viernes, 4 de febrero de 2011

Lo de Luna Miguel

No he tenido amigos más falsos que los escritores. La falsía no se encuentra en el interés o el ladino modo de arrimarse que pueden tener o no tener unos u otros. La amistad en literatura es falsa porque depende del medio, es decir, de estar.

Veo con claridad que si yo, y nunca lo descarto, desapareciera del "mundillo" (porque dejo de publicar novelas, dejo de escribir sobre libros y dejo de ser convocado por los periódicos) el 99% de los escritores que ahora trato desaparecerían asimismo de mi agenda. O yo de la suya.

Casi ninguno es amigo mío.

Luna Miguel no es amiga mía.

Todos somos simples conocidos.

Digo esto porque lo normal al acabar de escribir esto que estoy escribiendo, y que no sé dónde va, será encontrar en los comentarios la apreciación de que "he salido en defensa" de Luna Miguel o de que "formo parte de su mafia" o similar.

Al grano.

He leído, como siempre, el último post de Crítica y contracrítica poética, y también los comentarios que ha generado, y se me ha enredado la cabeza en un debate interno que aquí voy a tratar, si no de desentrañar, al menos de exponerme.

No sé si saben que aquí y en todas partes escribo para mí. Que me lean o comenten es una agradable consecuencia, pero también algo en lo que no estoy especialmente interesado. Perdonen la manera de señalar. A fin de cuentas, nadie me está pagando.

Leyendo, como digo, ese último post de CyCP, que ataca el poemario de Luna Miguel, he tratado de visualizar mi histórico personal sobre LM, de verme antes y después de conocerla, y de calibrar en qué medida las opiniones que uno tiene son completamente aleatorias.

Por un lado, he de reconocer que yo le tenía cierta inquina a LM antes de conocerla; que, como tantos otros, me resultaba algo exagerada la atención que recibía por parte de los medios de comunicación y de muchos autores consagrados, sin que mediara en ese afecto y altavocía unos méritos demasiado perceptibles. Además, la fotogenie de Luna Miguel, y su edad, me daban un infinito asco reflejo, porque nada humano me es ajeno y, en especial, nada tan humano como el poder inmediato que le otorgamos a la belleza, la juventud y las minifaldas. Es perfectamente vergonzosa la evidente cortesía social que se dispensa a periodistas, escritoras o deportistas por el mero hecho de estar buenas. Lo es tanto para la que recibe ese trato, porque habla muy tristemente del respeto de "ellos" por su trabajo o labor, como para "ellos", porque habla tristemente de su instintiva estupidez.

Por no hablar, también tristemente, de las mujeres que salen a defender a otras mujeres acusadas de "triunfar" por "poner calientes" a los hombres y a las que ellas suman a su causa, delirante, patética, contra un machismo para el que, sobre todo, necesitan enemigos visibles: con nombre y apellidos. A fin de cuentas, para estas "feministas" de baratillo, el machismo es su negocio, el que les procura columnas en los periódicos y charlas en la casa de la cultura de Ayllón (Segovia).

Pero ese es otro tema.

Miren cómo me juego la vida. Porque hace unas semanas, Pablo Muñoz, alias Alvy Singer, al que conocí en Gijón, aparecía a toda página en El País Semanal al hilo de su libro, y debo reconocer que, si bien estas cosas van dándome cada vez más igual, no es posible eludir una reflexión crítica hacia esa aparición. Y es esta: Pablo Muñoz ha escrito un libro de 50 páginas, lo que vienen siendo como 20 páginas de Word. ¿Realmente eso es suficiente para aparecer en el suplemento más importante de España? ¿Realmente no hay nadie más, y hablo de gente de su misma edad, que haya hecho algo que merezca asimismo salir en esa revista; algo de más enjundia, de mayor relevancia, de mayor ambición?

Es una pregunta retórica, porque yo podría dar al periodista que publicita libritos 20 nombres que merecen que alguien les haga un poco de caso. Caso que sería más beneficioso para todos, dado que Pablo Muñoz se lleva tan sólo el superficial saldo de "ser famoso durante 15 minutos", porque, lo siento, pero la gente no compra masivamente libritos de 50 páginas, y porque si Pablo, que es un tipo estupendo, va mañana y sale con una novela de 200, ya no le podrán sacar en esa misma tribuna, con lo que todo esto no es más que un estrepitoso cañonazo de humo.

No es bueno para el autor, no es bueno para la editorial y no es bueno para el periódico.

He introducido esta cuña en el texto para rebajar, si es posible, la focalización excesiva en la condición de mujer de Luna Miguel. En todas partes cuecen habas, como es obvio.

LM ha partido de ese mismo lugar que ocupaba hace unas semanas Pablo Muñoz; a cañonazos de humo la hemos ido conociendo. Finalmente ha publicado un poemario "mayor" y, como era de esperar, nadie ha dicho nada objetivo sobre el libro.

Las reseñas "positivas" son patéticas, porque se nota en exceso la piedad, el paternalismo, el camelo; las negativas son patéticas, porque se nota en exceso la envidia, el odio, la falta de piedad.

Yo mismo, después de conocer a Luna Miguel, sólo puedo asegurar con la mano en el corazón que su poemario no me ha parecido maravilloso, y que su poemario no me ha parecido malísimo. Entre lo maravilloso y lo malísimo encontramos una escala de grises que me gustaría que fueran "técnicos" pero es verdad que son sobre todo "emocionales".

O sea: Luna Miguel me cae muy bien.

Salvo que dijera que su poemario, Poetry is not dead, es malísimo, o dijera que es maravilloso, es decir, salvo que su lectura me transportara a categorías absolutas, deben dudar siempre de mi opinión.

Como si opino, en los mismos términos, sobre una novela de Rafael Reig. Manual de literatura para caníbales es maravilloso; y Autobiografía de MM también; para los demás títulos de este autor, mi opinión está desvirtuada.

Bien.

Una de mis irritaciones últimas con el género de la Poesía es que parece haber una serie de conocedores del género (pasa también con el cuento) que consideran perfectamente ignorantes a todos aquellos que no se autodenominen conocedores del género. Me resulta llamativa la cantidad de veces que CyCP afirma saber mucho de poesía, y que los demás no saben, porque yo llevaba un tiempo creyendo que no sabía, y ahora resulta (sí, parezco Perogrullo) resulta, digo, que creo que sé.

Estoy seguro de que sé, de hecho.

Mis lecturas poéticas son considerables, y me hace gracia la facilidad con la que, por ejemplo, se me echaba en cara en otro foro no haber leído a Chantal Maillard justo en el momento en que ya había leído tres libros de esta señora. Por supuesto, esta señora tendrá más libros, y los conocedores se los habrán leído todos, pero eso no haría sino aumentar la disputa en términos, ahora sí, perogrullescos.

¿Y has leído este? ¿Y has leído este otro? ¿Y la plaquette que publicó en la mesa camilla de su casa?

A lo que hay que oponer: ¿y has creado con tus lecturas poéticas un gusto, un criterio y una herramienta de compresión de la poesía?

Porque eso es lo que importa.

Decir que algo se ha hecho hace 50 años, o hace dos siglos, no es decir nada. Resulta terriblemente aburrido escuchar este argumento contra obras que se postulan como "nuevas", porque precisamente la literatura es una sucesión de obras que se postulan nuevas, y luego son todas iguales a La Ilíada, en términos formales. Y dios quisiera que en términos de calidad.

Volviendo a CyCP, he de decir que, en realidad, me gusta mucho que este blog exista, y que zarandee de vez en cuando a unos y otros, y que yo lo he recomendado insaciablemente, incluso si arremeten contra Elena Medel, que no es ni conocida mía, y cuyo talento literario considero innegable.

Sin embargo, en la reseña sobre Poetry is not dead he notado, como nunca antes, una carencia ya excesiva de argumentación, porque al igual que con la fiera literaria, ir sacando versos (en este caso) de contexto y haciendo un chiste no sólo no es crítica literaria, sino que tampoco es una opinión solvente, sino una retahíla de pedorretas.

Los chistes ni siquiera tienen gracia.

Ya sé que Lector Mal-herido acecha en la sombra, y que puede considerarse que hace algo similar. Pero al menos Lector Mal-herido sabe escribir.

Todo ese post (que puede intuirse escrito por una mano distinta que los anteriores) muestra unas carencias creativas formidables, una falta absoluta de nomenclatura (incluso de nomenclatura no literaria, puramente juguetona) y una indelicadeza supina al entrar en asuntos personales, íntimos y que conciernen a la vida privada de la autora.

También es algo inquietante que, tanto este post crítico, como la reseña de Túa Blesa (que yo creía que era una mujer, pero ahora lo entiendo todo), caigan en la misma tergiversación: citar sólo versos que hablan de sexo o del propio cuerpo, cuando (y esto no admite discusión) el poemario es porcentualmente mucho más blanco en cuanto a sexualidad que muchas otras obras escritas por mujeres. Es decepcionante, en este sentido, que una de las características que me gustaban de la "propuesta" de LM en este libro, el hecho de que no parecía abusar de la estética "mira qué zorra soy", haya sido desvirtuada por la crítica, que ya hizo lo propio, aunque con más motivo, con la antología La manera de recogerse el pelo, del que, también y hasta el hartazgo, sólo se cita a poetas ("poetisas") cuando hablan, y permítamente la ordinariez, de su coño.

Agotador.

Otro problema que he tenido con CyCP (y supongo que este post les hará creer, porque leemos en diagonal y no nos enteramos, que soy su enemigo y su odiador y que, oh, salgo en defensa de la niña, por mucho que reitere mi interés y aprecio por su aventura disonante) es que (el problema) cuando convocaron un premio de poemas, eché un ojo a unos cuantos de los finalistas, y me parecieron deleznables. Siendo siempre posible que la lectura de Guerra y paz (1300 páginas) me haya impedido leer exactamente el número de poemarios que me pondría a la altura de su conocimiento de la poesía (y a la altura, también he de decirlo, del conocimiento de Luna Miguel), es decir, de 130 poemarios en una semana (pretendo hacerlo, tiemblen), me dejó algo perplejo que, como digo, esos poemas "buenos" no fueran, en ningún caso, muchísimo mejores que Tara de Elena Medel; ni siquiera tenían otra actitud, otra voz, otra referencialidad.

Es todo lo mismo, más o menos.

De ahí que entienda que CyCP sólo haga crítica mala, porque si la hiciera buena, la podría hacer buena sobre los mismos libros que dice que son malos.

Me pregunto qué pensarán sobre La educación física, de Pablo Fidalgo. Uno no se gana el prestigio criticando todo, sino criticando todo y apostando cada tanto por un libro, en el que se demuestra no sólo que se critica negativamente por pasión por la literatura de calidad, sino que se es capaz de reconocer esa literatura de calidad cuando surge y de jugarse un halago sin esperar otra cosa que llevar lectores a un buen libro.

Evidentemente, creo que Lector Mal-herido consigue eso a menudo. También lo cree Joaquín Rodríguez cuando afirma: "la ficción puede llegar a vender más unidades de algunos títulos elegidos, pero teniendo en cuenta el volumen global de producción y de ISBNs anuales, son más bien pocos y escasamente representativos. Por ser benignos pongamos que, si todo va bien y el autor es conocido y recibe los parabienes de Rodríguez Rivero y de Lector mal-herido (por poner dos de los pocos que leo con fruición), llegue a vender 1200 unidades."

Si un blog de crítica literaria consigue que se vendan buenos libros, es que su labor, en el caso de Lector Mal-herido en concreto, no es, en verdad, tan venenosa.

Creo que la animadversión hacia Luna Miguel está justificada, tiene argumentos y entra dentro de ciertos límites del juego. Como dicen en The Wire: That´s the game. Pero, en algunos momentos, como en este del post de CyCP, me asombra la falta de visión panorámica. Y me acuerdo de Francisco Umbral.

Francisco Umbral es un autor que me gusta mucho. Pero entiendo que Javier Marías (nada menos) y muchos otros autores que merecen un "nada menos" después de su nombre (Roberto Bolaño, etc.) consideren que su obra es "prosa sonajero" (Juan Marsé dixit) o de interés "municipal" o "barata" o incluso, mediocre. Pero lo que no es admisible, como señalaba Anna Caballé en su maravillosa biografía (Umbral. El frío de una vida), es negar el autor Umbral, el escritor Umbral; en definitiva, la pasión.

No se puede negar que Francisco Umbral es una persona empozada en la literatura hasta las cejas. No se puede negar que Javier Marías es una persona que vive para la literatura. No se puede negar a nuestros hermanos por mucho que nos zurremos con ellos por una barrita de chocolate.

Por un premio.

Somos pocos y mal avenidos: estupendo. Pero tenemos que seguir siendo pocos, porque si no no seremos ninguno.

Luna Miguel, y es lo que he comprobado después de conocerla, lleva la poesía más adentro que sus tatuajes, vive para la poesía y fomenta poesía y aunque sus poemarios no sean San Juan de la Cruz, es un activo necesario para, como diría Enrique Vila-matas, mantener "viva" la literatura. (Y en este caso, la poesía, que está mucho más muerta que cualquier otra cosa muerta, salvo el teatro.)

Todo eso, amigos, hace que Luna Miguel merezca un respeto.

El respeto no es "no criticar"; el respeto es "no negar".

Hay una diferencia, y sería bueno saberla.

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*Debido a que la moderación de comentarios me quita mucho tiempo, y a que en este post en concreto habría de leérmelos enteros para no dejar pasar insultos y vejámenes, no se permite hacer comentarios.

miércoles, 2 de febrero de 2011

A veces una voz me dice que despierte

Atrapado en el laberinto de la profesión, uno acaba por olvidar que existen otros laberintos y que al gran laberinto de la Sociedad no le importa si el tuyo, tan pequeño, tiene o no una salida.

Desde hace un par de años me noto inmerso de forma insalvable en el lodazal de la literatura. Digo lodazal como podía decir piélago o tráfago o cualquier otra palabreja, que para eso es, la palabreja, de literatura. Escribo novelas y publico novelas y frecuento a autores y a críticos y a lectores y leo yo mismo muchos libros y muchas reseñas y entrevistas con otros autores, y cada día sé más de edición y de distribución y en mi cabeza ocupan progresivamente más espacio las páginas amarillas, amarillentas, de la literatura, del Libro, del milieu.

Quiero decir que voy a la librería Tipos Infames y hablo con los libreros. Quiero decir que en la librería La independiente me conocen y me invitan a sus cosas y allí me encuentro con Elvira Navarro y hablamos sin parar de lo nuestro. Quiero decir que, a diario, apenas soy consciente de que vivo en un país que, como cualquier otro en realidad, no lee en exceso.

Y a veces una voz me dice que despierte.

El sueño, como se verá más abajo, es precisamente un sueño de nocilla. Es una quimera perfilada a partir de cuatro mails y dos charlas y un viajero del Metro que lee un libro mío. Son 40 comentarios en este blog y uno que me habla del blog y otro que lo linka y otro que dice que mi blog es "imprescindible". Emborracharse con una clara es una definición muy exacta de la vanidad.

Y a veces, sí, una voz me dice que despierte.

No es que tenga yo el sueño muy profundo, porque si de algo me alegro es de conocer casi con exactitud la distancia que me separa del suelo, que es ninguna. Ni mis libros han hecho plusmarcas comerciales ni mi nombre corre de boca en boca por los colegios. Pero el "mundillo" literario solidariamente propone que lo nuestro es estupendo y que, a fin de cuentas, todos los días sale algún escritor en el periódico y no un fontanero o un cultivador de bonsáis o un campeón de esgrima.

Hace meses quedé con un amigo, ex compañero de la facultad de periodismo. Trabaja en una ONG, en el departamento de prensa, y hablamos de su trabajo y mi trabajo y de otros temas predecibles. Cuando llegó el asunto de la lectura, mi amigo dio muestras de conocer muy apasionadamente la obra de Roberto Bolaño. Le pregunté a continuación qué le parecía Enrique Vila-Matas. Me dijo que no sabía quién era. "¿No sabes quién es Vila-Matas?", solté de sopetón. "No..." Mi amigo puso cara de haber cometido una falta extraordinaria. "No, no, tío; me encanta. Me encanta que no sepas quién es Vila-Matas".

Despierta.

El otro día en un taller literario que vengo dando a un grupo de alumnos de considerable nivel lector hablamos de Ray Loriga. Les propuse la lectura de El hombre que inventó Manhattan porque me interesaba debatir sobre los límites entre el cuento y la novela y porque me gusta mucho el estilo de Ray Loriga. Al margen de los comentarios sobre la novela en sí del autor madrileño, les hice una exposición de las particularidades que, a mi juicio, hacían de la obra de Ray Loriga algo pionero, interesante, referencial y meritorio dentro de la literatura española de los años 90. Finalmente di como prueba que la generación Nocilla tenía muchas deudas con Ray.

Se rieron.

Se rieron naturalmente. Se rieron sin derecho a réplica.

"¿Generación Nocilla? ¿Qué es eso?", dijo una.

"Bueno, es... Bueno, joder, son famosos...", me defendí.

"Nosotros tenemos una edad, Alberto, para pensar en la nocilla."

"Sí, sí... Pero, joder, son famosos..."

Me petrifiqué en mis propios argumentos al darme cuenta de que, realmente, no conocían Nocilla Dream ni parecían tomárselo siquiera en serio. Yo llevo dos o tres o cuatro años dialogando con el fenómeno de esta novela de Agustín Fernández Mallo y ya había asimilado que la palabra "Nocilla" era, en efecto, una cosa muy seria; una cosa de la que hablamos los escritores, de la que hablan los críticos, y seguramente de la que hablan los catedráticos de literatura de la universidad. Sólo en ese momento del taller me di cuenta de que llamar Nocilla a una generación literaria puede parecer una ocurrencia de lo más irrisoria.

(Precisamente por estar en el "mundillo" entiendo que esta anécdota que acabo de contar puede resultar lesiva, ácida, minusvalorante (!) y como que me estoy riendo de una serie de autores. Entiendo que este paréntesis deja claro que no es así. Por favor.)

Despierta. Del Nocilla Dream.

Sí. A veces una voz me dice que despierte y que vea la cruda realidad: la literatura no importa mucho más allá del cuadrilátero de los suplementos y de cuatrocientas personas en Madrid y otras tantas en Barcelona. Ser escritor, incluso escritor con prestigio, no es mucho mejor que ser fontanero con prestigio, prestigioso cultivador de bonsáis o prestigiado practicante de esgrima. Que te den un premio, un Ojo Crítico, no es mucho más relevante que recibir un premio a la mejor empresa andaluza de tapones de poliuretano. Seguramente el mejor fabricante de tapones de poliuretano de Andalucía tiene exactamente la misma autoestima que yo: tío, que soy el mejor fabricantes de tapones de Andalucía: respeto.

De ahí que me parezca cada vez más ridícula la obsesión de los autores por la relevancia, la publicidad, la entrevista. Tú le envías a un escritor cualquiera un mail con el asunto "Entrevista" y te contesta en 20 segundos. Nos morimos por una entrevista. Nos enojamos por la entrevistas masivas de los demás. Nos da mucha envidia si durante un mes o dos sólo hablan de Pablo Gutiérrez o Perico de los Palotes o Fernández Mallo.

Pero, en realidad, ¿a quién están diciendo nada? Hablamos de quizá 6.000 personas en España que tienen un interés parecido al mío en qué tal es la nueva novela de Fulanito Pérez. Hablamos de un puñado de personas que ni siquiera van a comprar la novela de la que se habla porque se la regalan para hacer una reseña en su blog o en el periódico o en la televisión. Hablamos de que muchísimos autores venden más y están más en la vida de la población española que "nosotros" sin que "nosotros" sepamos ni siquiera quiénes son, pues no salen en Quimera ni en ningún sitio.

Hablamos de si tiene la menor importancia "ser respetado por tus colegas literarios" frente a "ser completamente desconocido para la gente".

Hablamos de masturbación, de autocelebración, de podredumbre.

Hablamos de tapones de poliuretano, señores.

Despertad.

martes, 25 de enero de 2011

La inteligencia del amo

El cerebro se pone a funcionar al tercer toque: al menos eso he detectado que le sucede al mío.

El tercer toque es una frase, un dato, una experiencia que cierra, no un círculo, sino un triángulo intelectivo. Quizá el primer toque (dato, expeciencia) nos pone sobre aviso, el segundo (frase) nos indica el camino de una idea; y el tercero (facultativo) nos fuerza a pensar, a deshacer el nudo de una duda.

Por seguir el orden, puedo señalar como primera señal de la reflexión que hoy (gratis y libremente) regalo a mis millones de lectores, una cita de Friedrich Nietzsche que extraje de alguno de sus libros, y que hasta apunté en un cuaderno (el cuaderno lo he perdido, pero no la memoria). Dice: "La política es el campo de acción de cerebros mediocres."

Un segundo escalón lo conforma (experiencia) una charla que mantuve este verano con un par de personas de notable inteligencia. Discutían (ellos) de política (yo de política suelo abstenerme) y, después de quizá media hora de verles poner de vuelta y media al gobierno, sus decretos y leyes y opiniones, de verles encolerizarse hasta límites pre-revolucionarios, me permití soltar en mitad de su desesperación la siguiente pregunta: ¿Y por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?

Este segundo paso merece algo más de explicación. Quiero acentuar la rabia y la tristeza de aquella charla, la impotencia que percibía en las voces de los dos contertulios, el derrotismo de no ser nada más que ciudadanos de a pie que opinan en el patio de una casa, mi percepción de que, efectivamente, lo que ellos decían (sobre el Ministerio de Igualdad, la Ley del Cine, etcétera) era de sentido común y de lógica incuestionable; que, en una palabra, tenían razón.

Mientras les oía, no dejaba de sentir el desnivel de respeto entre la consideración que la inteligencia de mis amigos me provocaba y el muy escaso aprecio que localizaba, y localizo, en mi interior (¿en mi seno?) por la de los agentes políticos que llevan el timón de nuestras vidas.

De ahí que me surgiera, entiendo que de una forma algo brusca, la indiscreta pregunta, que hasta podía entenderse como algo sarcástica, de: ¿por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?

En cualquier caso, anoto que la pregunta quedó sin respuesta.

Finalmente, la tercera información, la que ha provocado que me ponga a escribir otro de estos largos posts insoportables, la encontré en un artículo de (¡sí!) Javier Marías, el del domingo pasado. Se titulaba Delaten, no se priven, y en él, simplemente, escribía, como parte de un sujeto plural: "la ignorante Leire Pajín".

Tal cual.

"La ignorante Leire Pajín". Desde luego, es una adjetivación antepuesta de contundencia y desprecio formidables. "La ignorante Leire Pajín". Más claro, agua.

En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.

El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.

Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.

Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.

Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.

Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.

Y aquí llegamos a los políticos, los amos compartidos.

Entiendo que yo empecé a perderles el respeto cuando ellos empezaron a salir por la tele; en concreto, en todo tipo de programas. En mi infancia y adolescencia (también es verdad que, entonces, uno no atendía tanto a este asunto) el político era un tipo serio, altivo si quieren, que sólo hablaba de temas importantes y que carecía de pulsiones anecdóticas. Nada se sabía de su vida privada, de sus aficiones futbolísticas, de sus gustos musicales o de sus ratos libres.

Una vez (si no me lo invento) vi a un político, en la tele, en un programa, concurrir a una entrevista que se emitía justo después de la sección de cotilleos y antes de un striptease (me lo invento, pero era muy similar). Con Javier Sardá, me parece.

Esta novedad, que se fue multiplicando por mímesis y miedo electoral, se extendió a todos los órdenes del espacio público y, en un momento dado, me pareció (¿nos pareció?) normal saber de este alcalde que, cada noche, sale en moto a supervisar obras públicas (sic), que el presidente es del Barça (sic), que la ministra es vegetariana, la madre del candidato analfabeta, el concejal gay, el presidente (otro) competente en lengua catalana circularmente reducida... fotos en Vogue aparte.

Todo un panorama de políticos de rostro humano.

Así las cosas, a día de hoy, y a pesar de no contar con amigos ministros, ni siquiera ministrables, no veo a mis gobernantes como gente que tenga la menor cualidad diferencial o que valga especialmente para su puesto o que me puedan dar ninguna lección sobre ningún aspecto de la vida cotidiana, excepción hecha de los galimatías financieros y los vericuetos de la legislación. Leire Pajín me parece, sí, una chica del montón.

Pero esa chica del montón manda.

Entonces, ¿nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros? ¿Cómo ha sucedido? ¿Es culpa de la democracia televisiva y, por tanto, está en cuestión la democracia? ¿Lee esto Leire Pajín? ¿Qué van a hacer con nosotros?

¿Por qué les dejamos?

viernes, 21 de enero de 2011

Lo de Juan Mal-herido

Desde el pasado sábado al blog Lector Mal-herido (http://www.lector-malherido.blogspot.com/) se accede tras superar el parapeto que ha puesto Google y en el que advierte de que el contenido del blog es "dudoso", extraña traducción al castellano de la voz inglesa "objectionable" ("desagradable, censurable"). En su filtro Google informa de que "algunos lectores" han denunciado a este blog y de que el propio Google no lo ha leído ni sabe, realmente, de qué va. Sólo ha actuado por decreto-clic.

El decreto-clic (copyright) obedece, según he investigado, a que la bitácora Lector Mal-herido ha recibido "lots of flags", o sea, "montones de avisos". Los avisos no son otra cosa que clickear en la barra superior de blogger, en el botón donde dice "Informar de mal uso"/"Report abuse" y seguir las instrucciones de denuncia.

Pueden ir denunciándome a mí mientras se las explico.

Tras el primer clic furibundo surge un pop-up donde Google afirma fríamente: Report a Terms of Service Violation. Las violaciones que un blogger puede hacer del servicio de blogs de Google son las siguientes: Difamación, Piratería, Spam, Desnudos, Discriminación y violencia, Suplantación de personalidad, Desvelamiento de información privada y Usurpación del propio blog.

Juan Mal-herido ha cometido 5 de estas 8 violaciones. Sin embargo, el formulario de denuncia sólo permite acusar de una cosa cada vez, así que los "montones de avisos" es seguro que habrán estado muy repartidos.

Juan Mal-herido trató de entrar el pasado sábado en su blog y se encontró, después de escribir su nombre y contraseña, con un mensaje del sistema en el que se le advertía de que se había producido "actividad anómala" en su blog. También se le instaba a introducir su número de teléfono móvil en un campo al efecto para recibir una clave que le permitiera seguir gestionando su bitácora.

Así lo hizo.

En un primer momento, Juan Mal-herido sopesó la posibilidad de un sabotaje, dado que son ya muchos los escritores que han visto sus obras vapuleadas sin criterio ni respeto por este sujeto y, aunque normalmente los escritores no saben ni buscar su propio nombre en google, no sería raro que contaran con amigos en los departamentos informáticos de Indra, IBM, Movistar y otras empresas respetables.

Sin embargo, no era un sabotaje, sino una simple advertencia de contenido que Google aplica a los blogs de forma automática para cuidar su propia imagen de compañía entrañable.

Como es lógico, Google no puede supervisar el contenido de varios millones de blogs en varios cientos de idiomas y localizar puntualmente que a Ramoncín le han llamado gilipollas o a Alberto Olmos hijo de puta esta mañana en este post en concreto. Por no hablar de los cientos de millones de comentarios en dichos blogs que podrían incluir denuestos, ofensas, calumnias y barrabasadas diversas contra Ramoncín, Alberto Olmos y un tal Pérez.

Imagínense cómo retrocederían los derechos de los trabajadores si Google tuviera que contratar a cien empleados y obligarlos a leer.

Es así, por tanto, como Google delega en "el pueblo" el derecho de veto, enmienda o afeamiento de conductas. Sin embargo, no nos hemos podido enterar de si los "montones de avisos" que han llevado a Lector Mal-herido a alcanzar el honor de ser "dudoso" alcanzan cifras de tres ceros, de cuatro ceros o de cinco ceros, si son 5.600 personas las que han denunciado el blog, o sólo 24, si las 5.600 denuncias proceden de la misma persona, empeñada cada tarde en su casa en acabar con Juan Mal-herido mientras suena Micah P. Hinson en su salón, o si cada aviso se corresponde a una persona distinta. También será imposible determinar quién ha denunciado y afeado y corregido a Lector Mal-herido, dado que las denuncias son completamente anónimas.

Así las cosas, es de lengua fácil recurrir a la palabra "censura" para etiquetar este curioso asunto. Esa palabra, sin embargo, resulta inapropiada. A riesgo de hablar sin saber, me atrevo a afirmar que la censura real tiene que ver con la negación total y absoluta de manifestarse a través de un medio concreto dentro de un sistema político. Que te denieguen la publicación de un artículo en un periódico (yo, curiosamente, tengo esa experiencia) no es censura; tampoco lo es que te echen porque no les gusta lo que escribes. En el primer caso, uno puede escribir en otra parte (y ahora, en internet); y en el segundo caso, nadie tiene el derecho inalienable de escribir en los periódicos, como es lógico, a no ser que uno se funde su propio periódico y se conceda una o dos columnas diarias para decir lo que le venga en gana.

En el caso de Lector Mal-herido, no ha habido censura, porque Lector Mal-herido puede trasladar sus contenidos fácilmente a Wordpress o a cualquier otro servicio de bitácoras, y hasta puede, en última instancia, abrirse su propio dominio en un servidor sito en las islas Tonga, que nadie sabe dónde quedan.

Es la libertad de expresión la que puede protagonizar todas las reflexiones sobre este, como digo, curioso asunto. ¿Hay límites para lo que uno puede decir? ¿Cuáles? Etcétera.

Sin embargo, entiendo yo que el verdadero problema de fondo no tiene que ver con algo tan importante como los límites de la libertad de expresión, sino con algo de tan escaso interés como los límites de la literatura.

¿Qué es literatura? Y, sobre todo, ¿dónde está?

Lector Mal-herido viene firmado por un sujeto llamado Juan, Juan Mal-herido. Es, obviamente, un nickname. Las cosas que él afirma se sitúan por tanto en la esfera de la ficción, pues no se le puede pedir responsabilidad civil o penal alguna a alguien que no existe por atentar contra personas que no existen en espacios inexistentes y tiempos indeterminables. Esto resulta obvio con Humbert Humbert, pero no con Juan Mal-herido.

El blog es gratuito, carece de sello editor y, por lo que se ve, Juan Mal-herido no concede entrevistas ni participa en el Festival Ñ. Por lo tanto no es un escritor, sino un canalla. Frases como "Alice Munro es una puta mierda" son intolerables; sus comentarios machistas también; su apología de la cocaína también; sus apelaciones rijosas a las niñas (superadas, también hay que decirlo, por la revista Vogue parisina al fotografiar vestidas de mujer sofisticada a niñas de 7 años) execrables. Etcétera.

Sin embargo, en cualquier novela española puede encontrar uno esas mismas palabras en boca de algún pesonaje. El otro día, sin ir más lejos, analizando en un taller los diálogos de José Ángel Mañas en Historias del Kronen, encontramos esta frase: "ese mariconazo de Míchel".

En el caso de Lector Mal-herido, si un conjunto de peritos literarios (!) concluyera que ese blog es literatura, podríamos encontrarnos ante un caso de incomprensión de formato por parte de las fuerzas vivas de nuestra sociedad, gente que, cuando la música pasó a ser grabada en los primeros soportes fonográficos, hubiera afirmado que ese Mozart que sale del disco, a pesar de sonar bastante parecido al que suena en un salón de conciertos, no era ni Mozart ni música, porque no se veían los instrumentos.

También es verdad que esta argumentación puede usarse asimismo para encubrir toda web donde se propaguen ideas peligrosas, se defiendan abusos o se conmine a la discriminación o el asesinato. ¿Cómo diferenciar un texto literario agresivo de un texto simplemente agresivo? ¿Cuál es el matiz, el grado?

Las notas de secuestro o las amenazas de muerte manuscritas, firmadas con seudónimo o enviadas anónimamente, podrían también ser literatura.

Me lo acabo de preguntar para obligarme a saber.

Y mi cerebro ha dicho: el receptor. ¿Alguien en su sano juicio cree que Juan Mal-herido odia realmente a los catalanes, los poetas, los cuentistas y los argentinos? ¿Alguien cree que ha violado niñas o piensa hacerlo o que lo haría si pudiera? ¿Alguien cree que le parece bien el maltrato doméstico? ¿Alguien, en definitiva, va a leer el blog y luego delinquir? Seguramente, no; porque si fuera "sí" habría que empezar a vigilar muy de cerca a los 30.000 visitantes únicos mensuales que tiene, entre los que se incluyen exactamente 30.000 personas que leen, compran libros, decodifican el lenguaje literario, escriben libros, editan libros, publican libros, promocionan libros, reseñan libros y, en fin, hacen esa cosa de la literatura.

Una enorme pandilla de delincuentes.

Si fumar es malo, y poco a poco nos lo van prohibiendo, podemos estimar que, en un futuro lejano (lejano, pero no mucho), leer también se tendrá que ir prohibiendo. Pues si el cigarrillo contiene veneno, la literatura contiene pensamiento, que es casi arsénico en la boca de una sociedad que necesita no pensar demasiado nada de lo que sucede.

La condición de adulto debe ser cuestionada continuamente, porque ser adulto hace daño y muchas veces hay que evitar que la gente se haga daño a sí misma, no sea que sangre en la dirección inadecuada. Fumar es un placer adulto (o una opción, o un vicio: ni os imagináis los cigarrillos que llevo consumidos para escribir esto, dios mío), y también es un placer adulto (opción, vicio, gusto) ver películas donde simulan violar bebés, leer libros donde fusilan a todas las personas ciegas o escuchar canciones que dicen Todos los paletos fuera de Madrid.

Es el discurso una proposición de lo posible, un campo de pruebas de mundos por llegar, una alteración del orden conocido para recapacitar sobre otros órdenes probables y volver al conocido con sentido crítico. En definitiva, el discurso es una inutilidad necesaria.

La negación del discurso, o del discurso que no nos agrada, en defensa de "lo real", que parece incuestionable y, al mismo tiempo, sospechosamente frágil, es básicamente de lo que trata el mundo en el que vivimos.

De evitar el hallazgo.

domingo, 16 de enero de 2011

Conocimiento activo: o de por qué yo tengo dos o tres veces más talento que Javier Marías

Javier Marías ha publicado hoy un artículo (LINK) en el que resume (curiosamente de forma más extensa que en la ocasión precedente) sus puntos de vista sobre propiedad intelectual y descarga de contenidos con copyright, al hilo del reciente fracaso legislativo de la ministra de Cultura. Suscribo al 100% sus argumentos.

Sin embargo, un punto de su discurso me ha recordado una loca idea que tuve hace no mucho y que ya apuntaba en el post anterior. La vesánica ocurrencia es esta: yo tengo más talento que Javier Marías; digamos que dos o tres veces más.

Como saben los que me siguen, pocas cosas me obsesionan con tanto infantilismo como el estatus, o dicho a la pata la llana, quiénes son tus padres. No es infrecuente que, cuando alguien lleva a cabo una proeza de algún tipo, ya sea artística, deportiva o empresarial, mi admiración primera por esa persona baje muchos enteros si acabo por saber que, como pintor genial, tenía un padre también pintor, y no malo, como tenista destacado, tenía un padre entrenador de tenis, y como empresario deslumbrante, ostentaba un abolengo de empresarios invictos y avezados.

La ocasión en la que se me ocurrió el disparate que encabeza este post tiene que ver con Derrida, al que no he leído. Al parecer, fueron sus ideas las que hicieron a las universidades americanas privilegiar a una poeta lesbiana de Zimbabue por delante de Faulkner, prelación sostenida por el hecho de que las coordenadas donde se inscribe la poeta antedicha sugerían una obra final que, siendo o no mejor que la de Faulkner, sería desde luego distinta, hablaría de cosas de las que Faulkner no hubiera sido capaz y, sobre todo, desde un lugar al que ni Faulkner ni ningún otro genio blanco occidental (heterosexual) podría aportar nada.

Esta herramienta de criba, sistema de selección, modo de leer la literatura, me ha parecido siempre demencial, pero le debo, como apunto, la ocurrencia de pensar esto: no medir a un artista por el punto al que ha llegado, sino por el punto de partida.

No me cabe duda de que la situación de Javier Marías no carece de sinsabores, siendo el más localizable de ellos el de la sospecha continuada que se les aplica a los hijos de (lo han tenido fácil, a huevo) y el más freudiano de los mismos, el de que han de intentar constantemente superar a sus padres para acallar la maledicencia (de gente como yo, por ejemplo).

Sin embargo, de lo que no tengo dudas es de la situación en la que yo he estado, estoy, estaré, y tantos otros, muchos más, de los que, como es mi caso, han tenido la retorcida idea de pensar que podían escribir libros, hacer películas, cantar o pintar sin que en su familia hubiera precedentes ni guías, ni, muchas veces, libros siquiera.

Bautizo como "conocimiento activo", lógicamente enfrentado a otro "pasivo", a todo el saber al que uno ha llegado por sus propios medios. En mi caso, y en el de tantos otros, muchos más, ese "conocimiento activo" es la totalidad de mi conocimiento.

Esto quiere decir que yo nunca he localizado en mi memoria un dato cultural que supiera sin saber que lo sabía, y mucho menos sin saber que muchos otros, tantos, no lo sabían. En un ejemplo sencillo: una amiga mía habla de Heiner Müller con soltura, como quien nombra al presidente del gobierno o a Belén Esteban, en la creencia de que ese autor teatral es de sobra conocido por todos. No lo es. Pero, en este ejemplo concreto, sucede que mi amiga tiene un padre director de escena, que durante la infancia de ella organizaba ciclos completos de Müller en salas de centros culturales. Me imagino el cuadro: papá llega del trabajo y, durante la cena, habla de Heiner Müller, de sus obras, de los problemas que ha tenido con un actor y de asuntos semejantes. La niña, sin darse cuenta, acaba sabiendo algo tan simple como Heiner Müller=Teatro, del mismo modo que todos, y ella también, supimos en las cenas Mayra Gómez Kemp=Un dos tres, o Danone=Yogurt.

Sí, ya veo rugir comentarios anónimos despectivos contra mi padre. Los aprobaré, no se asusten.

El caso es que, en su artículo, que no lo dije, Javier Marías va y afirma que todos los artistas parten del mismo punto, que es cero, no como los herederos, dice Marías, de empresas o zapaterías, que, claro, tienen esa empresa, esa zapatería desde la que ser fácilmente empresarios y vendedores de zapatos.

Pues no.

La diferencia, las diferencias, que se me ocurren entre la situación de Javier Marías y la del que esto escribe son muchísimas. Muchas más de las que, probablemente, Javier Marías podría siquiera imaginarse.

Al conocimiento pasivo del que él ha disfrutado, y que le permitiría, supongo, saber quién es, y en detalle, Ortega y Gasset desde sus siete años (de Marías) hay que unir otro elemento, casi escénico, del que he tenido conocimiento, como quien dice, también hace poco.

Un ejemplo. Me reúno, a veces, con un señor que hace películas, que escribe guiones pero que, de vez en cuando, dirige películas. Tomamos café y hablamos y todo parece desarrollarse de un modo natural entre dos personas con cierta afinidad cultural y creativa. Sin embargo, en un momento dado, algo en mi interior (perdón por el cliché) da una campanada y de pronto se me encabritan los nervios al pensar: estoy con alguien que dirige películas. Tal cual.

Estoy con alguien que dirige películas. Estoy con alguien que escribe novelas. Estoy con alguien que dirige un periódico. Estoy con un ministro. Estoy con Enrique Vila-Matas tomando café. Estoy con ellos.

¿Quiénes son ellos? Ellos son los que uno siempre ha visto lejos, detrás de pantallas fantasmáticas, pantallas de televisión, páginas de periódicos y revistas, solapas de libros, títulos de crédito... Ellos, gente que hace las grandes cosas, que tomas las grandes decisiones, que vive en el cogollito motor de un país, de una cultura, de la Historia.

Aquí es cuando un comentarista dirá: ¡complejo!, ¡acomplejado!, etc. Lo aprobaré, no hay problema.

Es este elemento el que me permite tildar de pura demagogia, por ejemplo, el artículo de Amador Fernández-Savater sobre esa cena con la ministra y Álex de la Iglesia y otras personalidades rutilantes de nuestra cultura. Es obvio que siendo hijo (con todos mis respetos, Amador, si lees esto) de un filósofo de gran prestigio, fama y trayectoria, Amador habrá tenido más de una ocasión de ver pasar por su casa y su monopatín a ministros, premios Nobeles, cineastas y mentes preclaras de todo tipo y condición. En su artículo da a entender a la gente que él también es gente (me acordaba de la canción de Calle 13, cuando dice: "yo no soy calle, pero mira, tú tampoco eres calle") y que eso de cenar con una ministra es una situación como nunca antes había conocido, aterradora, incómoda, fatal.

Su artículo se titulaba La cena del miedo, pero estoy seguro de que Amador no sabe realmente lo que es tener miedo de la presencia social de otros, de lo que es no poder ser lo que quieres ser porque nadie a tu alrededor lo es, y los que lo son no pasan por tu casa; de lo que es pensar: quién soy yo para escribir un libro.

También pienso a menudo, dentro de este contexto, en Jonás Trueba (un saludo, Jonás), director de cine que, cuando no sabía ni lo que era un plano secuencia (lo imagino sabiéndolo sin saberlo a los 10 años) veía en el vhs de su casa películas de José Luis Boráu (en un poner) con José Luis Boráu al lado (iba a poner: al lau), comprendiendo así que los directores de películas son gente que, de vez en cuando, también acuden al cuarto de baño, así que no hay que tenerles miedo.

Un comentarista podrá decir: paleto, medroso, pringao. Se agradece.

Porque vamos a la siguiente, y casi última, vuelta del camino de esta tesis. Hablo del "clasismo cultural". Me adjudico la etiqueta, el concepto, mientras un lector no me demuestre lo contrario, vamos, que alguien lo dijo antes que yo.

El clasismo, como sabemos, es el desprecio por las personas que, por nacimiento, tienen menos dinero que tú, menos educación y menos contactos sociales de altura. Al parecer, todos entendemos como objetable el "clasismo", ese desprecio a la criada, al camarero o al simple señor que no pudo hacer nada más para ganarse la vida que barrer la calle o limpiar zapatos.

Sin embargo, se lleva mucho, y con cierta impunidad, el clasismo cultural. Un ejemplo: Javier Marías, en alguna de sus novelas, ataca con fiereza a los españoles que hablan inglés chapuceramente, hablantes mediocres de otro idioma que localiza con facilidad, afirma en el libro, porque recurren incesantemente a la coletilla: you know? (disculpa mi pronunciación, Javier).

Entiende uno que Marías, cuyo padre dio clases en Estados Unidos (vivían en la misma casa que ocupó, años atrás, Vladimir Nabokov: conocimiento pasivo Nabokov=Literatura), no tuvo excesivos problemas para acceder a una formación idiomática esmerada, y que, aunque lo sepa, no es capaz de comprender que otras personas no recibieron llovida del cielo la competencia lingüística de la que él presume.

"Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste", El Gran Gatsby.

Como muestra de flagelación pública, hablemos de "clasismo inverso". Defino clasismo inverso a aquel que practicamos algunas personas con otras de clase social superior, movidos por el prejuicio (complejo vuelto contra sí mismo) y las ganas de tocar las narices. Así las cosas, acuñemos rápidamente (copyright) el término "clasismo cultural inverso", que se define como el desprecio por la ignorancia de los que no tienen excusa para ser ignorantes, como es el caso de esos directores de cine español que no saben quién es Kim Ki-Duk y lo afirman alegremente, o esos escritores reconocidos que ni se han molestado en leer a más de dos o tres comtemporáneos suyos.

Cierro afirmando que he leído todo lo que ha escrito Javier Marías, y que le tengo por uno de los mejores escritores españoles de los últimos treinta años; que he visto Vete de mí, de Jonás Trueba, y que me encantó; que uno de los libros que edita Amador en Acuarela ha sido muy importante para la novela que terminé en noviembre, y que además lo cito por extenso en mi texto (existe el derecho de cita, pero con Acuarela hay barra libre copyleft); pero que hay días, como he titulado y he dicho varias veces en este post tan cándido, que pienso en mí, pienso en el talento, pienso en lo difícil que es que el talento sortee los obstáculos sucesivos que buscan malbaratarlo, pienso en que mi talento ha tenido que sobrepasar muchísimos más obstáculos para hacer novelas muchísimo peores que las de Javier Marías de los que ha tenido que sobrepasar el talento de Javier Marías, y concluyo que, así a ojo, mi talento ha tenido que ser el doble o el triple que el de Javier Marías, y que si he llegado hasta aquí he llegado lo más lejos que he podido y que me han dejado, aunque sepa que así, justamente así, no se va a escribir la Historia.

jueves, 13 de enero de 2011

Contenido versus Cultura libre: esquema en marcha

1. Conflicto.

versión A: Derecho al ocio gratuito <--------------->Derecho a vivir del propio trabajo

versión B: Derecho a la Cultura Libre<------------->Derecho a vivir del propio trabajo

versión C: Inevitabilidad de la copia libre<---------->Necesidad de legislación

versión D: Creative Commons <-------------------->Sony


2. Contrincantes.

De este lado:                                                                                        De este otro:


Ignacio Escolar <-----------------------------------------------> Alex de la Iglesia
Amando Fernández-Savater<----------------------------------->Javier Marías
Jesús Encinar<--------------------------------------->Ministra de Cultura (Sinde, por ahora)
Julio Alonso<--------------------------------------------------->Teddy Bautista
Opinadores (miles) <------------------------------------------->Creadores (miles)
La gente (?) <--------------------------------------------------> [no hay "gente"]
La Red (?)<----------------------------------------------------> [no hay "Red"]
Los internautas (?)<---------------------------------------------> [no hay "Internautas"]

3. Contenido

datos relevantes:

-Las redes de blogs pagan por post a sus redactores entre 1 euro (UNO) y 12 euros (DOCE)
-La red de blog más conocida de España (Julio Alonso) ingresa (+-) 1,5 millones de euros anuales (link).

-Las colaboraciones en prensa en el diario X de tirada nacional oscilan entre los 60 y los 90 euros por pieza.

-El adelanto editorial por una novela oscila en el 90% de los autores entre 0 euros (CERO) y 2.500 euros. Una novela tarda en escribirse entre 3 meses y varios años. El adelanto (CERO) es en el 95% de los casos todo lo que va a recibir el autor.

-Ipad: (+-) 600 euros. Kindle: (+-) 100 euros Ebooks: (+-) 200 euros.


-"Más de 100 millones de ebooks vendidos en todo el mundo." (link)


4. Cultura libre (literatura, por ejemplo)

datos relevantes

-Lectura de libros en España: 59% de la población lee; de media: 10 libros al año. Motivos: afición, trabajo y estudios.
-44% de la población compró un libro no de texto en el último año; media de compra: 8,9 libros al año.
-En España se publican al año (+-) 13.000 libros de creación literaria.

-Bibliotecas: El 71,9% de la población no fue nunca a una biblioteca en el último año (pág. 52)
-Autores más prestados en las bibliotecas (novela): Steig Larsson, Ken Follet, Ildefonso Falconés, Stephenie Meyer. (pág. 63)
-Autores más prestados en "otras materias" (filosofía, pensamiento político, arte...): Déjame que te cuente, de Jorge Bucay (pág. 65)



5. La gente

?


6. La Red, Los Internautas

-Jesús Encinar (Idealista.com) presenta en El País su nueva casa. Precio estimado: 800.000 euros. El empresario y activista por los "Derechos del internauta" pagó al contado su vivienda. (LINK y LINK)

-Serie de Post en Papel en blanco (blog) titulada "Los malditos derechos de autor" (LINK). Red Weblogs SL, propiedad de Julio Alonso. Autor de la serie de post: Sergio Parra (1978, LINK). Ganancias estimadas por escribir estos tres posts: (+-) 80 euros. Extracto de su biografía literaria: "Mi última y polémica novela es Venus decapitada, (...) Ya podéis adquirirla en librerías."


7. Conclusiones provisionales

-La Cultura Libre favorece sobre todo a los Empresarios de Internet y de Tecnología: para ellos supone contenido gratis.
-La gente (?) no demanda Cultura Libre Literaria, pues no acude a las bibliotecas.
-La gente (?, ¿la mayoría?) tampoco acude en masa a los museos, exposiciones, conciertos, recitales, cines o conferencias de Sloterdijk.
-La gente (?) hace muy bien en no acudir a las conferencias de Sloterdijk.
-La gente (?: la mayoría) tiene como principal preocupación: el trabajo. El dinero de su trabajo se gasta en: comer, vestir, vivienda y ocio. El ocio gratuito no sería nada comparado con vivienda gratuita, vestido gratuito, comida gratuita; pero algo es algo. La gente está a favor de que le den gratis... algo. ¿Ocio? Vale.
-Si el ocio es gratis la gente (?!) podrá trabajar más a gusto, y comprar casas (hipotecas, vía Idealista.com) y ropa (Zara) y un reproductor multimedia (Apple).
-Demagogia: el artículo de Amador Fernández-Savater de la A a la Z. (link)
-Amador F-S es hijo de Fernado Savater. Yo no soy hijo de Fernando Savater. La gente (?) no es hija de Fernando Savater. Dime quién es tu padre, a qué te dedicas, y luego dime cómo vamos a cambiar el mundo.
-Cultura Libre: hobby de los hijos de la élite industrial-cultural + jóvenes (?) que no tienen otra "revolución" más a mano--->divertimento.
-Contenido: trabajo de mucha gente (!)---->crucial.

background temático: Contenido

jueves, 6 de enero de 2011

O fumas o cantas, Tricky

Bienvenidos a una vida sin originalidad verbal: durante todo lo que va de año (y son unas cuantas horas de charla) casi sólo he hablado de la nueva normativa sobre espacios vetados al tabaco y sobre la antigua ley que iba entorpecer (con suerte) las descargas de contenidos con copyright en Internet.

La cosa queda así: yo puedo ir al Pepe Botella (wifi available) y sentarme a una mesa y pedir un café y abrir mi portátil y bajarme ilegalmente doce discos y cuatrocientas películas; pero no puedo ir al Pepe Botella y fumarme un cigarrillo.

(Todos andamos estos días preguntándonos dónde han ido a parar tantos ceniceros. Juan José Millás prepara una columna fundalmental: no se preocupen.)

Agobiado por el hecho de ser (junto a muchos otros) el delincuente dilecto de Leire Pajín, ministra de lo de prohibir, decidí irme a Logroño, como forma de exilio voluntario. En realidad tocaba Tricky.

Nunca lo había visto en directo, y tampoco tenía nada mejor que hacer con las sobras de la festividad navideña. Pero, a pesar de que creía que dejaba atrás los dos Grandes Debates de nuestro tiempo, resultó que los debates continuaban en Logroño. Mirad.

El concierto de Tricky se desarrollaba en el Palacio de los deportes de la capital riojana. Una asociación mental me vino enseguida a la cabeza cuando leí ese contradictorio nombre (¿palacio de deporte?) en lo alto de las paredes. Me acordé del Palacio de los deportes de Madrid, y de algunos conciertos a los que he ido y en los que 15.000 personas se apiñaban entre las gradas y el foso bajo enormes cartelones de NO FUMAR (colgados del vigamen del techo). Por supuesto, fumábamos en esos conciertos. A lo mejor fumábamos 3.000 personas. Me pregunté a mí mismo: ¿crees que en el Palacio de los deportes de Madrid 3.000 personas "animadillas" van a dejar de fumar durante un concierto de Prodigy? ¿Crees que la policía va a detener a 3.000 personas, que las van a expulsar del recinto? Y más: ¿crees que van a expulsar del recinto de un concierto al cantante si se pone a fumar, como es habitual en estos shows?

La respuesta, o la prueba, vino con Tricky. Salió al escenario y, tras quitarse la cazadora de cuero y la camiseta, se encendió un cigarrillo. En la hora y media que duró su actuación, fumó más o menos 15 cigarrillos. Por supuesto nadie salió a escena con un extintor o acudió a la policía (de momento).

Buscando información sobre el concierto, y sobre todo el nombre (Franky Riley: supersexy) de la maravillosa cantante que acompañaba al artista de Bristol, me he encontrado con una reseña-pataleta en El País que me ha dejado muy confundido.

Dice Andrés (García de la Riva) que Tricky es un "niñato", y que su concierto fue una mierda. Personalmente no recuerdo un concierto más emocionante y dramático en los últimos años de mi vida de espectador musical, pero eso es otro tema (otro track). El periodista, en definitiva, afea el comportamiento de Tricky por dos cosas: que fumó en el concierto ("desafió la ley Antitabaco fumando en repetidas ocasiones": ¡qué malote!) y que no permitió que el concierto fuera grabado por RNE (¡cultura libre!).

Que Tricky fume en sus conciertos, o que fume The Edge, o que fume Adam Green, va a ser un problemita: cualquier creador (con perdón de la inclusión subliminal) que además sea fumador necesita el tabaco para desarrollar su pomposa actividad. Yo no puedo escribir si no fumo: pero escribo en mi casa, así que no hay que alarmarse por el futuro de la literatura de mi barrio. Pero los músicos fuman mientras tocan, mientras cantan, y si no pueden hacerlo, estoy seguro de que muchos van a ser bastante peores intérpretes de lo que en la actualidad son.

Esto nos lleva a otro dilema juguetón: ¿qué prefieres, denunciar a tu artista favorito o que te dé aquello por lo que has pagado? O fumas o cantas, Tricky.

Los tenemos cogidos por los huevos, sin duda. Tú vas a ver a Jay Jay Johanson, que es tu ídolo, y sucede una de estas dos cosas (suponiendo que Jay Jay sea adicto a la nicotina): que si fuma lo denuncias, pero si canta mal (por no fumar) también lo denuncias.

¡Toma!

Aparte de que si no deja que RNE grabe su concierto (¿quién se supone que es RNE para ir grabando conciertos?, ¿es un derecho inalienable de una Radio grabar las cosas?), también lo denunciamos.

Hay que apuntar, además, que en el concierto fumeta de Tricky en Logroño yo también fumé; y mi acompañante; y un montón de gente. Nos animamos a delinquir, qué quieres. ¡Vivimos en el filo, tío!

Pensemos en las drogas. Porque me pregunto si podré acusar formalmente a Leire Pajín de inducirme al consumo de cocaína: va en serio.

En el propio El País, en sus crónicas de Benicasims y Primaveras Sounds y demás, nunca hablan de algo que, en un festival de música, es casi más importante que la música; o sea: las drogas. Las drogas están prohibididas (pero prohibidas del todo) y, sin embargo, no sólo no se requisa la tonelada y media de cocaína que normalmente meten (mis amigos) en un festival, sino que dentro del mismo hay un Energy Control que te informa de si la coca ilegal que has metido ilegalmente para consumirla de manera ilegal en un concierto donde si el cantante fuma un cigarrillo lo denuncian es o no de buena calidad.

¿Cómo que Drogas No? ¡Drogas Sí! Hasta hartarte.

Y esos son los Grandes Debates de nuestro tiempo, amigos. Fumar y verse unas pelis.

Por cierto, subió la luz. Apago esto.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Convicciones





El jugador de fútbol debe entender esto, que es básico para su vida: para qué juega y para quién juega. Es lo que debe preguntarse y responderse.
César Luis Menotti, Fútbol sin trampa
(El padre de Blancanieves, Belén Gopegui)

martes, 7 de diciembre de 2010

34 historias mexicanas

Espiando a Juan José Millás

Alb acudió al aeropuerto de Barajas como dicen los taxistas de Nueva York que acuden los ancianos: con tres horas de anticipación. Enseguida guardó cola frente al mostrador de Aeroméxico y fue empujando su maleta y su paciencia a razón de una baldosa cada diez minutos. Escuchaba música en su iPod. Tras cuarenta minutos siendo dial humano sobre una frecuencia FM de viajeros sobrecargados, observó avanzar por su derecha, limpia y señorialmente, al escritor Juan José Millás. El célebre autor hizo puerto de inmediato contra el mostrador de Primera Clase, donde tramitó su vuelo y facturó su equipaje. Alb sonrió complacido. Si hay algo que le pone a Alb es ver el lujo disfrutado sin prejuicios políticos, con alegría.

Ya en el avión, Alb vino a ser sentado en la primera fila de la clase turista, posición que le permitía observar las últimas filas de la Primera Clase. Ahí estaba, en un asiento de pasillo, Juan José Millás. No tardó mucho en echarse su mantita. Sacó un libro de tapas negras, de grosor inaudito, y se dio a su lectura, ya mediada.

Alb, entre Knight and Day, Tetris y Tindersticks, echaba cada tanto una mirada a Juan José Millás, que siempre estaba leyendo. El vuelo duraba, en su primera etapa, doce horas. Y las doce horas se las pasó Juanjo leyendo aquel grosor, aquella espesura, aquel kilogramo y pico de palabras.

Alb pensó, complacido en su cinismo, que si él no había sido capaz de aguantar su propia intención lectora más allá de los 20 minutos, bien ganado se tenía volar en clase turista, y bien difícil tenía volar alguna vez en Primera Clase.

Así no voy a ningún lado, fue que dijo.

Días después, en la feria del libro de Guadalajara, Alb pudo observar a Juan José Millás detrás de una elegante mesa, sentado con cierta aplicación sobre un taburete metálico, recibiendo una por una a las numerosas (pero sin exagerar) personas que hacían cola para que les firmara su última obra, su primera obra, cualquiera de sus numerosas (sin exagerar) obras.

Y Alb pensó que Juan José Millás era un señor que sabía situarse siempre en el sitio más ventajoso de cualquier cola.


Nivel 9

Alb habia leído otros veinte minutos de El abrecartas, novela última de Vicente Molina Foix. Le gustaba mucho, pero no era capaz de leer más allá de esos veinte minutos. Enseguida se daba al Tetris.

El Tetris en el avión es igual que el Tetris terrestre: va cada vez más rápido. Las piezas geométricas, de diversos colores, aparecen aleatoriamente y caen en línea recta, y uno ha de tratar de que formen horizontes impecables como dentaduras.

Alb no pasaba del nivel 9, momento en el que las piezas del Tetris superaban todas las normativas sobre gravedad y atracción de materiales y se le aburruñaban en extrañas torres desquiciadas. Y perdía la partida.

Empezaba otra vez de inmediato. Había hecho 28.000 puntos pero quería hacer más. Estaba seguro de que llegaría al nivel 10 y podría afrontar el resto de su vida con una gran confianza en sí mismo.

La pieza que más le gustaba era el cuadrado.


Aterrizaje

Alb desembarcó en Guadalajara, despues de 17 horas de atisbar nubes y fronteras. Habían volado a lo largo de la costa Estadounidense, en una abombada parábola incompresible para un castellano, que siempre va en línea recta de un punto a otro.

Pero el globo terrestre, aparte de ser un globo, es sabido, no es castellano.

La larga travesía, o el periplo largo, o la odiosa odisea, había dejado a Alb exhausto de no hacer nada, agotado de tanto estar quieto, dolorido de usarse como mercancía en tránsito.

Quería fumar. Básicamente, fumar era lo único que quería. Fumar deportivamente en cuanto le fuera posible, para entenderse de nuevo como hombre libre, atleta de nicotina y actante principal de la trama.

Pudo hacerlo a la salida del aeropuerto, mientras la organización reconocía a los visitantes, a los que Alb no conocía, y metía sus maletas en un furgón, y sus cuerpos, uno a uno, en un autobús de tamaño mediano.

Al lado del cenicero, con el humo alicuotamente distribuido entre sus dos pulmones alquitranados, Alb pensó que lo primero que hacía en cada país que visitaba, ya fuera viajando en avión, ya en tren, ya en autobús, era, de forma similar a aquel Papa que besaba el suelo, pervertir inmediatamente el aire, mezclarlo con lo peor que llevaba en los bolsillos, y exhalar la parte más contaminada de su cuerpo.

Siempre.


Pequeña jefa apache

Alb se sentó en uno de los asientos situados hacia la mitad del autobús. Circularon hacia el hotel. Era de noche. Junto al conductor, mirando hacia ellos, viajaba de pie una mujer menuda. Tenía la piel tostada, una acreditación colgando del cuello, unos papeles en una mano. Con la otra se sujetaba a una barra de aluminio.

La mujer menuda era la mandarina de la organización, la que contaba las cabezas (una, dos, tres...), la que conocía todos los nombres.

Empezó a pronunciarlos.

Unos dijeron presente: los más viejos. Otros dijeron yo: las mujeres. Alb se limitó a levantar la mano. Recibió una bolsa de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, roja, con folletos y papeles y pins y bolígrafos dentro. También recibió el "gafete", acreditación para entrar en la FIL, que llevaba inscrito su nombre y la categoría profesional; en su caso, PARTICIPANTE.

Alb verá mucho a la pequeña jefa apache durantes estos seis o siete días. La pequeña jefa apache estará siempre en la puerta del hotel, hablando con los conductores de autobús o furgoneta que llevan a los PARTICIPANTES a la feria, corriendo luego a su despacho a seguir poniendo las cosas en su sitio, menuda y nerviosa, eléctrica de excel, mandando en dos de cada tres palabras que pronuncia.

Alb visitará cada día el área de trabajo de la Organización: allí está el acceso gratuito a internet. Cada mañana, y un poquito por las tardes, se sentará en una butaca y mirará su correo, las noticias, las caras y biografías de gente a la que habrá conocido durante el transcurso de la jornada. Y, casi siempre, encontrará allí, en la salita vecina, a la pequeña jefa apache, sentada a una mesa circular, con varias compañeras, todas tecleantes y con brillos de pantalla de ordenador en las pupilas.

Por ello, seguirá la evolución de sus vestidos, que no serán vestidos sino siempre pantalones. La diminuta mandarina lleva vaqueros, telas, colores y cintas en las piernas: tiene un guardarropa interminable. A veces, para hacer honor, o hacer fraguar, su futuro mote (pequeña jefa apache) la organizatriz se sentará a lo indio sobre su silla: es tan pequeña que puede cruzar las piernas dentro de un envase de donuts.

La pequeña jefa apache aparecerá todas las mañanas con el pelo húmedo.

La pequeña jefa apache tomará cocacolas.

La pequeña jefa apache le dejará un bolígrafo a Alb; un bic.

A estas alturas, resultará obvio que Alb estaría dispuesto a mantener relaciones sexuales con la pequeña jefa apache (lo que en primera persona se dice: follar), y más cuando la oye dar este discurso a sus subordinados: “No perdéis de vista al invitado, ¡nunca! Lo lleváis a la charla, lo metéis dentro, os tragáis la charla hasta el final, lo agarráis y lo traéis de vuelta al hotel. Sois como sus guardaespaldas, siempre pegados a ellos.”

El último día, la pequeña jefa apache dirá adiós al conjunto de los invitados desde la puerta del autobús. Dirá: Fue un placer enorme conocerlos a todos, hasta la próxima.

Se llamaba Erika.


Una mujer rebelde defiende a su hombre hasta el final

Después de dormir el domingo, Alb se levantó dispuesto a conocer la ciudad. Cogió un taxi y fue al centro.

El taxista le cobró 80 pesos.

Guadalajara, su cogollito, le pareció a Alb muy sudamericana. Y poco más. Alb se sentía dentro de su propia imagen de Latinoamérica, formada a base de documentales vistos mientras se hace zapping, reportajes de El País Semanal y películas de John Sayles. Alb, insatisfecho, echó a correr por las calles y dobló con determinación algunas esquinas, pero siguió sintiéndose, allá en Latinoamérica, dentro de su propia imagen preconcebida de Latinoamérica. La vida era como la televisión, pero contigo dentro.

Concluyó que el turismo no era su fuerte, y entró a un bar.

El bar tenía puertas volanderas, como las cocinas y los westerns, y era sórdido con contundencia. Se sentó y pidió una cerveza Victoria.

Una jukebox de nueva generación ametrallaba canciones románticas. Todas hablaban de amores imposibles o amores indestructibles. La camarera que lo atendía era bajita y fea y llevaba encajados en el escote un móvil y un mechero. Se movía por el bar cantando cualquier canción que en ese momento saliera de la jukebox, que ella misma manipulaba entre servicio y servicio.

Una decía, y Alb anotó mentalmente la frase: Una mujer rebelde defiende a su hombre hasta el final. Al parecer, la canción iba de una mujer enamorada de un desgraciado, lo que quiere decir que no tenía un duro, asunto que provocaba venenosos bisbiseos en su entorno familiar.

El bar, observó Alb, estaba exactamente lleno de desgraciados. Había, los contó con la punta de la lengua, siete desgraciados mexicanos bebiendo solos en mesas de caña trenzada y tablero desgastado. Nadie hablaba y había murales en las paredes, terriblemente similares a los ya vistos en alguna revista alguna vez. Había que beber otra cerveza.

La camarera enana y fea y con un móvil y un mechero coronando sus pechos planos se la trajo. También le trajo, como antes, unas cortezas esponjosas y un botecito rojo con salsa picante. Esta vez le dirigió la palabra. Dijo:

-¿Me vendes un cigarrillo?

Alb fumaba LM light en paquete blando, que es el tabaco más barato que existe en Madrid. Le dio uno, y agitó la mano en señal de no ir a aceptar ningún dinero a cambio.

Luego, cuando pagó, no dejó propina.

Alb nunca deja propina.


LM Light en paquete blando

Alb fumó mucho a las puertas del hotel. Fumaba nada más salir del hotel y fumaba justo antes de entrar al hotel. Había dos papeleras allí, con ceniceros en la cima.

Un día, Alb vio a un trabajador del hotel, uno de piel notablemente más oscura que el resto, salir un momento al lugar donde él estaba fumando. Se acercó a la otra papelera y, con las manos, fue retirando una a una todas las colillas ensartadas en la gravilla del cenicero. Las tiró en la propia papelera.

Después hizo lo mismo con el cenicero que estaba utilizando Alb. Y se fue.

Alb terminó de fumar. Había tirado la ceniza de sus últimas caladas al suelo, mientras el muchacho retiraba todas las colillas del segundo cenicero.

Pensó entonces en apagar el cigarrillo y tirar la colilla en la papelera, dado que era allí donde finalmente iría a parar de todos modos.

Sin embargo, acabó inaugurando la gravilla del cenicero con su LM Light en paquete blando, porque ese era el orden del mundo.


5-0

Alb es del Barcelona.

En Guadalajara oyó la pregunta: ¿a qué equipo le vas?

Alb le va al Barcelona.


Neuman

Alb tomó notas en un cuaderno durante toda su estancia. Era un cuaderno comprado en el chino de su barrio, tenía un dibujo de spiderman en la portada.

Alb pensó dos veces (2) en el libro de Andrés Neuman Cómo viajar sin ver. No por nada en especial; pero sí dos veces.

Alb rellenó durante su estancia en México cinco páginas y media de su cuaderno.

Le sobraron noventa y cuatro páginas y media.

Cuadriculadas.


El plano y el territorio

Alb acudió por primera vez a la feria andando. Estaba a media hora de su hotel. El camino se iniciaba en el lado derecho de una avenida con mucho tráfico; enseguida había que cruzar al otro lado, para ello se utilizaba un paso elevado, blanco y metálico.

Después se seguía un poco, hasta dar con un monumento a Pablo Neruda. Se doblaba a la izquierda, y se avanzaba todo recto por la Avenida Rosales hasta la Feria Internacional del Libro.

Era tan fácil, que Alb fue todos los días a pie a la feria, y volvió todos los días a pie de la feria; menos uno (coming soon).

¿Cómo era la feria? Si atendemos al plano, era grande, tenía dos partes, una nacional y otra internacional, en la nacional estaban las editoriales mexicanas y españolas, muchas con stands gigantescos, palaciegos, audiovisuales; en la internacional estaban pequeños sellos, delegaciones estatales, en stands diminutos o grandes pero modestos, rasos, anodinos, provincianos.

Seguimos el plano: la feria tenía dos cafeterías, una en el interior, sin paredes, abierta al paso de profesionales y público, y otra en la terraza, a la sombra del hotel Hilton; y a la de numerosas sombrillas que los camareros movían con diligencia, evitando males mayores en el blanquito europeo.

Finalmente, había varias salas de conferencias, con nombres de eximios escritores mexicanos. Juan José Arreola, verbigracia.

¿Cómo era la feria para Alb? Una concatenación de detalles malintencionados, un crucigrama abierto a respuestas libres; una lectura torticera.

Alb vio a dos operarios de rodillas; los vio de rodillas siempre muchas veces. Pegaban con cinta adhesiva las esquinas de la moqueta al suelo, todos los días, a lo largo de X mil metros cuadrados de moqueta, Sísifos del suelo.

Alb vio a un muchacho con un recogedor. El recogedor lo componía un palo de cepillo y un bidón de aceite, cortado al bies. Cada bidón daba para dos recogedores.

Eso era la feria para Alb.


Lo que no vio nunca Alb en toda su estancia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México)

A alguien leyendo.


Lo que pasó en la primera intervención de Alb en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México)

La pequeña jefa apache ordenó dejar una nota en la habitación de Alb. Una nota oficial, ay. Decía: que esté usted en el hall del hotel a las 18.30 horas para llevarlo a su charla. También lo llamaron por teléfono (dos veces) para (ay) que estuviera en dicho hall a dicha hora.

Estuvo. Alb es puntual; infinitamente puntual.

La charla se desarrollaba en una sala denominada Vinoteca, sala perteneciente al enorme stand-complejo de Castilla y León, invitada de Honor de la Feria. Iba sobre Segovia y Ávila. Alb es de Segovia.

Así que tenía que hablar sobre Segovia.

Pero Alb no tenía mucha idea de Segovia, ni de lo que se supone que una persona ha de decir sobre Segovia por haber nacido en Segovia en una Feria del Libro. Fue y dijo: que Segovia no aparecía en sus libros, y que estaba difícil que apareciera. No por nada, pero así eran las cosas.

Este discurso, notó Alb, no resultó especialmente simpático para el público asistente, ni para el otro participante, que amaba Ávila y veía entre Ávila y su obra una relación amniótica.

Alb celebró esta amniosis, pero perseveró en su descastamiento hasta los límites de su honestidad intelectual y de sus buenas maneras de contertulio. Creyó haber sido bastante ecuánime en su exposición, evitando la bilis habitual que, en ocasiones precedentes (Valladolid, 2007), hizo a algunos asistentes señalarlo con el dedo y augurarle un futuro funesto.

Pero así y todo, Alb notó que no iba a ser elegido “empleado del mes” por Castilla y León, y que su nombre bajaba enteros en el pool de los seleccionados y lo llamados y los premiados en su tierra por comportarse como un escritor, y no como un funcionario.

Antes de la charla, se sirvió un vino.


Mondadori

Aurelio Major le hizo llegar a Alb una invitación para la fiesta de Mondadori. Se celebraba en el Hilton, en un patio interior.

Alb siente mucho interés por Aurelio Major, y hay veces en que traza mentalmente su retrato para utilizarlo posteriormente en una novela de espías. Aurelio Major suele tener muchas respuestas.

Alb: Aurelio Major, ¿quién coño va a ganar el Tusquets este año?
Aurelio Major: Estoy investigándolo.

Pero no todas, no; Aurelio Major no tiene todas las respuestas, Alb.

Aurelio Major: Alb, si quieres te presento a X. O mejor no. No es un escritor, es un funcionario.

Cualquier persona a la que Alb le roba una frase, mola.


Pero sigo siendo el Reig (parte primera)

Alb deambulaba, al día siguiente, por la feria. Se encontró con Valerie Miles y la acompañó hasta el stand que buscaba, que era de revistas.

A Alb Valerie Miles le ha acabado pareciendo muy sexy. Por eso sólo habla con ella de dinero.

Alb: Valerie Miles, ¿cuánto pido por mi próxima novela?
Valerie Miles: [una cantidad exorbitada]
Alb: [se ríe]
Valerie Miles: [repite la cantidad exorbitada]
Alb: [sin palabras]

Alb tiene otra pregunta para Valerie Miles. Alb es tímido o retraído o asocial, de modo que no suele estar en la pomada de su sector (literario). Sin embargo, pregunta mucho en cuanto tiene ocasión. Es una especie de patoso con momentos de Nureyev.

Alb: Valerie Miles, ¿quién ha ganado el Premio Internacional de Novela Tusquets Editores?
Valerie: Rafael Reig.
Alb: ¡No me jodas! ¡Qué hijo de la gran puta!

Alb lleva un tiempo sin ver a Rafael Reig. Esto es largo de explicar, por lo que supongamos que Valerie Miles y Alb se han despedido, y que Alb camina hacia la terraza de la FIL, para pensar sus cosas.

Y piensa: que lleva algunos meses sin ver a Rafael Reig. Que le pasa a menudo que, cuando lleva algunos meses sin ver a alguien, empieza a maliciar que ese alguien lo evita; luego empieza a sospechar que lo evita; luego empieza a cerciorarse de que lo evita. Así que me evita, el hijo de puta.

Y piensa: que la puntilla es un mail no contestado. Que ese mail no contestado sirve de prueba A de la acusación y cimiento de todas las amistades desunidas. Alb es un experto en dos cosas: inventarse enemigos imaginarios e imaginarse amigos inventados.

A pesar de que en ese momento, Rafael Reig le parece una invención personal como amigo, y de que este premio lo vuelve en cierto sentido menos frecuentable, Alb escribe un SMS a Rafael Reig en el que le dice: Felicidades desde Guadalajara, ahora sí que va a ser difícil verte.


Pero sigo siendo el Reig (parte segunda)

Alb estaba chateando con España. Le dijeron desde España que Rafael Reig estaba en Guadalajara, que había salido la foto de Reig en Guadalajara, recibiendo su premio.

Alb miró su móvil, sin mensajes. Cerró el chat y caminó hacia la Feria.

Los operarios pegaban la moqueta con cinta adhesiva, los muchachos recogían del suelo desperdicios con bidones cortados al bies. Alb leía El abrecartas y tomaba cocacolas light.

De vez en cuando, en la terraza de la Fil, levantaba la cabeza y miraba el hotel Hilton. En el ipod sonaba Killing in the name of y Alb imaginaba el Hilton volando por los aires. Sonreía.

Deambuló por la feria. Se encontró con Aurelio Major y Valerie Miles.

Aurelio Major: Toma, Alb [sacó de su saco una cartulina de color gris], nos hemos encontrado con Rafael Reig y nos ha dado esto para ti: una invitación personal para la fiesta de Tusquets.
Alb: Vaya, qué amable. ¿Dónde es?
Aurelio Major: En un palacio.

Al palacio fue Alb en el coche de Antonio Ortuño. También fueron en dicho vehículo Aurelio Major y Valerie Miles. Take it for granted.

El palacio estaba lejos. Parquearon el auto en el estacionamiento subterráneo del propio palacio. Luego subieron unas escaleras de hormigón que les depositaron en un frondoso jardín. Había palmeras, había cipreses, qué no había.

Alcanzaron la puerta palaciega, entraron, pisaron mármoles y se confundieron a sí mismos entre pasillos y espejos y estatuas y lienzos y servicio doméstico.

Un corredor de suelo ajedrezado, con piano al fondo, con pianista al teclado, les dio la pista. Siguieron la música. Alcanzaron una sala de techo alto y sillas pegadas a lo largo de las cuatro paredes. En una esquina, una muchacha mexicana cuidaba del delicado ambigú (mexicano) a disposición de los invitados. Y más: cruzaron el salón y llegaron por fin al patio interior, o terraza elevada, con calefactores (elevados) y mucha gente estupenda.

Alb entró en su particular colpaso social. Se quedó solo enseguida. Aurelio fue a espiar, Valerie fue a espiar, Ortuño fue a espiar. Alb encendió un cigarrillo y dio muestras de estar esperando a alguien. No les engañaba, no. Alb se dio la vuelta y acabó su cigarrillo mirando una palmera.

Se sirvió una copa de vino, otra copa de vino; con la tercera copa de vino volvió a la balaustrada y oteó a la gente estupenda. No le sonaba nadie, aunque algunas marcas de ropa eran vagamente conocidas. Localizó a Rafael Reig detrás de una columna. Debía saludarlo. Pero Reig hablaba con Luis García Montero y Almudena Grandes, y Alb no veía fisuras en el conciábulo colorado, modos de inmiscuirse, colorete que poner al sanedrín. Ni siquiera sabía quién era Segismundo Casado, Alb.

Así que, después de media hora (de reló) solo en la barandilla de la terraza del palacio de la fiesta de Tusquets Editores, nuestro héroe se internó en el salón del ápage y empezó a llenar un plato de comida por el mero hecho de hacer algo con las manos, la mente y el guacamole. Se sentó en una silla apartada y miró la comida, que no tocó.

Ya muchos invitados lo imitaban, llenaban sus platos y tramitaban la gastronomía azteca (mexicana). Eso creaba confusión a su alrededor, y era posible pensar que alguien le hacía compañía, o al menos cobertura.

Entonces Alb vio venir a Rafael Reig, solo en su deriva no impecable. Rafael Reig abandonó la sala cebadera y se paró un momento (aún era visible para Alb) junto al piano, y al pianista, con el que habló unos instantes sobre habaneras y cumbias. Después entró en el baño.

Alb, como esos Corleones que tienen su pistola guardada detrás de la cisterna, dejó su plato en el mero suelo y se encaminó hacia el baño. Era difícil no verlo como un asesino profesional irremisiblemente activado.

Abrió la puerta del baño. Salió un hombre. Vio a Rafael Reig detrás de una mampara.

Alb: Sorpresa.

Eso dijo (nuestro héroe): sorpresa.

Rafael Reig abrió los brazos, sonrió, se dirigió hacia Alb y Alb hacia él y se dieron un fuerte abrazo de lejía, humedad, arañas y grifos.

Rafael Reig: No podía decir nada, tío. A mi novia le he dicho que salía a por tabaco.

Convendrán conmigo en que este ha sido uno de los momentos más grandes de la historia de la literatura contemporánea.


Conversaciones

Gabriela Wiener: Hola.
Alb: Hola.

Lolita Bosch: Hola.
Alb: Hola.

Claudio López Lamadrid: Hola.
Alb: Hola.

Juan Cerezo: Hola.
Alb: Hola.

Diana Zaforteza: Hola.
Alb: Hola.

Imma Turbau: Hola.
Alb: Hola.


La extraña noche en que Alberto Olmos no conoció a nadie

Alb se levantó en su (quizá) cuarto día en México con una sensación cercana al desasosiego. Si no era desasosiego, estaba en el canal siguiente.

Se sentía harto de fiestas (2) y de personas (87), y creyó conveniente velar por su propia consistencia mediante el método más radical que existe: no salir de su habitación.

Ahí estaba Alb, nuestro héroe: tumbado en la cama, acabando la novela de Vicente Molina-Foix, escuchando vídeos musicales y con los dos cerrojos de la puerta echados.

Las apaches son muy hábiles.

De vez en cuando, Alb abandonaba la lectura horizontal y acudía a la ventana a fumarse un cigarrillo. Echaba la ceniza, y luego apagaba el cigarrillo, en una esquinita del alféizar. Mientras fumaba, miraba la ciudad de Guadalajara. De noche, con todas las luces encendidas, aquel inmenso municipio era terriblemente propenso a la metáfora. Luces=ojos, luces=alfilerazos, luces=puntuación tipográfica, luces=flores, luces=corazones. Alb cerró la ventana, y corrió las cortinas, no fuera a escribir un poema.

Y volvió a la cama, pero no leyó. No dejaba de pensarse como ser anómalo, y de entrometerse en los giros de su propio código genético. Pensaba, en efecto, en qué hacía allí metido, cuando estaba en “el extranjero”, un lugar donde hay tantas cosas interesantes. ¿Era su habitación de hotel “el extranjero”?, se preguntó Alb, claramente al borde de una reflexión potente. ¿Son las habitaciones países, o embajadas de un mismo país universal? ¿No resultaba ofensivo para la ciudad de Guadalajara (México) y para todos aquellos que no han estado nunca en la ciudad de Guadalajara (México) que Alb estuviera en Guadalajara (México) sin estar en Guadalajara (México)? ¿Por qué eres así, Alb?, se preguntaba. Y realmente no tenía una respuesta.

Varios de los participantes en la Feria habían visto ya los murales de Orozco. Alb, no. Varios, además, habían viajado a una población cercana donde se fabricaba una cerámica excelente. Alb, no. También se habían ido muchos a comer a otra localidad cercana, realmente preciosa. Alb, no.

Todo eso le daba igual.

Desde que subió al avión en Madrid, lo único que esperaba de Guadalajara (México) era no perderse el Barça-Madrid. No era un chiste. Y a Alb le desasosegaba, sí, que no fuera un chiste.

Nuestro héroe consideró que, dado que su vida entera hasta fechas muy recientes, había sido quedarse en su cuarto leyendo libros, la vida en la que pasan cosas (la vida en la que pasan cosas) se le atragantaba un poco. De modo que su modo de vivir, consideraba, ya lanzado, estaba determinado por una práctica peculiar: la dosificación.

En efecto, Alb no podía ir a tres fiestas seguidas, ni ganar tres premios seguidos, ni acostarse con tres mujeres distintas seguidas: tenía que parar un poco. Parar y pensarse un poco. Mirar alguna pared y decirle: tú y yo no tenemos prisa.

Las paredes, pensaba Alb, en su habitación de hotel, las paredes me concentran.

Estar concentrado era lo más importante para Alb. La vida de pasar cosas estaba bien, pero cuando pasaban demasiadas cosas era un desperdicio, porque Alb no las disfrutaba. Podía ir a París y ver un museo (de hecho, un cuadro en un museo) y eso era, para él, un París satisfactorio. Ver doce museos (y cien cuadros por museo) era un París infernal.

Además, concluía Alb, a él no le gustaban los museos, ni la cerámica (¿a quién en su sano juicio le gusta la cerámica?) ni los murales; a él le gustaban las cosas, la pequeña mecánica de la vida. Los semáforos, por ejemplo.

Las naranjas, por ejemplo.

Los cuartos de baño, por ejemplo. Los vasos. Y el tenedor.

Así que Alb estuvo en México, y vio tenedores.


Tapatía

Alb aprendió que las mujeres de Guadalajara se llaman tapatías. Ese es su gentilicio. Las tapatías le parecían a Alb todas iguales, esto es, muy guapas; pero iguales. En su maldad o impropiedad o salida de tono, llegó a oír en su cabeza la frase: He visto todas las versiones tostadas de Cristina Ricci. Y no pudo por menos que avergonzarse.

Las tapatías, en efecto, tenían la piel oscura, los ojos redonditos, y eran menudas y compactas.

No dejaba de repetirse que le parecían todas iguales. Y no pudo, no, no pudo, por menos que avergonzarse.

Se fijó, en cualquier caso, en que todas las tapatías tenían dos querencias cosméticas, o estéticas, inalienables, ya fueran quinceañeras o veinteañeras; ya trabajadoras de la limpieza o subsecretarias: se pintaban los ojos y se ceñían mucho los vaqueros.

Los ojos contorneados de las tapatías resultaban muy efectivos, y en algunos momentos cortazarianos Alb sólo veía ojos (ojazos) por todas partes, en una mirada múltiple y esférica, total.

Los culos de las tapatías, sin embargo (avergüénzate, Alb) no acababan de convencerle. Era como si la tapatía quisiera tener un buen culo, pero no pudiera. La verdad es que las tapatías estaban buenas (pensaba Alb), realmente eran unas mujeres estupendas, pero su propensión a ceñirse los vaqueros resultaba, cuando menos, intrigante.

Alb echó de menos más vestidos. Los vestidos son bonitos.

Unai Elorriaga

Alb vio a Unai Elorriaga.

Ya no lleva gafas.


Agustín Fernández Mallo (trilogía)

Alb vio a Agustín Fernández Mallo. Tres veces. La última fue a la salida del hotel Hilton (luego aclaramos qué hacía Alb en el hotel Hilton...)

Lo vio, y lo miró; y bajó la vista. Eran tantas las veces que lo había visto, que Alb consideró que ya era hora de saludarlo. Así que se dirigió hacia Agustín Fernández Mallo con considerable ímpetu, superando las arenas movedizas de su timidez.

Alb: Hola, Agustín Fernández Mallo.
Agustín: Hola, Alb.


Juan Manuel de Prada da la mano a las señoritas

Juan Manuel de Prada da la mano a las señoritas. Alb lo vio en la terraza de la Feria del Libro. Alb llevaba un rato allí, leyendo. La única persona que Alb vio leer en la Feria del Libro fue a sí mismo.

Tenía delante una mesa con dos sillas ocupadas. Las ocupaban dos señores, de más de cuarenta años, con el pelo engominado. Traje y corbata. No le llamaron la atención hasta que Juan Manuel de Prada apareció por dicha mesa, acompañado de una mujer rubia, de tacón, con vestido de noche. Era muy delgadita, y Prada se expandía constantemente, como el universo.

Alb observó cómo JMP dio asiento a la señorita que lo acompañaba, que ubicó el pespunte de su culo en la vulgar silla plástica, y luego se sentó él, estiró las piernas, cruzó los brazos y escuchó lo que le decía uno de los señores engominados, que se inclinó para hacerle llegar sus palabras.

La escena, la estampa, le pareció a Alb digna de apunte.

Pero enseguida subió el sonido de su iPod para no escuchar (aunque, de hecho, nada escuchaba) las conversaciones que podían tener lugar en la mesa vecina.

Pensó, sin embargo, en su condición autoral, condición tan cercana a la invisibilidad que le permitía atender con sumo sigilo a todo tipo de lance literario, ya fuera intelectual, ya verdulero. Se sintió muy cómodo pudiendo saber que ese señor era Juan Manuel de Prada y pudiendo saber que ese señor no sabía quién era él.

Algún día, sopesaba Alb, podía ocurrir que él fuera tan famoso que alguien, otro escritor, lo viera, lo reconociera, lo espiara, lo tasara, y anotara las manos que daba o no daba a las señoritas, y los modos en los que se sentaba, y el modo en el que otras personas se dirigían a él.

Era una idea que no le gustaba demasiado.


De cómo Alberto Olmos llegará lejos

Rebobinemos: es el primer día de Alb en la feria y, como es lógico, ha buscado sus libros. No los ha encontrado.

El primer sitio donde ha realizado su pesquisa ha sido en el stand de Castilla y León. Es un stand enorme, acotado por grandes pancartas, estandartes, fotografías y marcas de vino con denominación de origen. Dispone, este stand inmenso, de escenario y librería. En la librería, Alb no ha visto sus libros.

Después, ha acudido a diversos stands, entre ellos el de la librería Colofón, donde sólo tenían su primera novela, publicada por Anagrama hace 12 años. De los libros publicados hace unos meses, sin embargo, no hay rastro.

Alb ha hervido. Ha hervido de pie, con cierta tranquilidad. Alb se ha visto hervir muchas veces y nunca ha habido que lamentar daños mayores.

Saltamos de casilla: es el día dos de Alb en la feria. Nuestro héroe ha contactado por sms con su editor, Fernando Varela, y ha quedado con él en la terraza de la Fil. Alb ya está sentado, leyendo. Fernando Varela llega después.

Fernando Varela: Hola, Alb.
Alb: Fernando Varela, ¿dónde coño están mi libros?

Fernando Varela indica a Alb dónde están sus libros: en el stand J11. Van hacia allí. Llegan. Fernando Varela señala una mesa de un metro por un metro, y Alb comprueba que sus títulos últimos están en ella. Destacan mucho en el metro cuadrado de stand del que disfruta Lengua de Trapo en la Feria del Libro de Guadalajara: Alb no lo puede negar.

Alb: Fernando Varela, mis libros no están en la librería del invitado de honor de la Feria. ¿No era que iban a ponerlos? ¿No era que iban a comprarlos? ¿Eh?

Fernando Varela está al tanto de dicho despropósito: invitado un autor por su comunidad autónoma, sus libros no están en la librería de la comunidad autónoma que lo invitó. Es fácil entender que un autor sin libros resulta irrisorio, como un charlatán o un perro de caza disecado.

Fernando Varela promete quejarse, y las quejas (saltamos casilla) surten efecto el tercer día de Alb en la feria, día en el que encuentra en la librería de Castilla y León, invitado de honor de la Feria, los siguientes libros suyos (indicamos entre paréntesis el número de ejemplares): El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

En días sucesivos, nada más poner un pie en la feria del libro de Guadalajara, famosa por su asistencia total de 450.000 personas, Alb acudirá a la librería de Castilla y León a mirar sus libros. El primer día de disponibilidad de los mismos, quedaban aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

El segundo día de disponibilidad de los mismos, quedaban aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

El tercer día de disponibilidad de los mismos, quedaban (uf) aún los siguientes: El talento de los demás (2), El estatus (2), Tatami (4), Trenes hacia Tokio (4).

Alb, lejos de rellenar con ácido sulfúrico una botella de tequila y dar tragos largos hasta caer muerto, se lo tomó con resignación. Qué le vamos a hacer, fue que dijo.

Lo que no esperaba Alb de su fatal destino era que él mismo fuera a tener que comprar sus propios libros. No hay muchos autores que acudan a una feria internacional del libro y se conviertan en los únicos que compran sus propios libros: admitámoslo.

Tuvo, Alb, que hacerlo. Había alguien interesado en leerlos y Alb entendió farragoso enviárselos desde España. Tuvo que decidir si comprarlos en el stand de 1metro cuadrado de Lengua de Trapo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (X mil metros cuadrados de feria) o en la librería de Castilla y León. Le pareció a nuestro héroe que en el primer punto de venta su bochorno pasaría piadosamente desapercibido. Comprar los propios libros es como auparse en la barra del bar y beber a morro del grifo de la cerveza: extraordinariamente soez.

Alb estaba ya en el metro cuadrado que la feria le había reservado para su obra. Había cogido un ejemplar de cada uno de sus libros y se disponía a pagarlos. Entonces, una tapatía en funciones de dependienta de aquel stand se acercó a él y le dijo: ¿Tú eres Alberto Olmos?

Alb reconoció, con sus propios libros en la mano, que lo era. Esta anagnórisis patética convocó al mandamás del stand, un señor muy serio que, evidentemente, no iba a permitir que un autor comprara sus propios libros, aún en el peculiar caso de que ese autor auto-adquirible fuera asimismo su único cliente. Se los regaló. Alb insistió con firmeza en su deseo de pagar aquellos libros (que él había escrito sin saber que los iba a comprar tantas veces en su vida), dado que, como había comprobado, México no es un país que pueda ir regalando cosas, ni siquiera libros. Pero no había manera.

No había manera de que Alberto Olmos vendiera un libro suyo en la Feria Internacional del Libro, ni siquiera a sí mismo.

El señor serio y jefe máximo de aquel stand donde había un stand de metro cuadrado de Lengua de Trapo, le dio algunos datos que, no por inocentes, dejaron de resultar más culpabilizadores. Dijo el señor que en México el sueldo mensual medio era de mil pesos, por lo que los libros, como esos mismos que Alb tenía en la mano, y que costaban de media 200 pesos, eran sin duda un bien de lujo, muy difícil de colocar.

Alb llevaba varios días en la feria y, aunque sólo había cambiado 200 euros en pesos, tenía aún 2000 pesos en la cartera, con los que no sabía qué hacer, salvo comprar sus propios libros, cosa que de momento le estaban poniendo difícil.

Todo era contradictorio y amarillo, en efecto.

La dependienta tapatía que había quitado la máscara a Alb volvió a hablar con él. Le dijo que quería comprar uno de sus libros, sólo uno. Estaba a punto de comprar Trenes hacia Tokio cuando se dio cuenta de que El talento de los demás podía encajar más en su ánimo lector. Le pidió a Alb que le recomendara uno de los dos. Alb le recomendó el más barato, Trenes hacia Tokio, pero la joven tapatía compró el más caro, El talento de los demás. Estaba muy triste por no poder comprar los dos.

Alb le dedicó el libro, y ya antes de firmar su dedicatoria pensó hacer lo que hizo.

Lo que hizo fue: acudir al stand de Castilla y León y comprar en su librería su propio libro, Trenes hacia Tokio. Entonces, se produjo una extraña epifanía fiduciaria, dado que al ir a pagar, el dependiente de la librería de Castilla y León le dijo que Trenes hacia Tokio costaba 49 pesos, es decir, apenas 3 euros.

Alb: ¿En serio?
El dependiente: ¿Por qué le iba a mentir?

¿Justicia poética? ¿Precio especial para la persona que ha escrito el libro? ¿Amor universal? No, lindos míos, un simple error administrativo.

Alb se alejó de aquella librería como si acabara de robar su propio libro, pero, al mismo tiempo, no dejaba de pensar en volver y comprar todos los ejemplares de Trenes hacia Tokio que había, si el precio equivocado se manifestaba igualmente al pasar el código de barras de los tres ejemplares restantes. ¿Cuánto costaría El talento de los demás?, pensaba Alb. La posibilidad de comprar sus propios libros tan baratos le creaba ansiedad.

El plan de Alberto Olmos para conquistar el mundo continuaba. Se pegó a una papelera y apoyó Trenes hacia Tokio para escribir la siguiente dedicatoria: Minerva (que así se llamaba la tapatía) no puedo consentir que no tengas este libro mío. Y firmó.

Después, buscó el stand J-11 y pasó por delante de él a gran velocidad, la suficiente como para no ser detectado pero sí poder comprobar que Minerva estaba en su puesto.

Dio una vuelta a todo el stand. Se detuvo y miró a su alrededor. Un guardia de seguridad fue la opción más certera.

Alb: Señor guardia de seguridad, ¿me disculpa?
Guardia de seguridad: Dígame usted.
Alb: Mire, ¿podría ir al stand J-11 y entregar esta bolsita a una joven llamada Minerva?
Guardia de seguridad: [expresión de desconcierto]
Alb: Sólo es un libro.
Guardia de seguridad: ¿Cómo es la muchacha?
Alb: Pelo corto y... [estuvo a punto de decirle que todas las tapatías eran exactamente iguales, y de recomendarle alguna película de Cristina Ricci, pero no] Pelo corto y ya está. No hay más chicas allí, señor. Se llama Minerva.
Guardia de Seguridad: Minerva, ok.

El guardia tomó la bolsita y se encaminó hacia el stand J-11. Alb lo vio entrar en el stand; lo vio salir. Se miraron. El guardia hizo un gesto con el mentón: misión cumplida.

Alb levantó el pulgar, y se alejó apresuradamente del pasillo J hacia letras menos comprometidas.

Sabía que comprar su propio libro a sus propios lectores le llevaría lejos.


Otros usos de la mujer en Guadalajara

[BOLETÍN OFICIAL DE GUADALAJARA. USOS DE LA MUJER EN NUESTRO MUNICIPIO. (...) 7.5. OTROS USOS DE LA MUJER EN NUESTRO MUNICIPIO.]

Las mujeres de Guadalajara pueden asimismo usarse para los siguientes cometidos:

1. Estar de pie con sonrisa. En la Feria Internacional del Libro las mujeres de Guadalajara podrán usarse para estar de pie en los stands de las grandes multinacionales editoras. Lucirán vestido, gastarán tacón; pelo largo obligatorio. Grandes pechos: obligatorio. En una banda que les cruce dichos pechos grandes llevarán escrito el nombre de la editorial (Alfaguara, Planeta, etc.). Saber leer: facultativo.

2. Estar de pie sin sonrisa. En la Feria Internacional del Libro las mujeres de Guadalajara podrán usarse como guardias de seguridad de la empresa Centurión. Llevarán pantalones de licra ajustados, y una porra negra, larga y gruesa. Pechos: indistintos. Culo: compacto. Saber leer: desaconsejado.

3. Hiltonear. Las mujeres de Guadalajara podrán usarse como meseras de restaurante-pub-club-bar Angus, sito en los bajos del hotel Hilton. Lucirán minifalda de cuero o látex y sujetador del mismo material, todo de color negro. Pechos: grandes. Culo: perfecto. Muslos: perfectos. Rostro: perfecto. Pelo: perfecto. Horarios: desayuno-comida-y-cena. Palmaditas en el trasero: facultativas.


Vemos arder a Alb

Alb, sí, se sentía culpable. La culpa, más que ser castellana, era para con Castilla. Y León. Esta comunidad había pagado su estancia en México y él, además de no promover el turismo en Segovia, se estaba perdiendo todos esos desayunos comuneros, esas comidas territoriales, esas cenas en comandita.

Alb había empezado a subirse la comida a la habitación para no ver a nadie.

Ni siquiera ordenaba comida mexicana, que probó el primer día por eso de conocer mundo; sino simples hamburguesas con cocacola. Ya en su cuarto, encendía la MTV y era plenamente consciente de que su modo de ser en el mundo era de dos por uno; incluso de tres por uno.

Los dedos se le manchaban con el ketchup: era ese tipo de persona.

La segunda intervención castellanoleonesa de nuestro héroe tuvo lugar un jueves. Participaba en una charla titulada Qué hay de nuevo. Voces emergentes de Castilla y León. Eran seis las voces emergentes, y uno el moderador.

Los participantes se reunieron con cierta antelación en los aledaños del área de ponencias. Alb conocía a casi todos, pero no al moderador, al que saludó educadamente. Era un señor con mechas, con zapatos de punta afilada, con camisa fantasiosa, americana de diseño, pendientes y un chicle, en la boca. A Alb le pareció un moderador muy modernito y aparente.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara no deja una silla sin hundir, una sala sin llenar, un ponente sin público. Rellenan las salas con estudiantes de la Prepa, material humano admirablemente dócil, dado que nunca fallan en su función de relleno, maniquí múltiple, falso asistente.

-A ti qué charla te ha tocado –se dicen entre ellos, y miran unos papeles.

Le recordaban a Alb ese mundial de fútbol donde la población llenó los estadios por orden del gobierno, que además los proveyó con la camiseta de cada equipo contendiente, para que supieran cuándo celebrar un gol, cuándo llorarlo, hasta que al día siguiente se ponían otra camiseta e iban al campo a celebrar y llorar los goles según les mandaran.

En la charla Qué hay de nuevo, por tanto, Voces emergentes de Castilla y León, había como mucho 5 personas que algún interés tenían en lo que iba a contarse, y unas 40 que lo más que tenían era 15 años.

Era como hablarle a un paisaje.

Alb ocupó su sitio en la mesa, junto a su nombre en una plaquita de metacrilato. Los demás participantes se emparejaron con su propio metacrilato, mientras daba comienzo el tostón.

El moderador, en este ínterin, sacó una cámara de fotos y se dirigió a una estudiante de la primera fila. Dijo lo siguiente:

-Niña, niña. Haznos una foto –la estudiante cumplió con la orden, y devolvió la cámara al moderador-. Ahora yo a ti –dijo éste-, no te tapes.

Alb notó una enorme vaharada de vergüenza ajena. Se inició la charla.

El moderador dijo lo siguiente:

-No he leído a ninguno de los escritores que están en la mesa. Y no sé si voy a leerlos.

Con dos cojones.

Alb miró a su vecino de mesa, buscó sus ojos, trató de dialogar con ellos y de diagnosticar si el mal humor que, con dos frases, le había provocado el moderador de la charla era problema suyo (Valladolid, 2007) o un asunto paladinamente catalogable como desvergüenza (del moderador) y desfachatez (del moderador).

El moderador, del que Alb ya miraba en un folleto que se estaba repartiendo su filiación y méritos literarios (era poeta), empezó lo que parecía una presentación uno a uno de los participantes (emergentes). Lo hacía mirando la biografía en dicho folleto, de la que leyó una frase a boleo para presentar al primero, antes de darse cuenta de que no le apetecía fingir que sabía quién era, momento en el que invitó al susodicho a hacer su trabajo (del moderador).

El susodicho, algo perdido por la nula presentación del encargado de presentarle, se vio en la tesitura de hablar a un público que no sabía quién era él, y que escuchaba sus palabras perdido en el vacío arreferencial de una moderación inexistente.

Alb ardía.

Los autores emergentes de Castilla y León fueron haciendo pie en el lodo que había instaurado el moderador con su absoluto desconocimiento de a quién estaba moderando, y con su absoluto desprecio hacia la obra de los mismos (“y no sé si los voy a leer”), hundiéndose poco a poco en ese lodazal de desvergüenza y desfachatez.

Cuando Alb tuvo la palabra, hizo caso omiso a la dirección que el moderador le indicó que siguiera (preséntate) y dijo, sin embargo, lo siguiente:

-Bueno, antes de comentar quién soy yo, que tampoco soy nadie, quiero contradecir ligeramente la impresión causada por mis compañeros de mesa, impresión a mi juicio errada. Sus literaturas no son en modo alguno similares. Empezando por el fondo, tenemos a Ángel Vallecillo, que practica en su novela Colapsos una literatura que podemos considerar postmoderna. Su prosa está guiada por la violencia y la agresividad, por los paisajes norteamericanos y la fragmentación. Nada que ver con lo que hace Óscar Esquivias, que es un autor de gran solidez, muy atento al estilo, posiblemente el autor más castellano de la mesa. Su novela mayor, ambientada en su ciudad natal, Burgos, y titulada Inquietud en el paraíso, es una obra que yo no podría hacer, por ejemplo, dado su factura impecable, casi germánica. A su lado esta Alejandro Cuevas, que practica quizá sí una literatura similar a la de Esquivias, pero en un timbre más jocoso, deslenguado y gamberro, quizá similar a la de otros autores españoles como Antonio Orejudo o Rafael Reig. A mi lado está Ana Isabel Conejo, que es poeta y narradora de literatura infantil y juvenil; su poesía atiende al metro clásico y, al menos en el poemario suyo que he leído, Atlas, parece buscar un saber ecuménico, un culturalismo de perfil bajo, sutil y sensible.

Y dijo también:

-Y bueno, luego estoy yo, que soy una especie de escritor pop que lo único que quiere es tirarse el rollo con sus libros. Gracias.

Alb sentía que había salvado una bola de partido. Porque, a partir de su intervención, ciertamente hubo un poquito más de respeto.

Sin embargo, el moderador continuó boicoteando su propia moderación, con desvergüenza, con desfachatez, sin sentir en ningún momento que su presencia en aquella mesa era estrepitosamente anormal.

Alb volvió a ejercer de moderador. Y dijo:

-Al único al que no he leído es a Rubén Abella. Rubén, me gustaría que nos dijeras de qué escribes. No tengo ni idea y quiero saberlo.

Rubén Abella habló de su literatura, que practicaba por las mañanas, y que buscaba sobre todo resolver el nudo conceptual de las apariencias, de la falsedad y del autoengaño.

El moderador pidió preguntas al público. El público hizo una pregunta y después el moderador hizo otra (otra) pregunta a Ángel Vallecillo. ¿Qué pensáis de Juan Manuel de Prada?, esa fue la pregunta.

Y Vallecillo dijo:

-Bueno, esta pregunta que la conteste Alberto. Yo quiero contestar a la que ha hecho el público.

Y contestó al público, como todos los demás hasta que la pregunta pública llegó a Alb, que la contestó e hizo, asimismo, un retrato a vuelapluma de la obra de Juan Manuel de Prada, dado que, a pesar de la desvergüenza y de la desfachatez, el moderador formaba parte de su equipo.

Entró, mientras tanto, en la sala el Gran Poeta de Castilla y León, momento en el que el moderador interrumpió cualquier discurso para, en tan sólo 30 segundos, citar a ese poeta, Gran Poeta, de Castilla y León y consumar el encendido elogio.

El Gran Poeta de Castilla y León tardó muy poquito en largarse de la sala.

Y Alb ardió, ardió y ardió. Pero no explotó (Valladolid, 2007), porque era su propósito inalienable el de no montar un pollo bajo ningún concepto, por muy difícil que le estuvieran poniendo no montar un pollo de la hostia, y realmente aquel moderador se lo estaba poniendo más difícil de lo que nadie podría siquiera imaginar.

Gestor cultural. El moderador era gestor cultural. Y poeta. Alb leía su biografía y veía nuevamente (Valladolid, 2007) la desvergüenza y la desfachatez convertidas en modo de vida, la nulidad intelectual, la fatuidad, los zapatos de puntas afiladas, el baboseo, la prebenda, el pesebre, el interés propio, el desprecio por la cultura, la corrupción, la estupidez, el amiguismo, la escayola, la poesía como punto de apoyo de una profesión fantasmal, la poesía de mierda, la poesía deyectable, la poesía de la chorrada, el lirismo de botica, la estafa, el dinero, los bolos, el asco. Gestor cultural.

Acabado el acto, los seis participantes fueron juntos a un bar, y luego a otro, y luego a otro. Sin el moderador.

-Alberto –dijo Ángel Vallecillo-, no tenía ni idea de que habías leído mi libro.

-Sí, hace tiempo –Alb-. Yo tengo muchos defectos, pero un gran virtud: curiosidad.


El narrador de tan verídica como patética historia tiene una pregunta para usted

El narrador: ¿Cuántas historias van de estas prometidas 34?
Usted: 23. Con esta, 24.
El narrador: Gracias.


Trozo 25, Veracruz

No todo fue sufrir: Alb una vez se divirtió. Como es lógico, había una chica.

Ah, la chica: lo tenía todo: dinero y catalana. Tener catalana es difícil, pero se consigue en ocasiones. La sintaxis lo aguanta. Y España, también.

Diana Zaforteza (Alfabia) era la chica. Alb la conoció en la fiesta de Mondadori, donde, de hecho, no habló más que con su vaso de whisky on the rocks. La fiesta de Mondadori era en un hotel, con farolillos. Todo era muy pijo y obsolescente. Algunos autores envejecían más rápido que sus metáforas.

Lo que más le gustó a Alb de la fiesta de Mondadori fueron esos sanitarios de plástico de festival de música de las afueras de Alcorcón. Eso sí, el papel, como siempre en Mondadori, era de primera calidad.

Diana Zaforteza y Alb hicieron buenas migas en cuanto Alb le preguntó por el precio de sus zapatos. A este campestre lo tenemos que adoptar, se dijo, pensó Alb, supongo yo, Diana; y a fe que lo adoptaron.

Diana and Company abandonaron la fiesta de Mondadori con destino temerario. Los catalanes son así: se creen que todo lo solucionará, algún día, el pago de un rescate. Alb subió al taxi con Diana and Company y vio cómo el vehículo doblaba esquinas, perseguía sombras, dejaba atrás todo atisbo de encontrar un hueco en Random House Mondadori.

Ellos eran tan indies, tú.

¿Dónde se dirigía aquel taxi, lleno de catalanes y uno que no?

Alb: ¿Dónde es que vamos?
Diana: Al Veracruz.

Los catalanes pagaron el taxi, pagaron la entrada, pagaron la botella de whisky, pagaron unos tentempiés. A fin de cuentas, eran editores; Alb ya no espera nada de los editores, salvo que paguen las copas.

El Veracruz, por ilustrar la guía, era, y es, un sitio de bailar. Los mexicanos de Guadalajara van allí a sacar a las hembras tapatías a mover las pecas y el tobillo, sobre un suelo de baldosín blanquito y bajo un techo de espejos sin bisel y luces muy modernas en los años ochenta.

La música es en directo. La performa una orquesta de hombres gordos y vestidos todos igual que dejan su sitio a la siguiente orquesta (identificable porque llevan la corbata de otro color) a la cuarta canción: se cansan enseguida de zarandear tanta pareja circunstancial.

¿Bailó Alb? Poco lo conocéis. No baila desde que, en 1992, en un campamento, le prometieron una cocacola por participar en el concurso de baile del final del campamento y, después de bailar lo mejor que pudo, no sólo no ganó, sino que no le dieron cocacola alguna. Esta anécdota es real.

Bailó la editora con su amigo, mientras Alb bajaba la botella junto a una señora que seguramente había tenido delante príncipes de Persia, magnates del aluminio y gigolós de tronío inmarcesible.

Alb miró bailar a la editora. A Alb las catalanas flacuchas y podridas de pasta le gustan mucho y no hace falta abundar en descripciones que puedan comprometer su futuro profesional en la Barcelona del presente siglo.

Adjetivos, adjetivos; ya vamos sobrados de adjetivos.


¿Qué libros, entre compras y regalos, se llevaba Alb de vuelta a España?


El arte de la guerra, de Sun Tzu (porque nunca ha leído este libro tan famoso y era barato)

Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera (porque nunca había leído a Yuri Herrera)

Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar (porque tenía buena pinta)

Lo bueno de verdad, de Virginie Despentes (porque le pone mucho Virginie)

Catedral, de Raymond Carver (porque Anagrama le pone los precios muy baratos en México)

Salón de belleza, de Mario Bellatín (porque se lo dio un señor)

Jerusalem, de Gonçalo Tavares (porque lo recomendaba Vila-matas en algún sitio)

Agua perro cabeza caballo, de Gonçalo Tavares (porque no lo recomendaba Vila-matas en ningún sitio)

Grandes hits, de Tryno Maldonado (porque las ediciones de Almadía son para comprarlas)

Arte poética, de André Breton y Jean Schuster (porque leyó un poema y le gustó)

Población de la máscara, de Francisco Hernández (porque se lo dio una chica)

Escenas sagradas del oriente, de José Eugenio Sánchez (porque ídem)

Quemar las naves, de Alejandro Cuevas (porque este libro no se encuentra en Madrid. En realidad Alb nunca lo ha buscado: lo da por hecho)

Rostros, de Ana Isabel Conejo (porque se lo dio Ana Isabel Conejo)


Rostros

Este relato es una versión de la realidad: escribir es interpretar. Hemos mentido, hemos obviado, hemos hurtado información: todo en aras de un retrato particular de nuestro héroe.

No hemos contado, por ejemplo, que Alb viajó a México sentado por casualidad al lado de Ana Isabel Conejo; y resulta que su vuelta a España también se produjo en dicha compañía, de manera esta vez premeditada. Alb y Ana Isabel se vieron obligados a charlar durante 35 horas, y a estar callados durante 35 horas, cosa aún más comprometida. 35 horas aéreas, encima.

En la feria se vieron poco; apenas nada. De modo que cuando Alb y Ana Isabel instalaron en la Clase Turista sus ganas de volver a sus vidas reales y patrias, reanudaron una conversación y un silencio que la tierra de México partió en dos.

-Hola, Ana.
-Hola, Alb.
-¿Por dónde íbamos?

Alb, a los poetas, siempre les hace la misma pregunta. Es la que viene ahora:

-Ana Isabel Conejo, ¿tú cuentas los versos?

El primer avión volaba de Guadalajara a México DF. Había un runrún de controladores en las charlas, de controladores en las mentes, de controladores que iban a dejar todos los aeroplanos detenidos en el cielo, confusos de destinos truncados y pistas de aterrizaje improvisadas. Pero Alb, escéptico irremediable, no hacía caso a los rumores.

-¿Tú cuentas los versos?

Ana Isabel le dio a Alb, mientras el avión se decidía a despegar, un libro suyo, titulado Rostros.

-Gracias –Alb-, ¿te importa si lo leo delante de ti?
-¿Por qué iba a importarme?

A Alb no le gusta que lo lean delante de él. Le da como aprensión. Pero, con el permiso de la autora, Alb leyó su poemario delante de ella.

-Ya está.
-¿Ya?
-Bueno –Alb-, es un poemario. Los poemarios se leen en 7 minutos, ¿no?
-...
-¿No?

El vuelo se inició; el vuelo terminó. Tras horas de espera, y controladores rumorosos, tomaron el segundo vuelo, del DF a Madrid.

Ana Isabel continuó con su lectura en este segundo vuelo; en concreto, la de un libro muy gordo de Roland Barthes. Subrayaba el volumen con entusiasmo, y un lapicero. Alb miraba esa lectura tan contundente y envidiaba la pasión por subrayar, perdida en algún confín universitario. Él no tenía nada que leer, porque tenía mucho que leer, pero nada, en realidad, que quisiera leer. Así que tomó el folleto para ver qué películas echaban en el vuelo. De diez horas.

Eran siete, las mismas siete películas que echaban en el vuelo de ida, de Madrid al DF. Alb no podía creérselo. De toda la vida de dios, un vuelo propone películas distintas en la ida que en la vuelta, dado que todo el que va vuelve, y quiere ver unas películas, pero no las mismas. ¿Cómo podían echar las mismas películas? Alb no lo comprendía. Las mismas películas. Otra vez Knight and Day y Toy Story 3 y Origen y cuatro más. Alb no quería ver de nuevo todas las películas que ya había visto en el viaje de ida; quería ver otras películas. Cuando volaba a Japón, veía un montón de películas a la ida, y otro montón a la vuelta, y era feliz porque no había pagado entrada por ver ninguna. No le importaba que fueran malas, sólo que fueran distintas. En este vuelo de vuelta a España, las películas era las mismas. No Toy Story 4, sino Toy Story otra vez 3. Es difícil para el ciudadano medio comprender la infelicidad de Alb en esta tesitura, dado que Alb disfruta tanto de ver películas a 10.000 pies de altura que si no ve películas gratis cuando está a 10.000 pies de altura se siente viajando en vano. Para esto se hubiera quedado en el hotel viendo la MTV.

Así que Alb se echó a leer unos libros, durante 20 minutos. Luego miraba a Ana Isabel Conejo, que subrayaba a Barthes con cierta sospechosa pasión. No es para tanto, coño, el Barthes, mascullaba Alb, no es para tanto.

Como no había películas nuevas, Alb miraba mucho la pantalla con mapa del avión, ese planito del mundo entero en color verde y con un avioncito indicando el punto de la ruta donde ahora se halla el avión real. Era entre absurdo y apoteósico ver el mundo entero en una pantalla de 24 pulgadas, y tú en ese avión yendo de un lado del planeta a otro lado del planeta, todo pintado en verde.

-¿Tú crees que ese mapa es real? –Alb a Ana Isabel- ¿No crees que es un vídeo que ponen siempre y listo? Yo creo que nos engañan. No se tomarían la molestia de monitorizar el vuelo si el vuelo, como es obvio, es siempre el mismo. Ponen un vídeo y ya está.
-...- Ana Isabel.

Alb miraba el mapa en la pantalla, fascinado con los nombres tan absurdos que se ponen a las ciudades en los sitios más dispares. Fascinado por la curva del trayecto que estaban acometiendo. Fascinado por entender el planeta Tierra de un solo vistazo.

Leía otros veinte minutos. Iba al baño. Miraba al subrayado Barthes. Conversaba con Ana Isabel sobre Las palabras y las cosas, de Michel Foucalt. Sobre Apple. Sobre sus vidas privadas. Sobre The Smiths.

Y miraba el mapa, la única película que, siendo la misma, le resultaba tolerable.

A las siete horas de vuelo, cuando todo el avión dormía o, al menos, lo intentaba (Alb nunca duerme en los aviones) la pantalla del mapa concentró toda la atención de Alb. Lo explicamos en detalle en el último párrafo de esta historia.

El avioncito del dibujo marchaba de izquierda a derecha, y siempre de izquierda a derecha, del DF a Madrid, muy recto, con la cola a la izquierda, muy recta, y el morro a la derecha, muy recto y determinado hacia el aeropuerto internacional de Barajas. Sin embargo, en un momento dado, el avioncito estaba apuntando hacia abajo, hacia el polo Sur, esto es, tenía la cola arriba y el morro abajo, como cayendo en picado por ese mapamundi de color verde chillón.

-Hostia.


Piglia, teoría del cuento

“Atención, señores pasajeros. Les habla su comandante. Hemos tenido noticia de que el espacio aéreo español sigue cerrado debido a un problema con los controladores. Por ello, vamos a aterrizar en las islas Azores. Aprovecharemos también para cambiar el filtro del aceite de uno de los motores. Esperamos seguir con nuestro viaje en 24 horas. Muchas gracias por su atención.”

http://www.elmundo.es/america/2010/12/04/mexico/1291478975.html


El cielo, resurrección

Alb le estaba perdiendo el respeto a matarse. Tantos aterrizajes y despegues resultaban ya rutinarios. Este aterrizaje en concreto era un aterrizaje en falso, un aterrizaje menor, un alunizaje de andar por casa, un desvío en la autopista para que orinaran los niños. Un pequeño paso para el hombre, más pequeño para la literatura.

La isla se llamaba Santa María. Desde el avión sólo se veía el mar. Los pasajeros miraron el mar durante un rato. Algunos se pusieron en pie. Otros buscaron a las azafatas. Les preguntaban dónde estaban y cuándo dejarían de estar en el lugar donde estaban, que no era más que mar por las ventanillas. Estuvieron casi una hora coqueteando con la conquista de aquella isla. Finalmente la conquistaron.

Descendieron del avión.

Por unas escaleras temblequeantes, a un suelo de asfalto humilde. Alb miró el avion en el que viajaba. Podía verlo entero, ahora. Luego miró a su alrededor. El aeropuerto de Santa María era un poco de asfalto y un chamizo. No había ningún otro avión, ni avioneta, ni helicóptero. El avión en el que viajaba Alb convertía en aeropuerto todo lo que tocaba. Cuando se fueran de Santa María, se llevarían el aeropuerto con ellos.

-Onetti –dijo Alb-. ¿No era Santa María lo de Onetti?

Hicieron cola ante un funcionario, que selló sus pasaportes. Luego hicieron cola para tomar un autobús. La cola era de personas y maletas, pero sobre todo de rumores. Alguien sabía algo, y enseguida ese algo era sabido por otros, y otros, y otros, y Alb. Así llegó Alb a saber que había sufrido (en sus carnes) un “aterrizaje de emergencia”; no un aterrizaje ramplón y sosito, no: todo un señor “aterrizaje de emergencia”. Lo era porque no habían llegado a Lisboa o París o Sevilla; lo era porque habían aterrizado en el primer tramo de asfalto de más de 900 metros que había a mano; el que había a mano estaba en mitad del océano Atlántico.

Alb revivió el aterrizaje “de emergencia”. Consideró que habían estado a punto de estrellarse con notable elegancia. Una emergencia elegante era algo que desconcertaba a nuestro héroe.

Por la cola avanzaban los rumores, pero ella misma no avanzaba gran cosa, por lo que Alb dejó su maleta al cuidado de Ana Isabel y fue a fumar a la calle. Había un autobús allí, enormemente destartalado; y un camión, donde se iban amontonando las maletas de los pasajeros accidentados.

Alb prendió un cigarrillo. Vio a Manuel Vilas enfrente de él. Y se dijo, bueno, qué mejor ocasión para saludar al autor de El cielo y Resurrección. Y a eso fue.

Alb: Hola, Manuel Vilas, autor de El cielo y Resurrección.
Manuel Vilas (autor de El cielo y Resurrección): Hombre, Alb, ¡el mayor canalla de internet!
Alb: Para servirle.


Dormir

El hotel al que los llevaron se llamaba Santa María, también. Era grande, plano, crudo. Alb entró en su habitación y puso la tele y miró por el ventanal, a ras de suelo, y usó el retrete y removió las toallas, y llamó por teléfono, y apagó la tele y se metió en la cama y se durmió.

Sonaron golpes en la puerta. Sonó el teléfono. Alb oyó los golpes, oyó los timbrazos junto a su cabeza, sobre la mesilla. Pero era incapaz de dar a su cuerpo altura, de dar a su alma conciencia, de responder a tantos requerimientos.

Alb pensaría después que el fin del mundo debería llegar en uno de esos momentos en los que su cuerpo ya ha dicho basta.


La fabulosa historia del asturiano que cantaba y quería matar a los controladores y a los socialistas

-Azafata, ¡azafata!, ¡por favor! Una cocacola. ¡Por favor!

Su asiento estaba un par de filas por delante del asiento de Alb; a lo mejor tres filas por delante. Alb miraba hacia los gritos, pero los gritos, como es sabido, no se ven. Adjudicaba esas palabras alzadas ahora a una cabeza, ahora a otra, bien a un señor junto a la ventanilla, bien a otro que intuía agarrapatado en un asiento de pasillo. Cada tanto, el señor gritón gritaba, y a Alb se le ponían las consonantes del nombre como escarpias. Y a Ana Isabel. Y a cualquiera.

-¡Azafata! ¡Azafata! ¡Qué gran país, México! ¡Enhorabuena, mujer! ¡Ni España ni nada! ¡Viva México!

-Joder –Alb.
-.... –Ana Isabel.

Esto era volando. Pero de pronto dejaron de volar, va dicho, y aterrizaron con imperceptible emergencia, y estuvieron una hora a ver si volaban de nuevo o les ponían un sello sorprendente en el pasaporte.

En esa hora, el hombre que grita gritó más aún:

-Una pistola, sí. ¡Una escopeta! Estos hijos de puta. No hay quien lo soporte. Los cogía y los ahorcaba. Como coja la escopeta, los mato. ¡Yo tengo cosas que hacer, me cago en dios!

Estas palabras iban para nadie, pero, a veces, iban para un teléfono móvil que el señor gritón cogía en cuanto sonaba el primer pitido.

-¡Hola! Sí, estamos jodidos. No sé. En las putas Azores. En las putas Azores, me cago en dios y en el PSOE de los huevos. A ver si se van de una puta vez a tomar por el culo los socialistas. Como coja una pistola... Partido de gentuza y de perros. Hijos de puta. Putos socialistas. Bueno, lo dejo que a lo mejor aquí hay alguno que vota al PSOE...

Sí, eso oyó Alb: lo voy a dejar que a lo mejor aquí hay alguno que vota al PSOE.

Desembarcaron, fue contado, Alb durmió, fue señalado, y Alb despertó. En su hotel se hospedaba la mayor parte del pasaje y Manuel Vilas y el Señor Gritón y Ana Isabel. Era un hotel muy grande y, por lo que se vio, bastante vacío en el ínterin del incidente.

Alb se había quedado sin maleta, pero eso es anécdota menor. Las llamadas a su cuarto de hotel eran para que acudiera a reconocer su maleta en el camión. Como no acudió, su maleta ahora no se sabía dónde estaba, ni cuándo estaría en algún sitio detenida y asidera.

-Bueno –dijo Alb, ejemplo de resignación civil-, da igual.

Salió a la puerta del hotel a fumar. Allí había otros incidentados pasajeros, con los que intercambió unas palabras, las suficientes como para hacer piña para coger un par de taxis y viajar a un bar en la pequeña ciudad de Santa María.

-Esperamos a Tito –dijo uno.

Llegó Tito. Enseguida fue todo gritar y jurar y provocar. Tito era el hombre gritón, y enseguida el universo de lo real cambió su eje disperso por el eje neto de aquella personalidad indoblegable. Era asturiano.

Era Tito.

Alb no pudo por menos que agrietarse ante la perspectiva de aguantar al señor gritón durante toda su estancia en la isla aquella. Dios, pensó, y respiró con resignación civil ejemplar.

Dos taxis los dejaron a las puertas de un bar entre señorial y cutre. Era señorial por las mesas y cutre por las sillas. Se sentaron. Pidieron cervezas y cervezas, copas y pizzas. La noche iba para largo.

A la mesa había ocho personas, todas varones y Alb y Tito y la conversación era una conversación de machos y Tito, que no Alb.

-Y al final me fui de putas, claro –Tito.

-Jajajajaajaja (ad infinitum) –el resto de los varones.

Primeramente, Alb atendió al discurso continuado de Tito. Informaba de que había ido a México a cantar, a cantar rancheras, y que en varios tugurios le habían confirmado que, en todo México, nadie cantaba rancheras como él. Que su voz era única. Luego habló de su estancia en Alemania, de las peleas en las que se metió, de cómo era la policía, de cómo eran las alemanas y cómo las salchichas. Luego habló de Asturias, de su trabajo en su patria chica, que era cortar árboles, o algo similar, y que le había provocado lesiones en las rodillas de tal gravedad que no podría cortar más árboles en su vida, pero aún así él iba a ir a cortar árboles, con la nieve llegándole, precisamente, a la altura de las rodillas.

Todo muy macho, pensó Alb.

Bebía cerveza, Alb.

Tito también dijo que era fan de Fernando Alonso, un asturiano, comentó, que a algunos asturianos les caía mal porque decía públicamente que no le gustaba ni la fabada ni la sidra. Qué hijo de puta, pensó Alb, en su cinismo, un asturiano al que no le gusta la fabada ni la sidra: ¿se puede ser más hijo de puta?

Bebía cerveza, Alb.

Después de este monólogo, el asturiano vio a otros comensales y, sin embargo, pasajeros, proponer anecdotarios personales de cierto interés, anecdotarios que no llegaban a desarrollarse en todo su atractivo porque, enseguida, Tito tenía algo que decir. Tito siempre tenía algo que decir. Y ahí vio Alb el envés de la trama, de la moneda del yo, del payaso y del bufón. Vio que Tito, siendo la alegría de la huerta, el líder del corrillo de los machos, era, asimismo, un alma atormentada por el silencio (perdonen lo elevado), un estratega (en verdad) de la conversación: lo explicamos.

No era que Tito fuera facundo con inconsciencia, inocente en su protagonismo, sino calculadamente egocéntrico, rapiñeramente hablador. No era que fuera social, sino extremadamente desapegado con el otro, cuyas palabras nunca le interesaban más que como trampolín de una nueva historia protagonizada por él.

Vivía de recibir risas.

Y las recibió.

Y cuando se acabó el fabulador, alguien invitó al cantante que había en él, y el cantante vino, y Tito cantó rancheras, y boleros, y se arrancó por soleás, y cantó también canciones de Asturias, que el narrador de esta tan verídica como desazonada historia no sabe cómo se llaman, pero como Víctor Manuel, y por ahí.

Uf.


Chicas y machos

Seguían en el bar, porque la noche fue efectivamente para largo.

Cuando Tito puso sobre la mesa su repertorio mexicano, al que volvía de cuando en cuando, después de una breve visita a tonadas ibéricas (incluido Portugal, sí), dos jóvenes mujeres de la mesa vecina fijaron sus ojos negros en él, y en la mesa toda, y en el espectáculo no anunciado del que podían disfrutar en su, también, accidentada estancia en aquella isla.

Eran mexicanas, y muy monas.

En un momento dado, solicitaron al cantante pseudomexicano una canción en particular, Cucurrucucú, paloma, para ser ornitológicamente exactos.

Tito, qué contratiempo, no se la sabía. Eso no fue obstáculo para que varios comensales accidentados invitaran, aprovechando el cambio de disco en la juke box asturiana, a las chicas a sentarse junto a ellos.

-Venid, venid –dijo el señor que estaba al lado de Alb. Y giró su cabeza hacia nuestro héroe- Qué guapas, ¿eh?

Alb vio venir la feminidad, inmiscuirse como ácido sulfúrico en el bloque de granito y testosterona que formaban los ocho hombres. Fue triste y aleccionador.
Triste, porque Alb, hay veces, siente pena por la Humanidad, condenada desde las cavernas a ese tira y afloja de la carne más obvia. A pesar de la hora, año 2010, y de los intentos teóricos (queer et alia), la vida seguía siendo así de simple.

Aleccionador porque aquello fue un sindiós de alianzas matrimoniales ocultadas, de cambios en el modo de cruzar las piernas, de canciones de Tito dirigidas exclusivamente a las damiselas; de ojos dirigidos exclusivamente a las damiselas; de reinado de un par de pares de tetas, del imperio de la juventud y del toreo de salón de las melenas con horquillas.

Alb miraba a todos y cada uno de los señores, y todos y cada uno de los señores eran otros desde que unas chicas se habían dignado a posar sus culos en sillas aledañas.

Él, sin embargo, decidió ignorar a las muchachas. No era que las muchachas fueran a lamentar especialmente su desinterés por ellas, pero a Alb, algunas veces, le gusta practicar el desprecio por la carne, por las jovencitas más seguras de sí mismas, sólo por joder, deporte que en ocasiones le procura placeres realmente incomprensibles y malignos.

Pasada otra hora, larga fue la noche larga, Alb quiso marcharse, y formó conciábulo con el más inteligente de la manada macho, que también quería dejarlo ya. Llegaron al acuerdo de pedir un taxi.

Este hombre listo era, además, el encargado de informar sobre los avances en la salida del avión accidentado. Estaba siempre al teléfono, hablando con Españas y señoras, al filo de la información.

Cuando Alb y el señor listo se estaban marchando, el señor listo cruzó algunas palabras con los que se quedaban. Les anunció lo siguiente:

-Me dicen, extraoficialmente, que lo más seguro es que salgamos en 24 horas.

Entonces, el hombre que había estado sentado junto a Alb toda la noche, el que le había señalado que las muchachas eran muy guapas, se levantó y se les acercó. Empezó a hablar con el señor listo ante la mirada atenta de Alb.

-No creo –decía el hombre que dijo que las chicas eran muy guapas-, no creo que salgamos mañana, tío. Es imposible que traigan un motor en 24 horas. Imposible. Tienen que volar a Madrid y luego a México y luego traer el motor. Yo creo que estaremos aquí hasta el lunes por lo menos...

Aquí acabaría la historia Raymond Carver, y cualquier alumno de taller. El lector puede intuir perfectamente el interés que el señor que consideraba guapas a las muchachas mexicanas tenía porque el avión no saliera nunca y porque le obligaran a estar en el mismo hotel (fue preguntado) que ellas una noche más y otra noche más y otras muchas noches más. No había parado de hablar con ellas, con una en concreto, durante toda la velada.

Pero este narrador humilde no es Carver, y además no quiere dejar de delatar el comentario que Alb le hizo después de oír su opinión, muy experta, sobre reparación de motores de aviones accidentados.

Fue esto lo que le dijo Alb:

-Parece como si no quisieras que saliéramos de aquí, tío.

En fin, Alb, en fin.


Madrid

Alb llegó a Madrid el domingo por la mañana. Venía de 27 grados centígrados; en la capital de España hacía un frío inmaculado.

Salió a la parada de taxis. Se fumó un cigarrillo. Hizo una llamada.

Subió a un taxi.

-Lléveme donde hace calor-dijo.


Next

A Alb le gustan las películas de Nicolas Cage. No las buenas, todas las películas de Nicolas Cage. Es salir Nicolas Cages en una película y es Alb viéndola. Nadie es perfecto, salvo Nicolas Cage.

La peor película de Nicolas Cage se llama Next. Va de un tipo que puede ver el futuro o, al menos, el futuro inmediato. Eso procura a los técnicos de efectos especiales oportunidad de mostrar en la pantalla imágenes muy pintonas, de varios Cage andando en varias direcciones y de varias cosas pasando al mismo tiempo con los mismos personajes multiplicados.

La pusieron no hace mucho en la 1.

Alb piensa en esta película porque una frase de esta película le rondó la cabeza durante todo su viaje mexicano: “He visto todas las posibilidades, y en todas acaba mal.”

Alb, en la feria internacional del libro de Guadalajara, vio todas las posibilidades. Estaba él, un autor poco conocido, pero prometedor; estaba Juan Manuel de Prada, autor reconocido y de un lado; estaba Juan José Millas, autor reconocido y del otro lado; estaban autores que viajaban en primera clase; estaban autores como Gamoneda, que recibían fastuosos homenajes; estaban autores menos conocidos que Alb; estaban autores que sin estar estaban: Mario Vargas Llosa.

Y Alb pensó que él podía ir hacia alguno de esos sitios, ocupar una de esas casillas, como por ejemplo la silla metálica de Juan José Millás donde firmaba libros, o el sillón emérito de Gamoneda, donde todo el mundo le daba la razón finalmente.

Y en eso pensó Alb, en un futuro, muy lejano, cuando tuviera 80 años, cuando le hicieran un homenaje por toda una vida dedicada a la literatura, un homenaje que, realmente, no era otra cosa que ver a todo el mundo dándote la razón, diciéndote, sí, tío, sí, señor, sí, ilustre escritor, usted tenía razón en todo lo que escribió, su obra es inmortal, nadie pone en duda ni una coma, reciba nuestro beneplácito eterno.

Y esa perspectiva, la de un momento en el que todo el mundo le diera la razón, le pareció a Alb inmensamente triste.

Pero ese era el punto más alto al que llegaría como autor en toda su vida: a un homenaje cuando las arrugas le impidieran bailar, y la artrosis le impidiera bailar, y la curvatura de la vejez le impidiera bailar. Un homenaje.

Alb no le va a bailar, pero en los alrededores del baile es donde está la literatura, porque siempre hay alguien que puede invitarte a salir a la pista, y esa posibilidad es ahora, sentenció Alb, y ahora es el momento, sentenció, y ya no necesito que nada más suceda.