometido a cambios mínimos y a la lectura y análisis de lo que esos cambios mínimos provocan en los lectores. Eso en la novela es imposible, y si el autor de cuentos que trata de novelar no supera la sensación habitual de la práctica de la narrativa extensa (esto es: no sé hacia dónde voy, no confío en las 34, 89, 178 páginas que ya llevo escritas, pero aún así y todo tengo que seguir) nunca podrá acabar una novela.

5. Cuando leo cuentos, sobre todo cuentos contemporáneos, muchas veces me he encontrado ante la sensación de no estar ante lo que yo, o mi yo lector inmanente, entiende por un cuento. Dado que este género también sufre los vaivenes de la experimentación, su morfología a día de hoy nada tiene que ver con el cuento contado al calor del fuego, con la narración de una historia cerrada o con la narración de una escena. Así, vemos cuentos que son retratos de un personaje, cuentos que son descripciones, cuentos líricos, piezas breves en suma que parecen partes de novelas que no existen.

Muchas veces, como digo, leo un cuento, y aunque me parezca interesante, no dejo de pensar que abriendo cualquier buena novela y dedicando un rato a la búsqueda, se podrían encontrar 3 o 13 páginas que, extraídas de su continuo narrativo, parecieran un relato independiente. Quizá por eso el cuento, o muchos cuentos, no gustan: hacen pensar que falta todo lo demás, que le falta el resto de la novela.

Un ejemplo, aprovechando que ahora existe el micro-relato. La siguiente pieza de Juan José Arreola se cuenta, al parecer, entre lo más elevado y citado y, supongo, imitado del (sub)género. Dice:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Me gusta. Pero, al mismo tiempo, no concedo a este texto un categoría muy diferente de la que puedo dar a una cita. Por ejemplo:


Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.
De Pedro Páramo, posiblemente, se pueden sacar 40 o 50 "micro-relatos", y 10 o 15 cuentos.

Excurso contra el micro-relato: considero que la fama actual, aunque ya menos feroz, del, así llamado, micro-relato supone una perversión de la literatura, una forma de ensanchar el club de los escritores, al parecer a base de personas muy perezosas. Escribir una frase, dos frases, tres frases, y dar por concluida una obra resulta, sí, un ingenioso atajo hacia la creación, pero no por ello consigue, al menos en mi caso, hacer pasar gato por liebre, dado que el, así llamado, micro-relato, no alcanza, casi nunca, la categoría de cita brillante, sino que se queda a la altura de los chistes, y ni siquiera de los chistes de Tip y Coll.

Volviendo a Arreola, podemos comprobar cómo su famoso "micro-relato", fácilmente, podría constituirse en parte de una novela. Por ejemplo, como su arranque:


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones. Cuando estaba viva frecuentábamos casas y bares, cines, parques y rinconces románticos. Ahora esos lugares la echan de menos, porque este fantasma fatal sólo es manifiesta en mí, sin descanso.
O in media res:


Pedro me preguntó si tenía enamorada. Le dije que no. Le dije que la mujer que amé se había convertido en fantasma; que yo era el lugar de sus apariciones. Me sonrió. Dijo: ¿Y te da miedo? Contesté: No, los fantasmas nunca dan miedo, lo que da miedo es el escenario. Lo que me da miedo soy yo.
6. El proceso contrario es menos practicable. Por un lado, tenemos el hecho, creo que apreciable, de que muchos libros de cuentos buscan la unidad, esto es, reunir 10 cuentos que, en alguna medida, funcionen en su conjunto, apunten en la misma dirección o, al menos, no parezcan una antología de autores diversos. Este esfuerzo, amén de por motivos estéticos, procede también del intento del género breve de asemejarse a la novela en cuanto a su impacto en el lector. Claramente, uno disfruta más de un libro de cuentos de Borges o Cortázar porque se encuentra en el "universo" de Borges o de Cortázar, en un territorio particular. Sin embargo, la mayoría de los libros de cuentos no alcanzan a formar un universo, y resulta, en mi caso, siempre desalentador, cuando en un libro de relatos aparece el consabido relato de ciencia ficción, tentación al parecer en la que caen todos los cuentistas, que pocas veces nos libran en sus libros de leer una pieza con robots o mundos futuros, 2944 o más allá.

La suma de cuentos no equivale a una novela, no consigue lo que una novela, ese peso. Además, muchas novelas (también cuecen habas en el género), que se venden o etiquetan como tal, no lo son por cuanto se nota demasiado que se ha buscado una estructura que permita contar varias historias independientes. En esa condición molecular está el problema del cuento para elevarse sobre sus límites. Dado que, según ciertas escuelas, los cuentos tienen que ser perfectos, la comunicación entre ellos resulta imposible, en modo alguno similar a la que se da entre secuencias o capítulos de una novela, donde, no sólo es localizable, sino incluso aconsejable que haya algunas y algunos, secuencias, capítulos, flojos, transitorios, menos brillantes, menos importantes, como un lugar de descanso para el lector, que puede seguir leyendo, pero no con la intensidad que procuran las mejores páginas de la novela.

Al margen de estas seis afirmaciones que considero indiscutibles, y que he desarrollado hasta alcanzar afirmaciones que sí lo son, quiero ahora consignar algunas definiciones que mi práctica de la novela y mi no práctica del cuento me han deparado sobre ambos géneros.

Mi definición de novela es la siguiente:

La novela es la disolución de una sinopsis.

Las sinopsis no son literatura y, sin embargo, al igual que los trailers en cine, resultan más atractivas que las novelas a las que se refieren por su condición explícita y alusiva. Por ejemplo: "(título de la novela) cuenta la historia de una mujer que mató a su marido y después fue secuestrada por unos alienígenas que la clonaron 32 veces para casarla con los 33 jefes de las 33 tribus de su planeta. Tuvo hijos con todos y esos hijos iniciaron guerras los unos con los otros hasta que sólo quedó 1 tribu, que trató de averiguar si la matriarca era la humana original secuestrada o uno de sus clones."

Esto es una sinopsis. Una sinopsis que, inopinadamente, podría dar lugar a una gran novela, pero, con más pertinencia, a un espantoso best-seller. La novela disuelve la sinopsis, la tapa, y en el modo en el que se ejecuta esa disolución está la calidad. Seguramente la gran novela que responde a esta sinopsis sería aquella que hiciera imposible al lector contar la novela a otro lector con las mismas palabras que la sinopsis.

Otra definición de novela de mi propia cosecha es:

La novela es trayecto.

Lo importante de una novela, para el lector, es la sensación de estar "en marcha", en dirección a algún sitio. Digo a menudo, cuando no me gusta una novela, que, precisamente, no me lleva a ningún sitio. La novela debe engañar al lector haciéndole creer que está construyéndose algo mayor que lo ya leído, y que si no se sigue leyendo no se verá esa construcción. Esta teoría tiene algo de macguffin, porque, al cabo, importa poco "esa construcción", quién es el asesino o cómo acaban los protagonistas: lo importante es generar el encanto de continuar.

Un cuento, sin embargo (y sé que esto es muy discutible) lleva en su médula la condición de punto de llegada o punto de partida, entre otras cosas, porque tampoco hay sitio para más. Cuando leo un cuento estoy deseando acabarlo, incluso miro más cuantas páginas me quedan para terminarlo que con una novela (entre otras cosas, porque con la novela lo sabes ya sólo por sostenarla con las manos). Asimismo, si un cuento no lo leo entero de un tirón, normalmente no lo leo entero nunca. El cuento me impacienta, como un taxi que he cogido sólo para llegar a algún sitio, no para estar dentro de él.

Ejemplos. Decía más arriba que eran peligrosos, porque también hay un ejemplo que redime al cuento de su supuesta inferioridad. No es infierior, sería el argumento, el cuento a la novela como no es inferior los 100 metros lisos al maratón, y de hecho los 100 metros lisos son la prueba atlética estrella, mucho más atractiva que la distancia algo inane de los 3000 metros o de los 800 metros vallas (si es que existe, que no sé).

El asunto de la extensión, de su exacta delimitación, provoca también problemas a la hora de pensar los géneros. Un cuento tiene 10 páginas, una novela 200. Pero ¿50 páginas es cuento o novela? ¿Y 51? ¿Y 52? Es un tema sobre el que no he pensado ni leído mucho, por lo que no entraré en él, a sabiendas de que podría variar en algún modo mis propios argumentos.

Más ejemplos. El cuento y la novela guardan una relación, desfavorable para el cuento, con el cortometraje y el largometraje, respectivamente. También se defiende que el cortometraje puede estar a la altura del largometraje; también yo, en esa disputa, lo dudo mucho.

Quizá porque el tamaño sí que importa.

Finalmente, considero que el discurso en favor del cuento participa de manera medular del paradigma moral de nuestros días, que huye de la verdad y abraza sin fisuras (casi totalitariamente) la refacción (palabra entendida en su segunda acepción semántica: "Compostura o reparación de lo estropeado.") Se trata de compensar un malestar histórico, sin sopesar en ningún caso los elementos a debate, pues no es otra la intención de este discurso que eliminar el propio debate, silenciar el pensamiento crítico y depurar la estructura superficial de la realidad. Una frase, por tanto, como "el cuento no es inferior a la novela" no triunfa porque hallemos adjunto el menor argumento, sino porque participa de las buenas intenciones, del sueño de un mundo donde no se permite, supercialmente, reconocer la jerarquía profunda que lo da forma. Se busca, en este sentido, equiparar lo moral con lo evidente, siendo ambos en realidad niveles distintos, no equiparables.

Es evidente, por ejemplo, que hay personas más guapas e inteligentes que otras; y es moral que una persona inteligente o guapa no tiene más derechos (pero sí más privilegios) que una persona poco inteligente o poco atractiva. Pero afirmar que "todos somos guapos" es fruto de una buena intención que acaba volviéndose contra nosotros, porque nos aleja del conocimiento.

¿El cuento es un género menor? Para mí, seguramente; pero de lo que no me cabe duda es de que el cuento es, en todo caso, una "práctica menor", del mismo modo no lesivo que puede afirmarse que la comida rápida es una "gastronomía menor" o que fabricar candelabros es un "arte menor" o que el cómic, te pongas como te pongas, no es Miguel Ángel.

No se trata de discriminar o hacer de menos, sino de categorizar para el conocimiento, porque a fin de cuentas es más que probable que yo disfrute mayormente de los comics que de la pintura clásica, que me guste más comer chocolate que caviar, y que ame el candelabro que heredé de mi abuela por encima de toda la capilla Sixtina. Pero eso no me hace confundir los parámetros del saber humano, que no va a variar por mucho que yo trate de imponer mi visión emocional del mundo sobre la visión heredada y, esta es la palabra clave, universal que es, en definitiva, la que nos une a todos.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Control telepático de críticos literarios

A raíz de la concesión a mi novela El estatus del Premio Ojo Crítico, fui convocado a una entrevista en un programa de Radio Nacional de España, un programa llamado Un idioma sin fronteras. Durante la entrevista (telefónica y matutina: aspectos ambos desaconsejables) la locutora quiso leerme lo que "la crítica" había dicho sobre El estatus, dato este que había sacado de la errónea nota de prensa emitida por Ojo Crítico. La locutora leyó lo siguiente: "Intensa como un drama de Beckett, dura como las mejores historias de William Faulkner, esta novela atemporal y deslocalizada, insólitamente aterradora y al mismo tiempo sutil, nos devuelve el goce de la narrativa pura, del personaje complejo y del idioma puesto al servicio de vivir."

Eran palabras de la contracubierta de El estatus. Eran palabras que escribí yo.

¿Qué te parece, estás de acuerdo con "la crítica"?, me preguntó la locutora. Durante un segundo, pensé en desvelar que esas palabras eran, en principio, palabras de la editorial, en modo alguno de "la crítica" (amén de: eran palabras mías), pero me pareció feísimo introducir esa distorsión en la rutinaria labor de la periodista, de modo que opté por un falso y estomagante: Sí, claro, estoy de acuerdo; y pasamos a la siguiente pregunta.

Estaba de acuerdo conmigo mismo, lógicamente.

Últimamente he pensado bastante sobre esta anécdota, y al hilo de algunas lecturas y encuentros con el anecdotario ajeno, he concluido en la pasmosa evidencia (como tantas, obvia para todo el mundo después de que alguien la nombre) de que la crítica, casi siempre, dice de una obra lo que el escritor quiere que diga. Esto, considero, se debe a tres factores: uno de ellos es la amistad entre un escritor y su crítico; otro es la pereza/miedo del crítico ante determinadas sedicentes obras maestras; otro es, sí, la telepatía.

Entre los hechos que han configurado la inclusión de la telepatía dentro de los mecanismos de la crítica literaria ha estado la lectura en diagonal del blog de Javier Marías. En él, como en tantos otros blogs de escritores, se deja constancia, mediante un simple copiar y pegar, de la recepción, internacional sobre todo, que ha tenido la obra de uno; en este caso, de Tu rostro mañana. Los críticos anglosajones, europeos, consideran Tu rostro mañana como una obra cumbre del siglo XXI, un trabajo magistral, un empeño artístico a la altura de Proust y Joyce y Cervantes. Una novela del copón. O sea sé: exactamente lo que Javier Marías quería que dijeran de su libro antes incluso de poner siquiera la primera palabra de la obra.

Otro hecho más, otra pista telepática. Leí en su día Cosas que pasan, del futuro Premio Nobel Luis Goytisolo. En estas memorias ligeras y cortitas, Goytisolo hace auto-crítica, auto-alabanza mejor, de sus obras mejores, y sus palabras, amén de necesariamente egocéntricas, suenan especialmente exactas, como si realmente nadie en el mundo pudiera decir de sus novelas lo que el propio autor dice; como si el único crítico válido fuera uno mismo.

Movido por el infinito aprecio que Luis Goytisolo mostraba por su tetralogía Antagonía, me acerqué a la biblioteca a echarle un ojo. En uno de los volúmenes, no recuerdo cuál, pero sí que la edición era de hace 30 años (aquellos deliciosos libros de la Alfaguara de Jaime Salinas), aparecía la consabida descripción de la obra "por parte de la editorial". Las palabras qué allí encontré, palabras de hace 30 años, sin firma, eran, casi letra a letra, las mismas que ahora se dedicaba Luis Goytisolo a sí mismo, por lo que no es aventurado suponer que entonces fue también él el que las escribió para su propia solapa.

Esto de que los escritores describamos nuestros propios libros no deja de ser un secreto que habría que descerrajar para contribuir de manera definitiva al sentido del humor mundial. Cuántos libros, cuántos, no incluyen entre sus auto-descripciones afirmaciones del tipo: "la mejor novela del año", "el mejor autor de su generación", "uno de los autores más importantes de Europa", "una obra llamada a marcar época", "un título ya fundamental", "un clásico instantáneo"... Etcétera, etcétera.

Resulta gracioso, pero también obvio, que si a uno le obligan o se obliga a escribir su propia cuarta de cubierta, su propia solapa, lo mínimo que va a querer poner es que su novela es una obra maestra. En Lengua de Trapo, confieso, hubo discrepancias serias respecto a que Faulkner y Beckett fueran convocados a acompañar mi último empeño literario, discrepancias que me vi forzado a sofocar con el siguiente argumento: Es que yo pienso en Faulkner cuando escribo, no pienso en Mortaledo y Filemón. Sorry.

Cuando una obra resulta alabada por "la crítica", me da a mí que en un 90% ese halago coincide punto por punto con lo que el propio autor piensa de su obra. Esto se debe a algo tan sencillo como que el autor queda con un crítico y le dice: Jo, yo creo que he cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas. Y luego el crítico escribe: Fulanito de tal, con esta nueva obra, ha cambiado el paradigma estructural de la novela negra española de las últimas cuatro décadas.

Yo no he vivido aún un caso similar, dado que no tengo amigos que ejerzan la crítica literaria. Pero sí he visto confirmado el poder telepático con El estatus. Desde hacía algún tiempo, valoraba yo de mi propia trayectoria el que, siendo malo o bueno como escritor, al menos no hacía siempre la misma novela, el mismo personaje, la misma voz. Cuál no ha sido mi sorpresa cuando en un post sobre El estatus, su autor hacía constar precisamente este aspecto: Olmos (con perdón) rompe el cliché de que un escritor escribe siempre el mismo libro. Y en el Ojo Crítico: se ha valorado su afán por reinventarse en cada obra. Telepatía pura, interpreto.

Este extraño mecanismo de reconocimiento de la calidad de las obras tiene que ver, en su pico más importante, con algo sumamente delicado para un escritor: la trascendencia y perdurabilidad de su obra. A fin de cuentas, alguien tiene que decidir (las jodidas listas) quién pasa pantalla y quién se queda con el Game Over, y ese alguien, para un escritor, es siempre un ignorante al que le tienes que decir, eh, por si no lo habías notado, esta novela rompe el paradigma estructural de...

Por ello, nada tan alineado con nuestros días absurdos en lo que al Arte se refiere, que este concepto: explicar la obra. Porque me he dado cuenta de que, al igual que sucede con la cocina moderna o "creativa", que no se puede comer, pero se puede explicar durante horas, hay bastantes novelas a día de hoy que no se pueden leer, pero que su autor puede explicarnos epatadoramente, con lo que a lo mejor la novela no nos gusta, pero la explicación de la novela nos encanta.

Sería, cuando menos, espectacular, encontrar una sociedad, un país, una lengua, que editara los libros sin otra marca que su título, todos en idénticos volúmenes sosísimos, sin diseño, sin paratexto, sin autor, sin contexto, solamente el libro, de modo que el lector, todos, entráramos en él, en palabras de Neruda, "como con una espada entre indefensos", y pudiéramos disfrutar o denostar a gusto, sin márketing, sin presión, sin el idiota del autor citando a Faulkner, sin edulcorantes.

Nunca será así, pero pensarlo relaja un poco, cuando nieva.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Ojalá vivas tiempos interesantes, 1 (¿y 1?)

Me ha irritado hoy sumamente una noticia aparecida en la home del diario El País. Se refiere la "noticia" (vivimos en un mundo entre comillas) a un señor de San Diego, de 29 años, que ha alcanzado el éxito gracias a Twitter.

La fantasía informativa que se ha tragado El País es como sigue: X volvió a casa por fracasar (intentó el éxito en Los Ángeles) y se instaló con sus padres. El progenitor, septuagenario, era un hombre brusco y corrosivo, cuyas frases punzantes hacían las delicias de su hijo. X vio entonces la luz, y un mac, seguramente. Lo encendió, abrió una cuenta de Twitter y en ella fue colgando las frases "geniales" de su padre. La cuenta "espontáneamente" ha llegado a tener casi un millón de "seguidores". Ahora van a hacer un libro y una película.

La realidad conspiranoica que propongo es muy otra: Efectivamente, X no pudo salir adelante como GUIONISTA en Los Ángeles. Volvió a casa y, movido por una frase que su padre dijo un día, se le ocurrió crear un personaje, que sería su padre, y escribirle unas frases bastante malas, las verdad, típicas de teleserie de los 90. Seguidamente, comenzó el trabajo duro: marketing himself. Consecuencia: el "éxito".

La función del periodismo, a diferencia de la de Hollywood, no es ofrecer a la gente "sueños"; es ofrecerles la verdad. En esta noticia, El País fabrica un sueño, en una muestra de candidez profesional que me resulta intolerable. Ni una sola vez se llama la atención sobre el hecho de que todo pueda ser una farsa. Parece que los niños perdidos en globos, que no estaban perdidos, pero que toda la prensa MUNDIAL sacó para nuestro absurdo deleite, no han enseñado nada a los profesionales de los medios, que siguen dando pábulo a cualquier historia con mordiente que les llega a las redacciones.

Sospechoso es que mister X trabajara de guionista en Los Ángeles; sospechoso, que Kevin Smith sea su fan; muy sospechoso que mister X afirme "Lo activé creyendo que no lo miraría nadie, y una mañana me desperté y tenía 10.000 seguidores". Sospechoso, mucho, que su padre diera su consentimiento a cambio de "no conceder entrevistas" ni recibir "los beneficios".

Mister X lo tiene todo pensado, considero.

Hay dos aspectos que me interesan de esta fantainformación, como debería llamarse al nuevo género periodístico de los niños perdidos en sus globos. Uno se refiere a cómo los medios siguen apostando por el sistema mediante el relato continuado de cuentos de Cenicientas. Se da a entender que, en este mundo, "pasan cosas bonitas", puras, tiernas, absolutamente humanas, y que se ven planetariamente reconocidas de manera espontánea: se evita así reconocer que todo es control.

La otra se refiere al mundo literario. Desde que determinada escuela de crítica consideró fundamental para la lectura de un libro el conocimiento de la intimidad de su autor, ha proliferado mucho más la calidad de la intimidad del autor que la calidad de los libros. Antoni Casas Ros, Rubén Gallego o James Frey son ejemplos disímiles. Uno, desfigurado en un accidente; otro, criado en orfanatos rusos; otro, loco de atar en una clínica por culpa de las drogas y el alcohol. Todos han recibido la atención de los medios porque lo que contaban en sus libros era "real". Sin embargo, Frey vio investigada su vida, y en la medida en la que lo que contaba no era real al cien por cien, la sensación de sus lectores y de sus avalistas fue la de haber sido estafados.

No deja de ser simpático, también, la posibilidad que en un mundo como en el que vivimos (sociedad del espectáculo) tiene un creador de crearse a sí mismo, de ser su mejor obra, dejando su "obra real" como un mero satélite que le da las vueltas. Muchos encontrarán deliciosamente postmoderna esta idea: estar en casa, no pintando o escribiendo, sino diseñando al que pinta o escribe, y luego pintando y escribiendo (con menor esmero), para resultar en un producto con artista peculiar incorporado.

Sin embargo, me pregunto si no podría uno escribir una novela sobre maltrato de género, y luego encontrar una amiga con poca vergüenza que acepte representar el papel de: mujer maltratada que ha escrito una novela "real" sobre su experiencia, y luego venderla a una editorial mayor e iniciar un marketing ourselves soterrado, para acabar en el "éxito".

Me pregunto qué diría eso de nosotros.

En cuanto el punto de mira se aleja del producto cultural, y se fija en su autor, que a su vez es un producto cultural, pero no reconocido, se produce el efecto pernicioso de estos tiempos tan interesantes que vivimos: reconocimientos para creadores en virtud de lo que son, y no de lo que crean.

Así las cosas, el siguiente paso es que determinados artistas dejen de crear, sin dejar por ello de ser "artistas", lo que sería muy de agradecer.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Suscribo viñetas...

...dado que artículos no hay para suscribir. Se les comió la palabra el gato. O la autocensura.
(update: y suscribo a Quico Alsedo)



El Roto.




Manel Fontdevila.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Premio Ojo Crítico para El estatus

"Hay tantos premios que alguno me tenían que dar." (Houellebecq)

• El jurado le ha elegido por su dominio de las técnicas narrativas y su capacidad para reinventarse de una novela a otra

Hoy, lunes 23 de noviembre de 2009, se ha fallado el Premio “Ojo Crítico” de Narrativa que ha recaído en el escritor y periodista segoviano Alberto Olmos. El galardón valora la capacidad narrativa que el autor plasma en todas sus novelas, también en su obra más reciente, publicada este año, “El estatus”. El jurado del galardón “Ojo Crítico” ha estado formado por Nuria Azancot, Redactora Jefe del suplemento “El Cultural” del diario “El Mundo”; Javier Rodríguez Marcos, redactor del área de cultura del diario “El País” y Premio Ojo Crítico de Poesía 2002; Pablo DOrs, escritor; Isaac Rosa, escritor y premio “Ojo Crítico” de Narrativa 2004; Modesta Cruz, redactora especializada en literatura del área de cultura de RNE; Alfredo Laín, redactor especializado en literatura del área de cultura de RNE y Laura Barranchina y Julio Valverde, directores del programa “El Ojo Crítico”.

Alberto Olmos lleva contando historias desde muy joven. Con sólo 23 años ya recibió su primer premio de novela, el Premio Herralde, por su obra “A bordo de naufragio” (1998). Once años después, el escritor y periodista sigue inmerso en el mundo de las letras con nuevas historias que le han valido el aplauso de la crítica. Con la última, “El Estatus” (Lengua de Trapo, 2009), Alberto Olmos ha obtenido el premio “Ojo Crítico” de Narrativa, que otorga RNE.

Y es que, el jurado ha valorado la obra más actual del autor segoviano por plasmar en ella sus cualidades como escritor. Según el fallo, Alberto Olmos domina las técnicas narrativas y tiene “capacidad para reinventarse de una novela a otra”. “El jurado quiere destacar la habilidad de Alberto Olmos para atrapar al lector en la solidez de la trama y en la credibilidad de los personajes” algo que se ve también – según el jurado - en su obra más reciente.

“El estatus” es una obra intensa, una novela atemporal y deslocalizada, insólitamente aterradora y, al mismo tiempo, sutil. Eso es lo que dice la crítica de un autor que, aunque tiene “necesidad de escribir”, siempre ha asegurado que “no se permite escribir obviedades”.

Noticia

Anteriores ganadores:

1990 Javier García Sánchez
1991 Pedro Zarraluqui
1992 Miquel de Palol
1993 Felipe Benítez Reyes
1994 Juan Manuel González
1995 Irene Gracia
1996 Andrés Ibáñez
1997 Juan Manuel de Prada
1998 Lorenzo Silva
1999 Alejandro Cuevas
2000 Fernando Royuela
2001 Marta Sanz
2002 Ana Prieto Nadal
2003 Albert Sánchez Piñol
2004 Isaac Rosa
2005 Pilar Adón
2006 Julián Rodríguez
2007 Ismael Grasa
2008 Jon Bilbao

viernes, 13 de noviembre de 2009

El estatus, en Compañía de sueños ilimitada

A Olmos le gusta jugar. Ya hace tiempo jugó al vomito suicida, después a la novela fría con excusa exótica, después a la novela coral pero ordenada y, más recientemente, a la novela-situación que no situacionista. Ponerle vosotros los nombres a las novelas, anda… googlear un rato.

En esta ocasión juega a ser un escritor centroeuropeo al que no le molesta que se le reconozcan las costuras: las de sus influencias, no las de su tejido narrativo. Faulkner y Beckett son sustantivos que en la sinopsis se pueden leer porque el escritor quiere que el que lector comedido los lea. Atención, no se amarra a cualquier cosa: nada más y nada menos que FAULKNER y BECKETT. Para los no iniciados esto es un aviso de que Olmos VA EN SERIO, es decir, Olmos no es un escritor que se conforme con entretener, con hacernos soñar, hacernos sentir, recrearnos en la excusa cultural de que un leer un libro es bueno, per se. No. Olmos quiere que sepamos que es un escritor COJONUDO: lo demás, no le importa. En cierto sentido, es lo único a lo que debería dedicarse un escritor: a hablar solo con su obra, a decir: soy único, y pienso que todo lo demás es basura, (excepto, por supuesto, Faulkner y Beckett, de los cuales he recogido el TESTIGO de aupar el nombre de la literatura a su punto más álgido, y aquí lo hago como en otras pasadas y acertadas ocasiones).

Ya puestos a leer la obra en cuestión queda claro que el autor ha leído a Faulkner, y lo ha leído bien, es decir, ha aprendido la importancia de la voz narrativa y lo exprime al máximo. De hecho la lectura de la novela es una delicia tan sólo por dicha superposición de voces, enigmática en un principio pero cada vez más cómplice con el lector conforme va avanzando la trama. Clarita, la niña, Clara, la madre y Jesualdo, el portero son algunos de los personajes que recorren las habitaciones de una casa que se me antoja gris, de techos altos y escaleras anchas y empinadas. La casa no deja de ser otro personaje más, la estructura movediza que hace que las motivaciones y deseos de las personitas que viven dentro se deslicen hasta un final que le da la mano al comienzo. Por otro lado, lo de Beckett no lo veo tan claro, quizás porque yo asocio Beckett claramente con un uso del lenguaje muy personal, más que con situaciones minimalistas, enigmáticas o claustrofóbicas (el eterno malentendido con Beckett), y aquí el uso de la prosa es mucho más narrativo y fluido. No obstante, agradezco que hayan utilizado el nombre de Beckett como coartada oscura y abismal y no el de Kafka que, como todos ustedes saben o deben saber, es el referente preferido de todos aquellos con pereza mental congénita.

Resumiendo: la novela se lee rápido, con interés creciente y termina cuando tiene que terminar y de la mejor manera posible. Los ecos que dicha historia puedan haber tenido dentro de los cráneos de otras personas… lo ignoro. En mi caso no ha sido un relato que haya sufrido reverberaciones futuras, aunque en el momento de la lectura la haya disfrutado como un niño idiota con paperas. Y es que uno de los aspectos a agradecer de la narrativa de Olmos es el carácter diferenciador de cada una de sus obras, su negación a repetirse y destrozar aquello de “todos los escritores escriben una y otra vez el mismo libro”. A Olmos no le valen las fotocopias ni las segundas oportunidades. Cuando Olmos apunta un objetivo, quiere acertar y dejar el resto de balas en el cargador... porque sabe que, sin duda, algún día le harán falta.

--

Link

Nota: Las negritas son del autor/a.

Nota2: Me ha encantado esta reseña.

Nota3: Mucho.

martes, 3 de noviembre de 2009

El estatus, en Deriva

Es difícil encontrar en el panorama de nuestras letras, y mucho más en el correspondiente a los autores así llamados ‘jóvenes’ a escritores que tengan la voluntad -y la capacidad- de ofrecer al lector una novela como ésta. Y esto por varios motivos. En medio de la vorágine y del empeño despiadado (a veces con los propios autores, a veces con la literatura) de búsqueda absoluta de la novedad (la pasión por lo nuevo, como tantas otras pasiones, puede acabar resultando autodestructiva) Alberto Olmos ha escrito una novela a contracorriente de lo que cabría esperar en alguien de su generación (incluso a contracorriente de sus últimas novelas: Trenes hacia Tokio, Tatami y El talento de los demás), una novela fuera del tiempo, sin contacto apenas con la realidad que nos rodea (hablo de lo estrictamente contemporáneo), una novela de apariencia engañosamente naïf y que podría clasificarse sin duda alguna de abstracta.

Cinco son los personajes esenciales que pueblan las páginas de El estatus. Clara y Clarita (madre e hija), Patricia (la criada), Ichvolz (el agente inmobiliario) y Jesualdo (el portero, mudo para más señas). Con estos cinco personajes, como si se tratase de los elementos de un extraño compuesto químico, Alberto Olmos diseña la trama de su novela. Una trama minúscula, por otra parte. Casi minimalista. Madre e hija entran a vivir en una casa ubicada en un edificio en apariencia abandonado y allí dejan correr el tiempo, intentando burlar la monotonía de los días (la madre a través de minuciosos rituales burgueses, incluyendo encargos continuos a Patricia, la criada y, por supuesto, la lectura de algunos libros; la hija confraternizando con Jesualdo, un extraño y faulkneriano personaje cuyo pensamiento -debido a su condición de mudo- nos es accesible a través de monólogos interiores fragmentados e incoherentes que el autor intercala de vez en cuando) mientras aguardan la llegada siempre demorada del padre ausente.

La novela de Alberto Olmos coquetea con lo fantástico, logrando crear la intriga necesaria para burlar el -casi- plano fijo que componen los personajes. Poco a poco el lector va descubriendo que casi ninguno de ellos es lo que parece, en medio de una tensión creciente que pone de relieve los juegos de poder a los que se someten entre sí los personajes. Es fácil rastrear la influencia de Faulkner y de Henry James en El estatus. Con esta envidiable compañía Alberto Olmos logra dar 'una vuelta de tuerca' a su propia obra para ofrecernos una narración en apariencia sin pretensiones, pura, enigmática, desconcertante, a contrapié -como ya dijimos al principio- de las expectativas (de sus propios lectores, incluso) y de la corriente mayoritaria de la narrativa actual. Una rara avis que parece querer avanzar dando un paso hacia atrás (en la simplificación de las formas y los temas, en el homenaje explícito a autores canónicos), una reacción que algunos pueden sin duda entender como trasnochada. Un camino difícil, en definitiva. El tiempo dirá si acertado o no.

---
Link
Gracias

jueves, 15 de octubre de 2009

Adiós a mis tiempos de terrorista


"Ms Info: el 8/11 acaba el plazo de identificación Ley 25/07. Si no se identifica antes se cortará su línea. Por favor acuda a una tienda movistar a identificarse."

miércoles, 14 de octubre de 2009

XV Premio Lengua de Trapo de Novela

El pasado 8 de octubre de 2009, un jurado compuesto por Nuria Azancot, Alberto Olmos, Ramón Pernas y Eduardo Vilas y el editor Fernando Varela resolvió por mayoría otorgar el XV Premio Lengua de Trapo de Novela a la obra Electrónica para Clara cuyo autor es Guillermo Aguirre, que concurrió con el mismo título y bajo el seudónimo de Justine.

Al XV Premio Lengua de Trapo de Novela han concurrido 632 manuscritos, 478 de ellos procedentes de España, 74 de Argentina, 5 de México, 16 de Cuba, 7 de Colombia, 4 de Venezuela, 11 de Perú, 6 de Estados Unidos y los demás procedentes del resto de Europa y Latinoamérica.

El Premio tiene una dotación de 5.000 euros y la obra ganadora será publicada por Lengua de Trapo durante el próximo mes de diciembre.

lunes, 12 de octubre de 2009

El estatus, en Revista de Letras

“El estatus”, de Alberto Olmos Por Josep A. Muñoz Crítica 12.10.09



estatus.(Del ingl. status, y este del lat. status, estado, condición).

1. m. Posición que una persona ocupa en la sociedad o dentro de un grupo social.

2. m.Situación relativa de algo dentro de un determinado marco de referencia. El estatus de un concepto dentro de una teoría.

© Real Academia Española – 22ª edición



Alberto Olmos es la leche.

El oficio de escritor, como cualquier otro, se sustenta en el aprendizaje constante, el trabajo, el interés por crecer y perfeccionarse a base de disciplina y creatividad. Mientras unos van repitiéndose, reformulando viejas ideas, poniendo a prueba a la cada vez menos consentida paciencia del lector, otros (los menos) sorprenden a cada paso materializando los deseos de quienes ansían dejarse atrapar por las palabras.

Alberto Olmos es la caña.

Nos encontramos ante la obra de un periodista segoviano que logró, con su primera novela, ser finalista del premio Herralde de novela. Eso fue en 1998, hace once años. Desde entonces, con algún parón que le llevó a Japón, esta mente inquieta, viajera, curiosa, lectora, nos ha ido dejando brotes de lucidez narrativa (Trenes hacia Tokio, en el 2006; El talento de los demás, en el 2007; Tatami, en el 2008). Obras en las que se empapa de experiencias, de referencias, de formas, de historias que escribe porque le gusta contar, enganchar al lector. Si, como dicen, el inicio de un libro es lo más importante, os invito a comenzar cualquiera de los relatos de este autor, porque estamos ante un hipnotizador que, con apenas cuatro líneas, ya te tiene enganchado hasta el final. Como los narradores orales, que son capaces de aislar a sus oyentes y manejarlos a su antojo.

Alberto Olmos es la pera.

El estatus es, a mi juicio, la novela de corte más clásico de todas las que nos ha ofrecido su autor hasta ahora. No está ubicada ni en tiempo ni en lugar, aunque más de uno podría sacar conclusiones, ubicando la trama no muy lejos, aquí mismo, no hace muchos lustros. Clara y su hija de doce años (Clarita) llegan a la gran ciudad y se instalan en uno de los apartamentos de una gran finca, a la espera de la llegada del padre y marido, un hombre de negocios que las había mantenido lejos del mundanal ruido, en una villa campera. Mientras esperan, inician su nueva vida, en la que intervendrán Ichvoltz, el atractivo joven de la agencia que les ha proporcionado el piso; Patricia, la criada; y Jesualdo, el portero de la finca, un hombre mudo y con escasas luces.

Y esperan… Y esperan… Y el padre-marido no llega… Y Clarita se hace amiga de Jesualdo; y Clara, siempre leyendo, no soporta a Patricia; e Ichvoltz comienza a visitar el apartamento alertado por unos extraños ruidos que provienen del piso de arriba… Y el padre-marido sigue sin aparecer.

Alberto Olmos es la ostia.

A pesar del clasicismo, Olmos nos lleva más allá (y más acá). El estatus es casi una pieza teatral, arriesgada su puesta en escena de apenas un espacio (el apartamento y algunas zonas de la finca por las que pasea Clarita); pocos personajes; una intriga perfectamente controlada a golpe de efecto; buenas dosis de comedia, hasta de vodevil. De estructura circular, esta novela requiere de mucha atención para acabar de valorar los matices que logra transmitir en cada una de sus páginas. No se dejen engañar por su sencillez, por la gracia de las explicaciones de la niña, por el garbo chulesco de las réplicas entre la señora y la criada, por la fácil incorporación de elementos fantasmagóricos. El juego de Alberto Olmos no es tanto el “cómo” sino el “qué” está pasando en este relato, interrumpido por las propias protagonistas que también son espectadoras-lectoras de su experiencia.

Decía más arriba que lo de cómo se empieza una novela es, para muchos, lo más importante. Pero, ¡ay, el final!. El final debe superar al comienzo, porque no hay peor cosa que atrapar al lector y que, a las pocas páginas, se abandone al aburrimiento. Ésta que nos ocupa es buena de principio a fin. Y sí, es muy bonito decir que tiene algo de Beckett, una pizca de Faulkner, otro poco de James… Para mí, a pesar de lo diferente de la propuesta con respecto al resto de su obra, lo que tiene El estatus es mucho talento, mucha guasa, mucha chicha, mucho fondo.

Alberto Olmos es demasiado.

José A. Muñoz

---

No niego que me lo creo todo...
Gracias
Link